El gobernador Chanto Grieg firmó la orden y la tendió a Fredda Leving por encima de su mesa. Ella intentó cogerla demasiado ansiosamente, y eso molestó a Grieg. Había algo raro en ello. Grieg agarró de nuevo el papel y lo sujetó.
—No comprendo por qué solicita este trozo de papel, Fredda —dijo Grieg—. Sigo tentado a negárselo y correr el riesgo de que cumpla su amenaza de dimitir de Limbo.
—Por favor, gobernador, deme esa orden. Le aseguro que no estoy bromeando. Si no me la da, dimitiré. Me lavaré las manos en todo este asunto.
Pero Grieg siguió sujetándola.
—Se dará usted cuenta de que esta orden no es retroactiva. No la absuelve del crimen de construir un robot Sin Ley. Simplemente advierte que acepta la responsabilidad de un robot así a partir de hoy, y le da permiso para poseerlo. Todavía podrían acusarla de cargos muy graves. Si Kresh decide arrestarla, no podré hacer nada. Este pedazo de papel no hará nada para protegerla.
—No es a mí a quien quiero proteger —dijo Fredda—. No he hecho más que pensar en este asunto desde los disturbios. Al principio, quise ir y perseguirlo yo misma. No estaba segura de querer salvarlo o destruirlo. Pero cuanto más lo pensaba, más sabía que no me gustaba la idea de que lo capturaran y ejecutaran por el crimen de ser de la forma en que yo lo construí. Si muere, será porque yo cometí el crimen de crearlo. No debe ser castigado por mis crímenes, pero eso será lo que suceda sin este papel.
—En mi opinión, el grueso de la información sigue indicando que cometió el ataque contra usted. La situación es confusa, pero sigue pareciendo la explicación más razonable.
—Si se demuestra que eso es cierto, entonces que sea castigado por lo que hizo. Eso sería justicia. Destruirlo por lo que es sería salvajismo. Calibán es el primer robot sin mermas en su intelecto. Es el primero con el potencial para pensar como nosotros lo hacemos, excepto que quizá lo haga mejor. Es el primer robot creado para la libertad. Y por este crimen va a ser perseguido y destruido. Si la libertad de los otros nos amenaza tanto que tenemos que destruirlos, no merecemos esa libertad nosotros mismos… y no la conservaremos mucho tiempo.
El gobernador Chanto Grieg no habló, ni miró a Fredda Leving. En cambio, se volvió hacia la magnífica ciudad que decaía lentamente ante su ventana.
—Habla de un gran cambio, doctora Leving, y los cambios no son nunca fáciles —dijo—. A veces pienso que soy un doctor con un paciente muy enfermo, y la única medicina que tengo es el cambio. Si administro demasiada, o la doy en el momento inadecuado, matará al paciente. Pero si por el contrario no prescribo ningún cambio, el paciente morirá. Más de una vez me he preguntado si los espaciales acabaremos por decidir que el cambio es una píldora demasiado amarga. Tal vez decidamos que sería más fácil, más agradable, rechazar nuestra medicina y morir. ¿Qué piensa usted?
—Por el momento, señor, la orden es lo único que me interesa. ¿Puedo cogerla, por favor?
Grieg miró a Fredda, que tenía los ojos hundidos e inyectados en sangre, la cara pálida, un poco de pelo recién crecido asomando bajo su turbante. Era una mujer que había dejado de preocuparse por su aspecto, una mujer que había calibrado durante algún tiempo qué era lo más adecuado.
—Muy bien —dijo por fin—. Si nuestra sociedad es tan frágil, tan rígida que no puede sobrevivir a la existencia de un solo robot Sin Ley, dudo que haya muchas posibilidades de que el paciente siga vivo. —Chanto Grieg tendió el papel.
—Gracias, señor. Ahora, si me disculpa, he de marcharme. —Fredda saludó, se volvió y se marchó.
Chanto Grieg la observó marcharse, y se encontró a solas con la desagradable idea de que no estaba seguro de que Inferno pudiera sobrevivir a la presencia de un único robot libre.
En cuyo caso, naturalmente, no había ninguna esperanza.
No tenía sentido seguir observando. El aparato funcionaría o no. Podría pilotarlo o no. Calibán se sentó en el asiento del piloto en la cabina abierta del coche aéreo. Asió con fuerza los controles, acomodó sus pies sobre los pedales, y agarró lo que pensaba que era la palanca de despegue. El coche se alzó lentamente del suelo. Sí, bien. Funcionaba.
