15

Alvar Kresh no había participado en una pelea auténtica desde hacía más tiempo del que podía recordar. La sangre ardió en sus venas, y sintió un ansioso deseo de batalla. Se lanzó a la lucha y entonces, de repente, recordó por qué siempre intentaba evitar participar en el control de las algaradas cuando era agente.

Un codo desconocido se clavó en sus costillas, una mano anónima le arañó la cara, y una bota ajena le aplastó los dedos. Los tres asaltos fueron completamente inintencionados. Ni siquiera podía decir, en la maraña de cuerpos, quién era el responsable. No había personas en la refriega sólo una colección aleatoria de pies, cuerpos y gritos. En un instante, Alvar se encontraba enterrado bajo un puñado de colonos y oficiales, y al siguiente estaba suspendido en el aire sobre un grupo de Cabezas de Hierro.

Alvar estaba abrumado. Los ruidos, los gritos, el ruido, la conmoción de sentir dolor eran tremendos. Los espaciales, protegidos por los robots, rara vez tenían la oportunidad de sentir dolor de ningún tipo, y la intensidad de la sensación lo sorprendía.

Se rebulló y esquivó, todos sus instintos le decían que se liberara, que escapara. Pero el deber y el ansia combatieron aquellos impulsos: tenía que hacer un trabajo, y además había que pagar unas cuantas deudas. Alvar Kresh no tenía muchas oportunidades de reventar cabezas.

Los cuerpos se apretujaron, los puñetazos volaron. Al principio, los dos bandos parecían igualados, pero luego los Cabezas de Hierro empezaron a retroceder. Estaban especializados en ataques rápidos a la propiedad y en huidas. Nunca antes se habían enfrentado en una batalla abierta contra los camorristas que los colonos habían podido enviar.

Y los colonos presentes en la conferencia eran un grupo muy duro. No había oficinistas, ningún ejecutivo de los que jamás se ensucian en el trabajo. Quien había elegido la delegación colona para que asistiera a la conferencia había enviado a los más duros.

Las diferencias entre experiencia y actitud empezaron a verse. Cuando un Cabeza de Hierro golpeaba a un colono, el colono permanecía en pie y lo aguantaba. Pero cuando un colono lanzaba un buen puñetazo a un Cabeza de Hierro, este caía al suelo, gimiendo de dolor.

Era obvio cuando se pensaba. Después de todo, los robots habían protegido a los Cabezas de Hierro del dolor o del trauma más trivial durante toda su vida. No estaban acostumbrados. Los colonos, al menos aquellos, estaban dispuestos a aceptar una buena cantidad de castigo a cambio de poder humillar y golpear a los matones que habían provocado tantos altercados en Ciudad Colono.

Pero los Cabezas de Hierro no se habían retirado todavía. Unos cuantos demostraban agallas suficientes para quedarse y pelear, y eso complacía tanto a Alvar Kresh como a los colonos. Los Cabezas de Hierro habían causado a su departamento problemas sin cuento durante años. Alguien volvió a pisarlo, y gritó.

Alguien gritó en su oído, y se volvió hacia quien fuera. Y de repente allí estaba, cara a cara frente a Simcor Beddle, el corpulento líder de los Cabezas de Hierro.

La sangre de Alvar se inflamó. Los últimos días habían sido los más duros de su vida. Aunque los Cabezas de Hierro hubieran sido el último de sus problemas, aún quedaban algunas viejas deudas por pagar. Si no podía ponerle la mano encima a Anshaw, al gobernador, Welton o Calibán, entonces Simcor Beddle sería perfecto.

Agarró a Beddle por el cuello, y tuvo el placer de ver al maldito idiota chillar alarmado. Alvar cerró el puño, se dispuso a descargar el golpe…

Y de repente un gran puño verde metálico se enroscó en su mano, sujetándole. Alvar alzó la cabeza, contempló el auditorio. Alguien había tenido el buen sentido de llamar a los robots que esperaban en el vestíbulo. Un robot no servía de nada en una algarada. Un millar trabajando en común eran imparables. Los robots irrumpieron en la sala, separando a los combatientes, interponiéndose entre atacante y atacado, un ejército entero decidido a cumplir la Primera Ley.

«Oh, bien —pensó Alvar mientras abría el puño y soltaba a Beddle—. Al menos fue divertido mientras duró».

