Tierlaw Verick se sentía incómodo con tantos robots en el salón. Por enésima vez eludió a un robot SPR que patrullaba. Eran necesarios en esas circunstancias —él sería el último en negarlo—, pero no por ello tenía que gustarle. Y la presencia de Beddle era aún más intolerable. Tarde o temprano alguien tendría que poner a aquel hombre en cintura. Verick esperaba que fuera temprano. No conocía demasiado sus opiniones políticas, pero sabía que Beddle estaba a favor de los robots, y eso era todo lo que necesitaba saber.
Verick era un colono, y odiaba a los robots con una pasión rara aun en los de su especie. Pero también era un empresario, y como tal amaba las ganancias con una pasión extraordinaria. El amor por el dinero y los negocios lo había llevado a hacer toda clase de tratos y le había permitido conocer toda clase de gente interesante aunque desagradable.
Resistió la tentación de mirar de nuevo el reloj. La velada pasaría pronto y él tendría su oportunidad de hablar con Grieg. También tendría su oportunidad de obtener pingües ganancias.
«Todo ha ido de maravilla», pensó Grieg mientras miraba a los rangers camareros que se llevaban la última mesa. Subió por las escaleras que conducían a su despacho. Aparte de las payasadas de Beddle y esa pequeña gresca, la fiesta había resultado mucho mejor de lo que cabía esperar. Sin embargo, cuando el anfitrión era el gobernador, el final de una recepción no significaba el final de la noche. Tanto la tradición como el sentido práctico imponían el aprovechamiento de esa oportunidad para reunirse con quienes necesitaban hablar en privado con él.
Concluida la fiesta, era buen momento para ver a viejos aliados políticos que pudieran ofrecer consejos, solicitantes que le pidieran tal o cual favor, admiradores que sólo deseaban estrecharle la mano, personas que necesitaban decirle algo al oído sin correr el riesgo de que otros las vieran.
Grieg disfrutaba de esas reuniones tardías. Apelaban a su sentido del juego político. Para él, esas reuniones representaban el juego de la política, su fascinación, su esencia. Eran los momentos informales que oficiaban de lubricante social para todas las ocasiones oficiales y protocolares.
La necesidad de discreción requería ciertas complicidades y no pocos malabarismos. Por esa razón el despacho del gobernador tenía más de una entrada, para las ocasiones en que un visitante que se marchaba no deseaba topar con un visitante que llegaba. La gente que no quería cruzarse con otra gente se escabullía por una puerta lateral que sólo podía abrirse por el lado de dentro.
Había una segunda puerta, en un pasillo corto. La primera puerta no podía abrirse si no estaba cerrada la segunda; un visitante que partía no podía regresar, lo que a menudo era un gran consuelo.
Esa noche sólo había cuatro grupos. Es decir, sólo cuatro grupos oficiales. Grieg únicamente podía ver a la quinta delegación en circunstancias sumamente extraoficiales.
Los primeros tres no representaban el menor reto. Grieg se libró de ellos sin contratiempos, despachando a cada uno en quince minutos.
Cuando se fue el número tres miró su lista de citas. El siguiente era Tierlaw Verick, el ingeniero colono que deseaba vender equipo de terraformación. Grieg echó un vistazo al archivo que le brindaba información sobre el hombre.
«Colono, nativo de Baleyworld, se cree filósofo, exageradamente opuesto a los robots, aun siendo colono. Soltero. Sospechoso de contrabando, sin pruebas. Aficiones: estudioso de los pueblos y mitos de la antigua Tierra, amante del teatro».
Nada de eso importaba. Lo que importaba era que Verick querría conocer la decisión de Grieg. ¿Quién conseguiría la concesión del sistema de control, Verick o el consorcio de compañías de Inferno que quería el contrato, representado por Sero Phrost? La cuestión era un sistema colono frente a un sistema espacial. Los colonos ofrecían un sistema automático que estaría bajo control humano directo, mientras que los espaciales, los infernales, ofrecían una unidad controlada por robots. Ambas partes tenían razones políticas, filosóficas y técnicas con que respaldar sus puntos de vista. Él las había enumerado en un papel, apuntando en pulcras columnas los pros y los contras, así como intrincadas argumentaciones en ambos sentidos que deleitaban a los espaciales.
Grieg cogió impulsivamente una pluma y cruzó la página con una X. Anotó una nueva pregunta, la única pregunta, en un margen de la página: «¿Qué sistema sería mejor para la gente de Inferno?». El Centro de Control dirigiría el planeta durante los próximos cincuenta años, reestabilizando el clima, apuntalando un frágil ecosistema. Grieg había tomado su decisión un par de días antes, pero aún no la había revelado. No lo haría hasta ver de nuevo a Verick y Phrost. Siempre existía la posibilidad de que uno de los dos hiciera algo que lo indujera a cambiar de parecer, algo que modificase la ecuación. Le daría a Verick otra oportunidad, no porque ese paranoico corrupto la mereciera, sino porque Grieg daba prioridad al equipo por encima de las personalidades.
El anunciador hizo sonar la campanilla, y Grieg fue a la puerta para recibir a Verick.
