3

Tonya Welton se alejó de Shelabas Quellam, tratando de calmarse. ¿Cómo podía ese hombre ser tan necio?, ¿de veras creía que Tonya querría limitar las operaciones de contrabando de los colonos? Sin duda los servicios de inteligencia espaciales conocían las actividades en que estaba metida. ¿Quellam tenía acceso a los informes de aquellos? Quizá los servicios internos no se tomaran la molestia —¿el atrevimiento?— de presentar sus informes al presidente del Consejo Legislativo.

¿Era posible ser tan torpe? Tal vez fuese mera actuación, pero ¿con qué propósito? ¿De qué podía servirle a Quellam poner a la líder de los colonos en una situación incómoda?

—Oiga —tronó una voz detrás de ella—, usted es esa mujer colona, ¿verdad?

Tonya giró sobre sus talones con expresión hosca. Se encontró frente a un hombre de ojos legañosos que llevaba la última versión del uniforme de los Cabezas de Hierro. El severo traje negro y gris se veía un poco desaliñado y le iba demasiado ceñido. Algunos broches parecían a punto de estallar.

—Sí —masculló—. Soy esa mujer colona. Tonya Welton.

A veces convenía ser cortés con los borrachos. Si uno los trataba con brusquedad, podían ponerse agresivos.

—Eso pensé —dijo el Cabeza de Hierro—. La que odia a los robots. Usted odia a los robots —aseveró, como si acabara de revelar una verdad oculta.

—No sé si lo diría con esas palabras, pero en todo caso no me agradan. Ahora bien, si me disculpa, debo…

—¡Un segundo! —exclamó el Cabeza de Hierro—. Sólo un segundo. Usted está muy equivocada. Permítame explicarle algo acerca de los robots, y luego verá.

—No gracias. Quizá en otra ocasión.

Tonya dio media vuelta para marcharse.

—¡Oiga! —gritó el hombre a sus espaldas—. ¡Un segundo! —y le apoyó una mano en el hombro.

Tonya se la apartó y se volvió hacia él.

—No me deje plantado —dijo el hombre, y trató de impedir que se marchara. Tal vez sólo quería tomarla del brazo, o quizá su intención fuese pegarla. Lo que hizo fue abofetearla con dureza. Tonya trastabilló, pero sus reflejos respondieron al instante, pateando al hombre en la cabeza, tumbándolo.

—¡Oiga! —gritó la voz.

Eso le bastó como advertencia. Oyó el gruñido del atacante y se agazapó para que el golpe le pasara por encima. Él la embistió por detrás, dejándola sin aliento. Tonya lo cogió por el cuello y lo tiró hacia adelante, usando el impulso del atacante para arrojarlo por encima de su hombro.

Él cayó al suelo con estrépito. Otro Cabeza de Hierro, pero en mejor estado. No lucía ridículo con su uniforme, y ya estaba dispuesto a…

Los fuertes brazos de un robot la inmovilizaron, y otro robot contuvo al segundo atacante. Todo terminó.

Tonya procuró escapar, aunque sabía que era inútil.

Odiaba que otro terminara lo que ella había empezado.

Ahora. Ahora. Ya era el momento. Los guardias SCS de la entrada se habían retirado veinticinco minutos antes, tal como le había prometido a Bissal. Ninguna preocupación, aparte de los rangers que pudiera haber en la puerta.

Ottley Bissal, que aguardaba junto a un grupo de recién llegados, miró su reloj por duodécima vez. Ahora. Sacó su invitación legítima del bolsillo, por si llegaban a pedírsela. Se sumó a la aglomeración de gente risueña y feliz y se dejó arrastrar.

Estaba adentro. En la Residencia de Invierno. Lo había logrado. Todo estaba ocurriendo tal como le habían asegurado.

Sintió la ebriedad del triunfo, pero aún no era el momento para esas cosas. «Concéntrate en tu misión», pensó. Tenía menos de dos minutos para llegar a donde iba.

Sin ser visto, Ottley Bissal se dirigió hacia su objetivo.

Alvar Kresh se enteró del altercado por el ruido. Mientras aguardaba en el despacho del Gobernador oyó gritos ahogados procedentes del Gran Salón. Regresó por el pasillo, precedido por Donald.

Kresh empezó a bajar, pero se detuvo en medio de la escalera al ver la escena. El robot Calibán había inmovilizado a Tonya Welton por detrás, aferrándole los brazos y procurando en vano que ella dejara de lanzar patadas.

Otro robot, negro y más bajo que Calibán, hacía lo posible para alejar a un hombre con uniforme de Cabeza de Hierro del alcance de los golpes de Welton. Como el hombre intentaba zafarse y embestir a Welton, al segundo robot no le resultaba fácil la tarea. Kresh recordó entonces que el robot negro era Prospero, uno de los robots Nuevas Leyes más visibles.

Los robots y los humanos estaban rodeados por un grupo de atónitos invitados y cuatro o cinco rangers con uniforme de camarero que ya estaban alerta pero no sabían qué hacer. En la sala todo era agitación.

Kresh comprendió que otro Cabeza de Hierro estaba tendido de espaldas, demasiado cerca de los contrincantes como para que cualquiera se acercara a ayudarlo sin riesgo de recibir un puñetazo o un puntapié. Sin embargo, Donald no tenía razones para temer que un humano lo lastimara, y de todos modos no le habría importado. Se interpuso entre Welton y el Cabeza de Hierro inconsciente y se aproximó al hombre derribado.

—¡Silencio! —bramó Kresh con un tono autoritario que acalló a la multitud. Bajó los últimos escalones y la gente se apartó a su paso. Kresh se sintió tentado de preguntar qué había pasado, pero sabía muy bien que era el mejor modo de lograr que todos se pusieran a parlotear. Al menos Welton y el Cabeza de Hierro consciente se habían distraído y aplacado un poco al verlo llegar. Kresh encaró al Cabeza de Hierro, aún en manos del robot negro.

—Tú, el Cabeza de Hierro. ¿Cómo te llamas?

—Blare. Reslar Blare. Fue ella la que empezó. Deam se acercó a hablar y ella le pateó la cabeza.

—¡Hablar! —exclamó Welton—. Su forma de hablar es dar puñetazos en la cabeza.

