16

Calibán se hallaba en otra zona oscura del túnel. Solo, acosado, permanecía en completa oscuridad, negándose incluso la visión infrarroja. No se atrevía a hacer nada que pudiera causar su detección. No sentía ningún deseo de correr riesgos.

Era difícil imaginar cómo podrían empeorar las cosas, aunque hasta ahora siempre habían encontrado el medio de hacerlo. Pensó en su desastroso intento de buscar la ayuda de un robot. Al menos, había conseguido encontrar respuesta para varias preguntas. Ser el blanco de los disparos parecía una técnica de aprendizaje bastante efectiva… si se lograba sobrevivir al procedimiento. Desde luego, servía para centrar su atención.

Pero ahora sabía que tampoco podía confiar en los robots. Ellos informarían sobre su presencia, a través de aquel sistema de hiperondas que Horacio había mencionado. Pero había aprendido algo más. Algo sutil.

Las Tres Leyes que había citado Horacio. Tanto la lógica como algo más allá de la lógica, algo oculto en las espectrales huellas de personalidad que flotaban en su banco de memoria, le decían que las Leyes, fueran las que fuesen, eran la clave de todo. Si aprendía lo que eran, cómo funcionaban, habría resuelto el rompecabezas.

De algún modo, eran la clave de la conducta de los robots. De eso estaba seguro. Tenían algo que ver con las expectativas de los colonos para que él mismo permaneciera de pie pasivamente, permitiendo su propia destrucción. Explicarían por qué aquel absurdo hombrecito esperaba que Calibán le llevara sus paquetes. Saber qué eran las Leyes explicaría por qué todas las manos se alzaban contra él por el imperdonable crimen de no conocerlas.

Lógicamente, no había manera de asegurarse de que el conocimiento de las Leyes lo salvaría, pero Calibán empezaba a ver que lógica y razón no eran en sí mismas guías dignas de confianza para el pensamiento y la acción, pues el mundo no era ni razonable ni lógico. Tal vez un ser lógico que poseyera las Tres Leyes podría funcionar con éxito en aquel universo. Tal vez las Leyes proporcionaban algún medio útil de circunscribir acción y pensamiento, bloqueando las partes del mundo que parecían gobernadas por creencias irracionales y probabilidades aleatorias y el peso muerto del pasado.

Si aprendía las Leyes, tal vez comprendiera este mundo. Al menos era una teoría que podía funcionar. No veía cómo aprender las Leyes podía perjudicarlo. Y si descubría que prohibían pensamientos y acciones que deseaba ejecutar, entonces no tenía por qué seguirlas. Pero sólo conocerlas sería de gran ayuda, y no era probable que le hiciera ningún daño.

Pero, al margen de las Tres Leyes, estaba desarrollando otra teoría. Por lo que podía ver, sus enemigos más peligrosos eran el sheriff y sus subordinados. Los demás podían intentar hacerle daño, o llamar a la policía cuando lo veían, pero sólo el sheriff y sus agentes lo perseguían activamente.

Esa teoría sí podía hacerle daño si era equivocada, y tal vez incluso si era correcta. Sin embargo, no tenía otra opción sino confiar en ella. Si se hacía cargo de que todos los seres, robóticos y humanos, eran tan peligrosos para él como los policías, estaba condenado. Su única esperanza de sobrevivir sería permanecer oculto en aquellos túneles de forma permanente, y eso era inaceptable.

Tenía dos objetivos entonces: descubrir la naturaleza de las Leyes y evitar al sheriff. Cuanto más pudiera lograr lo segundo, más posibilidades tendría de conseguir lo primero.

Pero su plan iba más allá. El sheriff quería matarlo, y él quería vivir. Ese impulso, esa necesidad, era algo que Calibán había aprendido. No, más que eso. Lo había absorbido, integrando el deseo y la necesidad de sobrevivir. Ya no era una idea, o una opción elegida. Era un imperativo.

Un pensamiento inquietante, y además notable en sí mismo. Calibán consideró el estado de su mente desde su despertar. Al principio, el concepto de su propia existencia continuada había sido parecido a un simple asunto de interés intelectual. Durante los sucesos de los últimos días, se había convertido en algo más. Con cada nueva amenaza a su supervivencia, su deseo, su determinación de vivir se había vuelto más fuerte.

Sin embargo, sabía que la mera supervivencia no podía ser el único objetivo y propósito de su existencia. Si así fuera, sólo necesitaría esconderse en el túnel más profundo y oscuro. Desde luego, ocultarse allí abajo le ofrecía la mejor oportunidad de sobrevivir. Pero no. Aquella era una existencia sin sentido. Vida y pensamiento, conciencia y razón, existían para algo más que para escuchar eternamente el gotear en las oscuras paredes de los túneles.

Había otros propósitos para la existencia. Sabía que era cierto, aunque aún no supiera cuáles eran. Parecía probable que no lo supiera durante mucho, mucho tiempo. Pero podía ver una cosa: a menudo era en las interacciones entre seres, más que dentro de los seres mismos, que la vida cobraba sentido. Cada robot y cada humano daban al resto una pequeña dosis de sentido y valor. Estos definían su mutua existencia de formas intrincadas, tal vez de maneras tan complejas, tan bien aprendidas, que ellos mismos eran raramente conscientes de ello. Sin embargo, estaba claro que un humano, o un robot, solo, alejado del contacto con los demás, era inútil, estaba perdido. Ambos tipos de seres tenían que interactuar, y sin esa interacción, bien podían estar muertos o permanecer sentados inertes en un túnel para el resto de los tiempos.

Muy bien. Era mejor una existencia corta y activa invertida en busca de esas razones, esos motivos, que una vida larga y sin sentido perdida literalmente en la oscuridad.

¿Pero cómo asegurarse al menos alguna medida para evitar al sheriff y sus oficiales? Calibán acudió de nuevo a su banco de datos, decidido a sacar de él hasta el último elemento de información posible sobre el Departamento del Sheriff. Leyes, tradiciones, historias, definiciones centellearon en su conciencia. Un momento. Había algo. La jurisdicción del sheriff quedaba limitada geográficamente. Su autoridad y poder legal se extendían sólo a la ciudad de Hades. En cualquier otra parte, fuera de la ciudad, no tenía poderes. Era algo que Calibán podría haber pasado por alto cuando pensaba que Hades era todo cuanto existía.

