21

La tarea de dar la noticia a Phil Cavilleri cayó sobre mí. ¿Sobre quién si no? No se deshizo en pedazos como pensé que lo haría, sino que con toda calma cerró la casa de Cranston y vino a vivir a nuestro apartamento. Cada uno de nosotros tiene su propia idiosincrásica manera de luchar contra el dolor. La de Phil era la limpieza. Lavar, fregar, lustrar. Yo no entiendo realmente sus procesos mentales, pero, por Dios, déjenlo trabajar.

¿Acaricia el sueño de que Jenny vuelva a casa?

¿Sí o no? El pobre viejo. Es por eso por lo que limpia. Simplemente, no acepta las cosas como son. Por supuesto, no me admitiría esto, pero sé que está en su mente.

Porque también está en la mía.

Una vez que Jenny estuvo internada, llamé al viejo Jonas y le hice saber por qué no podía ir a trabajar. Pretendí que tenía que desocupar rápidamente el teléfono porque sabía que él se sentía dolorido y querría decirme cosas que posiblemente no podría expresar. De allí en adelante, los días se dividieron simplemente en horas de visitas y todo lo demás. Por supuesto, todo lo demás era nada. Comer sin hambre, mirar a Phil limpiando el apartamento (¡otra vez!), y no dormir ni siquiera con las pastillas que me dio el doctor Ackerman.

Una vez oí a Phil musitar para sí mismo: «No podré soportarlo mucho más tiempo». Estaba en la habitación de al lado lavando los platos de la casa (a mano) . No le contesté, pero pensé para mí, yo puedo. Quien fuere que esté Allá Arriba, dirigiendo el show, Señor Ser Supremo, señor, que siga así. Puedo soportarlo ad infinitum. Porque Jenny es Jenny.

Esa tarde ella me echó de la habitación. Quería hablar con su padre «de hombre a hombre».

—Esta reunión está permitida sólo a norteamericanos de ascendencia italiana —dijo, tan blanca como sus sábanas—, de modo que afuera, Barrett.

—Okay —dije.

—Pero no muy lejos —dijo cuando llegué a la puerta.

Me senté en la sala de espera. Luego apareció Phil.

—Dice que vayas para adentro, —susurró roncamente con el tono sepulcral de toda su interioridad—. Yo voy a comprar cigarrillos.

—Cierra esa maldita puerta, —ordenó ella mientras yo entraba en la habitación. Obedecí, cerrando la puerta suavemente, y cuando me volví para sentarme en el borde de la cama, pude verla mejor. Quiero decir, con los tubos que iban a su brazo derecho, que ella mantenía oculto debajo de las mantas. Siempre me gustó sentarme muy cerca y simplemente mirarle la cara en la que, aunque pálida, los ojos siempre brillaban. De modo que rápidamente me senté muy cerca.

—No duele, Ollie, realmente —dijo—. Es como caerse de un acantilado en cámara lenta ¿sabes?

Algo se revolvió en el fondo de mis tripas. Alguna cosa sin forma que iba a subir a mi garganta y me haría llorar. Pero no lo haría. Nunca. Soy un cretino hijo de puta ¿ve? No voy a llorar.

Pero si no voy a llorar, entonces no puedo abrir la boca. Tendré simplemente que asentir con la cabeza. Así lo hice.

—Mentiras —dijo ella.

—¿Eh? —fue más un gruñido que una palabra—. Tú no sabes lo que es caerse de un acantilado, Preppie —dijo—. Nunca te caíste en tu perra vida.

—Sí —dije recuperando el don de la palabra—. Cuando te conocí.

—Sí —dijo, y una sonrisa cruzó su rostro—. ¡Oh, qué caída hubo allí! ¿Quién dijo esto?

—No sé —repliqué—. Shakespeare.

—Sí ¿pero quién? —dijo como quejosamente—. No puedo recordar en qué obra, sin embargo. Yo fui a Radcliffe, tendría que recordar cosas. Una vez supe todo Mozart.

—Gran cantidad —dije.

—Puedes apostar que sí —dijo, y entonces frunció su frente preguntando—: ¿Qué número es el concierto para piano en C Menor?

—Me voy a fijar —dije.

Sabía justo dónde fijarme. En el apartamento, en un estante al lado del piano. Lo buscaría y sería la primera cosa que le diría a la mañana siguiente.

—Yo lo sabía, —dijo Jenny—. Sí, antes lo sabía.

—Escucha —dije en estilo Bogart— ¿quieres hablar de música?

—¿Preferirías hablar de funerales? —preguntó.

—No —dije, sintiendo haberla interrumpido.

—Ya discutí eso con Phil. ¿Estás escuchando, Ollie?

Yo empecé a mirar hacia el otro lado.

—Sí, estoy escuchando, Jenny.

—Le dije que podría tener un servicio católico; tú dirás que sí, ¿okay?

—Okay —dije.

—Okay —replicó.

Y entonces me sentí un poco más aliviado, porque después de todo, cualquier cosa de que habláramos ahora sería un desahogo.

Estaba equivocado.

—Oye, Oliver —dijo Jenny, y lo hizo con su voz enojada, aunque suave—. Oliver, tienes que dejar de sentirte mal.

—¿Yo?

—Ese aire culpable en tu cara, Oliver, es enfermizo.

Honestamente, traté de cambiar mi expresión, pero mis músculos faciales estaban congelados.

—No es culpa de nadie, Preppie desgraciadito —estaba diciendo ella—. ¡Por favor, termina de culparte!

Quería seguir mirándola porque no quería quitarle nunca los ojos de encima, pero aun así tuve que bajarlos. Estaba muy avergonzado de que aún ahora Jenny leyera en mi mente a la perfección.

—Escucha, es la única maldita cosa que te pido, Ollie. Por otra parte, sé que estarás okay.

Esa cosa en mis tripas se estaba revolviendo otra vez, de modo que tuve miedo de decir la palabra «okay». Sólo miré a Jenny en absoluto silencio.

—A la mierda con París —dijo repentinamente.

—¿Eh?

—A la mierda París y la música y todas las porquerías que tú piensas que me robaste. No me importa, cretino. ¿Lo puedes creer?

—No —le contesté verazmente.

—Entonces puedes irte al mismísimo diablo, —dijo—. No te quiero en mi maldito lecho de muerte.

Lo decía en serio. Yo podía asegurar cuando Jenny decía algo en serio. De modo que obtuve el permiso para quedarme con una mentira.

—Te creo —dije.

—Así está mejor —dijo—. Ahora ¿me harías un favor?

Desde algún lugar de mi interior vino este devastador asalto para hacerme llorar. Pero me resistí. No lloraría. Simplemente le indicaría a Jenny —con un movimiento afirmativo de mi cabeza— que me haría muy feliz hacerle un favor, fuera el que fuere.

—¿Podrías abrazarme muy fuerte?

Puse una mano en su antebrazo —Dios, tan fino— y le di un apretón.

—No, Oliver —dijo—. Abrázame, realmente. Bien cerca de mí.

Tuve mucho, muchísimo cuidado —con los tubos y esas cosas— mientras me metía en la cama con ella y la rodeaba con mis brazos.

—Gracias, Ollie.

Fueron sus últimas palabras.