—¡Sheriff Kresh! ¡Sheriff Kresh! —Kresh se volvió y vio a Simcor Beddle, que le tiraba de la manga, más agitado y ansioso de lo que un hombre bajo y gordo podía permitirse sin parecer ridículo—. Estos hombres no son Cabezas de Hierro.

—Entonces ¿por qué usan esos estúpidos uniformes de opereta? —preguntó Welton.

—Insisto, no son Cabezas de Hierro —protestó Beddle—. Conozco a todos los hombres y mujeres que tienen derecho a usar el uniforme de su rango, y nunca he visto a estos dos. Alguien debió de mandar, a provocar un escándalo para culparnos a nosotros.

Era muy posible, admitió Kresh. Beddle había tratado de actuar de modo más respetable en los últimos meses, pues ya no le interesaba tanto romper crismas como captar votos.

—De acuerdo, Beddle. Averiguaremos quién es quién. —Kresh se volvió hacia Tonya Welton. Si ella decidía causar problemas la situación podía ser engorrosa, derivar incluso en un incidente diplomático. Sería mejor que tratase de calmarla, si podía—. Suéltala —le dijo a Calibán, evitando llamarlo por el nombre. ¿Para qué inquietar aún más a la multitud recordándole de qué robot se trataba?

Calibán titubeó. «Maldición —pensó Kresh—. Cuesta recordar que no está sometido a la Segunda Ley. Por otra parte, tampoco lo está a la Primera Ley. ¿Por qué demonios ha interrumpido una pelea?».

—Suéltala. No creo que la señora Welton cometa una imprudencia.

Calibán obedeció, y ella se alejó de él con ceño.

—No se enfade con los robots, señora Welton —dijo Kresh antes que ella pudiera hablarle a Calibán—. Sólo interrumpieron la pelea.

—Tal vez —repuso Welton—, pero no tiene por qué gustarme.

—No, desde luego —convino Kresh. Miró la sala llena de curiosos y decidió que no quería tanto público mientras resolvía aquel incidente, a menos que quisiera provocar un nuevo griterío o una nueva trifulca. Ya estaban implicados un robot Nuevas Leyes, un robot Sin Ley, dos Cabezas de Hierro presuntamente falsos y una dirigente de los colonos; no necesitaba más complicaciones.

En ese instante tres agentes SCS entraron a la carrera. Estaban dormitando en alguna parte, sin duda, cuando alguien los llamó. Bien, podían ser útiles, de todos modos.

—Ustedes tres, encárguense de estos dos hombres —dijo, señalando a Blare y a Deam—. ¡Donald, frente y centro!

Donald todavía permanecía arrodillado junto a Deam.

—Señor, este hombre está inconsciente…

—¿Corre peligro inmediato? —preguntó Kresh—. ¿Sufrirá daño si estos agentes se encargan de él?

—No, señor —concedió Donald—. No corre peligro inmediato.

—Entonces deja que alguien más cuide de él y búscame un sitio para hablar a solas con la señora Welton.

Kresh daba por sentado que, en el caso de una gresca pública, los testimonios serían contradictorios y confusos en cuanto a qué había sucedido y cuándo y quién le había hecho qué a quién.

Con suerte, podría calmar a Tonya Welton allí mismo, obtener una historia coherente y encontrar un modo de reprender a sus atacantes sin muchas formalidades, para que por la mañana todo hubiese concluido. A fin de cuentas, era sólo una riña, y no tenía mucho sentido perder tiempo propio ni ajeno. Dudaba de que Tonya Welton deseara declarar como testigo en un tribunal policial.

Donald encontró una sala desocupada y condujo allí a Tonya Welton. Ella se sentó en un diván y Kresh en una silla. Los tres robots, Donald, Calibán y Prospero entraron y permanecieron de pie.

Kresh no sabía si permitir la presencia de Calibán y Prospero. Aunque los robots Tres Leyes no podían mentir, nada impedía a esos dos contar cualquier historia que se les ocurriera. Por otra parte, no había peligro de que sus reacciones o recuerdos estuvieran condicionados por el pánico o la sorpresa.

—De acuerdo, Tonya —dijo Kresh—. ¿Qué sucedió?

—No hay mucho que contar. Yo me encontraba hablando con Sero Phrost y Shelabas Quellam. Estaba cruzando el salón cuando ese sujeto Deam se me acercó. Al principio fue más o menos cortés, aunque estaba bastante achispado. Creo que quería explicarme alguna sutileza de la filosofía de los Cabezas de Hierro. Tal vez creía que si yo lograba entender, vería la luz y me convertiría al camino verdadero.

—Eso me suena.

—En cualquier caso, parecía estar ebrio, y yo no quería hablar con él, así que le di una excusa y me dispuse a marcharme. Él me cogió por el hombro, y yo le aparté la mano. Luego trató de inmovilizarme y erró cuando me agaché, o bien trató de darme un puñetazo y lo consiguió. Lo cierto es que me asestó un buen golpe en la mandíbula. Caí hacia atrás y le pateé la cabeza. Fue un acto reflejo. Entonces el otro me embistió por detrás. Lo tumbé, se levantó… y los dos robots nos contuvieron.

—No presenciamos el comienzo de la pelea, pero así fue como Prospero y yo lo vimos terminar —dijo Calibán.

Kresh hizo caso omiso del robot. No debería haber hablado sin que lo interpelaran.

—Bien, es todo lo que necesitamos saber, señora Welton. Trataremos de no importunarla con más preguntas si no es necesario. Le doy mis más sinceras disculpas, y sin duda el gobernador deseará añadir las suyas en cuanto se presente la ocasión.

—Comprendo —dijo Tonya, levantándose—. En este momento los ánimos están muy caldeados. Es inevitable que haya… incidentes. Confío en que los dos hombres que me atacaron reciban el castigo apropiado.

—Se lo agradezco, señora Welton. La suya es una actitud sumamente generosa. —Kresh reflexionó por un instante. Tal vez conviniera terminar cuanto antes con aquello—. Si lo desea, señora Welton, puedo interrogarlos ahora mismo, en este lugar y en su presencia. Donald se encargará de grabar las declaraciones. En pocos minutos usted quedaría libre.

—Se lo agradecería.

—Perfecto. Los llamaré.