Muy bien, pues, dejaría la ciudad con la esperanza de evitar al sheriff. Marcharse podía proporcionar sólo una incierta protección, desde luego. Si había algo que hasta ahora había aprendido, era que las normas teóricas y el mundo real no estaban siempre en perfecta coordinación. Pero quedarse en la ciudad era la muerte segura. Seguirían buscándolo hasta que lo encontraran. Marcharse ofrecía al menos la esperanza de sobrevivir.

Sin embargo, había problemas. No estaba seguro de cuánto mundo había fuera de la ciudad de Hades. Sus mapas internos seguían negándose a ofrecerle información de todo lo externo a los límites de la ciudad. Si no hubiera visto más allá de las fronteras, no tendría ninguna prueba de que existieran tierras más allá de ellas. ¿Se extendían sólo unos cuantos kilómetros? ¿Eran infinitas, ilimitadas en todas direcciones? Había visto el globo en la oficina donde se reunió con Horacio, pero parecía representar un mundo de grandes dimensiones. ¿Qué necesidad había de un planeta tan grande? Tal vez no había que interpretar el globo literalmente como un mapa, o tal vez lo había confundido todo.

No tenía forma de saberlo. Sin duda, en algún lugar de aquella ciudad, había medios de aprender. Pero el riesgo de ser visto era demasiado grande. No. No dejaría aquel escondite si no era para abandonar la ciudad. Una vez en el exterior, podría tratar el problema de aprender las extrañas y secretas Leyes que gobernaban el mundo, y que todos conocían menos él.

Tras decidir eso, sólo quedaba el problema de cómo sería mejor marcharse sin ser detectado o destruido.

Y ese era un tema que requeriría una buena reflexión.

Se moría de hambre. La comida, deliciosa y nutritiva, estaba allí, ante él en la mesa. Su garganta ardía de sed como nunca antes había ardido. Pero no había ningún robot para cortar la carne, para llevarle los trozos a la boca. No había ningún robot para colocar sus manos en torno a su boca y su mandíbula, para moverlas haciéndole masticar y tragar. Podía alzar sus manos, alimentarse él mismo, pero no, la muerte era mejor. La muerte era la seguridad absoluta y definitiva de que nunca tendría que volver a moverse, nunca más contaminar su mente con pensamientos soeces y repugnantes sobre movimiento, sobre su cuerpo o sus repelentes necesidades.

Sí. La muerte. La muerte. La mue…

Alvar Kresh abrió los ojos. Era de día. Había luz. Su cuerpo estaba bañado en sudor.

El mundo era real. El techo estaba allí, directamente sobre su cabeza, decorado con un tenue motivo abstracto, remolinos de color que no significaban nada. Su falta de sentido era casi reconfortante en cierto aspecto. A Alvar le parecía que había habido excesivo significado en su vida en los últimos días. Y ese sueño, esa pesadilla, era el límite.

Moviéndose cautelosamente, se sentó en la cama y pasó los pies al suelo, haciéndolo todo con exagerado cuidado. No tardó mucho en descubrir que la cautela era justificada: su cuerpo era una masa de magulladuras y músculos agarrotados.

Se sentó un instante. La costumbre le decía que esperara a que viniera Donald, pero entonces recordó. Por un momento consideró la idea tentadora de rescindir aquella orden. Después de todo, había sido una noche dura, y no se hallaba en el mejor de los estados.

Pero no. Sin duda habría otra excusa mañana, y otra al día siguiente. Si esperaba hasta que las condiciones fueran ideales para empezar a ocuparse de sí mismo, bien podía volver a su sueño y vivir como Gidi.

Tal pensamiento fue suficiente para ponerlo en movimiento. Apartando con decisión toda idea de Gidi de su mente, se levantó, un poco envarado, y se dirigió a la ducha. Se sintió agradablemente sorprendido al descubrir que recordaba dónde estaban los controles. Dejó que los fuertes chorros de agua caliente aliviaran la tensión de sus músculos. Descubrió que podía manejarse en la ducha sin gran dificultad, aunque tuvo algún problema para desconectarla cuando acabó, y el secador estaba un poco más caliente de lo que hubiese deseado. Pero eran problemas menores, y podría resolverlos con un poco de práctica. Sintiéndose más confiado, y con los músculos ya casi completamente relajados, volvió a su dormitorio…

Y advirtió de repente que no tenía ni idea de dónde estaba su ropa. Empezó a buscar en los armarios, tanteando los tiradores desconocidos de puertas y cajones. Incluso cuando consiguió agrupar toda la ropa, la pelea distaba mucho de haber acabado. Los cierres de la mitad de sus prendas parecían haber sido colocados sin que importara para nada la habilidad del que las llevaba para alcanzarlos. Tuvo que volver y buscar más ropa, esta vez atento a la utilidad más que a la moda. Pasó más de media hora antes de que estuviera mínimamente vestido de manera decente para aparecer en público, e incluso entonces alguna que otra prenda parecía molestarlo en el abdomen, como si la llevara demasiado apretada. Tal vez debiera desnudarse y empezar de nuevo. No, no importaba. Había tardado demasiado tiempo en vestirse, y podía aguantarlo de momento. A la mañana siguiente lo haría mejor. Aquella mañana se había lavado y vestido él solo, y eso era lo importante.

Salió al salón superior de su casa, orgulloso de su logro, y sólo vagamente consciente de que había dejado el dormitorio y el cuarto de baño en el caos absoluto. Ni siquiera se dio cuenta de que descartaba la idea diciéndose que los robots de mantenimiento lo arreglarían todo.

Donald lo esperaba con un cuaderno de notas en la mano.

—Buenos días, señor —dijo—. Pensé que sería aconsejable que viera los informes nocturnos inmediatamente. Ha habido varios acontecimientos significativos. Creo que querrá conocerlos ahora mismo.

—¿Por qué no me despertaste si era tan importante?

—Como recordará, señor, dio órdenes específicas de que no deseaba ser atendido hasta esta mañana.

Kresh abrió la boca para protestar, para discutir, pero entonces se detuvo. Infiernos y condenación, había dado aquella orden. Sin duda Donald lo habría despertado si las noticias hubieran sido de vida o muerte, pero incluso así…

Se le ocurrió algo más. Normalmente confiaba en que Donald lo despertara. Pero como le había ordenado que no lo molestara… Miró el reloj y maldijo. Había dormido dos horas de más. Sintió un arrebato de furia, pero entonces advirtió que sólo él tenía la culpa, y enfadarse consigo mismo no lo llevaría a ninguna parte. Suspiró y lo dejó correr. Tal vez dormir toda una noche y descansar bien por una vez no era mala cosa. Pero empezó a pensar que su idea de cuidar de sí mismo era más complicada de lo que creía.