—¡Tierlaw! Adelante. Gracias por ser tan paciente. —Estrechó la mano del colono con ese entusiasmo vehemente propio de los políticos.
—En absoluto, gobernador —dijo Verick—. Según un refrán colono, debemos desvelarnos si queremos ver el alba. Hay recompensas por la espera.
—Desde luego que sí —convino Grieg mientras guiaba a su huésped a una silla y se sentaba frente a él—. Pues bien, al grano. ¿Qué me ofrece su sistema de control?
Ottley Bissal aguardaba en la oscuridad, procurando ser paciente, resistiendo la ansiedad de salir, de moverse, de correr de las sombras a la luz.
Su escondrijo era absolutamente negro. Había sabido que sería así, pues sus instructores se lo habían explicado, pero no había comprendido cuán profunda podía ser la oscuridad, cuán negra la negrura. Lo carcomía, lo devoraba, le mordía las entrañas. Sudaba de miedo, su imaginación se desbocaba. ¿Sería capaz de hacerlo?
Cuando llegara la señal, ¿podría salir del escondrijo y hacer aquello para lo que había ido?
¿Y si la señal no llegaba? ¿Y si había silencio, o instrucciones de abortar? ¿Y si sus cómplices decidían que el momento no era oportuno, que el peligro era excesivo? ¿Qué haría entonces?
Ottley Bissal conocía la respuesta.
Cumpliría con su misión, sin importar las órdenes que recibiera.
La conversación entre Verick y Grieg no era tan jovial al final de la reunión. Grieg apenas podía dominar su temperamento. La conducta de Verick no le había sorprendido, pero no por ello era menos exasperante. Combatió el impulso de pedirle que se marchara, de desestimar su oferta y darle la concesión a Phrost.
Pero ¿era Phrost mejor? Y ¿qué tenía que ver la táctica de Verick con lo único que importaba: el mejor sistema para la gente de Inferno?
—Creo que he sido claro —dijo Grieg—. Le he transmitido lo que declararé públicamente dentro de dos días.
—No me hace feliz.
—Mi decisión es inapelable —replicó Grieg, tajante—. Y ahora debo despedirme.
—Muy bien. —Verick apretaba con fuerza los puños hundidos en los bolsillos—. No hablaré más del asunto. —No enfiló hacia la puerta externa sino hacia la puerta interna que conducía a la Residencia. La puerta no se abrió, y él sacó las manos de los bolsillos y aferró el picaporte.
Grieg suspiró. ¿Por qué los colonos siempre tenían que dificultar las cosas? Grieg apretó un botón del escritorio y la puerta se abrió.
Verick salió a grandes zancadas, la puerta se cerró y allí terminó todo. Gracias a los astros, no todas sus reuniones eran tan desagradables.
«Una última reunión —suspiró—, será igualmente embrollada». Ni favores ni rumores ni chismes, ningún tema menor para negociar o regatear, ninguna reunión preliminar que consistiera en meras cortesías. No, esa podía ser peor que la reunión con Verick. Esa iba al meollo de sus decisiones más vitales.
La puerta se abrió y aparecieron los dos últimos solicitantes de la noche, con exacta puntualidad. Grieg se levantó, rodeó el escritorio y los hizo entrar.
—Adelante, adelante —dijo, obligándose a sonreír jovialmente—. Los tres tenemos mucho de que hablar.
Grieg se apoyó en la esquina del escritorio mientras los dos robots, Calibán y Prospero, se sentaban.
Veinte minutos después los dos robots salían a la noche tormentosa bajo una lluvia tan fuerte que aun para un robot podía resultar molesta. El suelo estaba resbaladizo, la visibilidad era escasa y la visión infrarroja no servía de mucho. Pero Calibán llevaba prisa. Quería alejarse cuanto antes de la Residencia.
En un mundo donde todos usaban aeromóviles, no había carretera para regresar a la ciudad, y Calibán y Prospero tuvieron que internarse en un sendero irregular y traicionero. Calibán sabía que ese adjetivo no sólo era aplicable al sendero. Otros peligros aguardaban.
—Durante mucho tiempo he pensado que llegaría un momento —le dijo a su compañero— en que ya no podría apoyarte ni respaldarte, amigo Prospero. Hemos llegado a ese punto. Lo que acabas de hacer, la situación en que me has puesto esta noche, va más allá de lo admisible. No hay artimaña lógica ni rebuscada interpretación de las Nuevas Leyes que pueda justificarlo. Aun yo, sin leyes para guiarme ni controlarme, tuve que esforzarme para conservar mi pasividad. Me angustia que seas cómplice de semejantes cosas, y mucho más que me obligues a serlo yo también.
—Me sorprendes, Calibán —dijo Prospero—. Entre todos los seres del mundo, nadie debería comprender mejor que tú la importancia de nuestra causa.
—Di mejor vuestra causa —replicó Calibán con una vehemencia sorprendente para un robot—. No hay motivo por el cual deba considerarla mía. Los robots Nuevas Leyes representan más peligro para mí que para nadie. Cuantas más transgresiones cometéis, más se me acosa, más se sospecha de mí por asociación.