—Señor, tal vez ahora no sea el momento…

—No, Donald. Cuanto antes mejor. —Kresh había trabajado con Donald el tiempo suficiente para saber qué diría a continuación. Los sospechosos no debían ser interrogados frente al denunciante. En rigor, Tonya Welton debía ser tratada como una sospechosa más, pues era su palabra contra la de ellos. Eso podía ser cierto desde la perspectiva de la investigación judicial, pero políticamente hablando no era muy conveniente—. Teléfono privado, Donald —añadió Kresh. No tenía sentido que Welton y los robots escucharan—. Conéctame con el jefe del personal SCS de la Residencia.

Donald abrió un compartimiento del costado y extrajo un equipo telefónico que emitió un ruido suave cuando Kresh se lo acercó al oído.

—Habla el agente Wylot —dijo una voz áspera.

—Aquí el sheriff Kresh. Estamos en la habitación 121, en el lado sur de la planta baja. ¿Podría su gente traer aquí a los dos Cabezas de Hierro sospechosos?

—¿A qué sospechosos se refiere, señor?

Kresh frunció el entrecejo.

—Los sospechosos que sus tres agentes se llevaron hace diez minutos.

—No entiendo, señor. Hace media hora recibimos la orden de abandonar nuestros puestos en la Residencia. Estoy hablando desde mi aeromóvil, y en este momento me dirijo a la base.

—Entonces ¿quién demonios se llevó a esos hombres? —preguntó Kresh.

—No lo sé, señor…, pero le aseguro que no eran SCS. Nunca empleamos equipos de tres personas.

—¿Por qué no?

—En una operación de seguridad resulta una mala táctica. El tercer agente se interpone. Usamos agentes en solitario y en pareja, pero la siguiente formación es de seis.

—¿Retiraron a toda la unidad SCS?

—No lo creo, señor. Sólo los agentes que operaban en la puerta. Todo se dispuso de antemano. Una vez que llegaron los huéspedes, delegamos la tarea en los rangers. Es su territorio.

—Entiendo —dijo Kresh, aunque no entendía nada—. Gracias, agente Wylot. —Le devolvió el teléfono a Donald y miró a Welton—. Los que se llevaron a Deam y Blare no eran agentes SCS, sino impostores, al parecer.

—¿Qué? —exclamó Welton—. ¿Por qué diablos alguien se haría pasar por agente SCS?

—Para retirar a sus hombres antes que pudiéramos interrogarlos, supongo.

—Pero ¿por qué? —Kresh sonrió fríamente.

—Pues como no podemos interrogarlos, parece que no lo sabremos. ¿Qué dices, Donald? ¿Tienes algo?

—Señor, me he comunicado con el cuartel general por un enlace hiperonda y he buscado los nombres y las imágenes de los dos hombres que participaron en el… incidente —respondió Donald—. Su identidad no aparece en ninguna de las listas de Cabezas de Hierro. Más aún, no están incluidos en ninguna base de datos de los residentes o visitantes de este planeta. No figuran en las listas a las que tengo acceso.

—¿Quiénes diablos eran, entonces?

—Lo ignoro, señor. O bien son de otro planeta, o bien son lugareños operando bajo otro nombre, o bien residentes de Inferno que nunca han sido registrados o encontraron un modo de alterar o borrar sus registros. Pero ¿puedo hacer otra pregunta? ¿Dónde estaba el SCS durante el ataque? Sin duda habrían podido llegar antes a la escena.

El agente del teléfono tenía una explicación, pero Donald no podía saber cuál era al oír sólo la voz de Kresh.

Tampoco podía saberlo Welton. Sería interesante conocer su versión.

—Señora Welton, ellos son sus agentes. ¿Puede informarnos sobre eso, al menos?

—¿De qué demonios intenta acusarme? —protestó Welton—. ¿De organizar un ataque contra mí misma?

«Es una posibilidad interesante —pensó Kresh—. Pero me preocuparé por eso más tarde. Además, en tal caso tendrás una explicación creíble de por qué tu gente no se presentó».

—Jamás se me ocurriría —mintió Kresh—. Pero de los colonos presentes usted es la más importante. Tal vez a sus agentes del Servicio de Seguridad se les encomendó otro deber por algún motivo.

Welton sacudió la cabeza.

—Que yo sepa, no. Revisé el plan de despliegue hace cuatro horas, y debía haber seis agentes apostados en la puerta.

—En efecto, había seis agentes SCS de servicio cuando llegamos Prospero y yo —intervino Calibán.

Kresh hizo caso omiso de la observación.

—¿Tenía noticias de algún plan para retirarlos o asignarlos a otro puesto? —le preguntó a Welton.

—No, pero no hay motivos para que lo supiera. No conozco el paradero de cada colono del planeta. Mi personal tiene la sensatez de no molestarme con trivialidades.

—¿Trivialidades? Ese es precisamente el problema —dijo Kresh—. ¿Por qué alguien elabora un plan tan complejo para sacar a dos camorristas de la escena de un delito… trivial? Es más arriesgado que permitir que Deam y Blare tengan que hacer frente a una denuncia.

—Es un modo torpe de hacer las cosas —convino Tonya Welton—. Pero hay otra cosa extraña, y es que da la impresión de que el asunto fue planeado.

Kresh asintió.

—Tiene razón. Los falsos agentes llegaron justo a tiempo.

—Excúseme, señor —dijo Donald—, pero hay una inferencia bastante clara. Dado que los esfuerzos implicados eran demasiado grandes para justificar un ataque menor contra la señora Welton, opino que dicho ataque fue una mera acción de distracción y formaba parte de una operación más vasta.

—Creo que, por desgracia, estás en lo cierto, Donald. Y ha funcionado a las mil maravillas.

—Pero ¿por qué? —preguntó Tonya Welton—. ¿Distracción frente a qué?

—Es como esas preguntas que no podemos hacer a los hombres que no están aquí —dijo Kresh—. No lo sabemos precisamente porque funcionó. —Se levantó y meneó la cabeza—. Pero sé algo; antes de que sucediera todo esto, Donald y yo íbamos a mantener una breve charla con el gobernador sobre el tema de la seguridad. Será mejor que no la demoremos más.

El sheriff Kresh saludó a la dirigente colona y se marchó de la habitación, seguido por Donald.

Kresh estaba en el pasillo cuando se le ocurrió otra cosa muy extraña. Calibán y Prospero. Ninguno de los dos estaba obligado a impedir que causaran daño a un humano. Calibán no estaba bajo ninguna ley, y la Primera Ley de Prospero había sido modificada. Estaba condicionado para no agredir a los humanos, pero nada lo obligaba a impedir que los agrediesen. Al dejar la escena de la pelea, Kresh no había pensado en ello, así como no se habría sorprendido de que la lluvia lo mojara. A fin de cuentas, formaba parte del orden natural de las cosas que los robots impidieran que hubiese peleas.

