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Llovía a cántaros cuando los dos robots se acercaron a la Residencia de Invierno. Los humanos odiaban salir con semejante tiempo, pero el frío y la humedad no molestaban a los robots, y les permitían hablar en privado. Como uno de los dos robots era el único del planeta que no estaba equipado con un sistema de comunicaciones hiperonda, la posibilidad de una charla personal en privado cara a cara no era desdeñable.

Se detuvieron a cien metros de la Residencia y miraron el elegante edificio, largo, bajo y proporcionado. El primer robot se volvió hacia el segundo.

—¿De veras crees que nos conviene continuar? —preguntó.

—No lo sé —fue la respuesta—. Tenemos derecho a estar aquí. Fuimos invitados, y el gobernador deseaba que asistiéramos. Pero los peligros son reales. La situación es tan compleja que dudo que nadie, humano o robot, estuviese en condiciones de deducir todas las posibles ramificaciones.

—¿Entonces deberíamos regresar? —preguntó el primero—. ¿Eso no sería mejor que arriesgarnos a un desastre?

El segundo robot negó con la cabeza, usando el gesto humano con una gracia que era inusitada en alguien de su especie.

—Debemos asistir —dijo con firmeza—. El gobernador desea que lo hagamos, y no quiero irritarlo. He aprendido mucho sobre política humana, lo suficiente para asegurar que no entiendo ni jota sobre ella. Pero el gobernador nos pidió que viniéramos, y tanto tú como yo le debemos mucho al gobernador. No sería sensato rechazarlo. Si él no hubiera dado su autorización a la doctora Leving, me habrían destruido. Si no hubiera respaldado su trabajo, tú y los demás robots Nuevas Leyes no existiríais. Y no necesito recordarte el poder que aún ejerce sobre nosotros.

—Buenos argumentos —concedió el primer robot—. Él ha hecho mucho por nosotros. Esperemos poder convencerlo de hacer más sin recurrir a… métodos desagradables.

—Ese recurso sería imprudente —advirtió el segundo robot—. Conozco a los humanos mejor que tú, y me temo que subestimas las posibles repercusiones de tus planes de contingencia.

—Pues esperemos que no se presenten contingencias. Ven, siempre he sentido curiosidad por ver cómo son estas ocasiones. Entremos, amigo Calibán.

—Después de ti, Prospero.

Tuvieron que habérselas con varios guardias humanos hasta que se averiguó que sus invitaciones eran genuinas y se les permitió el ingreso. Pero ambos robots habían aprendido a tomar las cosas con calma, y pronto pasaron el último puesto de control. Bajaron al Gran Salón, Calibán un par de pasos delante de su amigo.

Un momento antes en el salón todo era risas y alegría, pero se produjo un repentino silencio en cuanto Calibán y Prospero entraron en el vestíbulo, con un par de gotas de lluvia aún adheridas a sus cuerpos metálicos.

Calibán echó una serena ojeada. Estaba acostumbrado a esos silencios. Le había ocurrido muchas veces, y hacía tiempo que había aprendido que resultaba inútil tratar de pasar inadvertido o esperar que nadie supiese quién era. Calibán tenía más de dos metros de altura y su corpachón esbelto y anguloso estaba pintado de un reluciente rojo metálico. Pero no era su apariencia lo que intimidaba a la gente, sino su reputación. Era el robot Sin Leyes, el único en el universo. Calibán, el robot acusado —y exculpado— de intentar acabar con la vida de su creador.

Calibán, el robot que podía matar si lo deseaba. La multitud que abarrotaba el salón se apartó de los dos robots formando un amplio círculo en torno a ellos, susurrando, señalándolos, mirándolos.

—Veo que es ventajoso llegar contigo —murmuró Prospero—. Con frecuencia me tratan mal en festejos sociales humanos, pero contigo a mi lado estaré seguro… Nadie me prestará la menor atención.

Prospero era una cabeza más bajo que su amigo, más corpulento pero menos imponente. Estaba pintado de negro y tenía unos relucientes ojos anaranjados.

—Desearía llamar menos la atención, te lo aseguro —respondió Calibán. La mayoría de la gente sólo sabía, o quería saber de él, que era el robot que podía matar, y eso hacía que se sintiese frustrado.

Era cierto que teóricamente podía acabar sin dificultad con la vida de un humano. Podía estirar el brazo y partirle el cuello a un hombre si lo deseaba. Ninguna Primera Ley lo detenía, no había una exhortación grabada en los circuitos más profundos de su cerebro para inmovilizarlo ante la sola idea de semejante acto. Era verdad, pero ¿qué importaba?