—¿Y temes resultar sospechoso por los actos de esta noche?
—Temo mucho más que la sospecha —respondió Calibán—. Temo que me vaporice la pistola de un agente de la ley.
El sendero descendía, y el arroyo se elevaba hasta inundarlo. Pero el único modo de salir era seguir adelante, y no había vuelta atrás. Calibán se internó en las aguas para vadearlas.
Donald condujo el aeromóvil en una trayectoria de descenso cuando llegaron al complejo hotelero. Aterrizó en un aparcamiento junto a la villa de huéspedes de Alvar y entró en el garaje cubierto. Kresh agradeció a los astros haber alquilado una modesta villa privada en vez de conformarse con una de las suites económicas del edificio principal. La isla estaba tan atestada de visitantes que aun algunos de los huéspedes más distinguidos tenían que dormir con dos o tres grupos en el mismo piso. Pero Kresh no debía vérselas con esas multitudes, por suerte. Como la mayoría de los infernales, y de los espaciales en general, Kresh prefería que sus aposentos no estuviesen cerca de los de otros.
Y que contasen con garaje cubierto, desde luego; no era agradable caminar bajo semejante lluvia. Poco antes de la fiesta, Kresh había oído que un técnico colono de terraformación le explicaba a un miembro del personal del gobernador por qué no podían cerrar el campo de modificación eólica que provocaba lluvia justo el día de la recepción. El proyecto de modificación eólica se hallaba en un delicado estado de transición, o algo por el estilo.
Al menos aquel generador de campo climático funcionaba. Había otros cuatro generadores de campos de fuerza situados en puntos estratégicos del planeta, pero todos tenían siglos de existencia y estaban fuera de servicio en ese momento. Ya eran antiguallas cuando los llevaron a Inferno para utilizarlos durante el barato pero chapucero proyecto inicial de terraformación.
La escotilla se abrió y Kresh se apeó seguido de Donald, que pronto lo dejó atrás para llegar antes a la puerta de la villa.
Alvar Kresh entró después del robot, moviéndose de manera casi más mecánica que este. Se sentía agotado. Una vez en su habitación exhaló un largo suspiro de alivio. Todo había terminado. La recepción había concluido, los huéspedes se habían marchado y el anfitrión estaba con vida, aunque quizá no demasiado complacido con Kresh. Bien, mejor un Grieg molesto y vivo que un Grieg satisfecho y muerto. Arreglar las cosas después de un desempeño poco diplomático en una fiesta era mucho más fácil que vérselas con las secuelas de un atentado. Se preguntó si estaría paranoico o los peligros serían en efecto tan grandes como creía.
La respuesta era que los peligros podían ser reales, y que a un policía no debía importarle nada más. El gobernador Grieg estaba encabezando una revolución desde arriba; y a mucha gente esto le disgustaba. Las revoluciones complicaban la política, creaban o destruían fortunas, transformaban a los amigos en enemigos, a los enemigos en amigos. De la noche a la mañana los valores más corrientes se volvían controvertidos. Lo invalorable perdía valor, y lo vulgar se convertía en raro e invalorable. De pronto surgían nuevos modos de ganarse la vida, nuevos modos de cometer un crimen, y distinguir unos de otros era, a menudo, difícil.
Pero nada de ello le importaba a Kresh por el momento. Lo que le molestaba era otro aspecto típico de las revoluciones: el que muy pocos de quienes las iniciaban lograsen sobrevivir. Aun una revolución triunfal a menudo mataba a sus dirigentes.
Kresh ni siquiera estaba de acuerdo con la mayor parte de los objetivos del gobernador, pero su trabajo no consistía en estar de acuerdo, sino en mantener la estabilidad y la seguridad pública. Proteger la persona del gobernador formaba parte de ese trabajo. De vuelta en la ciudad capital de Hades, Kresh tenía el poder, la capacidad y los recursos para proteger bien al gobernador, lo que no ocurría en la isla Purgatorio, donde nadie sabía quién ejercía el control, quién estaba a cargo de qué sector en qué momento.
Alvar se quitó la funda de la pistola, la colgó del respaldo de una silla y se sentó en el borde de la cama. Se quitó las botas, se aflojó el severo cuello de su túnica y se desplomó en el lecho, exhausto, feliz de estar a solas.
A solas. Antes de la crisis de Calibán, Kresh nunca debía de haber pasado más de una hora consecutiva realmente a solas. Siempre había robots en torno, cuidándolo, protegiéndolo, satisfaciendo sus necesidades y deseos, que incluían cosas que nunca había necesitado ni deseado.
La soledad era algo que un robot nunca podía dar, salvo cuando no daba nada. A solas, sin importarle el modo en que alguien —o algo— pudiera reaccionar ante su conducta. Sin necesidad de mirar por encima del hombro, sin la presencia de un robot preocupado por su seguridad, sin el temor de que una mirada, un gesto o un murmullo se interpretaran como una orden. Sin la imposición de cooperar con un criado molesto porque resultaba más fácil que discutir sobre las aprensiones o apremios de un robot. Grieg había tenido cierta razón al hablarle a Donald de la tiranía del sirviente.