Pero habría sido mejor si hubiera podido lanzar al menos un puñetazo.

El vuelo desde el salón de conferencias hasta su casa no fue agradable para Fredda. Jomaine, su único escolta humano, no era una compañía brillante, por decirlo suavemente.

Con todo, podría haber sido peor. Los demás habían tomado sus propios coches aéreos. Jomaine era malo, pero comparado con la alternativa de, por ejemplo, ver a Gubber Anshaw desmoronarse, viajar con Jomaine era todo un placer.

Lo que no quería decir que estuviera disfrutando del viaje. Permanecer sentada en silencio con un colega furioso mientras un robot pilotaba no era su idea de pasarlo bien.

Por otro lado, eso no significó que se alegrara cuando Jomaine empezó a hablar. Después de todo, sabía lo que iba a decir.

—Él lo sabe —dijo Jomaine.

Fredda cerró los ojos y se acomodó en el cabezal de su asiento. Por un instante, jugó con la idea de hacerse la tonta, fingiendo no saber de qué hablaba, pero él no se lo creería, y no le gustaría la charada de verse obligada a decirle que ya lo sabía.

—Ahora no, Jomaine. Ha sido un día muy duro.

—No creo que podamos permitirnos el lujo de decidir cuándo sería un momento agradable para discutirlo, Fredda. Corremos peligro. Los dos. Creo que es hora de intentar encontrar un medio de volver a controlar la situación. Y no creo que podamos hacerlo con sólo pretender que el problema no existe.

—Muy bien, hablemos entonces. ¿Qué quieres decir? ¿Qué crees que sabe Kresh exactamente, y qué te hace pensar que lo sabe?

—Creo que sabe que Calibán es un robot Sin Ley. Le vi recibir un informe. Tuvo que ser sobre Horacio. Pude verlo en su cara. Fredda abrió los ojos y miró a Jomaine.

—¿Qué pasa con Horacio? He oído un par de detalles, nada concreto.

—No, supongo que no. Intentamos que no te enteraras mientras trabajabas en tu conferencia. Había policías por todo el Depósito Limbo hoy. Los testigos vieron a un gran robot rojo entrar con Horacio en el despacho del supervisor. Cinco minutos después, el robot rojo atravesó el ventanal, corrió por los túneles, con los policías persiguiéndolo. Luego aparece un psiquiatra de robots y se lleva a Horacio. Después, Kresh recibe un informe durante tu charla. Creo que tenemos que asumir que Calibán habló con Horacio, y de algún modo le reveló su auténtica naturaleza, y Horacio se bloqueó hasta que la psicóloga lo calmó.

Fredda hizo una mueca y maldijo en silencio antes de replicar en un tono de voz que mantuvo decididamente firme y razonable.

—Sí, parece que es una suposición sensata —dijo, sin inflexiones. ¡Demonios del infierno! No necesitaba esto ahora.

—¿Por qué diablos no se lo dijiste? —preguntó Jomaine—. Kresh no sólo ha descubierto la verdad, sino también que intentábamos ocultársela. Su conocimiento sobre Calibán nos perjudica, pero tú has causado tanto o más daño ocultando la información. —Fredda se esforzó por mantener la calma.

—Lo sé —dijo, la voz tensa y bajo control—. Tendría que haber llamado a la policía y haberle hablado de Calibán en el momento en que me desperté en el hospital. En cambio, crucé los dedos y esperé que no hubiera ningún problema. Recuerda, al principio ni siquiera sabía que había desaparecido. Y me pareció que anunciar los robots de Nuevas Leyes causaría ya bastantes problemas… como ha sucedido, por si no te has dado cuenta. Corrí el riesgo de guardar silencio… y perdí. Debo darte las gracias por dejarme esa decisión. Tú también podrías haber hablado.

—Fue una decisión puramente egoísta. No quería que me metieran en la cárcel. No cuando todavía había esperanzas de que no hubiese más problemas. Pero claro, cuantos más problemas hubiera, más peligroso sería confesar.

—Y ahora, no veo cómo podrían empeorar las cosas —dijo Fredda, bajó un poco la guardia y suspiró—. Tendríamos que haber hablado a Kresh sobre Calibán. Pero eso es agua pasada. Tenemos que mirar al presente, y al futuro. ¿Qué hacemos ahora?