Podía matar si lo deseaba, pero no lo deseaba. Todo ser humano era igualmente capaz de asesinar. Ninguna orden congénita e insoslayable impedía a un humano matar a otro, pero los humanos no consideraban que sus prójimos fueran ante todo asesinos potenciales.

Calibán había aprendido tiempo atrás que nadie, humano o robot, confiaría nunca del todo en él. Era el robot Sin Leyes, el robot no restringido por la Primera Ley, que impedía causar daño a los humanos.

—Lo de costumbre —dijo fatigosamente—. Los cuchicheos, las multitudes codeándose para señalarme, los dos valientes que se me acercan como si yo fuese una fiera, se arman de coraje y me hacen las mismas preguntas que he oído una y otra vez.

—¿Y cuáles son esas preguntas? —preguntó alguien a sus espaldas.

Calibán dio media vuelta, sobresaltado.

—Buenas noches, doctora Leving —dijo—. Me sorprende encontrarla aquí.

—Podría decir lo mismo de vosotros dos —respondió Fredda Leving con una sonrisa. Era una mujer menuda de aspecto juvenil y tez clara, con cabello castaño y corto. Lucía un elegante vestido oscuro de cuello alto y un sencillo collar de oro—. ¿Cómo se os ocurre venir aquí? Os llevaron a muchos festejos en el continente, y al parecer jamás los encontrasteis de vuestro gusto. Creí que estabais hartos de fiestas humanas.

—Es verdad, doctora Leving.

Durante el año que había transcurrido desde que el gobernador otorgara a la doctora Leving una autorización para poseer un robot Sin Leyes, ella había llevado a Calibán a varias reuniones sociales en busca de respaldo para los robots Nuevas Leyes.

Se podía decir que Fredda Leving había inventado varias rarezas. Entre otros robots, era responsable de la existencia de Calibán, Prospero y Donald, bautizándolos, como hacía siempre con sus creaciones más valoradas, con nombres de personajes de cierto dramaturgo de la vieja Tierra.

—Calibán sobrellevaba bien las fiestas —le explicó a Prospero—, pero ambos nos cansamos de que lo trataran como a un animal de feria. Siempre éramos el fenómeno científico creado, el robot Sin Leyes y su chiflada creadora… Y parece que esta noche tendremos la misma recepción. ¿Por qué estáis aquí?

—Me temo que soy el culpable de la presencia de Calibán —respondió Prospero—. Él me ha hablado a menudo de estos eventos, y confieso que deseaba asistir a uno.

Calibán advirtió que aquella no era toda la verdad, pero sería suficiente. No era preciso decirle más a Fredda Leving.

—¿Y cómo describió Calibán estos… eventos? —preguntó Fredda.

—Un rito antiguo, presuntamente placentero, que nadie ha disfrutado durante miles de años —contestó Prospero.

Fredda Leving se echó a reír.

—Me temo que eso es bastante cierto. Pero me gustaría saber, Calibán, cuáles son las preguntas que suelen hacerte.

—En general quieren saber cómo me controlo sin las leyes. Les intriga el que no esté bajo la acción de las Tres Leyes de la robótica, sobre todo de la Primera. Me preguntan qué me impide matar gente.

—¡Cielos! —exclamó Fredda—. ¿La gente te pregunta eso?

Calibán asintió con gesto solemne.

—En efecto.

—Para mí —comentó Prospero—, esa pregunta indica que el común de la gente no entiende qué es ser un robot. Creen que hay algo oscuro y maligno en un robot, y que la principal función de la Primera Ley es reprimir un instinto asesino natural.

—Suena un poco exagerado, ¿verdad? —dijo Fredda.

—Así es —convino Calibán. Prospero sacudió la cabeza.

—Calibán y yo hemos debatido mucho acerca de ello —le dijo a su creadora—. Tal vez mi descripción resultara exagerada hace años, pero ya no lo creo. En esta época se están derrumbando muchas certezas. Los espaciales ya no constituyen el grupo más poderoso; los infernales deben hacer grandes concesiones a los colonos; el clima planetario ya no está bajo control. Los infernales ni siquiera cuentan con una provisión infinita de robots Tres Leyes. Si las demás certidumbres han caído, ¿por qué confiar en los robots? Al fin y al cabo, los robots han cambiado y son menos confiables. Esa es la realidad de los Nuevas Leyes. Yo puedo salvar una vida u obedecer una orden si deseo, pero no estoy obligado a ello.