En los viejos tiempos, Kresh nunca se habría permitido el lujo de derrumbarse al final de un largo día. El lujo de estar a solas, sin necesidad de preocuparse por lo que pensaran los demás, fueran de carne y hueso o de plástico y metal. Incluso frente a Donald, había cierto sentido de reserva, de cautela.
Alvar Kresh estaba orgulloso de ser sheriff, y se tomaba muy a pecho su puesto y sus obligaciones. Tenía opiniones categóricas sobre la conducta de un sheriff, y estaba resuelto a vivir a la altura de sus propias exigencias. En parte era una representación teatral, y lo sabía. El histrionismo formaba parte del liderazgo, aun frente a los robots.
En los tiempos en que Donald lo vestía y desvestía, Kresh no era plenamente consciente del asunto. Ahora, a menudo le intrigaba. ¿Qué había dicho Grieg? Había hablado de modificar su propia conducta para mantener contentos a los robots. Cuando los robots controlaban todos los actos, cuando elegían la ropa, la comida y los horarios, y uno se acostumbraba a aceptar sus elecciones, ¿quién era el amo y quién el criado?
Antes de que la llegada de Calibán trastocara tantas cosas, Alvar siempre sabía que si se dejaba caer sobre la cama con la ropa puesta, los dientes sin cepillar y demás, Donald lo vería y se encargaría de intervenir. Lo habría convencido de levantarse y cuidarse, de acostarse adecuadamente en vez de correr el riesgo de dormirse con la ropa puesta y sin haberse bañado. Y Alvar nunca lo hacía, concediendo la victoria antes de librar la batalla.
Así que había cierto placer, incluso cierta voluptuosidad, en estar solo, en permitirse un momento de distensión sin la presencia de un robot quisquilloso temeroso de que dormir con la ropa puesta pudiera perjudicar su salud.
Era un lujo, aunque resultara extraño que la ausencia de robots se considerase como tal.
¿Acaso Simcor Beddle temía que toda la gente privada de sus robots descubriera que la ausencia de estos era agradable? Aunque uno aceptara el dudoso supuesto de que Beddle estaba sinceramente interesado en algo aparte del poder, se trataba de una idea tonta. Nadie había sido privado de todos sus robots. Sin duda veinte robots por vivienda eran más que suficientes. Kresh sólo tenía cinco en su casa, aparte de Donald. Tal vez Beddle temiera que la gente acabase por descubrir que no se necesitaban cincuenta robots para cuidar de una persona, que la mayor parte de los robots pasaban su tiempo interponiéndose en el camino de los demás, haciendo tareas para sí mismos.
Ninguna persona racional podía creer que se necesitaran veinte robots para administrar una vivienda, pero toda la población se rebelaba ante las «penurias» que suponía el tener un solo chófer por vehículo, o sólo tantos cocineros como comidas se hacían cada día. Aun así, el alboroto no fue tan grande como se esperaba, y se había aplacado antes de lo que Kresh suponía. ¿Era posible que él no fuese el único en considerar un lujo ese momento de distensión privada sin robots?
Claro que ahora debía levantarse, llegar al refrescador, prepararse para ir a la cama. Y tal vez no le viniera mal descansar los ojos aunque sólo fuese por un momento…
Alvar Kresh se durmió con la ropa puesta y las luces encendidas, despatarrado en una posición poco elegante, mitad dentro y mitad fuera de la cama.
Alvar abrió los ojos al oír el sonido del anunciador. Se levantó, pero la rigidez que sintió en el cuello hizo que volviera a recostarse con un gruñido. Tenía mal sabor en la boca y los pies helados. ¿Cuánto tiempo había dormido? Se sentía desorientado, confuso. Tal vez las atosigadoras atenciones de un criado robot tuvieran ciertas ventajas.
—¿Sí, qué ocurre? —preguntó.
La voz de Donald surgió del parlante de la puerta.
—Disculpe, señor, pero hay un asunto que requiere su atención.
—¿De qué se trata, Donald? —preguntó Kresh.
—Un homicidio, señor.
—¿Qué? —Kresh se incorporó en la cama, olvidando repentinamente su espalda dolorida y sus pies fríos—. Entra, Donald, entra.
Donald abrió la puerta y entró.
—Supuse que querría usted saberlo cuanto antes, señor.
—Sí, sí, desde luego. Pero aguarda un minuto. Quiero estar bien lúcido para escucharte.
Vagamente avergonzado de que Donald lo hubiera sorprendido en aquel estado, Kresh entró en el refrescador de la habitación. Se quitó la túnica, se enjuagó la boca, se mojó la cara y cogió una toalla. Se frotó la cara y regresó a la habitación. Donald había sacado una nueva túnica y una taza de café de alguna parte. Kresh se puso la túnica y bebió el café con gratitud. Se sentó frente a Donald, dispuesto a escuchar.
—De acuerdo, adelante.