Le preocupaba más si el coche funcionaría que el hecho de haber interpretado bien los controles. Después de todo, parecía probable que el coche hubiera permanecido olvidado en la subterránea Claraboya Periférica Seis desde que quedó fuera de servicio en algún momento del siglo anterior. Trabajando con su fuente de luz infrarroja interna, Calibán llevó el decrépito aparato a unos razonables diez metros por encima del suelo de la cavernosa sala. Ejecutó una vuelta con la gracia y agilidad de uno de los ancianos ciudadanos que había visto recorrer la ciudad en su primer día en la calle.
Sí, acelerador, impulsor, controles direccionales… lo había adivinado todo adecuadamente. El manejo de aeroautos era otro tema sobre el que su banco de datos permanecía frustrantemente silencioso. Se había visto obligado a deducirlo todo por su cuenta, y era plenamente consciente de que había muchas cosas que no sabía sobre las reacciones del coche aéreo en todo lo que no fueran velocidades reducidas y aire tranquilo.
Pero, suponiendo que el coche aguantara, no tenía sentido seguir esperando. Era hora de partir. Calibán dirigió lentamente el coche hacia el amplio túnel de salida y lo condujo a diez kilómetros por hora, lentamente, guiándose por la iluminación proporcionada por su sistema infrarrojo, siguiendo la suave curva ascendente del túnel mientras se dirigía a la superficie. Las paredes desgastadas del túnel fueron quedando atrás, en silencio. Incluso después de sus exploraciones del mundo subterráneo, este amplio túnel, todo el complejo de las claraboyas, seguía siendo un misterio.
El lugar daba una sensación de vejez de años pasados mientras se consumía en silencio… y sin embargo algo en él indicaba que no había sido utilizado nunca. Todo era viejo, pero nada parecía gastado, ni siquiera levemente. Bajo el polvo, todo estaba nuevo.
El coche tardó un par de minutos en llegar a la puerta exterior, sellada desde hacía mucho tiempo. Calibán había recorrido el túnel antes y había examinado el mecanismo. Estaba razonablemente seguro de que podría abrirlo, pero no podía contar con ello. Ni siquiera abrir la puerta resolvería sus problemas. Parecía posible que el Departamento del Sheriff estuviera vigilando las entradas de los túneles en todo el perímetro de la ciudad. Por eso no la había abierto antes: no tenía sentido alertar sobre su situación hasta que estuviera dispuesto a marcharse.
Suponiendo que pudiera abrir la puerta, tendría que moverse rápidamente cuando la atravesara. Ese fue el motivo de elegir un aeroauto en vez de intentar marcharse a pie.
Y tendría que marcharse pronto. Un día más, y su suministro de energía alcanzaría niveles peligrosamente bajos. No se atrevía a buscar una estación de recarga dentro de la ciudad. Había policías en todos los túneles, y ya había escapado varias veces por muy poco. No deseaba verse obligado a permanecer en un mismo sitio durante la hora aproximada que duraría la recarga. Además, sería una locura absoluta acercarse a una estación. Tenía que suponer que el sheriff Kresh habría apostado guardias en todas las estaciones existentes. No. Tenía que salir de la ciudad, y encontrar una fuente de energía ahí fuera.
Llegó al final del túnel. Aterrizó con una sacudida más fuerte de lo que pretendía y salió. Se acercó al control de las puertas y manipuló los interruptores de control manual.
Con un golpe y un zumbido y el roce de la suciedad y el polvo al caer al túnel, la puerta se abrió.
Antes de que hubiera terminado de descorrerse, Calibán volvió al coche aéreo. Atravesó la entrada y luego puso a máxima potencia el impulsor vertical, buscando poner la mayor distancia posible entre él y la ciudad de Hades.
Alvar Kresh estaba ya acostumbrado a que interrumpieran su sueño. Esta vez, cuando Donald le tocó el brazo, despertó de inmediato, sin pasar por ningún estado intermedio de confusión. Se sentó en la cama y luego se levantó. Se acercó a la silla donde había colocado su ropa antes de acostarse. Si iba a vestirse solo, no tenía intención de perder más tiempo buscando ropa.
—¿Cuál es el informe? —preguntó.
—Podría no ser nada, señor, pero es posible que sea Calibán. Los robots que trabajan en los monitores de observación de la ciudad fueron alertados para que informaran de cualquier cosa fuera de lo común. Son un modelo bastante conservador e informaron de todo tipo de sucesos rutinarios, haciendo difícil a sus supervisores humanos distinguir lo verdaderamente extraño…
—¡Maldición, Donald, ve al grano!
