GAVRIELS
Cuando Karou entró en la tienda, descubrió que Brimstone no estaba solo. Sentado frente a él había un traficante, un repugnante cazador estadounidense con la barba más espesa y mugrienta que jamás hubiera visto.
Karou se volvió hacia Issa con una mueca de asco.
—Lo sé —afirmó Issa atravesando el umbral con una ondulación de sus músculos de serpiente—. Le he puesto a Avigeth, que está a punto de mudar la piel.
Karou rió.
Avigeth era la serpiente coral que rodeaba el enorme cuello del cazador, formando una gargantilla demasiado hermosa para su gusto. Sus franjas de color negro, amarillo y carmesí parecían un fino esmalte chino, incluso con el brillo apagado que mostraban en aquella época. Pero, a pesar de su belleza, Avigeth era mortal, en especial cuando la desazón de un inminente cambio de piel la ponía de mal humor. En aquellos momentos estaba deslizándose por la inmensa barba del cazador, como un constante aviso del comportamiento que debía adoptar para mantenerse vivo.
—En beneficio de los animales de Estados Unidos —susurró Karou—, ¿no podrías hacer que le picara, sin más?
—Podría, pero a Brimstone no le gustaría. Como bien sabes, Bain es uno de sus traficantes más estimados.
Karou suspiró.
—Lo sé.
Mucho antes de que ella naciera, Bain ya abastecía a Brimstone con dientes de oso —pardo, negro y polar—, lince, zorro, puma, lobo y, en ocasiones, incluso de perro. Su especialidad eran los predadores, muy preciados siempre por aquellos contornos. Y como Karou le había recordado en numerosas ocasiones a Brimstone, muy valiosos también para el planeta. ¿A cuántos hermosos cadáveres equivalía aquel montón de dientes?
Karou observó, consternada, cómo Brimstone tomaba de la caja fuerte dos grandes medallones dorados con su efigie grabada, ambos del tamaño de un platillo. Eran gavriels, con valor suficiente para comprar la capacidad de volar y la invisibilidad. Brimstone los deslizó sobre el escritorio, en dirección al cazador. Karou frunció el ceño al ver cómo Bain se los guardaba en el bolsillo y se levantaba de la silla, lentamente para no irritar a Avigeth. Por el ángulo de su desalmado ojo, lanzó una mirada a Karou que ella casi podría jurar que era de regodeo, y luego tuvo el descaro de hacerle un guiño.
Ella apretó los dientes y permaneció callada, mientras Issa acompañaba a Bain a la salida. ¿No había sido esa misma mañana cuando Kaz le había guiñado un ojo desde la tarima de modelo? Vaya día.
La puerta se cerró y, con un gesto, Brimstone indicó a Karou que se acercara. Ella arrastró los colmillos envueltos en lona hasta él y dejó caer el paquete en el suelo de la tienda.
—Ten cuidado —gruñó Brimstone—. ¿No sabes lo valiosos que son?
—Por supuesto que sí, he pagado por ellos.
—Ese es el valor de los humanos, tan idiotas que los trocearían para tallar chucherías y baratijas.
—¿Y qué harás tú con ellos? —preguntó Karou. Pronunció aquellas palabras con tono despreocupado, como si Brimstone fuera a descuidarse y a revelarle, al fin, el mayor de los misterios: qué demonios hacía con todos aquellos dientes.
Él le devolvió una mirada cansada, como diciendo: «Buen intento».
—¿Qué? Tú has sacado el tema. Y no, no conozco el valor inhumano de los colmillos de elefante. No tengo ni idea.
—Muy por encima de su precio —Brimstone empezó a cortar la cinta adhesiva con un cuchillo curvo.
—Entonces fue una suerte que llevara algunos scuppies —comentó Karou dejándose caer en la silla que acababa de abandonar Bain—. De lo contrario, tus inestimables colmillos habrían caído en manos de otro postor.
—¿A qué te refieres?