—Sí, señor. Un miembro del personal de seguridad del gobernador, un agente de los rangers, estaba apostado como guardia del perímetro durante la recepción. No se presentó en su jefatura al terminar su turno, y se realizó una búsqueda. Lo encontraron muerto en su puesto.
—¿Cómo murió?
—Estrangulado, señor. Para ser más exacto, asfixiado como si hubiese sido sometido al garrote.
—Fantástico. ¿Jurisdicción?
—Como cabía esperar, señor, eso no está nada claro. Su puesto se hallaba en tierras cedidas a los colonos, y en consecuencia bajo la jurisdicción del Servicio Colono de Seguridad. No obstante, era miembro del cuerpo de rangers del gobernador, pero al mismo tiempo…
—Montaba guardia como parte del personal de seguridad del gobernador, y en consecuencia bajo autoridad de los rangers —concluyó Kresh—. Genial. Así que todos chocamos los unos contra los otros. ¿Algún otro dato?
—No, señor. Ni siquiera el nombre de la víctima. Esa es toda la información que poseo.
—Maravilloso. Vayamos allá y averigüemos más.
Los dos se dirigieron hacia el aeromóvil de Kresh, aparcado frente a la casa de huéspedes. Kresh entró después de Donald y se sentó en su asiento de costumbre. Donald salió del garaje y se elevó bajo la persistente lluvia, que zamarreó el vehículo un par de veces hasta que logró estabilizarlo. Kresh apenas reparó en ello, pues tenía otras muchas cosas en que pensar: el ataque contra Welton, los agentes falsos, la muerte de un ranger del gobernador… ¿Qué demonios estaba pasando?
El gobernador. ¿Qué ocurría con el gobernador? Kresh pensó en preguntárselo a Donald, pero desistió de hacerlo. Fuera cual fuere la respuesta, Kresh se sentiría obligado a verificarla. Se volvió en el asiento y encendió el sistema de comunicaciones. Tecleó el código de emergencia, la línea directa con el gobernador. Lo había hecho un par de veces en su carrera, pero nunca le había parecido tan necesario.
La pantalla se activó mostrando a Grieg en su despacho ceremonial, trabajando ante el gran escritorio. Había papeles desparramados, y Grieg aún vestía su traje protocolario, pero tenía el cabello revuelto y la barba crecida.
—Buenas noches, sheriff. Veo que no soy el único que trabaja hasta tarde.
—No, señor. Quería llamar personalmente para confirmar si estaba usted a salvo.
Grieg dejó sus papeles y frunció el entrecejo.
—¿A salvo? ¿Por qué no habría de estarlo?
—¿Nadie le ha informado, señor? Acaban de encontrar muerto a un guardia del perímetro de la Residencia; estaba de servicio en su puesto.
—Maldición —exclamó Grieg—. ¿Qué más sabe usted?
—Por el momento, eso es todo, señor. Ahora me dirijo a la escena del crimen.
—Muy bien, manténgame informado.
—De acuerdo, señor. Eso haré.
Kresh cerró la comunicación y miró la pantalla con ceño. ¿Por qué demonios nadie había informado al gobernador? ¿Tan embarullada era esa operación de seguridad? Meneó la cabeza. No importaba. Ahora tenía otras preocupaciones en mente.
Ya casi habían llegado.
Un rostro pálido y boquiabierto miraba el cielo lluvioso.
Las gotas salpicaban el cuerpo bajo el potente resplandor de las luces portátiles de alta potencia. El cadáver tenía las manos, rígidas, en torno al cuello, como si todavía luchara para arrancarse el duro y cruel alambre de la garganta. Se hallaba en una pequeña hondonada, en medio de un zarzal, rodeado por un anémico y esquelético bosque de árboles pequeños y añosos.
Bajo la vibración de los relámpagos y el bramido de los truenos, Alvar Kresh se detuvo junto al cadáver. Los robots de peritaje ya estaban trabajando, aunque no podían hacer mucho. Por mucho que midiesen, buscasen y registrasen, allí no hallarían respuestas. Podían regresar al laboratorio y quizá determinar la hora del deceso, pero eso sería todo.
Alvar Kresh miró al muerto y suspiró. Hacía años que ejercía su profesión, y la experiencia le había enseñado algunas cosas. A veces uno sabía lo suficiente como para comprender que no lograría averiguar más. En ocasiones la escena del crimen lo decía todo. Otras, como ahora, saltaba a la vista que examinar el cadáver sería inútil. Lo que había sido un hombre era ahora un amasijo grotesco, tan impersonal y anónimo como un envoltorio de comida arrugado.
No obstante, uno celebraba el ritual porque formaba parte del trabajo, porque existía una ínfima probabilidad de que el instinto se equivocara, porque había que hacerlo, porque se trataba del procedimiento de rutina. Pero uno sabía que no tenía sentido.
Para Kresh era evidente que el homicida no había actuado pensando sólo en matar. Se había preocupado por hacerlo sin que lo detectaran. Era un trabajo cuidadoso, profesional. El método del garrote, por ejemplo, no dejaba huellas dactilares. Una noche de lluvia aseguraba que el agua borrase muchas pistas. Además, cualquiera que pudiera atravesar un perímetro custodiado por rangers, matar a uno y salir inadvertido no sería tan estúpido como para dejar su tarjeta de visita.