—Confieso que lo que dices me sorprende un poco —repuso la doctora Leving—. Es una filosofía más profunda y sombría de lo que habría esperado en ti.

—Nuestra situación también es más sombría de lo que usted cree —le dijo Prospero—. Los robots Nuevas Leyes no son tratados con simpatía ni bondad, y debo admitir que a veces, en consecuencia, no se comportan bien. El proceso se realimenta. Sus supervisores presienten que se escaparán, y para impedirlo les imponen restricciones más severas. Los robots Nuevas Leyes detestan las nuevas restricciones y deciden escapar. Evidentemente, la situación actual no beneficia a nadie.

—En eso estoy de acuerdo —convino la doctora Leving.

—Deseo hacer todo lo posible para que ambas partes lleguen a un nuevo acuerdo —prosiguió Prospero—. Ese es en parte el motivo por el que estoy aquí; tengo la esperanza de conversar con algunos dirigentes espaciales.

Aquello era otra versión parcial de la verdad, observó Calibán. Le parecía que en los últimos tiempos Prospero era cada vez más flexible con la verdad, y eso le preocupaba.

—Debo advertirte, Prospero —continuó la doctora Leving—, que no abrigues demasiadas esperanzas en ese sentido. Es una celebración pública, y dudo que muchas de estas personas deseen que las vean conversando con un advenedizo robot Nuevas Leyes.

—Al parecer usted no tiene ese problema —dijo Prospero.

Fredda Leving rio.

—Me temo que mi reputación ha llegado al punto en que una charla contigo no puede perjudicarme. Después de cometer el crimen de crearte a ti y a Calibán, una mera charla representa una infracción muy menor.

Ottley Bissal se alejó de la entrada, refugiándose en las sombras bajo el techo del puerto de aeromóviles. Estaba seco y limpio después de usar el refrescador, instalado cien años antes para comodidad de los huéspedes que deseaban asearse antes de ingresar en la Residencia del gobernador. La descripción le sentaba bien.

Estaba empezando a sentir miedo. Muchas cosas podían salir mal. El plan era ingenioso y él sabía qué debía hacer, pero nada era a prueba de errores. Aunque le habían prometido que lo protegerían en todo momento, sabía que aun los poderosos podían fallar. Ah, pero la venganza… Ya la había saboreado una vez esa noche, y ahora le esperaba un banquete. Asestaría un golpe para resarcirse de todo aquello que el mundo le debía y no le había dado; en un solo instante todas las traiciones quedarían pagadas.

Sería suficiente. Más que suficiente. ¿Qué era un poco de miedo y de peligro en comparación con el placer inigualable de destruir a los mayores enemigos?

Otro aeromóvil se disponía a aterrizar. Bissal retrocedió, amparándose aún más en las sombras, y aguardó su momento. Pronto. Muy pronto.

El aeromóvil de Simcor Beddle descendió y se dirigió hacia el aparcamiento. Simcor sonrió, complacido con la destreza de su piloto robot. ¿Por qué conformarse con menos de lo mejor? Simcor disfrutaba de sus apariciones en público, y la que estaba por hacer resultaría espectacular. Le encantaba ser el centro de atención.

Simcor Beddle era jefe de los Cabezas de Hierro, un grupo de pendencieros convencidos de que la solución para cualquier problema consistía en más y mejores robots.

En ese momento los Cabezas de Hierro disfrutaban de la mayor popularidad en muchos años. La confiscación de robots domésticos para la terraformación había logrado más muestras de aprobación que cualquier medida que los Cabezas de Hierro hubieran tomado por su cuenta. Pronto dejarían de ser un grupo radical marginal para convertirse en una importante fuerza política, lo cual representaba ciertos desafíos. En el pasado Simcor no había vacilado en emplear métodos poco honestos, pero si pretendía conservar su prestigio un movimiento masivo requería algo más respetable, si bien no excesivamente respetable, por cierto. Se daba por sentado que los Cabezas de Hierro eran un poco extravagantes, pero ya habían pasado los tiempos en que podían obtener lo que fuese armando un disturbio. Ahora necesitaban visibilidad, publicidad. Y Simcor Beddle estaba encantado de suministrar ambas cosas.

Simcor Beddle era un hombre de baja estatura y rostro redondo y amarillento, con ojos de color incierto y mirada penetrante. Llevaba el cabello, negro y lustroso, cortado al rape. Aunque su complexión física era cercana a la obesidad, no tenía nada de blando. Se trataba de un hombre fuerte, duro y resuelto que sabía lo que quería y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirlo.