—No me diste suficiente dinero. Y aquel desgraciado criminal de guerra no dejaba de pujar y, bueno, no estoy segura de que fuera un criminal de guerra, pero tenía cierto aire indefinible de criminalidad, y me di cuenta de que estaba dispuesto a conseguir los colmillos, así que… Tal vez no debería haberlo hecho, ya que tú no apruebas mi… mezquindad, ¿fue esa la palabra que utilizaste? —sonrió con dulzura y balanceó las cuentas restantes de su collar, reducido a poco más que un brazalete.
Había empleado con el hombre el mismo truco que con Kaz, una incesante arremetida de picores comprometidos hasta que abandonó la sala. Seguramente Brimstone estaba al corriente; lo sabía todo. A Karou le hubiera gustado que se lo agradeciera. En vez de eso, Brimstone tiró una moneda sobre la mesa.
Un miserable shing.
—¿Eso es todo? ¿He arrastrado esas cosas por todo París a cambio de un shing, mientras que el barbudo se larga con dos gavriels?
Brimstone la ignoró y extrajo los colmillos de su mortaja. Twiga acudió a consultarle algo e intercambiaron unas palabras en voz baja, en su propio idioma, que Karou había aprendido desde la cuna de forma natural, no mediante un deseo. Era un idioma áspero, con gruñidos y abundantes fricativas, y una pronunciación en su mayoría gutural. En comparación, incluso el alemán y el hebreo sonaban melodiosos.
Mientras ellos discutían sobre la configuración de los dientes, Karou comenzó a rellenar su hilera de deseos casi inútiles con los scuppies guardados en tazas de té, con los que formó un brazalete de varias vueltas. Twiga trasladó los colmillos hasta su rincón para limpiarlos, y Karou pensó en marcharse a casa.
Casa. Aquella palabra siempre aparecía entrecomillada en su mente. Se había esforzado para que su piso mostrara un aspecto acogedor, decorándolo con obras de arte, libros, lámparas ornamentales, una alfombra persa tan ligera como una piel de lince y, por supuesto, sus alas de ángel, que ocupaban toda una pared. Sin embargo, resultaba imposible rellenar su verdadero vacío: la respiración de Karou era la única que agitaba el aire. Cuando estaba sola, el hueco de su interior, aquella carencia, como ella lo definía, parecía crecer. Incluso la relación con Kaz le había permitido contener la sensación, aunque no lo suficiente. Nunca lo suficiente.
Recordó su pequeña cuna, colocada detrás de las altas estanterías de libros en la parte trasera de la tienda, y deseó poder acostarse en ella esa noche. Así se quedaría dormida como antes, escuchando los murmullos, los ondulantes movimientos de Issa, los crujidos de las pequeñas criaturas que correteaban entre las sombras.
—Mi dulce niña —Yasri salió de la cocina con una bandeja de té. Junto a la tetera había un plato con su especialidad: galletas en forma de cuerno rellenas de crema—. Debes de estar hambrienta —afirmó con voz de loro. Y mirando de reojo a Brimstone, añadió—: No es sano para una chica que está creciendo andar siempre a la carrera de acá para allá, sin descansar un instante.
—Esa soy yo, la chica que va de acá para allá —afirmó Karou. Cogió una galleta y se dejó caer en la silla para comérsela.
Brimstone la miró y luego respondió a Yasri:
—Y supongo que alimentarse a base de galletas sí será sano para una chica que está creciendo.
Yasri se quejó.
—Estaría encantada de prepararle una buena comida si te dignaras a avisarme, enorme bruto —se volvió hacia Karou y dijo—: Estás demasiado delgada, cariño. No te favorece.
—Así es —confirmó Issa acariciando el pelo de Karou—. Debería ser un leopardo, ¿no crees? Elegante y perezoso, con la piel caliente por el sol, y no demasiado flaco. Una chica-leopardo bien alimentada, lamiendo crema de un cuenco.
Karou sonrió y mordió la galleta. Yasri sirvió el té al gusto de cada uno, lo que implicaba cuatro azucarillos en el de Brimstone. Después de todos aquellos años, Karou seguía encontrando divertido que el Traficante de Deseos fuera goloso. Lo observó inclinado sobre su infinito trabajo, enfilando dientes para hacer collares.
—Oryx leucoryx —Karou identificó la especie del diente que Brimstone acababa de elegir de la bandeja.
