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Faltaba todavía la cuestión de Cranston, Rhode Island, una ciudad situada al sur de Boston, casi a la misma distancia que Ipswich, sólo que Ipswich queda al norte. Después de la debacle de la presentación de Jennifer a su potencial familia política («¿La tengo que llamar no-política ahora?» preguntó ella) no tenía ninguna confianza en mi encuentro con su padre. Es decir, en este caso yo estaría perturbando ese gran síndrome amoroso ítalo-mediterráneo, mezclado con el hecho de que Jenny era hija única, mezclado con el hecho de que no tenía madre, lo que significaba opresivos vínculos anormales con su padre. Me erigiría contra todas esas fuerzas emocionales que describen los libros de psicología…

Además, el hecho de estar sin dinero.

Es decir, imaginen por un segundo a Olivero Barretto, un dulce muchachito italiano de la otra calle en Cranston. Rhode Island. Viene a ver al señor Cavilleri, un asalariado jefe pastelero de dicha ciudad, y dice: «Quisiera contraer enlace con su única hija. Jennifer». ¿Cuál sería la primera pregunta del viejo? (No cuestionaría el amor de Barretto, puesto que conocer, a Jenny es amarla, esto es una verdad universal). No, el señor Cavilleri diría algo así como: «Barretto ¿con qué la va a mantener?».

Y ahora imaginen la lógica reacción del señor Cavilleri si Barretto le informara que las cosas serían al revés, al menos durante los próximos tres años: ¡era su hija quien debería mantener a su yerno! ¿No le mostraría a Barretto el buen señor Cavilleri, la puerta de calle? O más: ¿no lo sacaría a empujones si Barretto no tuviera mi tamaño?

Apuesto a que lo hubiera hecho.

Esto puede servir para explicar por qué, en ese domingo de mayo por la tarde, yo obedecía todas las señales de límite de velocidad, mientras íbamos hacia el sur por la Ruta 95. Jenny, que disfrutaba de mi serenidad para conducir, se quejó en un momento de que yo iba a ochenta en una zona de cien kilómetros por hora. Le dije que necesitaba asentar el coche, cosa que no creyó en absoluto.

—Dímelo una vez más, Jen.

La paciencia no era una de las virtudes de Jenny, y ella se rehusó a mantener mi confianza repitiendo una vez más las respuestas a todas las preguntas que le había hecho.

—Sólo una vez más, Jen, por favor.

—Lo llamé. Hablé con él. Dijo okay. En inglés, porque como te dije y aunque no lo creas él no sabe una maldita palabra de italiano, excepto unas pocas maldiciones.

—¿Pero qué quiere decir okay?

—¿Me vas a contar que la Escuela de Derecho de Harvard ha aceptado a un hombre que no sabe ni siquiera definir «okay»?

—No es un término jurídico, Jen.

Ella tocó mi brazo. Gracias a Dios, entendí eso. Aún necesitaba aclaraciones, sin embargo. Tenía que saber en qué estaba.

—Okay puede también significar me aguanto.

Ella encontró caridad en su corazón para repetir por enésima vez los detalles de la conversación con su padre. Él era feliz. Él era. Él nunca había esperado, cuando la mandó a Radcliffe, que volviera a Cranston para casarse con el chico de al lado (quien, por otra parte, se lo había propuesto antes de que se fuera). Al principio se mostró incrédulo de que el nombre de su prometido fuera Oliver Barrett IV. Entonces aconsejó a su hija no violar el undécimo mandamiento.

—¿Cuál es? —le pregunté.

—No mentir al padre.

—Oh.

—Y eso es todo, Oliver. De veras.

—¿Sabe que soy pobre?

—Sí.

—¿No le importa?

Al menos tú y él tenéis algo en común.

—Pero sería más feliz si yo tuviera un poco de pasta ¿no?

—¿No lo serías tú?

Me quedé callado por el resto del viaje.

Jenny vivía en una calle llamada Hamilton Avenue, una larga línea de casas de madera con muchos chicos frente a ellas, y unos pocos árboles agonizantes. Con sólo conducir por ahí, buscando un lugar para estacionar, me sentí como en otro país. Para empezar, había mucha gente. Junto a los chicos jugando había familias enteras sentadas en sus porches aparentemente sin nada mejor que hacer ese domingo, que mirarme estacionar mi MG.

