7

Ipswich, Massachusetts, queda a unos cuarenta minutos del puente sobre el río Mystic. todo depende del tiempo y de la manera de conducir. Actualmente he recorrido el camino, en ocasiones, en veintinueve minutos. Un cierto distinguido banquero de Boston dice tener un récord todavía mejor, pero cuando se está discutiendo sobre el tema «menos de treinta minutos desde el puente a lo de Barrett», es difícil separar la realidad de la fantasía. Y ocurre que yo considero veintinueve minutos como el límite absoluto. Uno no puede ignorar las señales de tránsito en la Ruta 1. ¿Puede usted?

—Estás conduciendo como un loco —dijo Jenny.

—Esto es Boston —contesté—. Aquí todos conducen como locos. —Nos habíamos detenido ante una luz roja, en la Ruta 1, hacía un instante.

—Nos mataremos antes de que tus padres puedan asesinarnos.

—Escucha, Jen, mis padres son una gente encantadora.

La luz cambió. El MG alcanzó una velocidad de cien kilómetros en menos de diez segundos.

—¿También el jodeputa? —preguntó.

—¿Quién?

—Oliver Barrett III.

—Ah, es un buen muchacho. Te gustará realmente.

—¿Cómo lo sabes?

—A todo el mundo le gusta —repliqué.

—Entonces: ¿por qué no a ti?

—Porque a todo el mundo le gusta —dije.

¿Por qué la llevaba a conocer a mis padres, con todo? Quiero decir: ¿realmente necesitaba la bendición del viejo Cara de Piedra o algo por el estilo? En parte lo hacía porque ella lo deseaba («Es la manera correcta de hacerlo, Oliver»), y en parte por el simple hecho de que Oliver III era mi banquero en el más craso sentido: él pagaba mi maldita educación.

¿Tenía que ser el domingo a comer, no? Quiero decir, eso es comme il faut, ¿eh Domingo, cuando los cretinos automovilistas se agolpaban en la Ruta 1 poniéndose en mi camino? Logré salir de la Ruta y tomar Groton Street, un camino cuyas curvas había estado aprendiendo a altísimas velocidades desde que tenía trece años.

—No hay casas aquí —dijo Jenny—. Sólo árboles.

—Las casas están detrás de los árboles.

Yendo por Groton Street hay que ser muy cuidadoso para no pasarnos la entrada a nuestra residencia. Y en efecto, yo mismo me descuidé y la pasé. Me había pasado unos trescientos metros cuando grité parándome.

—¿Dónde estamos? —preguntó ella.

—Nos pasamos —refunfuñé entre obscenidades.

¿Habrá algo simbólico en el hecho de haber retrocedido trescientos metros hasta la entrada de nuestra casa? De cualquier modo, manejé despacio una vez que estuvimos en suelo Barrett, Hay por lo menos ochocientos metros desde Groton Street hasta la propia Dover House, En la ruta se pasa frente a otros… bueno, digamos edificios. Pero me imagino que Dover House causa una impresión muy grande cuando se la ve por primera vez.

—¡La gran puta! —dijo Jenny.

—¿Qué pasa, Jen?

—Frena, Oliver. No bromeo. Para el coche.

Frené. Ella estaba fumando.

—Eh… Nunca pensé que fuera como esto.

—¿Cómo qué?

—Tan lujoso. Quiero decir, apuesto a que tienes esclavos viviendo allí.

Quise estirarme hasta ella y tocarla, pero mis palmas no estaban secas (cosa rara), de modo que tuve que tranquilizarla verbalmente.

—Por favor, Jen. Todo será muy fácil.

—Sí, sí… ¿Pero por qué, de pronto, deseo que mi nombre sea Abigail Adams o Wendy WASP[9]

Recorrimos el resto del camino en silencio. Estacioné y caminamos hacia la puerta principal. Mientras esperábamos que nos atendieran, Jenny sucumbió a un pánico de último momento.

—Salgamos corriendo —dijo.

—Quedémonos y luchemos —dije.

¿Cuál de los dos estaba bromeando?

La puerta fue abierta por Florencia, una devota y antigua sirvienta de la familia Barrett.

—Ah, niño Oliver —saludó.

¡Dios, cómo odio que me llamen así! Detesto esa implícita distinción derogatoria entre el Viejo Cara de Piedra y yo.

Florencia nos informó que mis padres estaban esperando en la biblioteca. Jenny se quedó perpleja frente a algunos de los retratos junto a los que pasamos. No justamente porque varios estuvieran firmados por John Singer Sargent (en especial el de Oliver Barrett II, ocasionalmente expuesto en el Museo de Boston), sino porque se dio cuenta de que no todos mis antepasados primates se llaman Barrett. Había sólidas mujeres Barrett bien casadas que engendraron criaturas tales como Barrett Winthrop, Richard Barrett Sewall y hasta Abbott Lawrence Lyman, quien tuvo la osadía de atravesar la vida (y Harvard, su implícita analogía), llegando a ser un químico laureado sin ni siquiera un Barrett en medio de su apellido.