Y esa noche quería meter bulla. Ante todo, provocaría un escándalo en la fiesta. Si existía una ley contra los robots, él la infringiría. Que trataran de arrestarlo.

La portezuela del aeromóvil se abrió, Simcor se levantó del asiento y cruzó la escotilla. Allí estaba Sanlacor 1321 con un paraguas, para protegerlo de la lluvia que entraba por la abertura. Un pasaje cubierto conducía del puerto al pórtico de la Residencia; otros invitados corrían por él, pero Simcor caminó deliberadamente bajo la lluvia, con la absoluta certeza de que Sanlacor 1321 cumpliría con su cometido. Y así lo hizo el robot, trotando junto a él y sujetando el paraguas para protegerlo de la tormenta. Sanlacor 1322 y Sanlacor 1323 los seguían de cerca, los tres robots caminando al paso de su dueño. Los Sanlacor eran altos, gráciles y esbeltos de color plateado, un perfecto trasfondo móvil para Beddle.

Llegaron a la entrada principal, sin detenerse ni aminorar el paso. Los agentes SCS de la puerta avanzaron unos pasos, dispuestos a protestar, hasta que reconocieron a Beddle. Sin saber si detenerlo o no, titubearon el tiempo suficiente para permitirle franquear la entrada. A veces era muy ventajoso ser el hombre más famoso del planeta.

Simcor entró, acompañado de sus robots y, tal como había previsto, nadie tuvo agallas para expulsar a estos, y mucho menos para preguntarle si tenía una invitación.

En sí mismo, aquello ya era una victoria. Que los colonos les dijeran a los demás si podían llevar robots a la Residencia. Simcor Beddle no estaba dispuesto a acatar órdenes. Llevaría sus robots a donde quisiera y cuando quisiera, y le importaba un bledo si eso le creaba problemas al gobernador Chanto Grieg.

Se detuvo sonriendo en la entrada del Gran Salón. Los robots que iban a sus espaldas concentraron todas las miradas. Alguien comenzó a batir palmas, y otro se le sumó, y luego otro más. Lenta e inciertamente al principio, pero con creciente entusiasmo, la multitud sumó sus aplausos hasta que Beddle estuvo rodeado de ovaciones y palmoteos. Sí. Sí. Muy bien. No importaba si había introducido un par de compinches en la muchedumbre para que iniciaran la aclamación. La multitud había participado. Simcor había logrado burlar al gobernador, y eso no estaba mal, pues Beddle planeaba ocupar el puesto de este en poco tiempo.

Fredda Leving observó, como el resto de los invitados, mientras Simcor Beddle aceptaba las ovaciones que le dirigían, aunque no estaba entre los que aplaudían.

—Parece que Simcor Beddle ha resuelto tu problema —le dijo a Calibán mientras cesaba la aclamación—. No es probable que esta noche seas el centro de atención.

—Temo a ese hombre —intervino Prospero.

—Y haces bien —le aseguró Fredda.

—Después de tanto tiempo, debo admitir que me cuesta entender su fanatismo.

—No creo que sea un fanático —respondió Fredda—. Ojalá lo fuese. Sería mucho menos peligroso si creyera en su causa.

—¿Acaso no cree en ella?

—Los Cabezas de Hierro constituyen un medio útil para un fin, pero a mi entender Simcor Beddle sólo cree en Simcor Beddle. Es un demagogo, un agitador… y tan peligroso para este planeta como el colapso de la ecología.

—Pero ¿por qué está aquí? —preguntó Prospero.

—Para aguar la fiesta y dejar mal parado al gobernador, supongo —respondió Fredda.

—¿Cuál es el sentido de esta fiesta? Calibán me había explicado que se trata de un festejo importante —dijo Prospero—, pero no me ha quedado claro en qué reside su importancia. Tal vez usted tenga mayor éxito.

—Bien, es la primera vez que un gobernador de Inferno permanece en la Residencia de Invierno más de cincuenta años.

—¿Y por qué es eso importante?

—Supongo que no lo es en sí mismo —admitió Fredda—. No obstante, brinda al gobernador un medio para demostrar que aún controla la isla Purgatorio y, en consecuencia, el gobierno espacial de Inferno.

—¿El máximo control está en manos de los espaciales? —inquirió Prospero.