Jenny se bajó primero. Sus reflejos eran increíbles en Cranston, como una pequeña y rápida langosta saltona. Hubo algo así como un organizado murmullo de aprobación cuando los mirones de los porches vieron quién era mi pasajera. ¡Nada menos que la gran Cavilleri! Cuando escuché las bienvenidas que le dedicaban, me dio casi vergüenza salir. Quiero decir, ni por un momento podría pasar por el hipotético Olivero Barretto.

—¡Hola, Jenny! —oí que chillaba, con gran gusto, una especie de matrona.

—¡Hola, señora Capodilupo! —gritó Jenny a su vez. Bajé del coche. Pude sentir los ojos sobre mí.

—Eh, ¿quién es el chico? —gritó la señora Capodilupo. No eran muy sutiles por aquí ¿eh?

—No es nadie —contestó Jenny. Cosa que resultó espléndida para mi estado de ánimo.

—Quizás —volvió a chillar la señora Capodilupo—. ¿Pero la chica que está con él es realmente alguien?

—Él sabe —replicó Jenny.

Entonces se dio vuelta para satisfacer, a los vecinos del otro lado.

—Él sabe —dijo a todo un nuevo grupo de admiradores suyos. Tomó mi mano (yo me sentía un extraño en el paraíso), y me condujo por la escalera hacia el 189 A de Hamilton Avenue.

Era un momento desgraciado.

Yo estaba parado allí mientras Jenny decía: «Éste es mi padre». Y Phil Cavilleri, un rústico (un metro setenta y cinco y setenta y cinco kilos) de Rhode Island en las postrimerías de sus cuarenta años, extendió la mano.

—¿Cómo le va, señor?

—Phil —me corrigió—. Yo soy Phil.

—Phil, señor —repliqué mientras continuaba sacudiendo su mano.

Fue también un momento espantoso. Porque entonces, cuando soltó mi mano, el señor Cavilleri se volvió hacia su hija dando un grito increíble:

—¡Jennifer!

Por una décima de segundo no pasó nada.

Y luego ellos se estaban abrazando. Fuerte. Muy fuerte. Balanceándose de un lado a otro. Todo lo que el señor Cavilleri podía ofrecer a guisa de ulterior comentario era la (ahora muy suave) repetición del nombre de su hija: «Jennifer».

Y todo lo que su hija-graduada-en-Radcliffe-con-honores podía ofrecer a guisa de respuesta era: «Phil».

Definitivamente… yo era el tipo que sobraba.

Un detalle de mi crianza me ayudó a salir a flote esa tarde. Siempre me habían sermoneado sobre el hecho de no hablar con la boca llena. Desde que Phil y su hija seguían conspirando para llenar ese orificio, yo no tenía que hablar. Debo haber comido una cantidad récord de masas italianas. Más tarde diserté largamente sobre las que me habían gustado más (no comí menos de dos de cada clase, por miedo de ofenderlos), para deleite de los dos Cavilleri.

—Él es okay, —dijo Phil Cavilleri a su hija.

¿Qué significaba eso?

Yo ya no necesitaba que me definieran «okay», tan sólo quería saber cuál de mis pocas y circunspectas actitudes me había ganado ese afectuoso epíteto.

—¿Me habían gustado las masas apropiadas? ¿Fue mi apretón de manos bastante fuerte? ¿Qué?

Te dije que era okay, Phil —dijo la hija del señor Cavilleri.

—Bien, okay —dijo su padre—. Pero aún tenía que verlo por mí mismo. Ahora lo veo. ¿Oliver?

Se dirigía a mí.

—¿Sí, señor?

—Phil.

—¿Sí, señor Phil?

—Eres okay.

—Gracias, señor. Me alegro. Realmente me alegro. Y usted sabe lo que siento por su hija, señor. Y por usted, señor.

—Oliver, —interrumpió Jenny—. ¿Puedes dejar de parlotear como un estúpido preppie, y…?

—Jennifer —interrumpió el señor Cavilleri—. ¿Puedes dejar de decir palabrotas? El jodeputa es un huésped.

