Me gusta Ray Stratton.
No sería un genio o un gran jugador de fútbol (era un poco lerdo), pero siempre fue un buen compañero y un amigo leal. Y cómo sufrió el pobre lerdo a través de casi todo nuestro último año. ¿A dónde iba a estudiar cuando veía la corbata puesta en el picaporte de nuestro cuarto (la seña tradicional por «adentro en actividad»)? Admitamos que él nunca estudió mucho, pero de vez en cuando tenía que hacerlo. Pongamos que usara la biblioteca, o Lamont, o el Pi Eta Club. ¿Pero dónde dormía esas noches de sábado, cuando Jenny y yo decidíamos desobedecer las normas del pensionado y permanecer juntos? Ray tenía que mendigar lugares donde tirarse a descansar un rato, camas de vecinos, etc., suponiendo que ellos, a su vez, no tuvieran algún asuntito. Bueno, al menos fue después de la temporada de fútbol. Y yo hubiera hecho lo mismo por él.
¿Pero cuál era la recompensa de Ray? En otros tiempos compartía con él los mínimos detalles de mis triunfos amorosos. Ahora no sólo se le negaban esos inalienables derechos de compañeros de cuarto, sino que tampoco admití nunca que Jenny y yo fuéramos amantes. Sólo le hacía saber cuándo necesitábamos la habitación, y nada más. Stratton podía sacar las conclusiones que quisiera.
—Quiero decir… ¡Cristo! Barrett: ¿lo haces o no?
—Raymond, como amigo te pido que no hagas preguntas.
—¡Pero Cristo, Barrett! ¡Las tardes, los viernes a la noche, los sábados a la noche! ¡Cristo, debéis hacerlo!
—Si estás seguro ¿por qué preguntas tanto?
—Porque no me parece saludable.
—¿Qué cosa?
—Toda la situación, Ol. Quiero decir que antes nunca fue así. Quiero decir… ese total congelamiento de detalles dedicados al gran Ray. Quiero decir… la situación no tiene garantías. Insalubre. Cristo: ¿qué hace ella que es tan diferente?
—Mira, Ray, es un maduro asunto de amor.
—¿Amor?
—¡No la pronuncies como si fuera una palabrota!
—¿Amor? ¿A tu edad? Cristo, lo siento mucho, viejo.
—¿Por qué? ¿Te preocupa mi salud?
—Tu soltería. Tu libertad. ¡Tu vida!
Pobre Ray. Realmente sentía todo eso.
—Miedo de perder tu compañero de cuarto, ¿eh?
—Mierda. En cierto sentido he ganado un compañero más. Ella pasa mucho tiempo aquí.
Yo me estaba vistiendo para un concierto, de modo que el diálogo terminaría pronto.
—No te calientes, Raymond. Todo se va a cumplir: tendremos ese apartamento en Nueva York. Chicas distintas todas las noches. Haremos cualquier cosa.
—No me vengas con eso, Barrett. Esta chica te cazó.
—Todo está bajo control —contesté—. Quédate tranquilo. —Me estaba ajustando la corbata y ya enfilaba hacia la puerta. Stratton no estaba del todo convencido.
—Escucha, Ollie…
—¿Sí?
—Pero lo hacéis, ¿no?
—¡Por Dios, Stratton!
Yo no llevaba a Jenny a ese concierto, iba a verla actuar en él. La Bach Society ejecutaba el Quinto Concierto Brandemburgués en la Dunster House, y Jenny era solista de clavecín. Yo la había escuchado tocar muchas veces, por supuesto, pero nunca con un grupo o en público. ¡Cristo, qué orgulloso estaba! No cometió ningún error que yo pudiera notar.
—Me cuesta creer lo bien que estuviste —le dije después del concierto.
—Eso demuestra lo que sabes de música, Preppie.
—Sé lo bastante.
Estábamos en el patio de Dunster. Una de esas tardes de abril en que uno cree que la primavera se decidirá a llegar, finalmente, a Cambridge. Sus colegas músicos estaban paseando por allí cerca (incluido Martin Davidson, que arrojaba invisibles bombas de odio en mi dirección), de modo que no pude demostrarle a Jenny mis conocimientos del teclado.
Cruzamos el Memorial Drive para caminar a lo largo del río.
—Anímate, Barrett, por favor. Toqué bien, no genialmente. Ni siquiera al estilo All-Ivy. Sólo okay. ¿Okay?
—Okay. Tocaste okay. Sólo quise decir que tienes que perseverar.
—¿Y quién dijo que no pienso perseverar, por amor de Dios? Voy a estudiar con Nadia Boulanger ¿no?
¿De qué carajo estaba hablando? Por la forma en que calló inmediatamente, presentí que era algo que no había tenido intenciones de mencionar.
—¿Quién? —pregunté.
—Nadia Boulanger. Una famosa profesora de música. En París. —Pronunció las últimas palabras con bastante rapidez.
—¿En París? —pregunté con bastante lentitud.
—Tomó unos pocos alumnos americanos. Yo tuve suerte. Y también una buena beca.
—Jennifer, ¿te vas a París?
—Nunca vi Europa. Me cuesta esperar.
La agarré por los hombros. Probablemente estuve muy brusco, no sé.
—¿Cuánto hace que lo tienes decidido?
Por una vez en su vida, Jenny no pudo mirarme derechamente a los ojos.
Ollie, no seas estúpido —dijo—. Es inevitable.
—¿Qué es inevitable?
—Que nos graduemos y cada uno siga su camino. Tú a la Escuela de Derecho y…
—Espera un minuto. ¿De qué estás hablando?
Ahora sí me miró a los ojos. Y su cara estaba triste.
—Ollie, eres un preppie millonario y yo soy, socialmente, un cero a la izquierda.
Yo la sostenía aún por los hombros.
—¿Y eso qué mierda tiene que ver con lo de cada uno por su camino? Estamos juntos ahora, somos felices.
—Ollie, no seas estúpido —repitió—. Harvard es como la bolsa de Navidad de Santa Claus: puedes mezclar cualquier clase de juguetes locos en ella. Pero después la fiesta termina, te sacuden y… —Ella vacilaba—… y no te queda más remedio que volver al lugar que te corresponde.
—¿Quieres decir que vas a volver a hacer galletitas en Cranston, Rhode Island?
Estaba diciéndole cosas desesperadas.
—Masas —dijo ella—. Y no te rías de mi padre.
—Entonces no me dejes, Jenny. Por favor.
—¿Y qué hago con mi beca? ¿Y con París, al que no he visto en mi perra vida?
—¿Y nuestra boda?
Fui yo quien pronunció esas palabras, aunque por algunos segundos no estuve muy seguro de haberlo hecho.
—¿Quién dijo algo de boda?
—Yo. Lo estoy diciendo ahora.
—¿Quieres casarte conmigo?
—Sí.
Ella inclinó la cabeza, no sonrió, pero preguntó simplemente:
—¿Por qué?
La miré fijamente en las pupilas.
—Porque sí —dije.
—Oh —dijo ella—. Ésa es una muy buena razón.
Se agarró de mi brazo (no de mi manga esta vez), y seguimos caminando a lo largo del río. No había nada más que decir, realmente.