—Haces preguntas muy difíciles, Prospero —dijo Fredda Leving con una sonrisa. Titubeó, y luego habló en voz tan baja que aun los robots tenían dificultades para entenderla—. En el mundo legal, sí. En el mundo real, no. Si los colonos tropiezan con demasiadas dificultades, sencillamente se desentenderán del proyecto de terraformación. La isla Purgatorio volvería al control local…, pero sin colonos para dirigir el Centro, ya no tendría importancia.

—En cualquier caso, sin mis colonos para reparar el clima ni siquiera habría isla —sugirió una nueva voz.

—Bienvenida, señora Welton —dijo Calibán.

—Hola, Tonya. —Fredda se sintió repentinamente insegura al saludar a Tonya Welton. Se trataba de la líder de los colonos de Inferno, y se habían enfrentado en numerosas ocasiones. Tenían buenos motivos para no estar contentas de verse. Fredda no se habría molestado en buscar a Tonya, y le sorprendía que ella hubiera ido a su encuentro. Parecía actuar cortésmente, pero sólo eso, y en cualquier momento podía producirse un altercado.

Tonya Welton —alta y grácil, con piernas largas y tez morena— era famosa por sus ropas de diseños escandalosos y colores chillones que contrastaban con las austeras modas de Inferno. Esta noche no era una excepción. Lucía un largo vestido rojo de atrevido escote que acentuaba su figura y se le ceñía al cuerpo como si estuviera pintado. Era ruda y enérgica, y aún convivía con Gubber Anshaw, el tímido y retraído ex colega de Fredda.

—Hola, Calibán —dijo Tonya Welton—. Hola, Fredda, Prospero. Fredda, la próxima vez que trates de que no te oigan en una de estas reuniones, recuerda que no soy la única que ha practicado la lectura de labios.

—Lo tendré en cuenta —repuso Fredda.

—¿Cómo es que Purgatorio dejará de ser una isla? —preguntó Prospero.

—El nivel del mar está bajando —contestó Tonya—. El casquete de hielo es cada vez más grueso. El mes pasado localizamos tres islas nuevas emergiendo en el Límite.

—Conque las islas del Límite se están volviendo realidad —comentó Fredda.

—Es un asunto grave —dijo Calibán.

Fredda tuvo que darle la razón. La isla Purgatorio estaba en el centro mismo de la Gran Bahía, y esta no era otra cosa que un enorme y antiguo volcán sumergido cuyo límite norte formaba la costa de la Gran Bahía. La isla Purgatorio era el pico central del cráter desmoronado, y el límite sur del cráter estaba oculto bajo las olas del océano Meridional.

Pero el océano estaba replegándose, pues sus aguas se evaporaban para caer en forma de nieve sobre el creciente casquete polar ártico. Los puntos más altos del borde meridional del volcán sumergido estaban emergiendo, formando un nuevo y molesto archipiélago. Los agoreros —y los científicos expertos en climatología más responsables— habían predicho tiempo atrás la formación de las islas del Límite.

—No es exactamente una sorpresa —puntualizó Fredda—, pero añade presión a la que ya sufre el gobernador. Asustará a mucha gente.

Tonya Welton esbozó una desagradable sonrisa.

—La pregunta es qué hará esa gente cuando se asuste —dijo—. Ha sido un placer. —Y se alejó con una leve inclinación de la cabeza.

—Qué mujer simpática, ¿verdad? —comentó Fredda—. ¿Por qué tengo la sensación de que no intentaba tranquilizarnos?

—Nunca he sido muy bueno para las preguntas retóricas —intervino Prospero—. ¿De veras desea usted que uno de nosotros aventure una respuesta?

—Créeme, si tienes alguna opinión útil sobre lo que pasa por la cabeza de Tonya Welton, me gustaría escucharla.

—Dudo que podamos decir algo útil —respondió Prospero con tono reflexivo—. Al parecer ella pensaba en algo más que una charla cortés, pero nunca he comprendido mucho la política humana.

Fredda Leving rio y sacudió la cabeza.

—Nadie la entiende, Prospero. Los humanos le consagran mucho tiempo y esfuerzo precisamente porque nadie sabe con certeza qué está haciendo. Si la comprendiéramos cabalmente, si las mismas cosas siempre funcionasen o fracasasen, la política no serviría de nada. Sólo es valiosa porque no sabemos cómo funciona.

—A mi entender —terció Calibán—, acaba usted de presentar una espléndida síntesis de las contradicciones de la conducta humana. Sólo los humanos trabajarían con empeño en algo que no entienden.

Fredda Leving notó que no tenía ninguna respuesta para aquello.

