Nada. No podían hacer absolutamente nada. Fredda Leving recorría su laboratorio de un extremo a otro, mientras Jomaine la observaba sentado ante su mesa y Gubber, desconsolado, lo hacía desde un taburete junto a una de las mesas de trabajo. Ninguna información, ni una sola noticia, ni una pista. Sí, encontrar a Calibán era absolutamente necesario. Pero también era absolutamente imposible. La ciudad estaba llena de rumores y supuestas noticias auténticas, pero ninguno servía de nada.
Incluso Alvar Kresh y Tonya Welton parecían haber desaparecido de la faz del planeta. Fredda había intentado repetidas veces contactar con ambos, en vano. ¿Dónde estaban? Buscando a Calibán en aquella maldita tormenta, o perdidos en alguna parte. ¿Estaban trabajando juntos, o simplemente fuera de su alcance al mismo tiempo?
Tonya Welton. Fredda miró de nuevo a Gubber y sacudió la cabeza, sorprendida. Esa noticia sí que la había dejado absolutamente atónita. Era un poco amargo advertir que casi era la única persona en todo el planeta que la desconocía.
Aunque, en justicia, no podía reprochar nada a Gubber. Si se hubiera enterado antes, se habría puesto furiosa y habría desconfiado de él. Ahora, durante esta tormentosa noche en vela, mientras tronaba en el amanecer sin luces, quién se acostaba con quién carecía de importancia. Bueno, tal vez fuera exagerado decir tanto. Los cielos podían estremecerse, pero eso no impediría que la gente se sintiera fascinada por la noticia de un tórrido romance. Y en cuanto a ella, por lo menos, seguía sin comprenderlo, pero ya no tenía importancia.
Había ahora otras preocupaciones y asuntos que tratar.
Calibán. Para otra gente, sin duda significaba otras cosas, pero para Fredda representaba algo muy simple: el primero de su especie. Y, posiblemente, el último. Si era considerado un fracaso, o un peligro, si era considerado la causa de todo aquel caos y de tanto alboroto en vez de su víctima, entonces nadie se atrevería a volver a construir un robot libre. Todos los de su especie, hasta el fin de los tiempos, no serían otra cosa que esclavos cuyas mentes quedarían constreñidas y cegadas por las Tres Leyes. Como mucho, una pequeña parte de ellos podrían existir bajo las restricciones algo menos estrictas de las Nuevas Leyes, pero incluso estas eran cadenas para la mente.
Calibán. ¿Dónde demonios estaba? Podía encontrarse en cualquier parte de la ciudad, o bajo ella, o fuera. Por supuesto, si era sensato, se ocultaría en las entrañas de la ciudad y se quedaría allí. Esperaría a que la tormenta se dirigiera al mar, pues este tipo de fenómenos no duraban más de unas cuantas horas. Si era necesario, Calibán podría permanecer bajo tierra durante años.
Si no fuera por su generador, claro. ¿En qué pensaba Fredda cuando le puso un generador de laboratorio de baja capacidad? Si le hubiera colocado una unidad estándar, habría podido esconderse durante años, décadas, sin tener que recurrir a nada ni a nadie. Pero le había dado un generador limitado. No se lo había dicho a nadie, pero el consumo de energía de Calibán había resultado ser un poco más elevado de lo esperado. Fredda calculaba que, en aquel mismo momento, suponiendo un consumo medio, no le quedaban más de unas cuantas horas de energía.
Los ululantes vientos empezaron a remitir por fin, y las lluvias menguaron un poco. Los destrozados restos del coche aéreo se habían esparcido por la mitad de la falda de la colina tras el impacto, y la tormenta los había dispersado por la otra mitad.
Calibán salió lentamente de detrás de la roca que le había procurado refugio durante lo peor de la tormenta. Tropezó una vez, dos veces, mientras bajaba la pendiente fangosa. Su visión binocular había desaparecido, y tenía el ojo izquierdo roto, colgando inútil de su cuenca. Algo en el interior de su brazo derecho se había doblado con el golpe, y sólo podía moverlo con dificultad, acompañado de un alarmante sonido chirriante. Su coraza, antes de un brillante rojo inmaculado, estaba cubierta de manchas de lodo. Su pecho estaba lleno de mellas y hendiduras.