—Reflexionemos. La policía puede tener teorías e informes de especialistas, pero tú y yo somos los únicos que sabemos con seguridad que Calibán es un robot Sin Ley.

—Gubber tiene sus sospechas —dijo Fredda—. Estoy segura. Pero Gubber no está en posición de hablar con el sheriff ahora mismo.

—Estoy de acuerdo. No me preocupa. No importa lo que sucedió entre Calibán y Horacio, Kresh no puede estar seguro de que Calibán no es sólo un robot de Nuevas Leyes, o una forma especializada de robot estándar de las Tres Leyes. Ha habido casos de robots construidos sin saber que obedecían las Tres Leyes, pero lo hacían de todas formas. Lo único que Kresh podría tener sería el informe de Horacio, y dudo que su información sea del todo digna de confianza. Según recuerdo, lo construiste con un potencial de Primera y Tercera Leyes extremadamente alto, con la Segunda Ley algo reducida. La idea era darle habilidad para tomar decisiones independientes.

—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Fredda.

—Un robot con la Primera Ley potenciada, como él, no podría tratar muy bien con Calibán sin estropearse —dijo Jomaine—. Si Calibán le hablara, y describiera parte de lo que ha hecho fuera de la conducta robótica normal, Horacio sufriría probablemente una grave disonancia cognitiva y se estropearía.

—¿Y?

—Acabas de dar un largo discurso diciendo que confiamos demasiado en los robots. Creemos tanto en ellos que no somos capaces de imaginar que podríamos construirlos de otra forma. Me parece que si Kresh tiene la posibilidad de elegir entre creer que puede haber un robot Sin Ley o que un robot estropeado está confuso, se decantará por el robot confuso. —Fredda se agitó en su asiento y suspiró. Era tentador estar de acuerdo con Jomaine. Había pasado toda su vida en una cultura que creía lo que quería e ignoraba los hechos. Miró a Jomaine, y vio su expresión ansiosa y esperanzada mientras continuaba hablando, intentando desesperadamente convencerse a sí mismo tanto como a ella.

—Calibán fue creado para vivir en el laboratorio —dijo Jomaine—. Tiene una fuente de energía de baja capacidad, y nunca le enseñamos a recargarla. Como mucho, durará un día o dos más. Tal vez ya haya muerto. Si no, lo hará pronto, y se quedará sin energía. Si está escondido cuando eso pase, desaparecerá. Tal vez ya estaba en reserva cuando fue a ver a Horacio. Tal vez ya se encuentra oculto en algún túnel donde no buscará nadie durante los próximos veinte años.

—Y tal vez Horacio le enseñó cómo enchufarse a un receptáculo de recarga, o tal vez Calibán ha visto a algún robot hacerlo en alguna parte, tal vez lo ha deducido por su cuenta. Podemos esperar que pierda energía, pero no podemos contar con ello. —Fredda vaciló un instante, y luego volvió a hablar—. Además, hay algo que no sabes. La información de Gubber que me entregaste en el hospital. Era el informe policial completo. No te lo dije antes porque no quería que lo supieras. Tienen pruebas muy sólidas de que un robot me atacó. No estaban dispuestos a creerlo antes, pero ahora será distinto. Y saben que un robot llamado Calibán estuvo implicado en un caso con un puñado de colonos destructores de robots que acabó con el incendio de un edificio. Y debe de haber más, otras cosas que han ocurrido desde entonces. Kresh no es el tipo de hombre que se sienta a esperar que las cosas pasen. Aunque no pueda aceptar la idea de un robot Sin Ley, ahora tiene mucho más que la declaración de Horacio para convencerse de que Calibán es extraño y peligroso. Dudo que renuncie aunque Calibán pierda energía y desaparezca sin dejar rastro.

—¿Crees de verdad que Kresh considera que Calibán es peligroso? —preguntó Jomaine Terach.

Fredda Leving sintió una punzada en la boca del estómago y un dolor palpitante en la cabeza. Era hora de decir verdades que no había podido aceptar.

—Mi idea, Jomaine, es que Calibán es peligroso. Al menos debemos trabajar sobre la hipótesis de que lo es. Tal vez me atacó. Tú y yo sabemos mejor que nadie que no había nada, literalmente nada, que se lo impidiese. Tal vez intente localizarme y acabar conmigo. ¿Quién sabe?