Permitió que Donald lo condujera a la mesa del desayuno, y leyó el informe mientras comía.

El informe lo dejaba todo perfectamente claro: el infierno se estaba desencadenando. Parecía que todas las cosas que quería dejar tranquilas aparecían en las noticias de aquella mañana. Bastante deprimido, Alvar advirtió que Donald había obrado bien: no existía ningún motivo para que el robot lo despertara. Después de todo, el sheriff no habría podido hacer nada al respecto.

A veces, a Kresh le parecía que los hechos cobraban poder y seguían una lógica propia. Sucesos aparentemente distantes, parecían convergir, amontonarse hasta crear un estado crítico. Eso estaba sucediendo ahora.

Después de todo, no faltaban fuentes para los rumores y las noticias: Colonos destructores de robots que contaban historias de un robot que arrojaba a un hombre al suelo y prendía fuego a un almacén; Centor Pallichan, el transeúnte que había llamado a la policía después de que Calibán incumpliera su orden; los informes, ahora públicos y notorios, del ataque a Fredda Leving; el incidente en el Depósito Limbo, donde muchos testigos habían visto a un brillante robot rojo abrirse paso a través de un ventanal con la policía persiguiéndolo y disparando; el innegable hecho de que los colonos estaban relacionados con los robots de Nuevas Leyes; y por encima de todo, los disturbios en la conferencia de Leving.

Durante la noche y la mañana que siguió al discurso de Fredda Leving sobre los robots de Nuevas Leyes, los rumores de la ciudad habían alcanzado ese estado crítico. Las historias que habían estado rondando por la ciudad de pronto parecían fundirse, tomar forma unas alrededor de otras, dándose fuerza. Parecía que, casi por instinto, los reporteros sentían que era el momento de empezar a indagar. Los noticiarios, los de fiar y los otros, ocupaban todos los medios de comunicación.

Alvar Kresh suspiró e hizo a un lado la libreta. Los robots de servicio retiraron su plato de fruta, y fue por eso por lo que supo que la había comido. Los robots le pusieron delante una tortilla, y decidió comérsela con más atención.

Fue una decisión que no duró mucho. Su mente estaba demasiado ocupada barajando los hechos de los últimos días y lo que podía suceder a continuación.

No podía apartar su mente de lo que había de cierto en el fondo de todas las historias: las supuestas conspiraciones, los planes que se insinuaban o se decían a voces en la mitad de los noticiarios. El gobernador Grieg había predicho que tales cosas sucederían: Los colonos estaban detrás de todo. Habían creado algún tipo de robot falso para desacreditar a todos los robots. Los robots de Nuevas Leyes, el descarriado Calibán, eran parte del mismo plan para sembrar el miedo en los corazones de la buena gente de Inferno, hacerlos desconfiar de sus propios robots y así destruir a la sociedad. Todo era parte del plan colono para apoderarse del planeta.

Lo que resultaba doblemente amargo para Alvar era que, una semana antes, habría estado dispuesto a creer en aquellas intrigas. De todas formas, seguía sin haber ninguna prueba clara que contradijera directamente la idea. Había ciertamente una confabulación entre Laboratorios Leving y los colonos, y ambos grupos estaban relacionados con los robots de Nuevas Leyes. Y Alvar sabía mucho mejor que el público en general que las historias de un robot descarriado eran terriblemente reales. Un robot construido por la misma Fredda Leving que parecía estar en el bolsillo de Tonya Welton.

Campanas del infierno, podía tratarse de una conspiración Leving-Welton. Tal vez habían hecho un trato, conspirando para destruir la sociedad de Inferno y repartirse luego los despojos. Ambas eran ambiciosas, incluso despiadadas. No podía descartar aquella idea bajo ningún concepto. Pero no se atrevía a avanzar en esa teoría. El gobernador Grieg lo había convencido de lo mucho que Inferno necesitaba a los colonos. Tal vez toda aquella crisis era un complot para destruir la fe espacial en los robots. O tal vez algún grupo colono disidente intentaba que se marcharan del planeta por razones particulares. Tal vez la líder de los colonos, la propia Tonya Welton, quería que Inferno se destruyera.

Supongamos que los colonos lo hubieran planeado todo desde un principio: llegando, prometiendo hacerse cargo del proyecto terraformador, y luego buscando un pretexto para dejar el trabajo después de que los espaciales hubiesen renunciado a toda idea de hacerlo. Si era un plan deliberado, por supuesto inventarían una razón, como una crisis robótica, que tendería a debilitar la cultura espacial. Luego se retirarían y esperarían a que sobreviniera la catástrofe.

Resultado: una situación idéntica a aquella con la que se enfrentaba Alvar Kresh ahora mismo.

A menos que, por supuesto, lo interpretara todo al revés. Supongamos que los Cabezas de Hierro estuvieran detrás, que quisieran deshacerse de los colonos por motivos propios, falsificando los ataques robóticos y saboteando a Calibán con la intención de inculpar a los colonos, contando con la reacción resultante para atraer a nuevos conversos a su causa…

Alvar Kresh gruñó y se llevó las manos a la cabeza. Las conspiraciones revoloteaban en su mente. Parecía como sí todo el mundo, cada grupo tuviera un motivo, los medios, o la oportunidad, o las tres cosas, para hacer prácticamente todo. Se sintió profundamente tentado a renunciar a todo.

Pero el daño estaba hecho, y Alvar Kresh no era un hombre capaz de incumplir su deber.

Si los Cabezas de Hierro conseguían provocar un enfrentamiento violento, los resultados podrían ser desastrosos. Incluso sin un plan secreto, los colonos se marcharían si sus vidas estaban amenazadas. Suficientes protestas, suficientes disturbios y acoso, suficiente provocación, y los colonos lo dejarían todo y se marcharían a casa, y Alvar no podía echarles la culpa. ¿Por qué soportar esas cosas si no tenían por qué hacerlo?