Nada de eso importaba, puesto que había sobrevivido. ¿O no era así? ¿Caminaba todavía, pero tan condenado como si ya hubiera muerto?
Su sistema de diagnóstico le enviaba varias advertencias, no sólo sobre los daños causados por la tormenta, sino sobre su suministro de energía. A menos que hiciera algo al respecto y muy pronto, se quedaría sin energía y se detendría en el acto. Sobreviviría, y podría ser revivido si recibía una nueva carga, pero mientras tanto sería una fácil presa, inerte e indefensa.
Calibán se sentía casi abrumado por la frustración. Nada había salido bien. Su intento de escapar de la ciudad había resultado un completo fracaso. No había conseguido nada, excepto herirse y perderse en un paisaje yermo del que no conocía ningún dato. No tenía mapas internos de este lugar. Aún peor, había visto los dos coches aéreos siguiéndolo la noche anterior. Sabía perfectamente bien que sus perseguidores volverían pronto.
Y ahora ni siquiera podía concentrarse en eludirlos. Tenía que encontrar una fuente de energía y recargarse, o moriría en el desierto. ¿Qué camino tomar? Se volvió hacia las torres de Hades, envueltas en nubes de lluvia cerca del horizonte. No podía regresar a la ciudad. Le estarían esperando. Esa era su única certeza. No conocía absolutamente nada de las tierras del exterior. Pero el hecho de que la ciudad tuviera salidas que apuntaran al norte, indicaba que, al menos antiguamente, existieron emplazamientos al norte de Hades más allá de las colinas. Tenía que quedar algo todavía. Un lugar con unos cuantos convertidores de energía aún en funcionamiento. Cualquier cosa.
Y no tenía otra opción que intentar encontrarlo. Se volvió y empezó a caminar, torpemente, envarado. Subió la colina rocosa, cubierto por la lluvia, y se dirigió hacia el norte.
—La tormenta ha cesado, señor. El informe meteorológico para los próximos tres días es favorable.
Alvar Kresh salió de su ensueño y parpadeó, confundido. Estaba sentado en su salón. Tonya Welton, vestida con un mono que Donald había encontrado en alguna parte, roncaba suavemente en el sofá. Su robot, Ariel, permanecía silenciosa e inmóvil en su nicho cerca de su ama. Era extraño ver a un colono con un robot en constante asistencia. Kresh había nacido y se había educado con la presencia continua de los robots, pero a Welton debía resultarle chocante algunas veces. Debió costarle trabajo acostumbrarse a los omnipresentes seres.
Bien, tanto mejor para ella. Kresh había pasado la noche en vela. Sin duda había dado alguna cabezada durante unos minutos, pero ahora no podía recordar más que haber estado mirando la pared sobre el sofá donde dormía Welton. Había estado mirando la pared y pensando. Había tenido poco tiempo para hacerlo en los últimos días, y tal vez la tormenta era una bendición disfrazada si le impedía actuar precipitadamente.
Reflexionar sobre las pistas tenía muchísimo valor, pues así sopesaba las ideas en una dirección u otra. Pero nunca tenía tiempo para hacerlo. Qué extraño. La idea de la sociedad espacial era usar a los robots para permitir que la gente tuviera tiempo suficiente para pensar. Y sin embargo, nadie parecía tener tiempo para hacerlo.
Donald le ofreció una taza de café. Kresh la cogió. Tomó un sorbo lento y cuidadoso. Sí, sí, pensó mientras la cafeína empezaba a hacerle efecto. Examinar las cosas como lo había hecho la noche anterior, en las horas que precedían el amanecer, cuando todo parecía detenido, tenía mucho valor. El propio cansancio podía ser un acicate para nuevas ideas, la vaga frontera entre el sueño y la vigilia a veces permitía reflexiones que no podían ofrecer ni el sueño ni la vigilia. Aquellos pensamientos soñados podían plantear nuevas y mejores teorías.
Y podía sentir que la respuesta se acercaba. Estaba allí, en el fondo de su mente, luchando por salir.
Pero ahora mismo no tenía tiempo para respuestas que no tuviera delante. Era el momento de pasar personalmente a la acción. Iba a acabar con aquel asunto en persona.