»Sí, tal vez Calibán se esconda simplemente, o desaparezca en el desierto, o se estropee de alguna forma. Al principio, esperaba que permitiera que su generador se agotase, o que se dejara capturar y destruir antes de que pudiera meterse en problemas serios… o revelar su verdadera naturaleza. Parecían esperanzas razonables. Después de todo, fue diseñado como robot de pruebas de laboratorio. Deliberadamente no lo programamos para tratar con el mundo exterior. Y sin embargo ha sobrevivido de algún modo y ha aprendido lo suficiente para poder eludir a la policía.

—Supongo que podemos echarle a Gubber Anshaw la culpa de eso —dijo Jomaine—. La idea del cerebro gravitónico era hacerlo más flexible y adaptable que el rígido cerebro positrónico. —Jomaine sonrió, su rostro apenas visible en la penumbra de la cabina del coche aéreo—. Parece que Gubber hizo su trabajo demasiado bien.

—No es el único, Jomaine. —Fredda se frotó la frente—. Tú y yo hicimos la programación básica. Cogimos el cerebro flexible de Gubber y escribimos el programa que permitiría a ese cerebro adaptarse, crecer y aprender en nuestros laboratorios de prueba. Lo que pasa es que ha acabado en un laboratorio un poco más grande del que planeábamos. —Volvió a sacudir la cabeza—. Pero no tenía ni idea de que el cerebro gravitónico sería capaz de adaptarse para sobrevivir ahí fuera —dijo, hablando no tanto para Jomaine como para el aire libre y oscuro.

—No comprendo. Dices que es peligroso, pero pareces más preocupada por él que asustada.

—Es que estoy verdaderamente preocupada por él. Yo lo creé, y soy responsable, y no puedo creer que sea malo o violento. No le dimos Leyes que pudieran impedirle hacer daño a la gente, pero tampoco le dimos razones para hacerlo. La mitad de lo que hicimos en el código de personalidad fue una compensación por la ausencia de las Tres Leyes. Su mente es tan estable como fue posible. E hicimos nuestro trabajo bien, estoy segura. Calibán no es un asesino.

Jomaine se aclaró la garganta suavemente.

—Tal vez. Pero hay otro factor. Ahora que al menos estamos discutiendo la situación abiertamente, necesitamos considerar la naturaleza del experimento que planeábamos llevar a cabo con Calibán. No importa qué más digas sobre la estabilidad de su personalidad, o la flexibilidad de su mente; después de todo, fue construido para hacer una prueba, diseñado para responder a una pregunta. Y cuando salió de tu laboratorio, estaba preparado para esa tarea. No pudo evitar buscar la respuesta. Es probable que no sepa lo que está buscando, o que está buscando algo siquiera. Pero de todas formas buscará, ansioso por descubrirlo.

El coche se detuvo en el aire, y luego empezó a descender lentamente. Habían llegado a casa de Jomaine, junto a los Laboratorios Leving, cerca del lugar donde todo había empezado. El coche aterrizó sobre el tejado y la escotilla se abrió. La luz de la cabina se encendió. Jomaine se levantó y extendió la mano, cogió la de Fredda y la apretó.

—Tienes que pensar en muchas cosas, Fredda Leving. Pero nadie puede protegerte ya. Ahora no. El riesgo es demasiado grande. Creo que será mejor que empieces a preguntarte qué tipo de respuesta encontrará Calibán. —Fredda asintió.

—Comprendo —dijo—. Pero recuerda que estás tan implicado en esto como yo. No puedo esperar que me protejas, pero recuerda, nos hundiremos juntos o flotaremos juntos.

—Eso no es estrictamente cierto, Fredda —dijo Jomaine. Su Voz era suave, amable, sin ningún atisbo de amenaza o de malicia. Su tono dejaba claro que estaba enumerando hechos, no intentando asustarla—. Recuerda que fuiste tú, no yo, quien diseñó la programación final del cerebro de Calibán. Tengo la documentación para demostrarlo, por cierto. Sí, trabajamos juntos, y sin duda un tribunal podría encontrarme culpable de algún cargo menor. Pero fue tu plan, tu idea, tu experimento. Si ese cerebro demuestra ser capaz de atacar, o de asesinar, la sangre caerá en tus manos, no en las mías.