A veces, como ahora, cuando era evidente que no había nada que aprender, las escenas del crimen degeneraban en macabras reuniones sociales. Kresh no veía con frecuencia a sus colegas del SCS y el cuerpo de rangers, pero esa noche era como una reunión de viejos amigos. Devray, de los rangers, y Melloy, del SCS, estaban allí.
Ese detalle resultaba sumamente interesante. Ninguno de ambos servicios tenía la costumbre de enviar a sus oficiales de más alto rango a la escena de un crimen. Era evidente que ninguno quería ceder un palmo de territorio en la incesante guerra jurisdiccional que libraban. Kresh se alegró de que ese caso no le incumbiera de manera directa. Allá ellos con sus enfrentamientos.
Kresh no tenía mucha confianza en el SCS ni en el cuerpo de rangers.
La fuerza colona no era más que un hatajo de matones, una pandilla que gozaba de la aprobación oficial. En cuanto al SCS de Cinta Melloy, poco difería de un grupo de pistoleros a sueldo.
Kresh podía conceder que los rangers eran bastante decentes, y hasta eficientes en su trabajo. El único problema era que no se especializaban en seguridad. No solían vigilar personas sino árboles. Su tarea principal consistía en búsqueda y rescate, preservación de la flora y la fauna, mantenimiento ecológico. En el pasado esa tarea se consideraba aburrida, poco prestigiosa y propia de plebeyos, aunque en la actualidad había cobrado gran importancia. Las necesidades del momento habían rescatado a los rangers de su anterior oscuridad.
No obstante, allí estaban, custodiando al gobernador tan sólo porque su carta fundacional establecía que tal era su función. No importaba que los redactores de la carta hubieran pensado en guardias ceremoniales. En aquellos tiempos, nadie imaginaba que el gobernador necesitaría protección real contra amenazas reales, y menos que el trabajo fuese encomendado a humanos.
Kresh podía alegar que los rangers, con su inexperiencia en esos asuntos, ponían en peligro al gobernador, pero ellos insistían en su prerrogativa aunque los alguaciles de Kresh —e incluso el SCS— pudieran prestar un mejor servicio.
Los rangers no estaban adiestrados para tareas de seguridad. Se habían pasado la vida protegidos por robots. Al fin y al cabo, eran espaciales, y los espaciales solían creer que una situación era segura mientras no se demostrara lo contrario. Un buen agente de seguridad tenía que pensar exactamente al revés.
El comandante Justen Devray, del cuerpo de rangers, se acuclilló junto al cadáver, mirándolo intensamente bajo la lluvia, como si pudiera encontrar alguna pista que los robots de peritaje hubieran pasado por alto. Devray era un hombre alto y musculoso, de cabello rubio, ojos azules y piel bronceada y elástica. Aún tenía un rostro juvenil, pero la vida al aire libre había cubierto su rostro de arrugas. Sus movimientos eran suaves y cautos, como solía ocurrir con los hombres corpulentos. Era perspicaz, aunque algo lento de reflejos, y, sobre todo, no era detective. No había ascendido por la rama científica de las filas de los rangers. Kresh creyó recordar que era arboriculturista, y decidió que un experto en la savia de los árboles no serviría de mucho en la investigación de un homicidio.
—¿Has identificado a alguien? —preguntó Kresh a Melloy.
Ella sacudió la cabeza. No se puso en cuclillas para examinar el cadáver, ni siquiera demostró mayor interés en él. Sabía que allí no había nada.
—Hemos hecho todos los rastreos imaginables. No hay personal no autorizado por aquí ni hemos avistado a nadie, lo cual es raro. Ordené a mis equipos que realizaran registros más allá del perímetro de seguridad. Alguien tendría que haber visto algo. —Señaló el cadáver y, elevando la voz, añadió—: Este tío no nos dirá mucho, Justen.
—Supongo que no —convino Devray con voz lenta y cauta—. Pero no podía saberlo sin echarle un vistazo. —Se incorporó, volviéndose hacia Melloy—. ¿Usted ve algo?
—Veo el cadáver del sargento Emoch Huthwitz, del cuerpo de rangers —respondió Melloy parcamente—. Muerto por alguien que sabía dónde estaba y cómo llegar a él sin hacer el menor ruido.
La capitán Cinta Melloy, del Servicio Colono de Seguridad, sería más útil que un cirujano de árboles en un caso de homicidio. Había trabajado en sitios problemáticos en varios mundos colonos, pero Kresh no se fiaba de ella. Algo le disgustaba en esa mujer. Aun ahora, una campanilla de alarma vibraba en un rincón de su mente.
—Yo veo un poco más que eso —dijo Kresh—. Este hombre formaba parte del personal de seguridad del gobernador, y el gobernador estaba a menos de doscientos metros. No creo que debamos partir del supuesto de que…
—Huthwitz —intervino Donald.
Maldición. Odiaba que ocurriera eso. Causaba la impresión de que él ignoraba lo que estaba haciendo.