—Donald, ordena a todas las divisiones que vuelvan a las operaciones normales. Cancela todas las operaciones relacionadas con Calibán… excepto el control del perímetro de la ciudad. —No tenía sentido correr el riesgo de que el robot volviera a la ciudad—. La señora Welton y yo nos encargaremos personalmente de la fase final de la búsqueda.
Tomó otro sorbo de café y casi se quemó la lengua. Soltó la taza, se levantó, y se acercó a Tonya. La sacudió por el hombro.
—Despierte —dijo—. Nos vamos de caza.
Allí. Calibán pudo verlo, valle abajo, a unos dos kilómetros de distancia. Un grupito de edificios, de aspecto ajado, brillando al sol que emergía tras los restos de la tormenta. No sabía si allí habría energía, o cómo conseguirla, pero esas preguntas pronto serían inútiles si no actuaba pronto. Su única esperanza era que el propietario no supiera quién era. En aquel lugar remoto, al menos existía esa posibilidad. Si no parecía ser más que un robot normal con dificultades, tal vez conseguiría que le permitieran recargarse. No tenía otra opción. La ascensión por la colina había hecho mella en sus reservas. No había otras estructuras a la vista. Esos edificios representaban su última esperanza. Empezó a descender, eligiendo con cuidado su camino entre las rocas sueltas y los matorrales. No era difícil. Pero si las cosas salían tan mal como de costumbre, entonces sería el último esfuerzo que haría.
No obstante, estaba decidido a hacerlo bien.
Abell Harcourt se asomó a la ventana situada sobre su banco de trabajo y vio algo inusitado. Un robot dañado bajaba tambaleándose las colinas. Esto sí que era el colmo. Se había marchado de la ciudad precisamente para evitar a los robots. Abell había descubierto hacía tiempo que no podía tallar nada a gusto con la casa llena de sirvientes perfectos atendiéndolo. Los robots y la maldita sociedad de supuestos colegas escultores que no sabían qué extremo de la maza sujetar. Escultores que «dirigían» el trabajo de robots artesanos para crear obras sin alma, perfectamente sustituibles. Malditos robots. Un hombre podía volverse adicto a ellos, más que a cualquier droga.
Pero este era diferente, estaba claro. No había cruzado las montañas con un ojo colgando de su cuenca para ordenar el taller de Abell y trastocarlo todo. Abell soltó sus herramientas y salió. Caminó un centenar de metros y entonces esperó a que el robot lo alcanzara.
Era un hombre bajo y delgado, de piel oscura y completamente calvo. Y no le gustaban mucho las interrupciones.
—Muy bien —dijo, en cuanto el robot pudo oírle—. Ahora que me has apartado de mis esculturas, ¿qué demonios quieres?
—Le pido humildemente ayuda, señor. Mi coche aéreo se estrelló en las colinas durante la tormenta. Ando escaso de energía, y mis sistemas se desconectarán si no recibo pronto una carga.
—¿Crees que tengo generadores atómicos tirados por cualquier rincón o algo así?
—No, señor. No fui construido con fuente de energía atómica. Tengo una célula recargable, y está casi consumida.
Harcourt miró ferozmente al robot. Todo aquello era extraño, muy extraño. ¿Quién demonios querría construir un robot con una fuente de energía que se consumiera cada pocos días? ¿Y qué hacía un robot pilotando un coche aéreo en una tormenta como esa?
—¿No había gente en ese coche tuyo?
—No, señor, estaba solo.
—Mmm. —Harcourt miró receloso al robot durante largo rato—. Bueno, supongo que darte una carga no hará ningún daño. Pero no podré hacer nada con respecto a tu ojo.
—Es usted muy amable, señor.
—Podemos usar la unidad de energía del cobertizo. Vamos.
Abell Harcourt dio la espalda al extraño robot y abrió el camino. Pero entonces recordó. Espera un segundo. Un robot rojo, volando solo, sin humanos… de repente el corazón le redobló en el pecho. Era el robot asesino, el loco que había aparecido en todos los noticiarios de la noche anterior. Caliborn, o algo así. No, Calibán, eso era.
Calibán el asesino, lo llamaban los noticiarios. Abell Harcourt sintió que de pronto le picaba la espalda.
Espera un momento. ¿Un robot asesino? No tenía sentido. Además, este Calibán parecía muy amable. «De haber querido, me habría podido arrancar la cabeza una docena de veces».