Con eso, la miró a los ojos durante unos segundos, y luego se dio la vuelta. No había nada más que decir.

Fredda lo observó salir del coche, vio la puerta sellarse y la luz de la cabina apagarse. El vehículo aéreo se elevó de nuevo y ella volvió la cabeza hacia la ventana. Contempló sin verla la gloria envuelta en la noche, desmoronándose lentamente, que era la ciudad de Hades. Pero entonces el coche viró y el edificio de Laboratorios Leving ocupó su campo de visión. De repente dejó de no ver nada y vio en cambio demasiado. Vio su propio pasado, su propia ambición estúpida, su loca confianza. Allí, en ese laboratorio, había creado aquella pesadilla, criándola con una estricta dieta de sus propias desastrosas dudas.

Hasta entonces no había parecido tan simple. Los primeros robots de Nuevas Leyes habían pasado sus pruebas de laboratorio. Después de negociaciones incómodas y difíciles, se llegó al acuerdo de que serían empleados en Limbo. Era una simple cuestión de fabricar más robots y tenerlos listos para su envío. Eso requeriría esfuerzo y planificación, sí, pero a todos los efectos el Proyecto Nuevas Leyes estaba completo en lo que concernía a Fredda. Tenía tiempo de sobra, y su mente quedó libre una vez más para concentrarse en las grandes preguntas. Preguntas básicas y directas, continuación lógica de la teoría y la práctica de los robots de Nuevas Leyes.

Si las Nuevas Leyes son en verdad mejores, más lógicas, más adecuadas a la actualidad, ¿no satisfarán más plenamente las necesidades de un robot? Esa fue la primera pregunta. Pero más preguntas, preguntas que ahora parecían estúpidas, peligrosas, amenazantes, habían seguido. Entonces parecieron simples, intrigantes, excitantes. Ahora tenían un robot descarriado, y una ciudad en tensión donde podían producirse tumultos.

Si las Nuevas Leyes no son las más adecuadas a las necesidades de un robot que vive en nuestro mundo, ¿entonces cuáles podrían ser esas leyes? ¿Qué leyes escogería un robot para sí?

Tomemos un robot con un cerebro en blanco, un cerebro gravitónico, sin las Tres Leyes o las Nuevas Leyes insertas en él. Démosle en cambio la capacidad de leyes, la necesidad de leyes. Démosle un punto en blanco en el centro de su programación, un hueco en mitad de donde estaría su alma si la tuviera. En ese lugar, en ese hueco, pongamos la necesidad de buscar reglas para la existencia. Colócalo en el laboratorio. Crea una serie de situaciones donde encuentra a personas y a otros robots, y oblígalo a relacionarse con ellos. Trata al robot como a una rata en un laberinto, oblígalo a aprender basándose en intento y error.

Tendrá la acuciante necesidad de aprender, de ver, de experimentar, de formarse a sí mismo y de formar su visión del universo, de fijar sus propias leyes para existir. Sentirá la necesidad de actuar con propiedad, pero ningún conocimiento claro de cuál es la forma adecuada de hacerlo.

Pero aprendería. Descubriría. Y acabaría descubriendo, se dijo Fredda, llena de confianza, las tres Nuevas Leyes que ella había formulado. Eso sería una prueba, una confirmación de que toda su filosofía, sus análisis y teorías, eran correctos.

El coche alcanzó la altitud asignada. El piloto robot hizo virar el vehículo, apuntó su morro hacia la casa de Fredda y aceleró. Fredda se sintió empujada contra los cojines. La suave presión pareció clavarla en el asiento, como si alguna fuerza superior la retuviera. Pero se trataba de una ilusión, del poder de su propia imaginación culpable. Pensó en las cosas que había contado a su público, los oscuros secretos de los primeros días de la robótica, incontables miles de años antes.

El mito de Frankenstein se alzó en la oscuridad, una presencia palpable que casi podía ver y tocar. Había cosas en ese mito que no había contado al público. Se centraba en el pecado de la soberbia, de desear el poder de los dioses. El mago de la historia buscaba poderes que no podían ser suyos y, en la mayoría de las versiones del relato, recibía como justo castigo la destrucción completa a manos de su creación.