—Donald —dijo—, no parece preocuparte que Prospero y Calibán hayan contenido a los contrincantes, pero sabías que ninguno de ellos estaba condicionado de manera absoluta por la Primera Ley. ¿No te preocupó ese hecho?

—En absoluto, señor. Mis tratos con seres Nuevas Leyes han sido limitados, y he visto pocas veces a Calibán. Sin embargo, he pensado mucho sobre la cuestión de cómo predecir la conducta de no humanos sensitivos que no poseen las Tres Leyes.

—No humanos sensitivos que no poseen las Tres Leyes —repitió Kresh—. Vaya frase.

—No me parece apropiado referirme a seres como Calibán y Prospero como robots —respondió Donald.

La sutileza divirtió a Kresh, pero Donald no estaba errado.

—¿Y por qué no llamarlos seudorrobots?

—Eso parece menos engorroso. En todo caso, hace ya tiempo he llegado a la conclusión de que el mejor modo de tratar con estos seudorrobots es asumir que reaccionarán, al igual que un ser humano racional, movidos por un interés personal y con un grado limitado de altruismo. Una vez que los seudorrobots contuvieron a los contrincantes, yo no tenía motivos para temer por los humanos a los que habían aprehendido, así como no habría temido que los atacaran dos humanos que actuaran para refrenarlos.

—Pero ¿por qué lo hicieron? No estaban obligados a intervenir.

—Como decía, señor, interés personal perspicaz. Por decirlo toscamente, al actuar para proteger a seres humanos dieron una buena imagen de sí mismos.

—Donald, estoy sorprendido. Nunca pensé que fueras cínico.

—Depende del tema en cuestión —dijo Donald, un poco molesto—. Tratándose de seres que fingen ser humanos para obtener algo, creo que me encontrará bastante suspicaz. ¿Vamos a hablar con el gobernador?

—Desde luego —respondió Kresh, procurando disimular su sonrisa.

Mientras el sheriff y Donald se marchaban, Tonya Welton se levantó del asiento y miró a Calibán y Prospero con una sonrisa.

—No he tenido la oportunidad de daros las gracias —dijo—. Me temo que no me agradó que me contuvieras, Calibán, pero tenías razón al hacerlo. Las cosas pudieron haber empeorado.

—Me complace haber sido útil —respondió Calibán, un poco inseguro.

—Gracias a ti también, Prospero.

—Fue un placer ser servicial.

—Debo regresar a la fiesta —dijo la señora Welton—, pero una vez más os agradezco vuestra ayuda. Calibán la miró marcharse. De todas las criaturas humanas que conocía, la señora Welton era la más asombrosa. Parecía empeñarse en tratar a cualquier robot, a todos los robots, como seres humanos, aun en el caso de unidades de gama baja, lo que era manifiestamente absurdo. Quizá se tratara de un extraño principio que se sentía obligada a respetar, pero aun así era desconcertante. ¿Trataba a Calibán y a Prospero con respeto porque entendía que lo merecían, o sólo porque así irritaba a los espaciales?

—¿Crees que hicimos lo correcto? —preguntó Prospero—. ¿Fue conveniente imitar la conducta de un robot estándar?

—No estoy seguro —contestó Calibán. Era difícil evaluar la situación. Él era capaz de cosas que a Prospero le estaban vedadas, y eso podía resultar útil en el futuro próximo. Sería conveniente no recordárselo a la gente—. Por cierto, nadie podría culparnos por ello, pero tampoco podríamos haber permanecido ociosos, pues habría sido mal visto. Pero llamar la atención del sheriff Kresh… Si las cosas salen mal, será un precio muy alto. Debemos ser cautos si deseamos llevar a cabo nuestros planes.

Alvar Kresh y Donald encontraron a Chanto Grieg, gobernador del planeta Inferno, al amparo de las sombras del rellano, mirando el salón lleno de gente risueña.

—La velada ha comenzado bien, aparte de la entrada de Beddle y el incidente de Welton —dijo Grieg cuando observó que se acercaban.

—Aparte de esas cosas, sí, señor —puntualizó Kresh—. Sin embargo, son demasiado importantes para dejarlas aparte.

—Oh, Beddle tenía que fingir un poco, y no creo que esa pequeña riña deba preocuparnos. Por lo que veo, mi aparición será un éxito y se atendrá a lo planeado. ¿No le parece, sheriff Kresh?

El sheriff Alvar Kresh gruñó mientras se plantaba al costado del gobernador. Tal vez para un político una sala atestada de toda clase de personas fuera algo bueno, pero no para un policía, y menos para un policía que estaba fuera de su jurisdicción y de pie junto a un hombre que recibía media docena de amenazas de muerte por semana.

Aun así, la pregunta merecía alguna respuesta cortés.

—Es una fiesta espléndida, gobernador.

Alvar se inclinó sobre la barandilla y se pasó los dedos por el cabello espeso y blanco, algo que sólo hacía cuando estaba tenso. Miró a Donald por encima del hombro. Tenía que ser producto de su imaginación, pero le pareció que el robot se sentía tan incómodo como él. La idea era ridícula, claro. Donald no tenía expresiones ni emociones que expresar. Su rostro sólo consistía en dos ojos inmóviles y relucientes y una retícula parlante, totalmente inmóvil e inescrutable.

Aun así, Donald parecía alterado. Kresh sacudió la cabeza. Estaba imaginando cosas. Le sucedía cuando se ponía nervioso.

El gobernador no tendría que haber ido a Purgatorio en una situación tan inestable, pero desde el punto de vista de un político, el hecho mismo de que las cosas fueran inestables imponía una visita. El gobernador necesitaba que lo vieran como dueño de la situación, tan confiado como para ofrecer una fiesta y una rueda de prensa. Obviamente, no controlaba la situación, pero por eso mismo la necesidad era más acuciante.

Grieg echó un vistazo a Alvar y sonrió de nuevo, pero su expresión era forzada, con un destello de algo muy parecido al miedo en los ojos. «Lo sabe», pensó Kresh. Eso era lo peor. Grieg sabía muy bien que esa noche su vida estaba en manos de Kresh. No se engañaba a sí mismo, no ignoraba el peligro ni desoía las advertencias. En efecto, lo sabía, pero aun así seguía adelante. Kresh admiraba el coraje de aquel hombre, aunque eso no contribuía a aplacar sus temores.