—Sí, por supuesto. Perdóneme, señor. Una de las claraboyas periféricas abrió su escotilla externa por primera vez en cincuenta años.
—Eso sí que es algo fuera de lo común.
—Sí, señor. Además, el control de tráfico de la ciudad informó que un coche aéreo se elevó de esa posición casi inmediatamente después, volando más alto y más rápido de lo permitido, pero alcanzando esa velocidad bastante despacio.
—Como si el piloto no confiara del todo en sí mismo o en su aparato. Sí. ¿Cuál es la situación de interceptación? —Kresh se quitó el pijama y empezó a ponerse la ropa, esta vez recordando que la vida le sería más fácil si se ponía la camisa antes que los pantalones.
—Dos de nuestros coches aéreos están en camino, pero el aparato que persiguen les lleva una buena ventaja. Se dirige al norte, hacia las montañas, volando hacia una tormenta. Y he de añadir que una persecución nocturna siempre es más difícil.
Kresh se sentó para ponerse los pantalones, pero las correas se cerraron antes de que terminara. Luchó con ellas un momento antes de que volvieran a abrirse.
—Maldición. Nada es fácil —dijo, refiriéndose tanto a la situación táctica como a la dificultad de ponerse los pantalones. Las tormentas del desierto eran raras, pero enormemente violentas. Incluso un piloto hábil dudaría en volar con tales condiciones. Si Calibán entraba en la tormenta, era posible que no volviera a salir—. Muy bien, avisa a los coches de que continúen con la persecución, pero nada de heroicidades. Ya hemos tenido suficientes proezas voladoras. Que interrumpan la persecución si se vuelve peligrosa. Se les ordena específicamente que no se arriesguen, ni pongan en peligro los coches.
»Recuérdales que tendríamos que localizarlo fácilmente fuera de la ciudad. Nada de túneles, nada de rascacielos, ni millones de otros robots entre los que esconderse.
»Que no disparen, repito, no disparen al aeroauto. Sus órdenes son capturar, no destruir a Calibán. Si es posible, que lo obliguen a aterrizar. Quiero interrogarlo. Puede que sea el único testigo que tenemos del asalto a Leving. Que no lo destruyan. Siempre podremos hacerlo más tarde. —Kresh se levantó y se puso los pantalones—. Cancela la vigilancia en la ciudad —gruñó—. Que los equipos de búsqueda descansen un poco y estén preparados para ofrecer su apoyo fuera de la ciudad si hace falta.
—Sí, señor. Estoy enviando sus órdenes. Sin embargo, mis órdenes actuales requieren que le recuerde que Tonya Welton debe ser informada de todos los acontecimientos importantes de la investigación.
—Le enviaremos un informe por la mañana. No va a enterarse de una palabra de esto, no mientras sea sospechosa y pueda contarle todo lo que oiga a Gubber Anshaw.
—Sí, señor. Estoy de acuerdo, a pesar de mis órdenes. Sin embargo, también debo recordarle que su jurisdicción, y la de sus oficiales, está limitada a la ciudad de Hades. Usted y sus subordinados no tienen autoridad fuera de los límites de la ciudad.
—Al infierno con la jurisdicción. Quiero acabar con este asunto ahora.
—Sí, señor. ¿He de entender entonces que nos uniremos personalmente a la persecución?
—Por supuesto.
Alvar luchó contra las correas un momento, y finalmente se cerró los pantalones. Se puso la chaqueta, y luego advirtió que Donald había sacado también su canana. Había algo extraño en eso. Los robots, por regla general, no manejaban armas. El impedimento de la Primera Ley era obvio: si Donald ponía un arma en manos de Kresh, y Kresh la utilizaba para matar a alguien, entonces Donald había ayudado materialmente a causar daño a un ser humano. Y el láser de la funda era de un tipo que Alvar no había visto antes.
—¿Qué es esto, Donald? —preguntó, cogiendo el cinturón y el arma.
—Puede añadir su propia pistola también, señor, pero tengo motivos para pedirle que lleve esta. Es una pistola de entrenamiento. Es una excelente simulación de una pistola láser real, pero no dispara más que un espectacular estallido de luz.
—Ya veo —dijo Alvar, aunque no era así—. ¿Puedo preguntarte por qué debo llevar una pistola de entrenamiento en este caso?
—Señor, si es posible, me gustaría decir lo menos posible al respecto. Tal vez no ocurra nada. Pero puedo prever una situación en la cual podría servir para probar una teoría que tengo. Si nos encontramos en esas circunstancias, le pediré que ponga a prueba esa teoría.
—Donald, no sabía que estuvieras programado para hablar en acertijos.