—No creo que debamos partir del supuesto de que Huthwitz era el objetivo principal.
—Pero el gobernador sobrevivió —objetó Melloy. Kresh se preguntó cómo lo sabía. El gobernador no estaba al corriente de lo ocurrido. No, estaba comportándose como un paranoico. Melloy debía de haber consultado a los robots de seguridad.
—Los planes de seguridad se modificaron a último momento —repuso Kresh—. Quizás un asesino llegó hasta aquí, pero sólo hasta aquí.
—Quizá —convino Melloy, poco convencida—. Pero ¿por qué matar a Huthwitz si el blanco era el gobernador? Sólo podía aumentar el riesgo de detección. Los rangers no estaban empleando una cuadrícula de detección, sino los agentes alineados en el perímetro de la Residencia de Invierno. ¿Por qué atacar a uno de ellos cuando habría sido más fácil escabullirse entre dos agentes de la línea?
—Tal vez el asesino intentó escabullirse y topó con Huthwitz por accidente —sugirió Kresh.
Melloy señaló un taburete tumbado junto al cuerpo.
—Tal vez Huthwitz infringiera un par de normas al permanecer sentado en su puesto, pero por la posición del taburete es evidente que miraba hacia el exterior del perímetro, tal como corresponde. El que lo mató tuvo que trasponer el perímetro y luego retroceder hacia él. Además, no hay señales de lucha. Aun después de tres horas de tanta lluvia, tendríamos que detectar algo.
Kresh había reparado en el taburete, pero no había notado que el atacante se había acercado desde el interior del perímetro. Le irritó el haber pasado por alto una pista tan obvia.
—Tal vez haya dado en la tecla, Melloy; sin embargo, yo debo pensar en el gobernador. Usted puede encararlo como desee, pero yo debo partir del supuesto de que se trató de atentar contra la vida de Grieg.
Melloy se encogió de hombros.
—Como usted prefiera.
Devray escuchaba sin dejar de mirar el cadáver, como si nunca hubiera visto una víctima de homicidio. Bien, tal vez así fuese.
—Melloy, usted parte de un supuesto que quizá no sea válido —sugirió.
—¿De veras, comandante Devray? —preguntó Melloy, sin disimular su desprecio—. ¿Y cuál es?
Si Devray reparó en el tono despectivo, optó por hacer caso omiso de él.
—La dirección —dijo—. Usted afirma que el homicida tuvo que llegar desde atrás, desde el interior del perímetro de seguridad.
—¿Y qué?
—Pues que había mucha gente que no necesitaba someterse a los lectores ni escabullirse entre dos rangers para entrar en el perímetro. Gente que no aparecería en los lectores electrónicos.
—Un momento —protestó Kresh, que de pronto pareció comprender.
—Todos los asistentes a la fiesta —murmuró Devray, en voz tan baja que Kresh apenas pudo oírlo—. Cualquiera pudo venir aquí, matar a este hombre y regresar. Le bastaría con entrar en un refrescador para limpiarse y secarse la ropa, y nadie notaría nada.
—De acuerdo —concedió Kresh—. Es posible. Pero ¿por qué cuernos alguien querría matar a Huthwitz?
—Eso aún no lo sé —respondió Devray.
Kresh se sentó en el asiento del acompañante y dejó que Donald se encargara de conducir. Había mucho en que pensar. Las cosas no acababan de encajar. Melloy y Devray parecían interesados en objetivos que no coincidían.
Había un hombre —un guardia— muerto a doscientos metros del gobernador al que estaba custodiando, y ninguno de ellos parecía interesado en la idea de que esa muerte tuviera motivaciones políticas.
Y otra cosa: era Melloy la que había mencionado el nombre del sargento. Eso le molestaba. Devray ni siquiera parecía conocer a la víctima.
—Donald… en la primera llamada que recibiste no se mencionaba el nombre de la víctima. ¿Cuándo fue la primera llamada general en hiperonda, por banda policial, con esa información?
—Aún no hubo tal llamada, supongo que por cuestiones de seguridad. Yo fui alertado con una llamada privada desde el centro de operaciones del cuerpo de rangers del gobernador.
—Hmmm. Verifica qué centros de control de tráfico podrían tenerla. Fuimos los últimos en llegar a la escena del crimen. Entre Devray y Melloy, ¿quién llegó primero, y con cuánta diferencia?
—Aguarde un momento, señor. —Donald calló por un instante mientras pasaba la pregunta por sus enlaces de hiperonda—. El Centro de Tráfico de Limbo informa que la capitán Melloy aterrizó primero, y que el comandante Devray se presentó cinco minutos después, unos dos minutos antes de que llegáramos nosotros.
—Eso significa que Devray estuvo un minuto, a lo sumo tres, con Melloy, antes de que nosotros bajáramos del aeromóvil y llegáramos a la escena del crimen. No me pareció que ellos estuviesen manteniendo una animada charla. Y el nombre de la víctima no suele ser el primer tema de conversación.
—No sé si le entiendo, señor.
—Aunque supongas que Devray conocía bien a la víctima, como para reconocerla, ello no significa que lo primero que hizo al llegar a la escena del crimen fue revelar a Melloy el nombre completo y el rango de la víctima.