Chanto Grieg tenía poco más de cincuenta años estándar, lo que para las pautas de los longevos espaciales significaba ser algo mayor que un joven. Era un hombre bajo y moreno. Esa noche llevaba el cabello, largo y negro, recogido en una trenza gruesa que le caía sobre la nuca. Tenía facciones angulosas y ojos pardos. Lucía un elegante traje color burdeos, con galones negros en los hombros y la cintura. Los pantalones negros tenían una banda color burdeos en la costura exterior. Su porte era admirable.

Siempre había tenido un aire de perseguido, por mucho que intentara disimularlo con sonrisas encantadoras. Últimamente el encanto tenía la fuerza de siempre, pero el aire de perseguido era cada vez más evidente. Chanto Grieg era un hombre que oía pisadas a sus espaldas y trataba de fingir que no oía nada.

Alvar Kresh oía las pisadas con igual claridad, pero no podía darse el lujo de fingir lo contrario. Maldición, tenía que intentarlo una vez más. Tenía que hacerlo.

—Perdón, señor, pero ¿podemos regresar a su despacho? Sólo serán unos minutos.

Grieg suspiró y asintió.

—De acuerdo, aunque no servirá de nada.

—Gracias, señor. —Kresh tomó a Grieg del brazo y lo condujo escalera arriba, hacia el despacho. Al menos tenía una puerta blindada. Nadie podría entrar ni salir sin autorización de Grieg.

Grieg apoyó la palma en la placa de seguridad y la puerta se abrió. Entraron en la habitación, una cámara elegante pero austera. Alvar Kresh miró en torno con ojos vigilantes. Sólo había estado allí una vez, años antes, durante una ceremonia protocolar organizada por el predecesor de Grieg. Se trataba de una habitación famosa. Allí habían ocurrido muchos hechos históricos para la vida del planeta, en los tiempos en que Inferno tenía historia. Purgatorio había sido la primera parte colonizada del planeta, siglos atrás, y desde entonces el gobernador tenía una residencia en la isla. El edificio actual sólo databa de un siglo, pero en él resonaban los ecos de la biografía de un mundo.

En un extremo de la habitación había un escritorio con tablero de mármol negro en cuya superficie no había nada, ni siquiera una huella digital. Detrás del escritorio había un sillón semejante a un trono, y delante dos sillas de aspecto incómodo, un poco más bajas de lo corriente.

Aquello era asombroso, pensó Alvar. Incluso allí, en el despacho privado del gobernador en la Residencia de Invierno habían practicado ese juego. Un juego que era un vestigio del pasado, del siglo anterior, al igual que la habitación. En ese entonces los arquitectos y artesanos de Inferno todavía estaban dispuestos a respetar la mitología cultural de los espaciales, aunque en rigor ya no creyeran en ella.

Los infernales eran espaciales, y según sus mitos estos eran un pueblo orgulloso y poderoso que estaba a la vanguardia del progreso humano. Era adecuado, pues, que el gobernador que representaba a un planeta de gentes tan espléndidas apareciera sobredimensionado, que ocupara un asiento más alto que le permitiera mirar a sus visitantes desde arriba.

Ese lugar se había diseñado y construido en el siglo anterior. En la actualidad, nadie se molestaría con tales extravagancias. Nadie tenía la confianza ni la arrogancia para semejantes trucos. «No, no es exactamente así», se dijo Alvar. Sería más cercano a la verdad decir que ya no podrían respetar el ritual. En aquellos tiempos aún podían disimular. Cien años atrás nadie creía ya en el mito, pero todos representaban su papel. Ahora nadie fingía siquiera creer en él. No obstante, Inferno estaba lleno de edificios de esa época, palacios de arrogancia apabullante, construidos para demostrar una riqueza, un poder y una influencia que ya estaba en retroceso cuando colocaron sus piedras fundamentales. En Inferno había infinidad de habitaciones como aquella, símbolos de un poder que se había marchitado, meros recordatorios. Otras señales indicaban hasta qué punto habían cambiado las cosas, y algunas de esas señales eran ausencias. En la pared, detrás del sillón del gobernador, había cuatro nichos para robots. Había habido un tiempo en que el gobernador no comparecía en público si no lo hacía con un séquito de cuatro robots como mínimo. Ahora los nichos estaban vacíos. El gobernador Grieg rara vez usaba siquiera un robot personal.

Pero la mayor señal estaba en el otro extremo de la habitación, bien alejada del escritorio, como si nadie quisiera exponer la terrible verdad del futuro demasiado cerca de las gloriosas ficciones del pasado. Se trataba de una unidad simuladora, más pequeña que la existente en la Torre de Gobierno de Hades, pero aun así elegante y majestuosa. Era un sistema holográfico que podía exhibir la apariencia y la condición del planeta en cualquier momento de su pasado, aumentado, o en cualquier momento de su futuro, proyectando la respuesta del planeta Inferno a diversas circunstancias. La principal unidad de proyección era un cilindro de metal de medio metro de diámetro y medio metro de altura. Podía exhibir la esfera de Inferno en cientos de modalidades, desde el infrarrojo corto hasta una imagen seudocromática de la humedad proyectada a dos mil metros por encima del nivel del mar dentro de cien años.

Desde luego, era un simulador construido por los colonos, que fabricaban los mejores equipos de terraformación e informática terraformadora. De hecho, últimamente fabricaban lo mejor de todo, con excepción de los robots. Estos eran lo único que los espaciales, por definición, hacían mejor. Ningún colono quería tener nada que ver con los robots.

Los espaciales estaban en decadencia. Los colonos los habían superado hasta el punto de que ni siquiera los consideraban una amenaza. Los veían, sencillamente, como menesterosos.

A fin de cuentas, los colonos estaban allí para contribuir a la nueva terraformación de Inferno, presuntamente por pura bondad, aunque Alvar lo ponía en duda. Lo más irritante era que el gobernador de Inferno no tenía más opción que aceptar esa ayuda o de lo contrario presenciar la muerte del planeta.