—Sí, señor. Estoy de acuerdo en que hablo de forma vaga. Sin embargo, tengo poca confianza en mi teoría, y creo que sería mejor que no se distrajera de lo inminente preocupándose por posibilidades improbables. No hay absolutamente ninguna necesidad de que lleve el láser de entrenamiento.
Alvar Kresh sujetó el láser con las dos manos y miró largamente al robot. En sus momentos más oscuros, Donald era enervante, pero también, muy a menudo, su mejor baza. El robot había reflexionado profundamente sobre aquel caso, y no era extraño que tuviera sus propias ideas, aunque se sintiera poco inclinado a revelarlas en aquel mismo momento. Pero se ajustó la canana, sacó su propia pistola del cajón donde la guardaba y se la metió en un bolsillo. Allí la tendría a mano, pero su primer reflejo sería buscar la unidad de entrenamiento de la funda.
Y en el fondo, sería misión de Donald asegurarse de que sus reflejos no acabaran con él.
—Muy bien —dijo Alvar—. En marcha.
Calibán nunca había experimentado la verdadera noche, el mundo exterior, sin el brillo de la luz artificial. Era extraño este mundo de oscuridad, la nada aterciopelada que lo cubría todo. Excitante, misteriosa, aterradora oscuridad. Podía comprender por qué la imagen de la oscuridad aparecía con tanta frecuencia en su banco de datos. Los humanos se habían enfrentado largamente a la oscuridad en su historia.
Y lo habían hecho sin la ventaja de la visión infrarroja. Un simple acto de voluntad cambió su sistema de visión a IR, y la negrura se desvaneció. Las imágenes caloríficas del suelo fueron claramente visibles, pero lo más importante fue que sus dos perseguidores aparecieron en el infrarrojo, aunque las dos naves eran invisibles en la negrura de la noche. Eso acababa con la teoría de que el sheriff no lo perseguiría fuera de la ciudad. Al menos, no le disparaban. Tal vez pretendían capturarlo en vez de matarlo.
Si era así, tanto mejor, por supuesto. Escapar de ellos sería más fácil, aunque lo alcanzarían tarde o temprano si no hacía algo.
Había una gran masa de aire, claramente visible en el infrarrojo, rugiendo de poder. Voló hacia ella lo más rápido que pudo, mientras sus perseguidores se acercaban más y más a cada instante. Iba a ser difícil. Una súbita ráfaga de viento sacudió su viejo aparato, sorprendiendo a Calibán. El coche aéreo se desestabilizó y cabeceó, volcándose casi antes de que pudiera recuperar el control.
Otra ráfaga lo asaltó desde otro lado, pero Calibán estaba preparado esta vez. La pared de la tormenta estaba justo delante. Pudo oír su rugiente poder, ver las estelas de los relámpagos que restallaban en su interior. Ahora las sacudidas eran casi constantes, y duros chorros de lluvia y granizo golpeaban contra el coche. De repente, los vientos, la lluvia y las nubes parecieron unirse y la poderosa tormenta lo engulló.
El coche aéreo fue sacudido por los vientos, levantado por un violento torbellino, rechazado de nuevo con igual violencia. Las chispas saltaron cuando algo se cortocircuitó, y la mitad del panel de control quedó inutilizado. El coche viró y casi estuvo a punto de volcar antes de que Calibán pudiera nivelar el vuelo. El ruido y la fuerza de la tormenta eran increíbles, los truenos vibraban por todas partes, el rugiente impacto de la lluvia contra el casco lo cubría todo, devorando a Calibán, haciéndolo uno con la lluvia y el viento y la oscuridad y los destellos de los relámpagos. Una nueva ráfaga se apoderó del coche y lo hizo caer a tremenda velocidad. Calibán se esforzó por enderezarlo, tirando con todas sus fuerzas de la palanca de control. El viejo coche gruñó y protestó, una profunda y furiosa vibración que pareció surgir de repente de la sección impulsora. Hubo un golpe estremecedor que sacudió todo el aparato, y un brusco cese de vibración, como si algo se hubiera desprendido.
Calibán lo ignoró todo, esforzándose por enderezar el morro del coche, intentando reducir su larga caída hacia el suelo invisible de debajo. Lentamente, el coche alzó la proa, gruñendo y estremeciéndose en protesta.
Con sorprendente brusquedad, el aeroauto atravesó la base de las nubes, revelando el suelo que se apresuraba a recibirlo. Ahora por fin tenía la lluvia delante, en vez de golpeándolo en todas direcciones, pero incluso así, Calibán no tenía apenas visibilidad.
