5

Me gustaría decir una palabra acerca de nuestras relaciones físicas.

Por un tiempo extrañamente largo no hubo ninguna. Es decir, no hubo nada más importante que esos besos ya mencionados (los recuerdo a todos y a cada uno todavía, detalladamente). En lo que a mí respecta, no era el procedimiento standard, siendo más bien impulsivo, impaciente y rápido para la acción. Si se le hubiera dicho a alguna de la docena de chicas de Tower Court, Wellesley, que por tres semanas Oliver Barrett IV había estado diariamente con una dama, sin acostarse con ella, seguro se hubiera reído y cuestionado seriamente la feminidad de la chica en cuestión.

Pero por supuesto, los hechos actuales eran diferentes.

Yo no sabía qué hacer.

No interpreten mal ni tomen esto demasiado literalmente. Conocía todos los movimientos. Sólo que no podía lidiar con mis propios sentimientos acerca de qué hacer con ellos. Jenny era demasiado viva, y me daba miedo que se riera de lo que yo tradicionalmente había considerado el romántico (y entrador) estilo de Oliver Barrett IV. Temía ser rechazado, sí. Temía también ser aceptado por motivos erróneos. Lo que me cuesta, decir es que sentía hacia Jenny algo distinto, y no sabía cómo expresarlo ni a quién preguntar nada («Me hubieras preguntado a mí», dijo ella después). Sólo sabía que sentía de ese modo. Por ella. Por toda ella.

—Te vas a arrepentir, Oliver.

Estábamos sentados en mi cuarto un domingo por la tarde, leyendo.

—Oliver, te vas a arrepentir si te vas a pasar el tiempo mirándome estudiar.

—No te estoy mirando estudiar. Estoy estudiando.

—Mentiroso. Me estás mirando las piernas.

—Sólo de vez en cuando. Una vez por capítulo.

—Los capítulos de ese libro deben ser muy cortos.

—Escucha, monstruo narcisista: ¡No eres algo tan pero tan grandioso!

—Lo sé. ¿Pero qué puedo hacer si tú piensas que lo soy?

Tiré mi libro y crucé la habitación hasta donde ella estaba sentada.

—Jenny, por el amor de Dios, ¿cómo voy a leer a John Stuart Mill si a cada segundo me muero de ganas de hacer el amor?

Ella arrugó la frente y se enfurruñó.

—¡Oliver, por favor!

Me estaba inclinando hacia su silla. Ella bajó los ojos hacia su libro.

—Jenny…

Cerró el libro suavemente, lo puso abajo y colocó sus manos a los lados de mi cuello.

—Oliver… Por favor.

Todo sucedió enseguida. Todo.

Nuestro primer encuentro físico fue el polo opuesto de nuestro primer encuentro verbal. Todo tan poco precipitado, tan suave, tan dulce. Nunca me había dado cuenta de que ésta era la verdadera Jenny —la suavísima—, cuyo contacto era tan leve y tan tierno. Y aún algo más sorprendente: mi propia respuesta. Yo fui cariñoso. Yo fui tierno. ¿Era éste el verdadero Oliver Barrett IV? Como ya dije, nunca había visto a Jenny con algo más que un botón de su suéter desprendido de más. De alguna manera me sorprendió descubrir que usaba una pequeña cruz dorada. Era una de esas cadenas que nunca se abren. Quiero decir que, cuando hicimos el amor, ella usaba esa cruz. En un momento de descanso de esa tarde deliciosa, en uno de esos momentos en que todo y nada es importante, toqué la crucecita y le pregunté qué tendría que decir su cura acerca de que estábamos juntos en la cama y todo eso. Ella contestó que no tenía cura.

—¿No eres una buena chica católica? —pregunté.

—Bueno, soy una chica —dijo—. Y soy buena.

Me miró esperando un asentimiento y yo sonreí. Ella sonrió a su vez.

—Son dos cosas de las tres.

Entonces le pregunté el porqué de esa cruz.

Y soldada, nada menos. Me explicó que había sido de su madre, la usaba por razones sentimentales, no religiosas. La conversación se volvió otra vez hacia nosotros mismos.

—Oliver, ¿te dije que te quiero? —preguntó.

—No, Jen.

—¿Por qué no me lo preguntaste?

—Tenía miedo, sinceramente.

—Pregúntamelo ahora.

—¿Me quieres, Jenny?

Me miró y al responder no fue nada evasiva.

—¿Qué te parece?

—Me parece que sí. Espero. Puede ser.

La besé en el cuello.

—¿Oliver?

—¿Sí?

—En realidad no es que te quiera…

—¡Oh, Cristo! ¿Qué era esto?

—Te adoro, Oliver.