Grieg entró en la sala, dio la espalda al imponente escritorio y se sentó en el centro de un sofá, cerca del simulador. «Es preferible el futuro real que el pasado imaginario», pensó Kresh. Grieg parecía empeñarse en demostrar que estaba tranquilo. Estiró las piernas y cruzó las manos en la nuca.

Alvar eligió una butaca, frente al sofá, pero él no se sentía tranquilo. Se sentó en el borde de la butaca, con los codos apoyados sobre las rodillas. Donald se ubicó detrás de Kresh, lo bastante alejado como para no parecer entrometido.

—De acuerdo, sheriff —dijo Grieg—. ¿Qué tiene en mente?

Kresh no sabía por dónde empezar. Ya había intentado todos los enfoques lógicos y sensatos, y había presentado todos los datos de inteligencia que le sugerían que algo estaba mal sin revelarle qué. Nada de ello había funcionado. Los desaparecidos atacantes de Tonya Welton y los falsos agentes SCS eran los factores más concretos que podía señalar, y eran terriblemente confusos.

Al demonio, pues. Sin cautela ni razonamiento. Sin recurso a rumores ni vagas insinuaciones de amenaza.

Sin rodeos.

—Señor, debo pedirle una vez más que actúe con discreción. Esta isla está sumida en el caos, al igual que el resto del planeta. Mi opinión como profesional es que se expone usted a un peligro extremo al asistir a esta reunión.

—Pero la recepción ya ha comenzado —objetó Grieg—. No puedo cancelarla.

«Y hasta ahora me has eludido diciendo que podías cancelarla en el último momento si las cosas se nos iban de las manos», pensó Alvar. El comentario era típico del hombre que creía que siempre podía salirse con la suya, pero no era oportuno señalarlo.

—Alegue una jaqueca o algo similar. O écheme la culpa a mí. Permítame cancelar la fiesta ahora mismo, hablando de una alerta de seguridad. Mencione el ataque contra Welton. Yo podría decir que hubo una amenaza contra su vida.

Al menos eso sería cierto. El escritorio de Alvar Kresh estaba abarrotado de amenazas contra el gobernador, la mitad de ellas relacionadas con aquella visita.

—Pero ¿qué tiene que ver conmigo ese ataque contra Welton? —preguntó el gobernador.

Kresh le habló de los falsos agentes que se habían llevado a los atacantes.

—Es una circunstancia muy extraña —añadió—. Suena a acción de distracción… pero ¿de qué querían distraernos? ¿Qué era lo que no debíamos ver? Debo suponer que en algún sentido está relacionado con usted.

—Sea razonable, sheriff. La mitad de los infernales y colonos más poderosos del planeta ya están aquí. ¿Se imagina cuánto daño político causaría si los expulsara en medio de la noche y de esta lluvia torrencial porque un borracho recibió una tunda en una riña con la dirigente de los colonos? ¿Cómo explico a mis huéspedes que el sheriff de Hades temía que uno de ellos me disparara? Tengo que negociar con estas gentes mañana por la mañana. No puedo realizar muchos progresos con alguien a quien he acusado de atentar contra mí.

—Entonces alegue que está enfermo. Mencione asuntos urgentes en la capital. Regrese a Hades y celebre una fiesta allí. Una fiesta más grande, mejor, en la Torre de Gobierno, donde podemos protegerlo bien.

—Kresh, ¿no entiende que agasajar a los colonos allí atentaría contra el objetivo de todo esto? Equivaldría a confesar ante todo el planeta que los espaciales son dueños de Purgatorio. Esa isla es sólo una cabeza de playa, dirían. En cualquier momento se apoderarán del resto del planeta. Usted conoce los argumentos de los Cabezas de Hierro. Beddle los ha repetido con frecuencia.

—Sí, señor.

—Entonces sabe por qué tuve que agasajarlos y ser su anfitrión aquí. Debo demostrar que esta residencia todavía pertenece al gobernador. Aquí, en Purgatorio. Demostrar que la isla aún es territorio espacial, territorio infernal. Estoy aquí para demostrar que este planeta todavía es nuestro, aunque provisoriamente hayamos cedido parte de la jurisdicción. No puedo hacer semejante afirmación refugiándome en esa torre, que es una fortaleza.

—¿Qué importancia tiene, señor? ¿A quién cuernos le importan esos disimulos? A nadie le interesa si los colonos ejercen una jurisdicción parcial sobre la isla, salvo a los Cabezas de Hierro.

—Maldición, Kresh, ¿se cree que no lo sé? ¿Se cree que me importa quién dirige qué parte de esta maldita roca? Es descabellado, y consume mi energía y mi atención, me aleja de todas las cosas que importan de veras.

—Entonces ¿por qué arriesgar la vida para guardar las apariencias? No es la primera vez.

—Porque si no demuestro que domino la situación, no puedo gobernar. Hoy el primer subcomité aprobó la resolución de juicio político, ¿lo sabía? ¿Y sabía que el veinte por ciento, nada menos que el veinte por ciento de la gente con derecho a voto ya ha firmado esa maldita petición de remoción del cargo?

—No sabía que la cifra era tan alta, señor, pero aun así…

—Aun así, si me remueven del cargo, Quellam me sucederá. Cederá ante la presión y convocará elecciones especiales en vez de completar mi mandato, y dentro de cien días Simcor Beddle será gobernador del planeta. Expulsará a los colonos en cuanto se haya contado el último voto.

—Y sin colonos que lo respalden, el proyecto de terraformación se irá al traste. Entiendo todo eso.

—Entonces trate de entender que en este momento todavía tengo la fuerza política para evitar que me sometan a juicio y me depongan. Aún estoy en condiciones, bien que a duras penas, de capear el temporal hasta que mejore la situación. Pero si demuestro flaqueza o indecisión, si doy la impresión de ceder ante los colonos, caeré. Quellam me sucederá y Beddle tomará el poder.

—¿No puede hablar con los colonos, pedirles que retrocedan un poco, renegociar el convenio de jurisdicción?

Grieg rio y sacudió la cabeza.

—A veces usted me asombra, Kresh. Es excelente en su trabajo, donde a veces se mezcla la política. Lo demostró al resolver el caso Calibán. Tenga en cuenta los problemas políticos de mi trabajo. No es tan difícil…, mi trabajo no consiste en otra cosa. ¿No cree que los colonos ya saben que Beddle tomará el poder si yo caigo?

—Sí, supongo que sí.