Sero Phrost sonrió vagamente al pasar de una habitación lateral al Gran Salón. Había observado con aire divertido la espectacular entrada de Beddle. Simcor siempre necesitaba ser el centro de atención. Sero lo vio despachar a sus robots; se había salido con la suya, pero ahora no quería que esos robots plateados se interpusieran entre él y su público.

Al principio, nadie parecía haber reparado en la llegada de Sero, pero este sabía que no era así. También sabía que fingir desinterés era a menudo el mejor modo de llamar la atención de un público más selectivo.

Y allí había muchas personas cuya atención le interesaba, empezando por Beddle. Beddle, el virulento anticolono, el rabioso promotor de los robots, uno de los críticos más incisivos de Grieg, aún estaba rodeado por una muchedumbre de aduladores, exageradamente risueños y agresivos. Beddle advirtió su presencia y lo saludó.

Luego hablarían.

También estaba Tonya Welton, líder de los colonos. «Vaya ocasión para reunirla en la misma sala con Beddle —pensó Phrost—. Y vaya mérito mío, que ambos quieran hablarme». Y no eran imaginaciones suyas, en absoluto. Phrost no tenía dudas de que ambos deseaban recibir su ayuda. La gracia consistiría en ayudarlos a ambos y obtener ganancias por partida doble, sin que ninguno de los dos se enterase.

Tonya Welton se separó del grupo con que estaba hablando para dar la bienvenida a Phrost. Él pensó en encontrarla a medio camino, pero decidió disfrutar del momento. Que fuese ella quien se acercara a él. Phrost había trabajado mucho para llegar a ese nivel, ¿por qué no disfrutarlo, entonces? Fingió no ver a Welton y pidió una copa a un camarero. Extraño, muy extraño, ser atendido por un criado humano. Y un criado armado, además. Ahí estaban los rangers del gobernador, brindando seguridad y asumiendo tareas que normalmente habrían realizado los robots. El que le entregó la copa a Phrost no parecía nada feliz con su misión.

Phrost era un hombre alto, de rostro rubicundo, con rasgos demasiado gruesos para que nadie lo considerase guapo en un sentido convencional; sus ojos grises demasiado gélidos y calculadores impedían también que lo considerasen simpático.

Tenía arrugas en el rostro, aunque no tantas como para parecer viejo o demacrado. Por el contrario, las arrugas con que la vida lo había marcado hablaban de vigor y energía, de actividad y experiencia. Phrost era tan ególatra como para estar al corriente de su apariencia y reputación, y para regodearse en ellas, pero tan realista como para saber que gran parte de ello era mera ilusión. No era más activo ni resuelto que el común de la gente, pero convenía que otras personas lo describieran así. Su cabello, entrecano, había sido negro hasta poco tiempo atrás. Phrost notaba que las hebras grises surtían un efecto profundo en la gente. En una cultura que respetaba la edad y la experiencia más que la juventud y el entusiasmo, algunos signos de madurez eran ventajosos para los negocios, y eso era lo que importaba.

En apariencia, Phrost se dedicaba a oficiar de intermediario para la limitada lista de productos colonos que los espaciales permitían importar. También representaba a la aún más breve lista de exportaciones espaciales que los colonos estaban dispuestos a comprar. En realidad, el principal propósito de su negocio de importación y exportación era servir como tapadera para otras actividades. Por eso lo habían seleccionado para representar al grupo de industriales espaciales interesados en que se les adjudicase la realización del proyecto del sistema de control Limbo. Era la parte más vasta y compleja del nuevo plan de terraformación. Por supuesto, un grupo colono también había presentado una propuesta. El que obtuviera el trabajo conseguiría la parte más sustancial de todas las actividades que siguieran. Sero Phrost se enorgullecía de representar a los espaciales en aquel negocio, pues le permitía sentir plenamente su influencia y su poder. Pero él era ante todo un vendedor. Como buen vendedor, sabía que vendía su propia imagen. Agradecía que el paso del tiempo hubiera mejorado su valor de mercado en vez de reducirlo.

De modo que asistía a esa fiesta para ser visto, para hacer negocios, para forjar un par de nuevas alianzas y fortalecer las viejas. Y allí estaba Tonya Welton.

—Buenas noches, Sero.

—Buenas noches, señora Welton —respondió Phrost. Le cogió la mano y se la besó histriónicamente, consciente de que a ella le agradaba ese gesto—. Me alegra verla aquí.

—Lo mismo digo. El gobernador necesita a todos sus amigos esta noche.

