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Terminamos en ese orden.

Quiero decir que Erwin, Bella y yo éramos los tres primeros de la clase de graduados de la Escuela de Derecho. El momento del triunfo estaba a mano. Entrevistas de trabajo. Ofrecimientos. Conversaciones para hacer pinta. Por todas partes parecía dar vueltas alrededor de mí alguien agitando una bandera que decía: «¡Trabaja para nosotros, Barrett!».

Pero yo seguía solamente las banderas verdes. Quiero decir, no era totalmente torpe, pero eliminaba las alternativas de prestigio, como presentarme para magistrado; y las alternativas de servicio público, como el Departamento de Justicia, en favor de un trabajo lucrativo que sacara de nuestro maldito vocabulario la sucia palabra «ahorrar».

Tercero como había salido, tenía además una inestimable ventaja para competir por los mejores puestos legales. Era el único tipo entre los mejores que no era judío (y los que dicen que esto no importa mienten como cosacos). Cristo, hay docenas de firmas que besarían el culo de un aristócrata que pudiera atravesar el foro. Considere el caso de su seguro servidor: Revista La Ley, All-Ivy, Harvard y todo lo demás que usted sabe. Hordas de personas luchaban para tener mi apellido y mi número y ponerlo en sus papeles. Me sentía como un chico que acaba de sacar un premio y amaba cada minuto de eso.

Hubo una oferta especialmente intrigante de una firma de Los Ángeles. El reclutador, señor…………., (Obvio su nombre, ¿por qué arriesgar un pleito?), persistía diciéndome:

«Barrett, muchacho, aquí lo conseguimos todo el tiempo. Día y noche. ¡Te aseguro que hasta nos lo podemos hacer mandar a la oficina!».

No era que estuviésemos interesados en California, pero me hubiera gustado saber precisamente a qué se refería el señor…………….

A Jenny y a mí se nos ocurrieron algunas disparatadas posibilidades, pero para Los Ángeles posiblemente no fueran lo suficientemente disparatadas. (Finalmente conseguí sacarme de encima al señor……………diciéndole que realmente «eso» no me importaba para nada. Se quedó con la cola entre las piernas).

Actualmente habíamos resuelto permanecer en la Costa Este. Como se vio, aún teníamos docenas de fantásticas ofertas de Boston, Nueva York y Washington. En cierto momento Jenny pensó que Washington sería bueno («Así ves si te gusta la Casa Blanca, Ol»), pero yo tiraba para Nueva York. Y así, con la bendición de mi mujer, finalmente di el sí a la firma de Jonas y Marsh, una prestigiosa oficina (Marsh fue antes procurador general) orientada hacia las libertades civiles. («Puedes obrar bien y hacer el bien al mismo tiempo»; dijo Jenny). También ellos realmente me deslumbraron. Quiero decir, el Viejo Jonas vino a Boston, nos llevó a comer al súper chic Pier Four y le mandó a Jenny flores al día siguiente.

Jenny anduvo como una semana cantando una especie de jingle que decía: «Jonas, Marsh y Barrett». Le dije qué no tan rápido, y ella me mandó a tomar por culo, porque yo probablemente entonaba el mismo cantito en mi cabeza. No necesito decirles que ella tenía razón.

Permítanme mencionar, sin embargo, que Jonas y Marsh pagaban a Oliver Barrett IV 11.800 dólares, el sueldo absolutamente más alto recibido por ningún miembro de nuestra graduación.

Ya ven: resulté tercero sólo académicamente.