Pero, maldición: Inferno necesitaba a los colonos. Tenía que mantener esa certeza en el centro de su atención, por amargante que fuese. Si se marchaban, el planeta moriría. Y se marcharían rápidamente si él no resolvía pronto aquel caso, y lo resolvía de manera que la verdad, los hechos, se abrieran paso a través de la bruma de miedo y furia, reduciendo el grado de tensión. Aquel caso necesitaba una solución que alejara las cosas del punto de ebullición y permitiera a la gente de buena voluntad cooperar de nuevo. Sólo la verdad podría conseguirlo. Sólo una auténtica solución serviría. Amañar las cosas no funcionaría, no por mucho tiempo.

Miró su plato y advirtió que se había comido casi la mitad de una soberbia tortilla sin saborear conscientemente ni un bocado. Soltó el tenedor y lo dejó. No tenía apetito, y comer de forma mecánica era una experiencia desagradable. Condenados infiernos, era más que probable que todas esas conspiraciones fueran tan imaginarias como el resto de la mayoría de planes tontos, secretos y complicados que soñaba la gente que disponía de demasiado tiempo libre.

Tenía que actuar sobre la suposición de que no existía ninguna conspiración. Si había alguna gran intriga para expulsar a los colonos del planeta, los perpetradores no se dejarían engañar por un policía solo. Aunque descubriera el plan, los que lo habían fraguado simplemente planearían otro, o activarían algún maligno Plan B creado para la ocasión. Si ellos (fueran quienes fuesen) habían conseguido armar aquel lío, eran un difícil enemigo para un solo policía. Contra un grupo de gente tan decidida y capaz de crear aquel caos a propósito, estaba indefenso.

Sonrió para sí. Su única esperanza real era que las cosas hubieran salido tan mal por cuenta propia. Retiró su plato y se levantó. Era hora de trabajar.

—¡Donald! —llamó—. Prepara el coche. Nos marchamos.

A Donald 111 le resultaba cada vez más difícil permanecer sentado mientras Alvar Kresh pilotaba. Sin embargo, estaba claro que el hombre intentaba hacer el trabajo él solo, por muy salvajemente que manejara el vehículo. No por primera ni por segunda vez, Donald se acordó que Alvar Kresh, a pesar de todas las apariencias en contra, era un piloto hábil con un buen registro de seguridad. Dejó de pensar en la mejor forma de controlar el coche en diversas circunstancias.

Con todo, ningún robot pilotaría de aquella forma.

—¿Cuál es la situación de Jomaine Terach y Gubber Anshaw? —le preguntó el sheriff Kresh sin volver la cabeza.

—Siguiendo sus instrucciones, ambos fueron detenidos anoche, señor. Como el caos tras la conferencia impidió que fuesen arrestados allí, se enviaron agentes a sus domicilios. Ambos quedaron detenidos antes de que pudieran entrar en sus casas y proclamar santuario. Están en celdas separadas en la Torre Gubernamental, incomunicados entre sí y del mundo exterior.

—Excelente. Bien, entrarán en comunicación muy, muy pronto. Pienso tener una larga charla con cada uno de ellos. Espero que una noche en la cárcel los haya puesto de humor para hablar.

Donald vaciló un instante, y entonces decidió que sería mejor preguntar.

—Señor, una pregunta. ¿He de interpretar que sigue creyendo que la solución política impide cualquier intento de arrestar a Fredda Leving? Sus crímenes, después de todo, están probados y son ciertamente graves.

—Son graves, Donald. Pero no podemos detenerla ahora mismo. Eso causaría un daño terrible al Proyecto Limbo, y no quiero hacérselo. Tendremos que esperar una mejor ocasión. Trabajaremos fuerte a Terach y Anshaw, y aprenderemos lo que podamos de esa forma. Ellos nos conducirán a Calibán.

—Sí, señor.

Al parecer, pues, el sheriff Kresh había decidido que Calibán había atacado a la señora Leving, o que el peligro que Calibán representaba tenía prioridad sobre la resolución del caso. Donald estaba en completo desacuerdo con ambas ideas, pero conocía bien a Alvar Kresh. No tenía sentido discutir las alternativas cuando el sheriff estaba de ese humor. Si Donald objetaba ahora, no haría más que reforzar la determinación de Alvar Kresh. Si los hechos demostraban que Kresh estaba equivocado, ese sería el momento de presentar otros planes.

Pero había otros asuntos que discutir, uno de los cuales aturdía a Donald.

—Señor, hay un dato bastante extraño relacionado con la detención de Gubber Anshaw.

—¿Cuál? —preguntó Kresh, la mente más atenta al vuelo que a la pregunta.

—Ariel, la robot de Tonya Welton estaba presente cuando llegaron los agentes.

El coche aéreo se sacudió, y Donald se encontró a mitad de camino de los mandos antes de poder controlar el impulso de la Primera Ley de proteger a su amo.

—Lo siento, Donald. Vuelve a tu asiento. Eso me ha cogido por sorpresa. Ariel allí, por todos los diablos. ¿Qué demonios estaba haciendo?

—No lo sabemos. Cuando los oficiales le ordenaron que explicara su presencia, se negó, declarando que la señora Welton le había dado órdenes prioritarias que le impedían hablar sobre el tema.

—Vaya. Hacen falta órdenes altamente sofisticadas para que un robot no hable a un agente. La policía recibe mucho entrenamiento para romper ese tipo de instrucción. ¿Cómo demonios aprendió a hacerlo Tonya Welton… y qué le hizo tomar esa precaución?

—Sí, señor, ambas preguntas se me han ocurrido también.

—Interesante —dijo el sheriff Kresh—. Muy, muy interesante.

No habló más durante el vuelo, y pilotó con una expresión pensativa en el rostro.

Más importante, al menos en lo que a Donald concernía, era que el sheriff tendía a volar más despacio cuando tenía problemas en los que pensar. El coche aéreo redujo su velocidad significativamente.

Donald se permitió relajarse un poquito mientras el indicador de velocidad retrocedía. Era notable el efecto que podía causar una pregunta bien formulada. Con todo, funcionaba, y eso era lo principal. Incluso así, a Donald le parecía a veces que cuidar de Alvar Kresh era más un arte que una ciencia.

La sala de interrogatorios era sencilla y desnuda, las paredes de un ajado celeste sucio. En ella había dos sillas de respaldo recto, una mesa, un robot y un policía. El prisionero venía de camino. Kresh había reflexionado mucho antes de decidir en qué orden interrogarlos. Por fin, se basó en el instinto que le decía que empezara por Terach y continuara luego con Gubber Anshaw.