Abell Harcourt se enorgullecía de pensar por sí mismo, y había algo en aquello que no encajaba. Los noticiarios estaban llenos de historias y rumores descabellados, pero ninguno decía que el robot descarriado fuera amable.
Condujo al robot al cobertizo, un pequeño edificio que usaba para guardar sus viejas tallas, sus herramientas de jardinería y todo tipo de instrumentos.
—¿Dónde está tu enchufe? —preguntó mientras encendía la luz.
—Aquí, señor. —Una puerta se abrió en el costado izquierdo del robot, donde habrían estado sus costillas si hubiera sido humano.
—Mmm. Muy bien, ven aquí y siéntate… siéntate aquí. —Abell dio la vuelta a una caja—. Aquí. Creo que podremos conseguir que el cable llegue sin problemas.
Harcourt advirtió que sus manos temblaban mientras rebuscaba entre la chatarra acumulada. ¿Tan asustado estaba? No tenía miedo, maldición. Eso era una tontería. Pensó en echar a correr hacia la casa, coger su viejo rifle de caza y abrir un agujero en el extraño robot. No. Eso era lo que harían aquellos malditos borregos de Hades. Harcourt se había pasado toda la vida decidido a no pensar como todo el mundo quería que lo hiciera. No estaba dispuesto a ceder ahora. ¡Ya estaba! Hizo a un lado un par de fallidos desnudos tallados en madera.
—Aquí lo tenemos —dijo, intentando mantener un tono casual en la voz mientras jugueteaba con el cable. Las manos todavía le temblaban un poco.
El gran robot examinó el enchufe del cable y lo conectó en su terminal de carga.
—Muchas gracias, señor. Mi estado energético alcanzaba proporciones críticas.
—¿Cuánto tiempo tardarás en absorber una carga completa?
—Creo que algo menos de una hora, señor, si me permite que utilice tanta energía.
—Sí, sí, por supuesto —dijo Harcourt, mientras su mente giraba y su corazón latía con fuerza.
—Agradezco su amabilidad, señor. No he conocido demasiada en mi experiencia.
—Eres Calibán, ¿verdad? —estalló Harcourt, y al instante lo lamentó. Era una locura preguntarlo.
El robot lo observó. Su único ojo en funcionamiento lo miró con atención, mientras el otro colgaba de su cuenca, oscuro e inútil.
—Sí, señor. Temía que lo supiera.
—Soy yo quien tendría que tenerte miedo.
—¿Señor? No tengo motivos para lastimarle. Me ha ayudado.
—¡En las noticias dicen que has atacado a todo tipo de personas!
—No, señor. Sería más justo decir que todo tipo de personas me han atacado a mí. Dejé la ciudad con la esperanza de estar solo. Nada más.
Calibán lo miró con cuidado, ladeando la cabeza pensativamente.
—Me tiene miedo.
—Un poco. Tal vez no tanto como debería. Pero demonios, soy un viejo, y lo peor que podrías hacer es matarme. He vivido demasiado de todas formas —admitió Harcourt.
—Y sin embargo me está ayudando. Todo lo que tenía que hacer era negarme la posibilidad de recargarme, y me habría desplomado en unos cuantos minutos. No comprendo.
Abell Harcourt se encogió de hombros.
—Parecías demasiado cortés para ser un asesino, supongo. Y me gusta la idea de que causaras problemas a todos esos políticos de la ciudad. Pero me parece que tienes problemas. ¿Qué vas a hacer ahora?
—No lo sé. Mi conocimiento del mundo es limitado en muchos aspectos. Deseo escapar, sobrevivir. Tal vez podría usted aconsejarme.
Abell encontró un cubo y lo puso boca abajo, cuidando de que Calibán lo viera, sin hacer nada que pudiera parecer amenazante o peligroso. Estaba dispuesto a aceptar la posibilidad de que aquel robot fuera tan cuerdo como parecía, pero no tenía sentido tentar su suerte.
—No estoy seguro de poder hacerlo —admitió—. Déjame pensar un segundo.
¿Quién demonios estaría dispuesto a ayudar a Calibán, con todo el mundo decidido a cazarlo?