—¡Jesús! —dijo Jenny—. ¡Veo la mitad de los edificios de Harvard colgada aquí!

—Puro camelo —contesté.

No sabía que estabas emparentado también con la Sewall Boat House —dijo ella.

—Ajá. Desciendo de una larga línea de madera y de piedra.

Al final de la larga hilera de retratos, y justo antes de doblar hacia la biblioteca, hay una vitrina. En la vitrina hay trofeos. Trofeos deportivos.

—Son bestiales —dijo Jenny—. Nunca he visto ninguna que parezca verdaderamente de oro y plata.

—Es que son de oro y plata.

—¡Jesús! ¿Tuyos?

—No. De él.

Es una indiscutible realidad que Oliver Barrett III no se clasificó en las Olimpíadas de Amsterdam. Sin embargo, también es una gran verdad que obtuvo importantísimas victorias en remo, en otras ocasiones. Varias. Muchas. La bien ilustrada prueba de ello estaba ahora frente a los deslumbrados ojos de Jennifer.

—No dan baratijas como éstas en las ligas de bolos de Granston.

Entonces pensé que me estaba echando una mano.

—¿Y tú no tienes trofeos, Oliver?

—Sí.

—¿En una vitrina?

—Arriba, en mi habitación. Debajo de la cama.

Ella me dirigió una de sus típicas miradas y susurró:

—¿Iremos a verlos más tarde, eh?

Antes de que pudiera contestar, o siquiera adivinar las verdaderas motivaciones de Jenny para sugerir un viajecito a mi dormitorio, fuimos interrumpidos.

—Hola, ustedes…

¡Jodeputa! Era Jodeputa.

—Hola, señor. Ésta es Jennifer.

—Hola.

Antes que terminara de presentársela ya estaba él sacudiéndole la mano. Noté que no tenía puesto ninguno de sus trajes de ejecutivo. De verdad que no: Oliver Barrett III llevaba una alegre chaqueta sport de cachemir. Y había una insidiosa sonrisa en su habitual continencia pétrea.

—Entren a saludar a la señora Barrett.

Otra emoción estremecedora, tipo «una-sola-vez-en-la-vida», de las que parecía haber cualquier cantidad esperando a Jenny: conocer a Alison Forbes «Botellita» Barrett (en mis momentos perversos me imaginaba cómo su apodo del pensionado podía haber llegado a afectarla, si no hubiera crecido para ser la fervorosa benefactora de museos que era). Los antecedentes demuestran que «Botellita» Forbes nunca completó sus estudios. Dejó Smith College en segundo año, con la total bendición de sus padres, para casarse con Oliver Barrett III.

—Mi mujer, Alison. Ésta es Jennifer.

Él había usurpado ya la Función de presentarla.

—Calliveri —agregué, puesto que el Viejo Cara de Piedra no sabía su apellido.

—Cavilleri —añadió Jenny cortésmente, puesto que yo lo había pronunciado mal por primera y única vez en mi puta vida.

—¿Cómo en Cavallería Rusticana? —preguntó mi madre, probablemente para probar que a pesar de sus fallidos estudios era bastante culta.

—Correcto —Jenny le sonrió—, pero nada que ver.

—Ah —dijo mi madre.

—Ah —dijo mi padre.

A lo cual, pensando todo el tiempo si habrían captado el humor de Jenny, no pude menos que agregar:

—¿Ah?

Mi madre y Jenny se dieron la mano, y después del usual intercambio de banalidades del que nunca se puede salir en mi casa, nos sentamos. Todos estaban silenciosos. Traté de olfatear lo que estaba pasando. Sin lugar a dudas, mi madre estaba haciendo un análisis de Jenny, comprobando su vestimenta (nada bohemia esa tarde), su postura, su conducta, su acento. El ambiente de Cranston estaba allí, haciéndole frente, aun en el más cordial de los momentos.

Y quizás Jenny. a su vez, estaba analizando a mi madre. Las chicas suelen proceder así, me han contado. Se supone que eso revela cosas acerca de los tipos con quienes se van a casar. Tal vez estaba haciendo también un análisis de Oliver Barrett III. ¿Notó que era más alto que yo? ¿Le gustó su chaqueta de cachemir? Oliver III, por supuesto, concentraba sus baterías en mí, como de costumbre.

—¿Cómo van tus cosas, hijo?

Para ser un maldito alumno de Harvard y Oxford, era un estupendo conversador.

—Bien, señor. Bien.

Como no queriendo ser menos, mi madre dio su bienvenida a Jenny.

—¿Tuvistéis un buen viaje?

—Sí —contestó Jenny—. Bueno y rápido.

—Oliver conduce muy rápido —interpuso el Viejo Fósil.

—No tanto como tú, padre —repliqué.

¿Qué diría de esto?

—Oh, sí. Supongo que no.

Te cortarías un huevo si no, padre.