No parecía impresionado.
—Los antílopes son un juego de niños.
—Entonces, pásame uno más complicado.
Brimstone eligió un diente de tiburón y Karou recordó las horas que de niña había pasado sentada junto a él, aprendiendo todo sobre los dientes.
—Marrajo —dijo.
—¿De aleta larga o corta?
—Vaya. Déjame pensar —permaneció inmóvil, sujetando el diente entre los dedos pulgar e índice. Brimstone había comenzado a enseñarle este arte de pequeña, así que era capaz de leer el origen y el estado de los dientes en sus vibraciones más sutiles.
—Corta —afirmó.
Brimstone lanzó un gruñido, que en él era lo más parecido a un elogio.
—¿Sabías que los fetos de tiburón mako se devoran entre sí en el vientre de su madre? —le preguntó Karou.
Issa, que estaba acariciando a Avigeth, lanzó un silbido de disgusto.
—Es cierto. Solo los fetos caníbales llegan a nacer. ¿Te imaginas que las personas hicieran lo mismo? —Karou colocó los pies sobre el escritorio, pero los retiró inmediatamente al notar la mirada sombría de Brimstone.
Envuelta por el cálido ambiente de la tienda, Karou comenzó a adormecerse y sintió la llamada de su pequeña cuna, escondida en un rincón, y del edredón que Yasri le había confeccionado, tan suave por los años de uso.
—Brimstone —musitó dudosa—, ¿podría…?
De repente, un ruido sordo, violento.
—Qué susto —exclamó Yasri chasqueando el pico con agitación mientras recogía los utensilios de la merienda.
Era la puerta trasera de la tienda.
Al fondo, tras la zona de trabajo de Twiga, en un oscuro rincón jamás iluminado por farol alguno, existía una segunda puerta. Karou nunca la había visto abierta, por lo que desconocía lo que ocultaba.
De nuevo se escuchó el ruido, esta vez tan fuerte que sacudió los dientes en sus tarros. Brimstone se levantó. Karou sabía lo que esperaba de ella —que se levantara también y se marchara inmediatamente—; sin embargo, se arrellanó en la silla.
—Deja que me quede —suplicó—. Estaré en silencio. Volveré a mi cuna. No miraré…
—Karou —dijo Brimstone—. Conoces las reglas.
—Odio las reglas.
Brimstone dio un paso hacia ella, dispuesto a arrancarla de su asiento si no obedecía, pero Karou se puso en pie de un salto, con las manos levantadas en actitud de rendición.
—Vale, vale.
Se enfundo el abrigo, con el estruendo de fondo, y cogió otra galleta de la bandeja de Yasri antes de que Issa la condujera al vestíbulo. La puerta se cerró tras ellas, alejándolas de cualquier sonido.
Ni siquiera se tomó la molestia de preguntar a Issa quién estaba tras la puerta, ya que ella nunca revelaba los secretos de Brimstone. Sin embargo, con cierta pena, comentó:
—Estaba a punto de preguntarle a Brimstone si podría dormir en mi antigua cuna.
Issa se inclinó para besarle la mejilla y dijo:
—Mi dulce niña, sería estupendo. Podemos quedarnos aquí, como cuando eras pequeña.
Claro que sí. Cuando Karou no tenía edad suficiente para aventurarse sola por las calles del mundo, Issa la había escondido allí. En ocasiones, habían permanecido agazapadas durante horas en aquel espacio diminuto, e Issa la había distraído cantando, dibujando —de hecho, fue ella quien la inició en el dibujo— o coronándola con serpientes venenosas, mientras Brimstone se enfrentaba dentro a lo que fuera que merodeara tras la otra puerta.
—Puedes volver a entrar —continuó Issa—, pero después.
—No importa —suspiró Karou—. Ya me marcho.
Issa le apretó el brazo y musitó:
—Que tengas dulces sueños, cariño.
Karou encorvó los hombros y se internó en la fría ciudad. Mientras caminaba, los relojes de Praga comenzaron a disputarse las campanadas de medianoche, y aquel largo y aciago lunes terminó por fin.