Pero espera un momento. Todo el mundo perseguía a un desclasado solitario. Fredda Leving había hablado de algo muy similar. Harcourt lo había buscado después. El mito de Frankenstein, o los mitos, más bien. Un conjunto muy complejo de versiones contradictorias del mismo relato asombroso. El monstruo incomprendido, lanzado a un mundo del que no tenía ningún conocimiento, temido y odiado por el crimen de ser distinto. Los aldeanos enloquecidos por el miedo asaltaron el castillo y lo mataron sin más motivo que el miedo ciego sin tener pruebas contra él más que los rumores y sus propios prejuicios.
¿Iba a repetirse aquella antigua historia? ¿No había avanzado ni un milímetro la sociedad humana ideal de los espaciales desde aquellos días de mito y temor? No. No si él podía evitarlo.
—No creo que puedas escapar tú solo —dijo Harcourt cuidadosamente—. Si te estrellaste en un coche aéreo, el sheriff te encontrará muy pronto. ¿Te perseguían ya entonces?
—Sí.
—Entonces puedes estar seguro de que te encontrarán pronto, te quedes aquí o no. Encontrarán el coche, tal vez sigan la pista que hayas dejado para llegar aquí, o tal vez vengan directamente porque este es el lugar más cercano. Si te marchas, te encontrarán en el valle. Si te llevas mi coche aéreo, te aseguro que estarán observando los cielos con todo tipo de sensores. Y aunque los eludas en el aire o en tierra, tu energía se consumirá de nuevo dentro de unos días. Sólo tendrán que vigilar los lugares a los que puedas acudir en busca de una carga, y te capturarán cuando aparezcas.
—¿Entonces qué puedo hacer? —preguntó Calibán—. ¿Adónde puedo ir? Estoy decidido a vivir. No aceptaré la muerte. —Abell Harcourt se echó a reír, un ladrido corto y triste.
—Pocos de nosotros lo hacemos, amigo mío. Muy pocos. Déjame pensar.
La habitación permaneció en silencio por un momento. Abell Harcourt se había visto enfrentado en ocasiones a la sociedad espacial, pero esto era diferente. Ayudar a sobrevivir a un robot Sin Ley era seguramente un crimen. Calibán era peligroso. Tan peligroso como un ser humano. ¿No había atacado a su creadora, Fredda Leving?
—¿Has dicho que nunca atacaste a nadie? —preguntó Abell.
—Me defendí sin causar daños deliberados cuando un grupo de colonos intentó matarme. Aparte de eso, no tengo ningún conocimiento de haber atacado a nadie.
—¿Ningún conocimiento? Eso implica que podrías haber atacado a alguien sin saberlo. ¿Cómo es posible?
—Lo primero que recuerdo es haberme encontrado de pie sobre una mujer inconsciente. Después he sabido que era Fredda Leving. Es posible, aunque improbable, que yo cometiera el ataque, fuera desactivado de algún modo, y luego fuera conectado con la memoria borrada.
—Me parece un poco difícil. Y si sucedió así, y tu memoria fue borrada por completo, podría presentarte a un rebaño entero de filósofos baratos que discutirían que tu presente entidad es un ser distinto a la que cometió el ataque.
—Sí, señor. Yo mismo he llegado a esa conclusión.
—¿De veras?
Los robots filósofos eran bastante raros. Harcourt pensó de nuevo en Fredda Leving y su mito de Frankenstein. Tal vez cuando Calibán era un secreto, ella quiso destruirlo para protegerse… pero siendo su existencia de dominio público, pretendía demostrar que Calibán no era un monstruo enloquecido. Si el robot era inocente de los cargos que se le imputaban, entonces la culpa de ella también quedaría reducida. Ella tenía todos los motivos para ayudarlo. Tal vez podría protegerlo de maneras en que no podía hacerlo Abell Harcourt.
¿O estaba suponiendo demasiado sobre la nobleza de Fredda Leving y ella simplemente entregaría a Calibán para salvar la piel? ¿Qué otra opción quedaba sino recurrir a ella? El tiempo se acababa. Tarde o temprano, habría hombres del sheriff por todo el valle.
—Tengo una idea —dijo Abell Harcourt—. Es muy arriesgada. Sin embargo, no veo otra salida.
—El riesgo es mejor que la muerte segura —dijo Calibán, con un extraño tono en la voz. Parecía cansado. Pero los robots no se cansaban hasta que se quedaban sin energía, y Calibán la estaba recargando.