—Al parecer los colonos aún respaldan al gobernador, y eso a pesar del conflicto jurisdiccional.

—No lo respaldamos en todo —repuso Welton, escogiendo las palabras con cuidado—, pero estamos a favor del objetivo general de su programa. No obstante, entendemos que es mejor ofrecer nuestro respaldo con discreción.

—Un respaldo abierto no sería muy útil para el gobernador en este momento —señaló Phrost con deliberada aspereza. Sabía que Tonya Welton no se andaba con vueltas y que no respetaría a un adulador. Habría empleado esa táctica si hubiera creído que funcionaría.

—No, supongo que no —respondió Tonya con una sonrisa claramente insincera—, pero me agradaría, Sero, que su respaldo a nuestra causa fuera mucho más… público.

Aquella era la maniobra que Phrost había esperado de parte de ella.

—Todos debemos ser cautos en esta época —dijo—. Ciertamente, deseo colaborar más con su gente. He sabido vender productos colonos para hacer frente a la escasez de robots, discretamente, por supuesto, y me gustaría que me fuera mejor, pero, con franqueza, una asociación abierta con los colonos podría ser peligrosa. Debemos armonizar los riesgos con los beneficios.

—Beneficios —repitió ella—. Vayamos al grano, pues. ¿Qué quiere? ¿Qué beneficio está buscando?

—¿Qué quiere usted? ¿Qué riesgo desea que corra? No puedo dar un precio sin saber cuál será el servicio.

Welton titubeó por un instante.

—Visibilidad —respondió al fin—. Trabajando en silencio, hemos llegado hasta donde podíamos llegar. Está muy bien hacer ventas privadas de nuestras maquinarias aquí y allá, pero no es suficiente.

—¿Suficiente para qué? ¿Suficiente para eliminar los robots de este planeta? ¿Piensa valerse de medios comerciales para lograr lo que no pudo conseguir la diplomacia? —Aquí tenía que andarse con cuidado. La visibilidad era algo que él no podía ofrecer. En cuanto se conociera su alianza con Welton y los colonos, terminarían sus rentables negocios con los Cabezas de Hierro.

—Nuestras metas no son tan ambiciosas —explicó Tonya. No dijo «todavía», pero lo dio a entender—. Sólo deseamos que los productos colonos, y por extensión todo lo que tenga que ver con los colonos, sean más aceptables para la gente de este mundo.

—Perdón —repuso Phrost—, pero aún no entiendo cómo ni por qué una participación más «visible» de mi parte puede sernos útil. ¿Desea que patrocine productos colonos? Le aseguro que para mí sería una complicada forma de suicidio profesional, y quizá también de suicidio a secas.

Tonya Welton iba a responder, pero calló ante la llegada de otro invitado. Shelabas Quellam, presidente del Consejo Legislativo, se acercó. Era un hombre bajo y algo obeso que daba la atinada impresión de ser indeciso y pusilánime.

—Buenas noches, señora Welton. Hola, Sero. Confraternizando con el enemigo, por lo que veo —comentó, intentando adoptar un tono jovial a pesar de su voz aguda y chillona.

—Buenas noches, legislador Quellam. Preferiría pensar que aquí todos somos amigos —respondió Tonya Welton con voz fría y hostil.

—Caramba —dijo Quellam, notando que su intento de parecer jovial había fracasado—. Le aseguro, señora Welton, que hablaba en broma. No fue mi intención ofenderla.

—¿Qué te trae por aquí, Shelabas? —preguntó Phrost—. ¿Tienes algo en mente? —«Si tal cosa es posible», añadió Phrost para sí.

—Sí, en efecto. Los vi juntos a ustedes dos y pensé que era el momento perfecto para comentar nuevas medidas sobre contrabando.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó Welton.

—Contrabando —repitió Quellam—. Me pareció que la líder de los colonos de Inferno y el principal magnate comercial del planeta tendrían ciertas ideas sobre el tema. Todos queremos reducir la importación ilícita de tecnología de los colonos. Sin duda redundaría en beneficio de todos. Está desestabilizando nuestra economía, y el gobierno pierde dinero con esas ventas ilegales, ¿verdad, señora Welton? Gravámenes y demás.

—Para ser absolutamente franca —dijo Tonya—, la moneda espacial vale tan poco en los mundos colonos que el contrabandista corriente ni se interesa en ella. A fin de cuentas, no le serviría para comprar nada. Los gobiernos colonos tendrían que subvencionar toda operación clandestina de envergadura para que los contrabandistas obtuvieran alguna ganancia. Le aseguro que todo colono que quisiera contrabandear en gran escala en este planeta necesitaría el apoyo del gobierno.