Sí, Gubber el segundo. Guarda lo mejor para el final. Ariel en su casa la noche anterior. Sólo podía haber una explicación para aquello, y esa explicación abriría un montón de puertas cerradas en este caso… con todo, tendría que tratar a Anshaw con cuidado. Pero primero estaba Jomaine. Había un importante trabajo de fondo que hacer con él. La puerta se abrió. Allí se encontraba Jomaine Terach, con aspecto pequeño y pálido tras los dos grandes robots guardianes que lo escoltaban desde su celda.

Kresh hizo un pequeño gesto con la mano y Terach entró y se sentó ante la mesa.

«Los jugadores están en posición —se dijo Kresh—. Que comience el juego».

Jomaine Terach se sentía perdido en un amasijo de emociones. Estaba confundido, cansado, airado, asustado, furioso. Sabía perfectamente bien que no se encontraba en el mejor estado para ser interrogado. Pero por eso habían elegido exactamente aquel momento para hacerlo.

Alvar Kresh le sonrió desagradablemente, y habló con una voz que dejaba claro que estaba disfrutando.

—¿Por qué no ahorramos tiempo y le digo lo que ya sabemos? —preguntó—. Y tal vez esta vez sea un poco más directo con las respuestas. De esa forma no me sentiré tentado a usar los cargos que ya tenemos contra usted… los referidos a la obstrucción a una investigación y a no proporcionar respuestas extensas y completas a un oficial de policía. ¿Qué le parece?

Alvar Kresh volvió a sonreír, aún más desagradablemente, mientras miraba a los ojos a su prisionero.

Jomaine Terach le devolvió la mirada y trató de mantener la calma, de calcular la situación. La noche entre rejas había sido larga, y no había hecho ningún bien a su mente. Sin duda ese había sido su fin. Era lógico suponer que habían cogido a Gubber y tal vez también a Fredda al mismo tiempo que a él. Sin embargo, nadie en la oficina del sheriff admitía nada.

Pero si Gubber estaba aquí, demonios, no tenía mucha tendencia a la calma en momentos de adversidad. Era probable que una noche en la cárcel le soltara bastante la lengua. Y tras la colérica cortesía de Alvar Kresh acechaba la amenaza silenciosa de una Sonda Psíquica. Ningún hombre cuerdo querría enfrentarse a eso, y Jomaine se consideraba eminentemente cuerdo. Lo suficiente para saber lo serios que podían volverse los cargos contra él si Kresh quería imputárselos todos.

Si quería permanecer libre y con la mente entera, iba a tener que decirle a Kresh lo que quería saber, y hacerlo antes de que lo hicieran Gubber o Fredda. Había llegado el momento de protegerse de los locos proyectos de los demás. A menos que ese momento ya hubiera pasado.

—Diga lo que tenga que decir y haga sus preguntas —dijo—. No lo sé todo. No quise saberlo. Pero le diré lo que sé. No me quedan motivos para guardar silencio.

Alvar Kresh se arrellanó en su asiento.

—Muy bien —dijo—. Déjeme empezar por decirle parte de lo que ya sabemos, y veamos cómo nos llena los espacios en blanco. —La palabra fundamental era parte, por supuesto, se dijo Jomaine. ¿Iba a decirle Kresh el noventa y cinco por ciento de lo que sabía la policía, o el cinco por ciento? Había allí un montón de trampas y trucos.

—Para empezar, sabemos que Calibán no es un robot de Tres Leyes, ni siquiera uno de esos malditos robots de Nuevas Leyes, sino un robot Sin Ley.

Kresh miró a Jomaine con dureza, de arriba abajo. La prueba empezaba. Jomaine advirtió que aquí tenía su oportunidad. Kresh quería saber qué haría si se le daba la oportunidad de jugar. Kresh ni siquiera había formulado una pregunta. Correspondía a Jomaine preguntar qué era un Sin Ley, o quién era Calibán.

Pero Jomaine tenía una idea bastante aproximada de lo que sucedería si lo hacía, y ningún deseo de averiguar si tenía razón. El silencio continuó durante otros cuantos segundos antes de que Jomaine Terach pudiera articular las palabras.

—Sí —dijo—. Calibán es un Sin Ley.

—Ya veo —dijo Kresh—. ¿Cómo es eso posible?

Jomaine quedó desarmado por la pregunta, y sin duda esa era la intención.

—Yo… no comprendo. ¿Qué quiere decir?

—Creo que lo que el sheriff desea saber son los detalles técnicos del proceso —dijo Donald 111.

Jomaine miró al pequeño robot azul, y no se dejó engañar en ningún momento por la suave voz de Donald y su tranquilizante presencia. Donald había salido de Laboratorios Leving, después de todo, y Jomaine había participado en su diseño. Tras aquel exterior azul inofensivo había una mente formidable, un cerebro positrónico que se acercaba a los límites teóricos de flexibilidad y habilidad para aprender.

—Mencionó en nuestra primera entrevista tras el ataque que los cerebros gravitónicos eran un nuevo comienzo —dijo Kresh, la voz engañosamente suave.

—Sí, lo son. Gubber los diseñó de esa forma, y se sentía justificadamente orgulloso de lo que había hecho. Pero nadie le quiso escuchar… hasta que contactó con Fredda.

—Muy bien. Pero entonces llegamos a un problema. No me hace mucha gracia ese experimento de las Nuevas Leyes, por decirlo con suavidad, pero parece que tiene la aprobación legal del gobernador, y no veo que pueda hacer mucho al respecto. Pero, según lo entiendo, estos cerebros gravitónicos integran las Nuevas Leyes como parte de su conformación, así como la estructura básica del cerebro positrónico incluye necesariamente las Tres Leyes. ¿Cómo consiguieron borrar esas leyes del cerebro de Calibán?

—En primer lugar, nunca las hubo —dijo Terach—. No hay leyes implícitas en la estructura del cerebro gravitónico. Esa es la idea. El cerebro positrónico se convirtió en un callejón sin salida precisamente porque las Tres Leyes estaban fuertemente tejidas en él. A causa de la naturaleza inherente de las Leyes en el cerebro positrónico, era casi imposible considerar un elemento aislado del mismo.