—No veo por qué no, señor. Es un dato valioso.
—Tal vez, pero no cuadra. Devray no te diría que el sol saldrá mañana sin meditarlo antes…, y Melloy no es precisamente una persona de su confianza. Esos dos apenas si se dirigen la palabra.
—Aun así, a mí me parecería razonable que él dijera el nombre de la víctima.
—No creo que Melloy o Devray sean razonables en sus conversaciones. Además, Melloy pronunció el nombre de Huthwitz como si lo conociera bien. Convengo en que no hay razones lógicas para creer que Devray no tenía por qué conocer el nombre, pero insisto en que no encaja como ejemplo de conducta humana. —Kresh reflexionó por unos instantes—. Desde luego, estoy suponiendo que Devray sabía de quién se trataba, pero él no actuó como si lo supiera.
—¿Qué actos revelan que no conocía a Huthwitz?
Kresh sacudió la cabeza.
—Nada que yo pueda señalar con precisión. Pero había algo distante en su conducta. No actuaba como si se tratara de un amigo o un conocido. No. Apostaría cualquier cosa a que Melloy conocía a Huthwitz y Devray no.
—Pero ¿cómo llegó Melloy a conocer a un suboficial de bajo rango que pertenecía a una fuerza policial rival?
—Parece una cuestión menor, pero sin duda podemos resolver el problema llamando a Devray o a Melloy para preguntarles.
Kresh volvió a sacudir la cabeza.
—No. No quiero hacer eso. No quiero revelar mi juego.
—Señor, estoy confuso. ¿Qué desea ocultar?
—Aún no lo sé, Donald. Tal vez sólo el hecho de que algo huele a podrido, y no quiero que nadie use desodorante hasta averiguar de dónde procede el mal olor.
—Señor, me temo que sigo sin comprender.
—Yo también. Entiendo que Devray se preocupe más por la muerte de uno de sus hombres que por la situación política…, pero eso no explica lo de Melloy. Es casi como si ella ya supiera que no tenía nada que ver con el gobernador.
«O bien como si ya supiera que tenía algo que ver —pensó—. Un momento. Aguarda un momento».
Kresh se volvió hacia el panel de comunicaciones y tecleó de nuevo el código de emergencia. El gobernador reapareció en pantalla, todavía ante su escritorio, trabajando con los mismos papeles y vistiendo la misma ropa.
—¿Alguna novedad, sheriff?
—Gobernador, me preguntaba una cosa… ¿puede recordar qué me envió el año pasado por mi cumpleaños?
—¿De qué demonios me habla?
—¿Qué regalo me envió el año pasado?
—¿Cómo cuernos iba a saberlo, Kresh?
—Debería saberlo muy bien, señor. No me envió nada.
—¿Me llama a estas horas para preguntarme eso?
—No, claro que no. —Kresh cortó la comunicación con sentimiento de angustia.
—Donald, de vuelta a la Residencia, a velocidad de emergencia.
—Sí, señor. —Donald hizo virar bruscamente el aeromóvil y regresó por donde había venido, acelerando—. Señor, no pude evitar oírle, y me siento muy confuso —dijo con voz inmutable—. Según recuerdo, cuando el gobernador inició su gestión hace más de dos años envió un memorándum a todos los altos funcionarios de gobierno informándoles de que pondría fin de inmediato a la tradición de los regalos oficiales, pues promovía el favoritismo.
—Y por mera casualidad, el memorándum llegó el día de mi cumpleaños —puntualizó Kresh—. No me sentí muy favorecido, lo recuerdo perfectamente. Pero ¿por qué no lo sabía el gobernador?
Kresh, sin embargo, ya tenía la respuesta, y era escalofriante. El aeromóvil aterrizó bruscamente, Kresh se apeó de un salto y echó a correr bajo la lluvia antes de que el vehículo se detuviera por completo. Tenía que haber un SPR de servicio en la puerta, pero en cambio esta se encontraba abierta de par en par. Kresh entró a la carrera. Los robots SPR estaban allí, pero inmóviles. Y si los robots de seguridad estaban desactivados… Corrió hacia la oficina del gobernador, casi tumbando a otro robot de seguridad que permanecía quieto frente a la puerta, con un orificio en el pecho. Kresh apoyó la palma de la mano en el panel de seguridad, que supuestamente reconocería sus huellas, pero ¿sería así? Nunca la había probado. La puerta se abrió y él irrumpió en la habitación, sin atreverse a pensar en lo que encontraría. Las luces estaban apagadas. Kresh no veía nada. Desenfundó la pistola.
Las luces se encendieron en cuanto detectaron una presencia. La estancia se encontraba vacía. Ante el escritorio no había nadie. Sobre el escritorio no había papeles.
Kresh regresó al pasillo y se dirigió hacia el dormitorio del gobernador, esquivando en el camino a otros dos robots muertos. La puerta estaba abierta. Kresh entró. Y se detuvo en seco.
Allí estaba el gobernador. Sentado en la cama.
Con un enorme agujero en el pecho.