—Y también saben que no son el grupo más popular del planeta. Si demuestran que me respaldan, será como si se cortasen la garganta a sí mismos. Si quieren apoyarme, deben estar dispuestos a perder un par de combates para lograrlo.

—¿Significa eso que cederán? ¿Usted ha hablado con ellos? ¿Ha llegado a un arreglo?

Grieg esbozó una sonrisa gélida, que no parecía expresar satisfacción.

—Nada de eso. No puedo darme el lujo de establecer negociaciones secretas con los colonos, teniendo en cuenta que hay tanta gente tratando de perjudicar mi imagen. Y supongo que para Tonya Welton y los demás dirigentes colonos sería igualmente embarazoso que alguien revelara la existencia de un convenio secreto entre nosotros. Creo que los dirigentes colonos han llegado a la conclusión que acabo de describir, pero no me atrevo a preguntarles…, y por cierto ellos no me regalarán la información. Además, tenga en cuenta que ellos deben aplacar a sus propios elementos reaccionarios. Es posible que Tonya Welton se vea obligada a atacarme con el tema de la jurisdicción.

—Pero no lo cree —sugirió Alvar.

—No, no lo creo. Creo que ella y yo representaremos nuestra pequeña batalla ritual para entretener a las masas, y después de este fin de semana podré anunciar un convenio muy favorable para nosotros. Y luego, la próxima vez, estaré obligado a retribuir el favor a Welton. Habrá alguna batalla que ella necesite ganar más que yo, y yo presentaré una resistencia aceptable y me rendiré grácilmente.

—Política —resopló Alvar.

—Política —convino Grieg con tono jovial—. Esa farsa descabellada, inútil y egocéntrica que posibilita todo lo demás. Sin las reuniones, las concesiones, las componendas y los simulacros, no podríamos tratar unos con otros. La política es el modo en que intentamos entendernos…, y lo intentamos de veras. Piense en lo complicadas que son las cosas casi siempre. ¿Se imagina cómo serían si no lo intentáramos?

—Pero ¿representar una falsa confrontación con los colonos para mantener contentos a los Cabezas de Hierro? ¿Fingir que le importa quién posee esos terrenos áridos sólo para mantener contento al electorado? ¿De qué puede servir?

Grieg alzó la mano y sacudió un dedo con gesto admonitorio.

—Sea más cuidadoso con los hechos, sheriff. Yo sólo dije que creía que era una falsa confrontación. Podría terminar por ser real. Debo partir del supuesto de que es real, así que no hay diferencia. Además, creo que mantener a la gente contenta me hace mucho bien. Cuanto más contenta esté la gente, menos simpatizantes tendrán los Cabezas de Hierro.

—Pero usted pierde su tiempo en estas tonterías cuando hay un planeta que salvar. Usted debería concentrarse en el proyecto de terraformación.

Grieg se puso serio.

—Comprenda, sheriff, que por descabellado que sea todo esto, forma parte del proyecto de terraformación. Necesito apoyo político si pretendo contar con margen de maniobra. Si quiero obtener mano de obra, materiales y datos, debo acudir a la gente que los controla. De nada me servirá mirar planos todo el día si los Cabezas de Hierro se fortalecen tanto como para convencer a los ingenieros de negarse a brindarme sus servicios.

—¿De qué sirve entonces gastar tanta energía en esta farsa de la jurisdicción?

—Oh, sirve de mucho. Pone freno a los Cabezas de Hierro, les impide tener un nuevo argumento en mi contra. Convence al pueblo de que estoy velando por sus intereses… y quizá, si esta vez cedo ante sus deseos, ellos queden en deuda conmigo. Tal vez sean pacientes conmigo y me apoyen en algún proyecto más significativo. Necesito hacer algunas cosas para afianzar mi posición política. Aunque tenga las mejores intenciones del mundo, no puedo hacer mucho si me someten a juicio político.

—Bien, para ser franco, gobernador, podrá hacer mucho menos si lo asesinan.

—Esa idea se me ha cruzado por la cabeza —dijo el gobernador con una nota de humor negro—, pero si me enclaustrara en un refugio de la Torre de Gobierno para ocultarme de los terroristas, entonces no sólo no habría manera de matarme, sino que no habría necesidad de hacerlo. Sería una admisión de debilidad y temor que me dejaría inerme.

—Caballeros, si me permiten…

—Sí, Donald, ¿de qué se trata? —preguntó Kresh. Para un observador externo podía parecer una impertinencia que un mero robot interrumpiera una conversación entre el gobernador de Inferno y el sheriff de la mayor ciudad del planeta, pero Donald había trabajado con Kresh durante años, y este sabía que Donald no hablaría a menos que tuviera algún comentario útil que hacer.

El robot se dirigió directamente al gobernador.

—Señor, existe un factor que usted no ha tenido en cuenta.

—¿De qué se trata? —preguntó Grieg con una sonrisa más amplia. Evidentemente, le divertía la idea de que Donald pudiera aportar algo a la conversación.

«Ojo, gobernador —pensó Alvar—. Subestimar a Donald es siempre un error». Muchos creían que aquel robot era tan sumiso como aparentaba. Estaban equivocados.

—Yo no puedo permitir que usted asista a la recepción —dijo Donald. No eran las palabras de un robot servil.

—Un momento…

—Lo lamento, señor, pero me temo que, dada la conversación que acabo de oír, y si se suma a ello el incidente de abajo y mi creencia de que esta velada resultará peligrosa para usted, la Primera Ley me obliga a impedir que abandone este despacho.

—«Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño alguno» —citó Kresh, riendo entre dientes.

Grieg miró a Donald y abrió la boca para protestar, pero se contuvo. «Muy sensato de su parte», pensó Kresh. No había apelación contra un robot movido por el imperativo de la Primera Ley, y menos si se trataba de uno hecho en Inferno. El planeta tenía la tradición de enfatizar el potencial de la Primera Ley. Grieg sabría que discutir con Donald le serviría de tanto como gritarle a una pared.

Grieg se volvió hacia Kresh.

—Usted lo predispuso para esto —protestó—. Lo tenía todo planeado.

Alvar Kresh rio y sacudió la cabeza.

—Ojalá lo hubiera planeado yo, señor; pero todo el mérito es de Donald.

—O toda la culpa —rezongó Grieg. Se volvió hacia el robot—. ¿Sabes, Donald?, es notable que uno se olvide tan pronto.