A menos que fuera su espíritu lo que estuviera cansado. También eso sería algo notable en un robot.
Abell Harcourt se levantó, olvidado su miedo, decidido. Si era un robot loco, entonces el mundo necesitaba más locura. Fredda Leving. Llámala, pídele ayuda.
No había otra forma.
Despegaron tres minutos después de recibir la llamada de Abell Harcourt. La primera reacción de Fredda fue dirigirse a toda velocidad a las coordenadas que Abell le había dado. Pero Kresh no era ningún tonto, y eso significaba que la tendría vigilada. Fredda no tenía intención de guiar al sheriff hasta Calibán. Viró hacia el oeste, volando a ritmo tranquilo en el tráfico local. Miró a su espalda y vio a Gubber y a Jomaine en el asiento de pasajeros, los rostros sombríos y decididos.
¿Era uno de ellos el culpable? ¿Era uno de aquellos hombres el que había intentado matarla y sabotear su trabajo?
Era mejor no pensar en ello. Al oeste. Volaría hacia las afueras de la ciudad, al norte a baja altitud hasta cruzar las montañas… y luego se dirigiría a toda velocidad hacia la casa de Harcourt. Tenía que llegar antes que Kresh.
Y entonces sólo cabría rezar para que al menos mirara su orden firmada antes de disparar sobre Calibán.
Los lugares de los accidentes nunca tenían el aspecto que Kresh esperaba de ellos, y había visto suficientes como para saberlo. Siempre imaginaba que encontraría un claro impacto dentro de un pequeño cráter, y el coche aéreo un poco arrugado. Imaginaba al piloto (normalmente un borracho lo bastante idiota para pilotar de regreso a casa, pero lo bastante listo para burlar cualquier protección robótica), derrumbado sobre los controles, muerto pero ordenado, sin heridas, rápidamente identificable.
Por supuesto, la realidad era siempre horriblemente diferente. Hoy, por ejemplo. Lo supo en el momento en que Donald divisó el lugar del siniestro e hicieron una pasada. Tenía mal aspecto incluso desde el aire. En tierra, la realidad era aún más dura. Había trozos y piezas del coche aéreo por toda la colina, esparcidos en todas direcciones, reducidos a un millar de fragmentos quemados y doblados. Si un humano hubiera pilotado el aparato, no habría quedado nada reconocible, mucho menos una parte intacta y sin calcinar que permitiera identificar a un individuo.
Pero un robot había pilotado este coche, y los robots no ardían. Tenía que quedar algo. Tonya, Donald, y Ariel cubrían la colina, dando una segunda pasada, pues no habían encontrado ni rastro de él en la primera. Kresh empezaba a preguntarse si Calibán habría sobrevivido gracias a algún milagro.
—¡Sheriff Kresh! —llamó Tonya desde la zona este del accidente—. ¡Huellas! ¡He encontrado huellas!
Casi la había alcanzado cuando se detuvo en seco, maldiciendo decepcionado.
—Sí, huellas. Pero no de Calibán —dijo. Desde donde se hallaba, pudo ver lo que Tonya no veía. La fila de huellas volvía en línea recta hacia su origen… Ariel, que investigaba otro sector del terreno. El robot femenino alzó la cabeza, comprendió la situación, y los llamó.
—Discúlpeme, señora Welton. No pretendía causar ninguna confusión.
—¡Maldición! —gruñó Kresh—. ¡Nada en este caso conduce a la dirección adecuada! ¡Nada!
Y entonces se le ocurrió. Espera un minuto. ¡Espera medio maldito minuto!
Pero no era posible.
—¡Sheriff! —Otra llamada, esta vez de Donald. Bien. Confiaba más en las habilidades de Donald que en las de Tonya. Regresó corriendo a la zona norte del impacto, seguido de Tonya y Ariel.
Y esta vez no hubo ningún error. Una zona de tierra arenosa cubría las rocas peladas durante un largo trecho. Y en ella había una línea de pisadas que se perdían en una dirección que ninguno de ellos había emprendido todavía. Kresh pudo ver ramitas rotas y trocitos de roca posada pendiente abajo.
No había duda.
Y entonces oyeron un sonido en el cielo. Alzaron la mirada y lo vieron. Un coche aéreo volaba velozmente a baja altura, dispuesto para aterrizar en el valle de abajo.
