4

—Jenny está en el teléfono de abajo.

Esta información me fue proporcionada por la telefonista, aunque yo no me había identificado ni anunciado mi propósito de aparecer en Briggs Hall, ese lunes por la tarde. Rápidamente deduje que aquello significaba varios puntos a mi favor. Era obvio: la Cliffie que me recibió leía el Crimson y me conocía. Okay, eso pasaba muy a menudo. Más importante era el hecho de que Jenny, por lo visto, había mencionado que salíamos juntos.

—Gracias —dije—. Esperaré aquí.

—Lástima lo de Cornell. El Crimson dice que cuatro tipos te la dieron.

—Sí. Y me suspendieron a mí. Cinco minutos.

—Sáa.

La diferencia entre un amigo y un hincha del equipo en que uno juega, es que con los últimos la conversación se acaba enseguida.

—¿Jenny está aún en el teléfono?

Ella comprobó el conmutador y replicó:

—Sí.

¿Con quien hablaría tanto Jenny? ¿Quién que valiera tanto la pena como para hacer perder algunos momentos de una cita conmigo? ¿Algún músico tragón? Yo sabía muy bien que Martin Davidson, uno de los del curso superior de Adams House, conductor de la orquesta de la Bach Society, consideraba que tenía ciertos privilegios en la atención de Jenny. Nada físico: no creo que el tipo pudiera mover nada más que su batuta. De todos modos, pondría fin a esa usurpación de mi tiempo.

—¿Dónde está la cabina telefónica?

—Dando la vuelta a la esquina —señaló ella en la dirección exacta.

Marché lentamente hacia la sala de estar. Desde lejos pude ver a Jenny en la cabina. Había dejado la puerta abierta. Caminé suavemente, como por casualidad, esperando que ella me viera, que viera mis vendas, mis lesiones, y se sintiera obligada a colgar el teléfono y correr hacia mis brazos. Al aproximarse pude oír fragmentos de conversación.

—Sáa. ¡Por supuesto! Absolutamente. Oh, yo también, Phil. Yo también te quiero, Phil.

Me paré en seco. ¿Con quién estaba hablando? No con Dávidson, que no se llamaba Phil por ninguna parte. Hacía tiempo había buscado su nombre en el Registro de Clases: Martin Eugene Dávidson, 70 Riverside Drive, Nueva York, Escuela Superior en Música y Arte. Su foto sugería sensibilidad, inteligencia, y unos quince kilos menos que yo. ¿Pero por qué me molestaba Dávidson? Evidentemente ambos, él y yo, éramos dejados de lado por Jenny Cavilleri que en ese momento estaba (¡qué chocante!) mandando besos por teléfono.

Había estado fuera sólo cuarenta y ocho horas, y eso bastaba para que algún hijo de puta llamado Phil se zambullera en la cama con Jenny (¡tenía que ser eso!).

—Sí, Phil, yo también te quiero. Adiós.

Mientras colgaba me vio, y casi sin ruborizarse sonrió y me tiró un beso. ¿Cómo podía ser tan hipócrita?

Me besó suavemente en la mejilla sana.

—Uy… Estás espantoso.

—Me lastimaron, Jen.

—¿El otro quedó peor?

—Mucho peor. Siempre logro que el otro quede peor.

Dije eso tan ominosamente como pude, algo así como implicando que podía cascar a cualquier presunto rival que se metiera con ella mientras yo estuviera fuera de su vista y, evidentemente, también fuera de sus pensamientos. Ella se agarró de mi manga y fuimos hacia la puerta.

—Buenas noches, Jenny —dijo la chica del teléfono.

—Buenas, Sara Jane —devolvió Jenny.

Cuando estuvimos afuera, antes de subir a mi MG, me oxigené los pulmones con una bocanada de aire del atardecer y largué la pregunta tan casualmente como pude.

—Oye, Jenny.

—¿Eh?

—Mmmm… ¿quién es Phil?

Ella contestó inmediatamente, mientras subía al coche:

—Mi padre.

Yo no estaba como para creer una historia semejante.

—¿A tu padre lo llamas Phil?

—Ese es su nombre. ¿Cómo llamas al tuyo?

Una vez Jenny me había contado que había sido criada por su padre, una especie de panadero de Cranston, Rhode Island. Cuando ella era muy chica su madre se mató en un accidente automovilístico. Me decía todo eso para explicarme por qué no tenía licencia de conductor. Su padre, en cualquier otra cosa «un tipo formidable» (sus propias palabras), era increíblemente supersticioso en cuanto a dejar que su única hija condujera. Esto fue una verdadera tragedia durante los últimos años de la Escuela Superior, cuando ella estudiaba piano con un tipo en Providence. Pero entonces, durante los largos viajes en ómnibus, empezó a leer todo Proust.