—¿Se olvide de qué, señor? ¿De la necesidad de tomar precauciones razonables?

—No, es notable que uno se olvide tan pronto de los hábitos de la esclavitud.

—Me temo que no entiendo, señor.

—Hace poco me deshice de mis robots personales —explicó Grieg—. Empecé a cuidarme por mi cuenta, y descubrí que ya no tenía que medir mis palabras ni vigilar mis actos. Toda mi vida, hasta ese momento, había sido cauteloso. Sabía que si expresaba algo de modo impreciso o me acercaba demasiado a una ventana abierta en un edificio alto o cogía una fruta que no estuviera esterilizada, los robots irrumpirían para protegerme de mí mismo. Hace un año no me habría atrevido a debatir mi seguridad personal frente a un robot, precisamente porque este reaccionaría de forma exagerada, tal como acabas de hacerlo. No me habría atrevido a hacer ni decir nada que pudiera contrariarlo. Mis robots controlaban mis actos, mis palabras, mis pensamientos. ¿Quién controla a quién, Donald? ¿El humano o el robot? ¿Quién es el esclavo y quién el amo?

—No le sugeriría que repitiera ese bonito discurso en público, señor —intervino Kresh, pensando que tal vez no conviniese dar a Grieg la oportunidad de seguir jugando con las palabras—. A menos que desee ser linchado por una turba de Cabezas de Hierro.

Grieg rio con desgana.

—¿Lo ves, Donald? Soy esclavo de los robots. Soy el gobernador de este mundo, pero no me atrevo a hablar contra ellos, porque peligra mi vida. ¿Cómo concuerda eso con tu Primera Ley? ¿Cómo se enfrenta un robot al conocimiento de que su propia existencia podría dañar a los humanos?

—Hay robots de gama baja que experimentarían una significativa disonancia cognitiva si les hicieran esa pregunta —respondió Donald—. No obstante…

—Maldición, Donald —terció Kresh—. El gobernador te hacía una pregunta retórica.

—Pido disculpas. Pensé que el gobernador deseaba una respuesta.

—Pues sí deseo una respuesta, Donald —dijo Grieg, y se volvió con una sonrisa hacia Kresh, que suspiró—. ¿Qué decías?

—Decía que yo soy un robot de policía, con mi potencial de Tercera Ley especialmente reforzado para permitirme presenciar daños ineludibles para un humano durante el curso de mi trabajo y sobrevivir. La sencilla afirmación de que mi existencia daña a los humanos no me causa una angustia considerable, pues sé que no es verdadera. Al margen de eso, observaría que usted no afirmó que los robots lo dañaban.

—¿No?

—No, señor. Usted dijo que estar cerca de los robots le hacía tener más cuidado con respecto a su propia seguridad, y que si expresara sus opiniones acerca de los robots, las cuales no son robots, podría ser víctima de sus enemigos.

—Esto ya ha dejado de ser divertido —declaró Grieg—. Asistiré a esa recepción.

—No, señor —dijo Donald—. Estoy dispuesto a imponer restricciones físicas con tal de impedirlo.

—Perdón, pero creo que es posible una solución intermedia —intervino Kresh—. Donald, ¿consideras que el gobernador estará bien protegido si activamos y desplegamos los robots de seguridad del subsuelo? ¿Lo considerarías suficientemente protegido como para asistir a la fiesta? —En el subsuelo había cincuenta robots de seguridad, patrulla y rescate, SPR, comúnmente llamados zapadores. Estaban desconectados por el momento, pero listos para usar si eran necesarios en una emergencia. Otros diez zapadores, que habían llegado con el gobernador, aún estaban almacenados en la bodega de un vehículo, en reserva. Los del subsuelo se podían desplegar con mayor rapidez.

Donald titubeó por un momento.

—Muy bien —dijo al fin—. Podría permitirlo en estas circunstancias.

—¿Gobernador?

—La publicidad de todos esos robots sueltos… —musitó el gobernador—. No sé.

Bien. Se estaba debilitando.

—Exageraremos la amenaza a la seguridad —dijo Kresh—. Y urgiremos a los camarógrafos a mantener a los robots fuera de cuadro, en la medida de lo posible.

—Mmm. Los camarógrafos deben marcharse después de mi ingreso, de todos modos. De acuerdo…, siempre y cuando anuncie usted que es una medida de seguridad. Si usted causa el problema, Kresh, cargará con la culpa.

—Créame, nada me haría más feliz que cargar con la culpa de rodearlo de robots.

El cambio de organización llevó mucho menos tiempo de lo que se hubiera esperado. En sólo veinte minutos, un par de rangers conectaron y desplegaron los robots de seguridad, y habrían tardado menos si no hubieran perdido tiempo en tratar de reparar uno que estaba defectuoso.

No costó mucho convencer a la prensa de que cooperase, una vez que Kresh hizo insinuaciones ominosas acerca de un problema de seguridad imprevisto y la posibilidad de que el peligro aún existiera. Normalmente, el gobierno era objeto de toda clase de comentarios maliciosos, pero ningún periodista lo criticaría por aceptar medidas de seguridad cuando existía una amenaza real contra su vida.

Así, en muy poco tiempo el gobernador Grieg pudo asistir a su fiesta, bajando con elegancia por las escaleras al son de una pomposa fanfarria y de ovaciones y aplausos aún más estruendosos de los que habían saludado a Beddle. Todo salió a la perfección y Grieg obtuvo el apoyo que buscaba. En un abrir y cerrar de ojos, el gobernador dejó de ser el funcionario que estaba al borde del juicio político para convertirse en el líder dinámico, admirado por todos. Las cosas, por supuesto, podían volver a cambiar con igual rapidez, pero así era aquel oficio. Por el momento daba resultado. Grieg era el eje de un torbellino de ruido y luz, el centro de la adulación de todos.

Llegó al pie de las escaleras. Localizó a Kresh en medio de la multitud y se le acercó. Le estrechó la mano, le dio una palmada en la espalda y lo saludó con una reverencia.

—Creo que todo saldrá bien —le gritó al oído—, pero agradezco su preocupación. Mañana hablaremos de nuevo. Hay cosas importantes que debo decirle. Esta noche no es el momento adecuado.

—Sí, señor —respondió Kresh—. Ahora páseselo bien.

—Eso haré, sheriff, eso haré —dijo el gobernador, y se alejó entre la muchedumbre.