—Eso es —dijo Kresh—. Apuesto lo que quieran a que es Fredda Leving, intentando localizarlo primero. Vamos. Tenemos que llegar allí antes de que se lo lleve.
A mitad de camino, Alvar Kresh se detuvo y reflexionó el medio minuto que había querido.
Y entonces lo comprendió todo.
Lo había resuelto.
Abell Harcourt oyó el sonido del aeroauto acercándose y se dirigió a la puerta del cobertizo. Miró al cielo. Dos de ellos. Un aparato civil, y uno de los coches celestes del Departamento del Sheriff.
Se volvió hacia Calibán.
—Será mejor que te desenchufes —dijo—. Tenemos compañía, demasiada.
Calibán sacó el enchufe de la toma de su costado y se levantó. Se acercó a la puerta y miró al cielo con su ojo sano. ¿Eran imaginaciones, o los hombros del robot se hundieron con un poco de decepción al ver el coche del sheriff y advertir lo que significaba?
—O bien ha avisado a Kresh, o el sheriff ha conseguido seguirla. ¿Los recibimos a todos en el salón, como gente civilizada? —preguntó Harcourt, la voz llena de amargura—. ¿O corremos hacia mi coche aéreo? Tal vez pudiéramos escapar.
—No, amigo Abell. No hay sitio adonde huir —dijo Calibán—. Salgamos a recibirlos fuera. Si pretenden matarme, no veo motivo para que destruyan también tu casa. Vamos a recibirlos fuera.
El sheriff Kresh pilotaba sin ser consciente de ello. No advertía nada más que lo que podía ver en tierra. Allí estaba. Calibán.
Por primera vez, Alvar Kresh clavó los ojos en el robot que había estado persiguiendo. De pie junto a un viejo de aspecto pintoresco, los dos esperaban tranquilamente la llegada de sus visitantes.
Lo tenía. Lo tenía. Y en un momento, ganaría por fin, vencería a un oponente del que ni siquiera había sido consciente hasta unos minutos antes. Era obvio cuando se hacían a un lado todas las suposiciones y se examinaba, de verdad, la evidencia.
Vio cómo el coche de Fredda Leving viraba y se posaba primero, pero el coche de Kresh aterrizó pocos segundos después. Leving llevaba una leve delantera. Muy bien. Los cogería muy pronto. Lo sabía. Ahora sólo tenía que demostrarlo. Pero sería mejor tener cuidado. No era momento de dejarse llevar por la ansiedad.
Posó suavemente el coche aéreo sobre el valle, soltó su cinturón de seguridad, y se volvió hacia Tonya y Ariel, que ocupaban el asiento trasero. Ariel no reveló ninguna emoción, naturalmente, pero Tonya Welton, reina de los colonos, estaba al borde de la histeria.
—Muy bien —dijo Kresh—. Ariel, Donald, señora Welton… voy a necesitar todo su cuidado. La situación sigue siendo peligrosa. Si alguien comete un error y hay heridos… bueno, eso no estaría bien. Quiero que todo el mundo viva cuando esto acabe, aunque no sea por ningún otro motivo que poder enterarnos de toda la historia. No quiero cabos sueltos. ¿De acuerdo?
—Sí —dijo Tonya Welton, la cara pálida, la expresión firme e ilegible. Kresh sabía que podía desmoronarse en cualquier momento.
—Bien. Vamos.
Tonya asintió y abrió la escotilla. Salió del coche, seguida por Ariel.
Pero ni Kresh ni Donald hicieron ningún esfuerzo por seguirlas. Era interesante que Donald supiera que Kresh quería que se quedara atrás. Pero el robot policía había estado por delante de él en todo momento, desde que llegó al escenario del crimen.
—Donald, mencionaste algo sobre una teoría que querías comprobar. Creo que comprendo lo que querías decir. Lo sabes, ¿verdad?