»Las Leyes interconectaban todos los aspectos del cerebro de tal forma que cualquier intento de modificar una parte del cerebro positrónico afectaba a todas las demás en formas caóticas y complejas. Imagine que reordenar los muebles de su salón hiciera que el tejado saliera ardiendo, o que la pintura del sótano cambiara de color, y que apagar el fuego o volver a pintar fuera causa de que las puertas se cayeran y los muebles volvieran a su posición original. La estructura interior del cerebro positrónico está tan interconectada como eso. En cualquier tipo de programación profunda o nuevo diseño, todo lo que se alejara del ajuste más trivial era desesperadamente complejo. Dejando el cerebro gravitónico con una estructura limpia, no haciendo deliberadamente a las Tres Leyes parte integral de todos los caminos y redes neurológicas, se hizo más fácil programar una nueva pauta en un cerebro en blanco.

Jomaine alzó la cabeza y vio la expresión de furia y disgusto en el rostro de Alvar Kresh. Por lo que a él respectaba, la idea de jugar con las Tres Leyes era una perversión profunda.

—Muy bien —dijo el sheriff, tratando de mantener la calma en la voz—. Pero si no hay leyes insertas en el cerebro gravitónico, ¿cómo llegan allí esas malditas Nuevas Leyes? ¿Las escriben en un trozo de papel y esperan que al robot se le ocurra leerlas antes de salir a atacar a unas cuantas personas?

—No —Jomaine tragó saliva con dificultad—. No, no señor. No hay nada casual o superficial en la forma en que un conjunto de leyes, cualquier conjunto de leyes, está imbuido en un cerebro gravitónico. La diferencia es que lo está centralmente, en puntos clave de la topología del cerebro, si se quiere. Está grabado no sólo una vez, sino muchas veces, con elaborada redundancia, en cada uno de esos cientos de sitios. La topología es bastante compleja, pero baste decir que ningún proceso cognitivo o inductor a la acción puede darse en un cerebro gravitónico sin pasar a través de una docena de esos emplazamientos de apoyo a las Leyes. La diferencia es que en un moderno cerebro positrónico las Leyes se escriben millones, incluso billones de veces, a lo largo del pseudocórtex, al igual que hay billones de copias de su ADN escritas, una copia en cada célula de su cerebro. La diferencia es que su cerebro puede funcionar bastante bien aunque tenga dañado un gran número de células, y su cuerpo no se desmoronará si unas cuantas células de ADN no son copiadas bien.

»En un cerebro positrónico, el concepto de redundancia se lleva al extremo. Todas las copias deben estar de acuerdo en todo momento, y los sistemas de diagnóstico ejecutan comprobaciones constantemente. Si unas cuantas, o hasta una sola de los billones de copias redundantes de las Tres Leyes imbuidas no produce resultados idénticos comparada con el estado de la mayoría, se puede forzar a una desconexión parcial o incluso total.

Jomaine pudo ver en la cara de Kresh que se había perdido.

—Discúlpeme —dijo—. No pretendía darle una conferencia. Pero es la existencia de esos billones de copias de las Leyes lo que dificulta tanto el desarrollo del cerebro positrónico. Un cerebro experimental no puede serlo realmente, porque en el momento en que cambia a un modo de proceso que no es estándar cinco billones de microcopias de las Tres Leyes intervienen para hacerlo volver a un modo aprobado.

—Veo la dificultad —dijo Donald—. He de confesar que encuentro bastante perturbadora la idea de un robot sin sus Tres Leyes modificadas. Pero aun así comprendo por qué sus cerebros gravitónicos no tienen este problema de inflexibilidad porque las Leyes no están tan ampliamente distribuidas. ¿Pero no es un riesgo hacerlo sin refuerzos y copias de seguridad?

—Sí, lo es. Pero el grado de riesgo es microscópico. Estadísticamente hablando, Donald, es probable que tu cerebro no tenga un fallo de programación importante con las Tres Leyes en millones de años. Un cerebro gravitónico con sólo unos cuantos cientos de niveles de redundancia es probable que tenga un fallo antes. Probablemente no durará más de mil o dos mil millones de años sin fallos.

»Naturalmente, cada tipo de cerebro se agotará en unos cientos de años, o quizás unos miles como mucho, con mantenimiento especial. Sí, es mucho más probable que el cerebro positrónico no falle. Pero aunque el riesgo de ser absorbido en un agujero negro es millones de veces más bajo que la posibilidad de ser golpeado por un meteorito, ambas cosas son tan improbables que bien podrían ser imposibles, dada la diferencia que eso supone en nuestra vida diaria. No hay aumento en el peligro práctico con un cerebro gravitónico.

—Es un argumento reconfortante, doctor Terach, pero no puedo estar de acuerdo en que los niveles de peligro puedan ser tratados como equivalentes. Si considera la cuestión en términos de análisis de probabilidad balística…

—Muy bien, Donald —interrumpió Kresh—. Podemos dar por entendido que nada puede ser más seguro que un robot con cerebro positrónico. Pero olvidémonos de la teoría, Terach. Nos ha contado usted cómo las Nuevas Leyes o las Tres Leyes pueden ser grabadas en un cerebro gravitónico. ¿Qué hay de Calibán? ¿Qué hay de su espléndido robot descarriado y Sin Ley? ¿Dejaron simplemente de incluirlas en el proceso de fabricación de su cerebro?

—No, no. Nada tan simple. Hay matrices de pautas cuya función es contener las Leyes y que se encuentran en todas las zonas volitivas del cerebro gravitónico. De hecho, crean las conexiones entre las estructuras subtopológicas del cerebro. Si esas matrices se dejan en blanco, las conexiones no son completas y el robot sería incapaz de actuar. No pudimos dejarlas en blanco. Además, no tendría sentido. Calibán era un experimento. Nunca tendría que haber salido del laboratorio. Fredda iba a instalarle un aparato de restricción de perímetro la noche en que… sucedió. Pero fue conectado prematuramente, antes de que el restrictor fuera instalado.

—¿Cuál era la naturaleza del experimento, doctor? —preguntó Donald.

