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No es tan fácil hacer un bebé.

Quiero decir, hay una cierta ironía envuelta en los casos de los tipos que pasan los primeros años de su vida sexual preocupados por no dejar embarazadas a las chicas (y cuando yo empecé se usaban los preservativos), y que cambian luego sus pensamientos y se obsesionan a favor de la concepción, no en su contra.

Sí, puede llegar a ser una obsesión. Y puede despojar los más gloriosos aspectos de una vida matrimonial feliz de su naturalidad y espontaneidad. Esto significa que programar tu pensamiento (verbo infortunado, «programar», sugiere una máquina), programar tu pensamiento sobre el acto de amor de acuerdo con reglas, calendarios, estrategias («¿No sería mejor mañana por la mañana, Ol?») , puede llegar a ser una fuente de incomodidad, de disgusto y por último, de terror.

Cuando uno ve que sus conocimientos legos y (se supone) los normales y saludables esfuerzos no tienen éxito en la cuestión del creced-y-multiplicaos, los más horribles pensamientos vienen a la mente.

—Estoy seguro de que entiendes, Oliver, que esterilidad no tiene nada que ver con virilidad. —Así me habló el Dr. Mortimer Sheppard durante la primera conversación, cuando Jenny y yo finalmente decidimos que necesitábamos una consulta especializada.

—Él entiende, doctor —dijo Jenny por mí, sabiendo sin que nunca se lo hubiera mencionado que la idea de ser estéril, de ser posiblemente estéril, me estaba devastando. ¿Acaso su voz no sugería que ella esperaba, si es que aparecía alguna insuficiencia, que esa insuficiencia fuera de ella?

Pero el doctor había estado simplemente deletreando todo eso para nosotros, diciéndonos lo peor, antes de continuar explicando que aún había una gran posibilidad de que ambos estuviéramos okay, y que podríamos ser pronto orgullosos padres. Claro, por supuesto, teníamos que pasar ambos por una batería de análisis físicos, completos. La cosa. (No quiero repetir las desagradables especificaciones de esta clase de esmerada investigación).

Nos hicimos los análisis un lunes. Jenny durante el día, yo después del trabajo (estaba fantásticamente inmerso en el mundo legal). El doctor Sheppard llamó a Jenny otra vez el viernes, explicándole que su enfermera había cometido un error y que necesitaba examinar unas pocas cosas otra vez. Cuando Jenny me contó lo de la nueva visita, empecé a sospechar que quizás se había encontrado la insuficiencia en ella. Creó que ella sospechaba lo mismo. La coartada de la metida de pata de la enfermera es bastante trillada.

Cuando el doctor Sheppard me telefoneó a Jonas y Marsh, ya estaba casi seguro. ¿Podría, por favor, pasar por su consultorio al volver a casa? Cuando escuché que no iba a ser una triple conversación («Hablé con la señora Barrett más temprano»), mi sospecha se confirmó. Jenny no podría tener chicos. Sin embargo no lo digas tan categóricamente, Oliver; recuerda que Sheppard mencionó que había cosas como cirugía correctiva y demás. Pero no podía concentrarme para nada, y era tonto esperar hasta las cinco en punto. Lo llamé a Sheppard y le pregunté si me podía atender más temprano. Dijo que sí.

—¿Sabe usted de quién es la culpa? —le pregunté sin medir las palabras.

—Realmente… yo no diría culpa, Oliver —contestó.

—Bueno, okay: ¿sabe usted cuál de nosotros no funciona bien?

—Sí. Jenny.

Yo había estado más o menos preparado para esto, pero la determinación con que el doctor pronunció sus palabras me derribó. Él no decía nada más, de modo que pensé que quería alguna clase de manifestación de mi parte.

—Okay, entonces adoptaremos chicos. Quiero decir… lo más importante es que nos queremos, ¿verdad?

Y entonces me dijo.

—Oliver, el problema es más serio que eso. Jenny está muy enferma.

—¿Quiere definir «muy enferma», por favor?

—Se está muriendo.

—Eso es imposible —dije.

Y esperé que el doctor me aclarara que todo había sido un horrendo chiste.

—Es así, Oliver —dijo—. Siento enormemente tener que decirle esto.

Insistí en que había algún error, quizás esa idiota de enfermera suya se había confundido otra vez y le había dado los rayos X o algo equivocado. Contestó con toda la compasión que podía que el análisis de sangre de Jenny había sido repetido por tres veces. Que no había ninguna duda en cuanto al diagnóstico. Que él, por supuesto, tendría que derivarnos a un hematólogo. De hecho, podía sugerir…

Moví la mano para cortar. Necesitaba silencio por un minuto. Sólo silencio para dejar que todo eso tocara fondo. Entonces se me cruzó una cosa.

—¿Qué le dijo a Jenny, doctor?

—Que los dos estaban muy bien.

—¿Se lo creyó?

—Creo que sí.

—¿Cuándo tendremos que decírselo?

—En este momento… depende de usted.

¡Depende de mí! Cristo… Lo que es en este momento, yo ni siquiera atiné a responder.

El doctor explicó que la terapia que se conocía para el tipo de leucemia de Jenny era meramente paliativa —podía aliviar, posiblemente retardar, pero no dar marcha atrás la enfermedad—. Así que en este punto dependía de mí. Se podría esperar un poco para la terapia.

Pero en ese instante lo único que podía pensar realmente era en lo obscena que resultaba toda esa inmunda cosa.

—Tiene sólo veinticuatro —le dije al doctor gritando, creo. Él asintió, muy pacientemente, sabiendo demasiado bien la edad de Jenny, pero comprendiendo también la agonía que esto significaba para mí. Finalmente me di cuenta de que no podía seguir sentado para siempre en la oficina de ese hombre. De modo que le pregunté qué hacer. Quiero decir, qué debería hacer yo, Me dijo que actuara tan normal como fuera posible durante el mayor tiempo posible. ¡Normal! ¡Normal!.