—¿Subvencionar a los contrabandistas? ¿Por qué un gobierno colono haría semejante cosa?

—Quién sabe —respondió Tonya—. Tal vez algunos colonos irresponsables piensen que desestabilizar un sistema corrupto y obsoleto no es tan mala idea. Con permiso. —Dio media vuelta y se alejó.

—Caray, parece que no dije lo que debía —dijo Shelabas Quellam—. No era mi intención.

Sero Phrost sonrió, pero no respondió. Quellam estaba aplicando ese comentario a una torpeza circunstancial, pero toda su vida era una sucesión de cosas que ocurrían sin que fuese su intención. Por ejemplo, nunca había tenido la intención de alcanzar su actual posición e importancia.

Shelabas Quellam era presidente del Consejo Legislativo. Muchos años atrás, cuando el mundo de Inferno era un lugar calmo y plácido, y la política no sólo era soporífera sino comatosa, la presidencia del Consejo era el lugar ideal para un hombre como Quellam. Un puesto ceremonial, reservado para un hombre afable dispuesto a servir de mascarón. Pero el año anterior la política de Inferno se había animado más de la cuenta y de pronto la presidencia del Consejo era una pieza vital en el tablero.

En los viejos tiempos, hasta el puesto de gobernador era ceremonial. Los gobernadores ejercían sus funciones durante períodos de veinte años, y estas consistían en poco más que agasajar huéspedes antes de retirarse o pasar a otra carrera. No parecía lógico que hubiese también un vicegobernador, pues este tendría aún menos prestigio y ocupaciones.

Aun así, había que hacer algo para garantizar una sucesión ordenada en caso de fallecimiento, incapacidad o renuncia voluntaria del gobernador. En lugar de nombrar un vicegobernador, el gobernador debía designar un sucesor. La tradición imponía que el nombre de este se mantuviera en secreto y que el gobernador pudiera nombrar un nuevo sucesor en cualquier momento. Muchos gobernadores habían usado esa atribución para obtener beneficios personales.

Sin embargo, había circunstancias en que la designación del sucesor quedaba anulada. En caso de que el gobernador fuera sometido a juicio político y a resultas de ello condenado o expulsado por sus electores, no era aconsejable permitir que un funcionario caído en desgracia designara a un sucesor. Si el gobernador era removido de su puesto por esos medios, el Presidente del Consejo debía actuar como gobernador y, si lo creía conveniente, convocar a nuevos comicios. En caso contrario, podía optar por cumplir con el resto de la gestión de su predecesor. Y a Grieg aún le quedaban diecisiete años.

En los viejos tiempos, las complejas eventualidades consignadas en la constitución no eran más que juegos caballerescos, reglas escritas por el mero placer de la pulcritud. La gente que las había redactado no parecía haber pensado que alguna vez esas reglas pudieran tener una aplicación práctica.

Pero ahora, repentinamente, el juicio al gobernador era una posibilidad concreta, y eso significaba que Shelabas Quellam era un hombre de cierta importancia. De hecho, la importancia trascendía la amenaza de juicio político. Se sabía que Grieg no quería poner en jaque la sucesión. Entendía que se necesitaba un convenio estatutario que cubriera todas las contingencias y que el arreglo actual era extremadamente complejo. Por ello había nombrado sucesor a Quellam. Un par de bromistas habían sugerido que si Quellam era designado sucesor todos procurarían que Grieg conservase su buena salud.

Phrost sonrió afablemente y rodeó los hombros de Quellam con el brazo.

—Vamos, vamos —dijo—, no vale la pena afligirse por eso.

Claro que valía la pena afligirse por eso. Hacía semanas que Phrost quería hablar con Tonya Welton, y ese pequeño incidente trastocaría muchos planes. No obstante, dado que un par de esos planes implicaban a Shelabas, no convenía enfadarse con ese hombre, y menos en público. Además, Shelabas no era del todo culpable. Phrost y Welton estaban a punto de enzarzarse cuando Quellam se aproximó. Todos parecían nerviosos en aquella fiesta. La atmósfera era de expectación, como si algo estuviese a punto de suceder. Había demasiadas facciones representadas en aquel salón, demasiadas corrientes subterráneas, demasiada tensión oculta. Era inminente un estallido, una ruptura.

Pero cuando sucedió un instante después, hasta Sero Phrost quedó sorprendido por su celeridad y su furia.