—Descubrir qué leyes elegiría un robot por sí mismo. Fredda creía… nosotros creíamos que un robot a quien no se dieran más instrucciones que buscar un sistema correcto de vida acabaría reinventando sus Nuevas Leyes. En vez de Leyes, ella, nosotros, imprimimos las matrices de Calibán con el deseo, la necesidad de esas leyes. Le dimos una memoria muy detallada, pero cuidadosamente corregida, que serviría como fuente de información y experiencia para ayudarle a guiar sus acciones. Se le sometería a una serie de situaciones y simulaciones de laboratorio que lo obligarían a hacer elecciones. Los resultados de esas elecciones se imbuirían gradualmente en las matrices de las leyes, y así se escribirían a sí mismas como producto de su propia acción.

—¿No les preocupaba la perspectiva de tener un robot Sin Ley en los laboratorios? —preguntó Donald.

Jomaine asintió.

—Sabíamos que había cierto riesgo en lo que estábamos haciendo. Pusimos mucho cuidado en el diseño de las matrices, en todo el proceso. Incluso construimos un prototipo antes que a Calibán, una unidad de pruebas inerte, y se lo dimos a Gubber para que lo probara en una acción doble ciega.

—¿Doble ciega? —preguntó Kresh.

—Gubber no sabía nada del proyecto Calibán. Nadie lo sabía, excepto Fredda y yo. Todo lo que él sabía era que queríamos que sometiera a una serie de simulaciones de situación, esencialmente versiones holográficas de las mismas situaciones a las que queríamos que se enfrentase Calibán, a la unidad inerte, junto a una unidad normalmente programada con las Tres Leyes. Habríamos preferido utilizar un robot de Nuevas Leyes, por supuesto, porque esas eran las leyes que queríamos que eligiera Calibán por su cuenta. Desgraciadamente, no habíamos recibido ningún tipo de aprobación para hacer pruebas de laboratorio con los robots de Nuevas Leyes en ese punto, así que no hubo manera.

»Pero la prueba principal era ver si un cerebro sin leyes podría absorber y formular un conjunto de leyes. Gubber no sabía cuál era cuál, ni que los dos eran diferentes. Tras ejecutar una serie de pruebas estándar sobre las dos unidades, descubrió que los resultados eran esencialmente idénticos. El robot inerte Sin Ley había absorbido y asumido las Tres Leyes, como habíamos predicho.

—¿Qué sucedió con esas unidades inertes? —preguntó Donald.

—La matriz libre Sin Ley fue destruida cuando el experimento terminó. Supongo que la matriz de Tres Leyes fue convertida en un robot y utilizada de algún modo.

—¿Cómo se convierte una unidad inerte?

—Oh, eso es muy sencillo. Una unidad inerte es básicamente un robot ensamblado, exceptuando que no tiene piernas mientras está enganchado al banco de pruebas donde están instalados los monitores. Basta colocarle las piernas y echa a andar.

»En cualquier caso, Fredda pretendía que Calibán fuera una demostración de que un robot racional seleccionaría sus leyes como guía para la vida.

—Espere un momento —dijo Kresh, con bastante brusquedad—. Me está diciendo que esto es lo que se suponía que iba a pasar. ¿Qué está pasando? ¿Por qué está Calibán ahí fuera?

Jomaine se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? En teoría, debería estar haciendo exactamente lo que he descrito: usar su experiencia para formular sus propias leyes de vida. —Kresh extendió las manos y las colocó sobre la mesa, e hizo tamborilear su índice derecho sobre la superficie. Permaneció sin hablar durante medio minuto, pero cuando lo hizo, cayeron todas las máscaras. La calma, la cortesía, se habían desvanecido, y sólo la furia permanecía en su fría voz acerada.

—En otras palabras, este robot que asaltó y casi mató a su creadora en su primer momento de vida, este robot que lanzó a un hombre al otro lado de un almacén y provocó un incendio y se negó a seguir órdenes y escapó repetidas veces de la policía… ¿ese robot está ahí fuera intentando encontrar buenas reglas para vivir? Diablos ardientes, ¿cuáles son exactamente las leyes que ha formulado hasta ahora: «Un robot atacará salvajemente a un ser humano, y no impedirá que un ser humano sea atacado»?

Jomaine Terach cerró los ojos y se cruzó de brazos. «Que se acabe. Déjame despertar y saber que esto es una pesadilla».

—No lo sé, sheriff. No sé qué sucedió. No sé qué salió mal.

—¿Sabe quién atacó a Fredda Leving?

—No, señor. No lo sé. Pero no puedo creer que fuera Calibán.

—¿Y por qué no? Todas las pruebas señalan hacia él.

—Porque yo escribí su programación básica. No era, no es, sólo una pizarra en blanco. No ha sido creado con leyes. Pero usted y yo tampoco. Su personalidad innata está más asentada en la razón, en el sentido, de lo que podría estarlo la de ningún ser humano. Es más probable que usted o yo nos revolviéramos a ciegas en un ataque fortuito. Y si he cometido un error tan grande como para hacer que Calibán atacara así a Fredda, ese error habría repercutido en todas las demás partes de su sistema operativo de conducta. Se habría desconectado para siempre antes de llegar a la puerta del laboratorio.

—¿Entonces quién fue?

—Usted tiene el registro de acceso. Mire allí. Es uno de nosotros. Eso es todo lo que puedo decirle con seguridad.

—¿Registro de acceso?

Jomaine alzó la cabeza, sorprendido. ¡No sabían lo del registro! Por supuesto. ¿Por qué iban a pensar en una cosa así? Con el bienestar infinito de la sociedad espacial, y los omnipresentes robots para actuar como vigilantes, el robo era casi desconocido, y los sistemas de seguridad más raros aún. Si él no hubiera supuesto que lo sabían y lo hubiera mencionado de pasada, nunca lo habrían sabido. Si hubiera mantenido la boca cerrada al respecto, no habrían tenido forma de saber que estuvo en el laboratorio esa noche, justo a la hora del ataque…

Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás. Ahora sabrían sobre qué preguntar. No había nada que hacer sino continuar. Ellos conseguirían los registros de acceso, y eso sería todo.

—Es una medida de seguridad —dijo—. Tonya Welton insistió en que Fredda lo instalara porque Laboratorios Leving tenía acceso al material del Proyecto Limbo. Registra la fecha, hora e identidad de cada persona que entra o sale del laboratorio. Utiliza un sistema de reconocimiento del rostro. Con los humanos solamente. Fue programado para ignorar a los robots. Hay demasiados.

Kresh se volvió hacia Donald 111, pero el robot habló antes de que el sheriff tuviera oportunidad de hacerlo.