Con un último esfuerzo heroico, el torturado coche se enderezó finalmente. Pero salía humo de debajo de la consola, una densa nube que habría cegado a Calibán si la lluvia no la hubiera despejado. Los controles se estropeaban. El último de los indicadores de estado fluctuó una, dos veces, y se apagó. La energía se agotó, y el coche se convirtió de pronto en un planeador no demasiado bueno. Caía, y no podía hacer nada para evitarlo. Calibán se esforzó por reducir la velocidad, por enderezar el morro, cambiando velocidad por modo y ángulo de planeo. Pero no podía hacer ya nada más.
El coche chocó contra el suelo, rebotando y aplastando rocas y arena en la negrura sacudida por la lluvia del desierto.
Alvar Kresh y Donald salieron al terrado de la casa para descubrir que tenían visita no esperada. Tonya Welton bajaba de su coche aéreo, con su robot femenino Ariel detrás.
—Voy con usted —anunció Tonya—. Ha localizado a Calibán. Va a perseguirlo. Y tengo el derecho, el poder, la autoridad de colaborar en esta investigación. Tengo derechos legales y los haré valer.
—¿Cómo demonios sabía adónde vamos? —demandó Kresh, aunque supuso la humillante respuesta antes de terminar de hacer la pregunta. Malditos fueran los colonos y su arrogante tecnología.
—Sus seguras comunicaciones por hiperondas no son tan seguras —dijo Tonya—. Las interceptamos.
—¿De veras? —gruñó Kresh—. Habrá algunos cambios muy pronto. Parece que ha estropeado su tapadera.
Tonya sacudió la cabeza, considerándolo una preocupación menor.
—Eso no tiene importancia. No comparado con el peligro que todos corremos ahora. Este caso podría causar un rechazo político y sabotear el proyecto terraformador, y entonces este mundo moriría. Todos moriríamos.
—¿Todos? ¿Desde cuándo este mundo es suyo?
Tonya lo miró. Sus ojos brillaban de miedo y preocupación.
—Desde que Gubber está en él. No voy a abandonarlo, o a dejar que el mundo donde vive muera. Pretendo quedarme en Inferno, pase lo que pase.
—Señora Welton, debo sugerir con vehemencia que no venga con nosotros —dijo Donald—. No es una forma agradable de expresarlo, pero es usted sospechosa en este caso.
—¡Malditos sean todos los viejos dioses! ¡Por supuesto que lo soy! ¿Crees que no sé que Gubber y yo somos sospechosos? —Se detuvo, la respiración entrecortada, las lágrimas bañándole el rostro—. Maldición, ¿no lo ves? Si él lo hizo y Calibán puede decírnoslo, tengo que estar allí. Tengo que saberlo. Puedo aceptarlo, de todas formas. Pero no puedo fingir más ante él. Tengo que saberlo.
Alvar Kresh miró a Tonya Welton lleno de asombro. Era la última persona en el universo conocido de quien habría esperado un estallido semejante. Era difícil no pensar que serviría como tapadera de primer orden si estaba decidida a acompañarlos con el propósito de silenciar a Calibán con un rápido disparo láser.
Pero maldición, si tenía autoridad legal para acompañarlos, y aunque no fuera así, no podía hacer gran cosa para impedirle que los siguiera en su propio coche aéreo, a menos que lo abatiera desde el cielo. Pero no tenía por qué ponérselo fácil.
—Muy bien —dijo Alvar—. Puede venir con nosotros. Pero dejará todas sus armas y aparatos, y permitirá que Donald la registre para confirmarlo. Llevará ropas que yo le proporcionaré para impedir ningún intento de ocultar armas o aparatos ilegales. —Tonya Welton pareció a punto de protestar, pero entonces lo pensó mejor.
—No llevo ninguna arma, pero aceptaré cambiarme de ropas y que me registren.
Ahora le tocó a Kresh el turno de sorprenderse. Tal vez ella era sincera después de todo.
—Donald, vamos, en marcha. Que la registren y la vistan, rápido.
—Sí, señor. Aunque sugeriría que hay poco tiempo que perder. —Señaló al cielo, al norte.
Alvar Kresh soltó una maldición. La tormenta se acercaba, dirigiéndose al sur, grande y violenta. Los vientos restallaban ya. Ningún robot permitiría que un humano volara en esas condiciones, y por una vez Kresh se vio obligado a admitir que tenían razón. Sería un suicidio, aunque no le gustaba pensar en ello.
Calibán, su última esperanza de encontrar sentido a aquel caso, se había internado en esa misma tormenta unos minutos antes.