Durante la cena (las masas fueron simplemente una merienda), Phil trató de mantener una conversación seria conmigo acerca de ya- saben-qué. Por alguna razón pensó que podría efectuar un acercamiento entre los Oliver III y IV.

—Déjame hablarlo por teléfono, de padre a padre, —suplicó.

—Por favor, Phil, será una pérdida de tiempo.

—No puedo quedarme aquí sentado, y permitir que un padre repudie a su hijo. No puedo.

—Sí. Pero yo también lo repudio, Phil.

—No quiero volver a oírte hablar así —dijo enojándose genuinamente—. El amor de un padre debe ser apreciado y respetado. Es raro.

—Especialmente en mi familia —dije.

Jenny se levantaba y se sentaba para servir, de modo que no estaba muy atenta a la conversación.

—Llámalo por teléfono —insistía Phil—. Yo me ocuparé de esto.

—No, Phil. Mi padre y yo tenemos instalada una línea fría[10].

—Oh, escucha, Oliver. Se va a derretir. Créeme cuando te digo que se va a derretir. Ni bien llegue el día de ir a la iglesia…

En ese momento Jenny, que estaba retirando los platos de postre, dirigió a su padre un portentoso monosílabo.

—Phil…

—¿Sí, Jen?

—Sobre eso de la iglesia…

—¿Sí?

—Mmmm… me parece que no hay nada que hacer, Phil.

—¿Oh? —preguntó el señor Cavilleri. Y entonces, cayendo instantáneamente en la conclusión equivocada, se volvió apologéticamente hacia mí.

—Yo… Jen… no quise decir necesariamente Iglesia Católica, Oliver. Quiero decir, como Jennifer sin duda te ha contado, que nosotros pertenecemos a la fe Católica. Pero… quiero decir, tu iglesia, Oliver. Dios bendecirá esta unión en cualquier iglesia, lo juro.

Miré a Jenny, que obviamente había olvidado cubrir este tópico crucial en su previa conversación telefónica.

—Oliver —me explicó—. Hubiera sido una tontería decirle todo a la vez.

—¿De qué se trata? —preguntó el siempre afable señor Cavilleri—. Golpeadme, chicos, golpeadme. Quiero que me deis con todo lo que tengáis en mente.

¿Por qué fue justamente en ese preciso momento cuando mis ojos chocaron con la estatuilla de porcelana de la Virgen María, que estaba en un estante del aparador de los Cavilleri?

—Se trata de la cuestión de la bendición de Dios, Phil —dijo Jenny apartando la mirada de él.

—¿Sí, Jen, sí? —preguntó Phil, temiendo lo peor.

—Mmm… Nada que hacer, Phil —dijo ella, mirándome ahora para pedirme ayuda, una ayuda que traté de darle con los ojos.

—¿De Dios? ¿De ningún Dios?

Jenny asintió.

—¿Puedo explicarlo, Phil? —pregunté.

Por favor.

—Ninguno de los dos cree, Phil. Y no queremos ser hipócritas.

Pienso que lo soportó porque venía de mí. Podría quizás haber golpeado a Jenny. Pero ahora él era el tipo que sobraba, el extranjero. No nos podía mirar a ninguno de los dos.

—Muy bien —dijo después de un muy largo rato—. ¿Podríais al menos informarme quién realizará la ceremonia?

—Nosotros —dije.

Miró a su hija para verificar. Ella asintió. Mi declaración era correcta.

Después de otro largo silencio dijo nuevamente: —Muy bien—. Y luego me preguntó, en la medida en que yo planeaba mi carrera de derecho, si esa clase de casamiento era —¿cómo es la palabra?— legal.

Jenny explicó que la ceremonia que teníamos en mente estaría presidida por el capellán Unitario[11] de mi universidad («Ah, capellán», murmuró Phil), mientras el hombre y la mujer se dirigían el uno al otro.

—¿La novia también habla? —preguntó, como si de todo lo dicho ese fuera el golpe de gracia.

—Philip —dijo su hija—, ¿puedes imaginarte alguna situación en la cual yo me calle la boca?

—No, nena —contestó tratando de sonreír—. Me imagino que tendrás que hablar.

Mientras volvíamos a Cambridge, le pregunté a Jenny cómo le parecía que había resultado todo.

—Okay —dijo ella.