Mi madre, que siempre estaba de su parte, cualesquiera fueran las circunstancias, cambió el tema por uno de interés más universal —música o arte, creo—. No estaba escuchando muy atentamente. Luego, una taza de té aterrizaba en mis manos.

—Gracias —dije. Y agregué—: Tendremos que irnos pronto.

—¿Eh? —preguntó Jenny. Parece que habían estado discutiendo sobre Puccini o algo así, y mi acotación fue considerada como algo al margen. Mi madre me miró (cosa rara).

—¿Pero no habéis venido a comer?

—Mmmm… no podremos —dije.

—Por supuesto —dijo Jenny casi simultáneamente.

—Yo tengo que volver —dije.

Jenny me miró como preguntando: «¿De qué estás hablando?». Entonces el Viejo Fósil dictaminó:

—Vosotros os quedáis a comer. Es una orden.

La falsa sonrisa de su cara no hizo que sonara menos a una orden. Y yo no admito esa clase de trampas, aunque provengan de un finalista olímpico.

—No podemos, señor —repliqué.

—Tendremos que quedarnos, Oliver —dijo Jenny.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque tengo hambre —dijo ella.

Nos sentamos a la mesa obedeciendo los deseos de Oliver III. Él inclinó su cabeza. Mamá y Jenny siguieron el ejemplo. Yo apenas bajé los ojos.

«Oh, Dios, bendice esta comida que vamos a recibir, e ilumínanos para tener conciencia de las necesidades y deseos de nuestro prójimo. Te lo pedimos en nombre de Tu Hijo Jesucristo. Amén».

¡Jesucristo! ¡Cómo me sentí mortificado! ¿No podían haber omitido la piedad justo esta vez? ¿Qué pensaría Jenny? ¡Dios, aquello parecía el retorno a la edad oscura!

—Amén —dijo mi madre (y Jenny también, muy despacito).

Ahora hagámosnos todos la pelota —dije yo en chiste.

Nadie pareció divertido. Y Jenny menos que los demás. Desvió la vista. Oliver III me miró de soslayo.

—Ciertamente, me gustaría que hicieras la pelota de vez en cuando, Oliver.

No comimos en un silencio total gracias a la notable capacidad de mi madre para la charla.

—¿Así que tu familia es de Cranston, Jenny?

—Casi toda. Mi madre era de Falls River.

—Los Barretts tienen molinos en Falls Rivers —hizo notar Oliver Barrett III.

—Donde explotaron a los pobres durante generaciones —agregó Oliver Barrett IV.

—En el siglo diecinueve —agregó Oliver III.

Mi madre sonrió ante esto, aparentemente satisfecha de que «su» Oliver hubiera atajado esa jugada. Pero no tanto.

—¿Y qué pasó con esos planes de automatizar los molinos? —le tiré de rebote.

Hubo una pausa breve. Esperé una inmediata réplica mordaz.

—¿Qué tal un café? —dijo Alison Forbes «Botellita» Barrett.

Nos retirarnos a la biblioteca para lo que definitivamente sería el último round. Jenny y yo teníamos clases al día siguiente, Fósil tenía que ir al Banco y esas cosas, y seguramente Tipsy tendría a su vez una de sus tareas de beneficencia esperándola.

—¿Azúcar, Oliver? —preguntó mi madre.

—Oliver siempre lo toma con azúcar, querida —dijo mi padre.

—Esta noche no, gracias —dije yo—. Café solo, madre.

Bien, todos teníamos nuestras tazas, todos estábamos sentados allí cómodamente, sin nada pero nada que decirnos. De modo que introduje el tema.

—Dime, Jennifer —dije—, ¿qué piensas del Cuerpo de Paz?

Ella frunció la cara, negándose a cooperar.

—¡Oh! ¿Ya les has contado, O. B.? —dijo mi madre dirigiéndose a mi padre.

—No es el momento, querida —dijo Oliver III con una especie de falsa humildad que estaba clamando: «¡Pregúntenme, pregúntenme!». No tuve más remedio que hacerlo:

—¿De qué se trata, padre?

—Nada importante, hijo.

—No veo cómo puedes decir eso —dijo mi madre volviéndose hacia mí para pasarme el mensaje con todas sus ganas (ya dije que ella estaba de su parte):

—Tu padre va a ser director de el Cuerpo de Paz.

—Oh.

Jenny también dijo «oh» pero con un tono diferente, más feliz. Mi padre fingió sentirse confundido, y mi madre parecía esperar que yo me cayera al suelo de la sorpresa o algo por el estilo. ¡No se trataba de una Secretaría de Estado, con todo!

—Congratulaciones, señor Barrett —Jenny tomó la iniciativa.

—Sí. Felicitaciones, señor.

Mi madre estaba tan ansiosa por hablar del asunto.

—Pienso que va a ser una maravillosa experiencia educativa —dijo.

—Lo será —agregó Jenny.

—Sí —dije sin mucha convicción—. Oh… ¿me pasarías el azúcar, por favor?