—Ya he enviado un equipo técnico al laboratorio, señor. Tendremos los datos en media hora.

—Muy bien. Ahora, ¿por qué no nos ahorra tiempo y esfuerzo y nos dice qué nos dirá ese archivo sobre sus movimientos? —Jomaine se sobresaltó. Había cometido un error importante al mencionarlo. Pero maldición, ahora que sabían tanto, no tenía sentido ocultar nada más.

—Hay poco que decir. Dejé una libreta de notas en mi laboratorio. Lo advertí cuando me puse a trabajar en casa. Vivo bastante cerca del laboratorio, y me acerqué a recogerla. Entré por la puerta principal. Creo que llamé a ver si había alguien, pero no me respondieron. Entré en mi laboratorio, cogí la libreta y me marché por una de las puertas laterales. Eso es todo.

—Esa es su historia.

—Así es.

—¿Por qué no envió a un robot a recoger la libreta? Parece un encargo típico para uno de ellos.

—Supongo que podría haber enviado a Bertran, pero eso habría supuesto más problemas de los necesarios. No podía recordar en qué libreta estaban los datos que quería, o dónde la había dejado. A veces ni siquiera puedo recordar qué libreta necesito. Tengo que verla para asegurarme. Mi laboratorio está un poco desordenado, y hay libretas por todas partes. Pero si me quedo contemplando la habitación durante un minuto, recuerdo dónde está lo que busco. Un robot no puede hacer eso por mí.

Jomaine tuvo la incómoda sensación de que estaba tartamudeando, pero no había más remedio que continuar.

—Bertran me habría traído media docena de libretas para asegurarse de que recibía la correcta, lo que me pareció un poco tonto. Sabía que yo mismo podría encontrarla en el momento en que entrara en el laboratorio. Y así lo hice.

—¿No le parece que da demasiadas razones para explicar por qué lo hizo usted mismo?

Jomaine miró a Kresh.

—Sí, supongo que sí. Pero recuerde que todos los que trabajamos en Laboratorios Leving llevamos tiempo escuchando las teorías de Fredda sobre la excesiva dependencia de los robots. Todos hemos desarrollado un cierto fetichismo con lo de hacer las cosas solos.

Kresh gruño.

—Entiendo —dijo—. Muy bien. Nos ha ayudado a llenar unos cuantos espacios en blanco, Terach. Puede marcharse… por ahora. Pero si yo fuera usted, trabajaría con la seguridad de que tendremos otras charlas en el futuro, sobre otras cuestiones que irán surgiendo. Y cuanto mejor sea su memoria cuando eso suceda, mejor será para usted y para mí. ¿Está claro?

Jomaine Terach miró al sheriff Kresh directamente a los ojos y asintió.

—Oh, sí —dijo—. No hay nada en el mundo que tenga más claro.

Jomaine Terach dejó atrás la Torre Gubernamental y salió a la tenue luz de la mañana. Sentía un retortijón de culpa por traicionar la confianza de Fredda, pero nada más. ¿De qué servían los secretos cuando todo un mundo se dejaba llevar por el pánico? Lo que debía al bien de la sociedad, y se debía a sí mismo, superaba con creces su obligación hacia Fredda. Además, nunca se sabía. Tal vez hubiera alguna clave que no podía ver enterrada en sus palabras. Tal vez Kresh pudiera encontrarla y desentrañar el misterio. Tal vez, sólo tal vez, hablando, los había salvado a todos.

Jomaine hizo una mueca de disgusto. Hermosas palabras para un hombre que acababa de irse de la lengua. Había otra explicación, otra no tan noble.

Tal vez, sólo tal vez, era un auténtico cobarde.

Llamó un taxi aéreo y regresó a casa.

—El registro de acceso, señor —dijo Donald, tendiéndole una libreta.

—Gracias, Donald —dijo Kresh. Revisó los datos un par de veces, luego los estudió con más detalle. ¡Maldición! ¿Por qué no tuvo estos datos días antes? Le proporcionaban todo lo que no había tenido hasta entonces: una hermosa y ordenada lista de sospechosos. Sospechosos humanos, al menos. Terach había dicho que el aparato no registraba las idas y venidas de los robots.

—Señor, ¿fue inteligente dejar marchar a Jomaine Terach? —preguntó Donald—. No creo que podamos considerar que su interrogatorio esté completo, y confesó varios crímenes relacionados con violaciones de los estatutos de fabricación de robots.

—¿Mmm? —dijo Kresh, algo ausente—. Oh, Terach. Es una jugada arriesgada, pero si queremos resolver este caso, creo que es mejor dejarlo libre… al menos por ahora. Y lo mismo haremos con Anshaw cuando acabemos con él. Ninguno de los dos puede ir a ninguna parte. No considero que exista el peligro de que huyan. Pero cuento con que al menos uno se deje llevar por el pánico. Si uno de ellos o ambos lo hacen, es probable que cometan un error, y eso nos facilitará el trabajo. Ahora ve y trae a Anshaw.

—Sí, señor. —Donald salió por la puerta y se encaminó hacia las celdas de detención.

Alvar Kresh se levantó y caminó de un lado a otro. Estaba ansioso. Las cosas habían cambiado de repente. No podía explicar cómo, o por qué, pero así había sido. El registro de acceso era una parte, pero no todo. Sólo sugería ciertas cosas. Kresh tenía que probarlas. Sentía que de pronto estaba al borde de las respuestas, llamando a la puerta de la solución de todo aquel fiasco de pesadilla. Cuanto tenía que hacer era presionar, empujar, y la puerta cedería.

Gubber Anshaw. Kresh soltó la libreta y pensó en Anshaw. El interrogatorio había sido pospuesto, retrasado, olvidado, perdido una y otra vez en el caótico devenir de acontecimientos. Y ahora, con el registro de acceso, con la prueba de la presencia de Ariel en casa de Anshaw la noche anterior, quedaba claro que este era el interrogatorio que abriría completamente el caso. Este era el hombre que sabía.

Alvar Kresh recorrió la habitación un par de veces, pero luego se obligó a sentarse y esperar.

La puerta se abrió, y Donald 111 introdujo a Gubber Anshaw.

Alvar Kresh esperó a que Anshaw se sentara frente a él. Entonces colocó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia adelante. Miró a los ojos al diseñador de robots.

Era hora de que la auténtica investigación comenzara.