19

Ahora al menos no tenía miedo de volver a casa, no me asustaba el tener que «actuar normalmente». Estábamos una vez más compartiéndolo todo, aunque fuera la horrible certeza de que cada uno de nuestros días juntos estaba numerado.

Había cosas que teníamos que discutir, cosas no tratadas generalmente por parejas de veinticuatro años.

—Cuento con que serás fuerte, tú, atleta de hockey —dijo.

—Lo seré, lo seré —le contesté, preguntándome si la gran conocedora Jennifer podía decir que el gran jugador de hockey tenía miedo.

—Quiero decir, por Phil —continuó—. Va a ser más duro para él. Tú, después de todo, serás el viudo alegre.

—No estaré alegre —la interrumpí.

—Estarás alegre, carajo. Quiero que estés alegre. ¿Okay?

—Okay.

—Okay.

Fue cerca de un mes más tarde, justo después de cenar. Ella todavía cocinaba, insistía en hacerlo. Finalmente la había convencido para que me permitiera limpiar (aunque me tomó el pelo diciendo que no era un trabajo de hombre), y estaba secando los platos mientras ella tocaba a Chopin en el piano. La escuché pararse en la mitad del Preludio y entré inmediatamente al living. Ella estaba simplemente sentada allí.

—¿Estás bien, Jen? —pregunté, queriendo decírselo en un sentido relativo. Me contestó con otra pregunta:

—¿Eres lo bastante rico como para pagar un taxi?

—Seguro —respondí—. ¿A dónde quieres ir?

—Algo así como… al hospital —dijo.

Yo sabía —en el veloz barullo de movimientos que siguió— que aquello había llegado. Jenny estaba por salir de nuestro apartamento y nunca volvería. Sentada allí, mientras yo juntaba unas pocas cosas suyas, me preguntaba qué estaría cruzando por su mente acerca del apartamento. Quiero decir, ¿qué querría mirar para acordarse?

Nada. Estaba simplemente sentada, inmóvil, sin fijar sus ojos en nada.

—Eh —dije—. ¿No quieres llevar algo en especial?

—Mmm, mmm… —Ella dijo «no», y después agregó como con retardo—: Tú.

Abajo era difícil conseguir un taxi, por ser la hora de los teatros y demás. El portero hacía sonar su silbato y movía los brazos como un desesperado árbitro de hockey. Jenny sólo se apoyaba en mí. Y yo secretamente deseaba que no hubiera taxis, que ella siguiera apoyándose en mí. Pero finalmente conseguimos uno. Y el chofer era —por suerte— un tipo divertido. Cuando escuchó «Hospital Mount Sinaí, rápido», se lanzó a una total rutina.

—No se preocupen, chicos, están en manos experimentadas. La cigüeña y yo hemos trabajado juntos por años.

En el asiento trasero, Jenny estaba abrazada a mí. Yo besaba sus cabellos.

—¿Es el primero? —preguntó el alegre conductor.

Creo que Jenny se dio cuenta de que estaba por tirarle un mordisco al tipo, porque me susurró:

—Sé bueno, Oliver. Él está tratando de serlo con nosotros.

—Sí, señor —le dije—. Es el primero y mi mujer no se siente muy bien, así que… ¿podríamos pasar algunas semáforos, por favor?

Nos llevó al Mount Sinaí a todo lo que daba.

Fue muy amable, bajándose para abrirnos la puerta y todo. Antes de irse nos deseó toda clase de buena suerte y felicidades. Jenny se lo agradeció.

Ella parecía poco segura de sus pies, y quise levantarla en mis brazos pero insistió:

—No este umbral, Preppie. —Así que entramos caminando y sufrimos a través del doloroso proceso de entrada.

«¿Tienen Tarjeta Azul u otro plan médico?».

«No».

(¿Quién iba a pensar en esa trivialidad? Nosotros estuvimos muy ocupados comprando la vajilla).

Por supuesto, la llegada de Jenny fue inesperada. Había sido anticipada anteriormente, y ahora estaba siendo supervisada por el doctor Bernard Ackerman, M.D., que era, como Jenny lo predijo, un buen tipo a pesar de ser un completo Yale.

—Se le están dando glóbulos blancos y plaquetas —me dijo el doctor Ackerman—. Es lo que más necesita por el momento. Ella no quiere antimetabolismo para nada.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Es un tratamiento que demora la destrucción celular —explicó—, pero, como Jenny sabe, puede haber efectos secundarios desagradables.

—Oiga, doctor (sabía que lo estaba sermoneando en vano), Jenny es el jefe. Todo lo que ella diga se hará. Sólo le pido que hagan todo lo posible para que no le duela.

—Puede estar seguro de ello —dijo.

—No me importa lo que cueste, doctor. —Pienso que estaba alzando la voz.

—Puede durar semanas o meses —dijo.

—A la mierda con el costo —dije. Él era muy paciente conmigo. Quiero decir, en realidad yo le estaba discutiendo.

—Sólo estaba tratando de decir —explicó Ackerman— que no hay modo de saber cuan largo o cuan corto tiempo tardará ella en consumirse.

—Pero recuerde, doctor —ordené—, recuerde que quiero que ella tenga la mejor habitación privada. Enfermeras especiales. De todo. Por favor. Ya he conseguido dinero.