—¿Cómo llamas al tuyo? —preguntó otra vez.

Estaba tan distraído que no oí su pregunta.

—¿Mi qué?

—¿Qué término empleas cuando te refieres a tu progenitor?

Le contesté con el término que siempre hubiera deseado emplear.

—Jodeputa.

—¿En su cara? —preguntó ella.

—Nunca le vi la cara.

—¿Usa una máscara?

—En cierto modo, sí. De piedra. Toda de piedra.

—Sigue. Él debe estar orgulloso como el diablo. Eres el mejor atleta de Harvard.

La miré. Supongo que ella no sabía todo, al fin de cuentas.

—También él lo fue, Jen.

—¿Más grande que el wing de All-Ivy?

Me gustó la manera en que ella disfrutaba de mis credenciales deportivas. Lástima que me tuviera que tirar a matar yo mismo para reconocer los méritos de mi padre.

—Participó en las carreras individuales de remo en las Olimpíadas de 1928.

—Dios —dijo ella—. ¿Ganó?

—No —respondí. Y espero que ella pudiera darse cuenta de que el hecho de que mi padre resultara sexto en las finales, actualmente me hacía sentir un poco más cómodo.

Hubo un pequeño silencio. Ahora quizá Jenny podía entender que ser Oliver Barrett IV no significaba sólo vivir con ese gris edificio de piedra en el campus de Harvard. Incluye también una especie de intimidación muscular. Quiero decir: la imagen de una proeza atlética cayendo sobre usted. Bah, sobre mí.

—¿Pero qué hace él para calificarlo como un jodeputa?

—Me la hace.

—¿Cómo?

Me la hace —repetí.

Sus ojos se abrieron como platillos.

—¿Quieres decir algo como incesto? —preguntó.

—No me vengas con tus líos familiares, Jen. Bastante tengo con los míos.

—No entiendo, Oliver —dijo Jenny—. ¿Qué es lo que te hace?

—Me hace hacer las cosas correctas —dije.

—¿Y qué hay de incorrecto en las «cosas correctas»? —preguntó ella, fascinada con la aparente paradoja.

Entonces le conté cómo me repugnaba haber sido programado para la Tradición Barrett —cosa que ella pudo haber notado, viendo cómo me rebajaba el tener que mencionar la numeración al final de mi nombre—. Y no me gustaba tener que producir una equis cantidad de proezas por cada cifra de ese número.

—¡Oh, sí! —dijo Jenny en un claro sarcasmo—. ¡Ya noté cómo odias sacar las mejores notas y ser All-Ivy!

—¡Lo que odio es que él no esperaba menos! —Decir lo que siempre había sentido (pero nunca había dicho), me hizo sentir como la mismísima mierda. Pero ahora tenía que hacérselo entender todo a Jenny—. Y él está tan increíblemente seguro cuando rindo bien. Quiero decir: siempre me toma como una absoluta garantía.

—Pero es un hombre de negocios. ¿Acaso no dirige montones de bancos y esas cosas?

—¡Jesús, Jenny! ¿Se puede saber de qué lado estás?

—¿Es una guerra, acaso?

—Definitivamente —repliqué.

—Eso es ridículo, Oliver.

No parecía muy convencida. Y allí tuve la primera sospecha de una brecha cultural entre nosotros. Quiero decir que tres años y medio de Harvard-Radcliffe nos habían llevado a ser los engreídos intelectuales que esas instituciones tradicionalmente producen, pero cuando llegaba el caso de aceptar que mi padre estaba hecho de piedra, ella se adhería a alguna atávica noción ítalo-mediterránea: papá-ama-bambinos, y nada se podía argumentar contra eso.

Traté de citar un caso que venía como anillo al dedo: esa ridícula no-conversación después del partido con Cornell. Eso le causó una profunda impresión, pero en el sentido equivocado.

—¿Hizo todo el camino hasta Ithaca para ver un triste partido de hockey?

Estaba aún obsesionada por el hecho de que mi padre había viajado tanto a causa de un tan (relativamente) trivial acontecimiento deportivo.

—Mira, Jenny, ¿qué tal si lo olvidamos?

—Gracias a Dios, estás emperrado en lo que respecta a tu padre —contestó ella—. Eso quiere decir que no eres perfecto.

—Oh… ¿Piensas que tú sí lo eres?

—Mierda, no, Preppie. Si lo fuera ¿estaría saliendo contigo?

De vuelta a lo mismo, como siempre.