Donald no habló, pero miró al frente y contempló la forma del terreno. Kresh siguió su mirada. El hombre que vivía allí se mantenía junto a Calibán. Terach y Leving se hallaban al otro lado del robot, mirando con atención a su creación. Tonya Welton, con el rostro demacrado y nervioso, se encontraba junto a Leving, y Ariel estaba tras ella. Gubber Anshaw se encontraba junto a Welton, cogiéndole la mano, claramente orgulloso y aliviado ahora que podía expresar su afecto en público. Formaban un nervioso semicírculo frente al coche aéreo, esperando a Kresh. Pero Donald siguió sin hablar. Y Alvar Kresh advirtió que su corazón latía con tanta fuerza que parecía a punto de estallarle en el pecho. Donald podía sentirlo, naturalmente, con su sistema detector de mentiras. ¿Qué haría?
—Donald, te he hecho una pregunta. —Pero Donald continuó en silencio.
Kresh suspiró. Como siempre, era cuestión de sopesar los potenciales de las Leyes. Debilitada la prohibición de la Primera Ley para no causar ningún daño, se reforzaba el requerimiento de la Segunda Ley para obedecer las órdenes.
—Donald, mi ego no sufrirá ningún daño sea cual sea tu respuesta, te ordeno que respondas mi pregunta. Lo supusiste hace algún tiempo, ¿verdad?
—Sí, señor. Pero no estuve seguro de mis conclusiones hasta anoche.
—Para un futuro, Donald, te advierto que guardarte tus teorías y opiniones podría hacerme más daño a mí y a mi carrera que hablar y lastimar mi ego. Pero ya discutiremos sobre eso más tarde. Creo que ahora es el momento de probar tu teoría. ¿Puedo sugerir que te coloques entre Fredda Leving y Ariel?
—Estaba a punto de sugerir lo mismo, señor.
—Muy bien. Sigue mi indicación. Vamos.
Kresh abrió su puerta y bajó del coche mientras Donald lo hacía por el otro lado. El sheriff advirtió, algo ausente, que tenía las palmas de las manos empapadas de sudor. Cuidado. Cuidado. Se secó las manos en los pantalones. Ya casi habían terminado, pero sólo tendría una oportunidad. Tenía que hacerlo bien, y recordar que ella seguía siendo peligrosa. Las cosas todavía podían salir mal.
Rodeó el coche y caminó despacio hacia el semicírculo. Bien, Donald se había colocado justo detrás de Leving, con Ariel al otro lado.
Alvar Kresh se movió despacio, con cuidado, directo hacia ella. Sólo tendría una oportunidad. El tiempo parecía ralentizarse, los acontecimientos expandirse. Todo era más grande, más importante, con los detalles más nítidos.
Fredda Leving alzó la mano, la dirigió a un bolsillo de su túnica, empezó a sacar algo. Los dedos de Kresh se crisparon, pero se obligó a mantener las manos quietas. Todavía no. Despacio. Con cuidado.
Leving sacó un trozo de papel de su bolsillo y se lo tendió.
—Sheriff, tengo una orden. Me permite poseer un robot Sin Ley. Establece que Calibán es un bien legal y hace que su existencia esté conforme con todos…
Y de repente el tiempo se aceleró. Con el corazón desbocado y el cuerpo empapado de sudor, Alvar Kresh sacó su pistola; su cuerpo actuó casi antes de que su mente lo ordenara. Un paso en falso, una suposición equivocada, y ella estaría sobre él, lo mataría antes de que su corazón pudiera volver a latir.
Ahora. Ahora. Ahora. Alvar Kresh apuntó al corazón de Fredda Leving.
—Doctora Fredda Leving, la arresto como espía de los colonos y saboteadora —dijo, la voz firme y potente, sin que traicionara su miedo—. Falsificó su propio ataque, programó a Calibán para que causara destrozos en nuestro planeta, y luego lo dejó suelto en la ciudad. Todo era parte de un plan colono para sumergir en el caos la sociedad de Inferno.
Fredda Leving abrió la boca, aturdida. Avanzó un paso para protestar. Los otros humanos del semicírculo, no menos sorprendidos, retrocedieron. Quedó aislada, con un robot a cada lado, Ariel un poco más cerca que Donald. Perfecto.
—¡No se mueva, doctora Leving! Ni un solo músculo, o me veré obligado a disparar.
Fredda Leving, la cara aterrorizada, bajó un poco el papel. No fue nada, apenas un movimiento involuntario, pero fue la excusa que Alvar Kresh necesitaba.
Disparó.
Fredda Leving gritó.
Un brillante rugido de luz brotó de la pistola y la alcanzó en el pecho.