Y Calibán la había golpeado en su primer momento de conciencia, ¿no? Ella le había proporcionado aquel banco de datos cuidadosamente corregido, esperando que teñir los hechos con sus propias opiniones ayudara a formar un eslabón entre ambos, para que él fuera más capaz de comprenderla.

¿La había comprendido demasiado bien, incluso en aquel primer momento? ¿La había golpeado? ¿O fue alguien más? Era imposible saberlo, a menos que lo localizara, lo encontrara antes que Kresh, y se lo preguntara.

Era una idea desconcertante. ¿Sería aconsejable buscar al robot que aparentemente había intentado matarla?

¿O era la única forma en que podría salvarse? ¿Encontrarlo y establecer su inocencia? Además, Calibán no era la única amenaza a la que se enfrentaba, ni aquel simple ataque físico la única forma de destruir a una persona.

La situación entera escapaba al control. No tendría que ir mucho más lejos para destruir por completo su reputación. Tal vez ya era demasiado tarde. Si su reputación se venía abajo, no podría proteger a los robots de Nuevas Leyes del Proyecto Limbo. Habría que batallar mucho antes de que esos robots estuvieran a salvo. Reconstruir Limbo requeriría ayuda robótica; no había suficientes personas dotadas, espaciales o colonos, para hacer el trabajo. Pero Tonya Welton había dejado claro que tendrían que ser robots de Nuevas Leyes o nada. Sin esos robots, los colonos se marcharían, y el proyecto moriría.

Y con él, el planeta.

¿Era puro egoísmo, soberbia en un nuevo plano, más salvaje, más desquiciado, imaginarse tan importante? ¿Pensar que sin ella para proteger a los robots de Nuevas Leyes, el planeta se desmoronaría?

Sus emociones le decían que sí, que una persona no podía ser tan importante. Pero la razón y la lógica, su valoración de la situación política, le decían lo contrario. Era como un juego al que había jugado de niña, colocando una fila de piezas rectangulares equilibradas sobre sus extremos. Se derriba una y la siguiente cae, y la siguiente y la siguiente.

Y no podría salvar el proyecto de los robots de Nuevas Leyes desde el interior de una celda.

En sus investigaciones, había descubierto otras versiones del viejo mito de Frankenstein. Más raras, y de algún modo menos auténticas. Versiones en que el mago se redimía, pagaba sus pecados contra los dioses protegiendo a su creación, salvándola de los campesinos atemorizados que intentaban destruirla.

Tenía opciones, y parecían cristalizar con preocupante claridad. Podría encontrar a Calibán, correr el riesgo de que no hubiera causado ningún daño y demostrarlo, y así redimirse a sí misma y salvar Limbo. Era un plan peligroso, lleno de grandes vacíos y esperanzas inconsistentes.

La única alternativa era esperar a ser destruida, bien por Calibán o por Kresh o por el caos político, con la posibilidad real de que su condenación fuera también la de su mundo.

Se incorporó y clavó los dedos en los brazos de su asiento. Su camino ya estaba claro.

«Qué extraño —pensó—. He tomado una decisión, y ni siquiera sabía que estaba intentando decidir nada».

Alvar Kresh yacía agradecido y dolorido en su cama. Había sido otra noche increíblemente larga y frustrante. Después de que los robots sofocaran la algarada y reviviera a Donald, lo esperaba la agotadora tarea de limpieza. Había consumido la noche efectuando detenciones, atendiendo a los heridos, evaluando los daños a la propiedad, tomando declaración a los testigos.

Hasta que todo acabó y se encontró sentado en su coche aéreo, permitiendo a Donald que lo llevase a casa, no tuvo tiempo para pensar en las cosas que Fredda Leving había dicho. No, más que pensar había meditado, perdido en su ensimismamiento, apenas consciente de que había llegado a casa y se había metido en la cama.

Pero entonces, con nada más que hacer excepto mirar la oscuridad, se vio obligado a admitirlo: la maldita mujer tenía razón, al menos en parte.

Dejando a un lado la locura completa de construir un robot Sin Ley. Todo su departamento estaba ya trabajando, haciendo todo lo posible para localizar a Calibán y destruirlo. Ese era un tema aparte.

Pero Fredda Leving tenía razón al decir que los espaciales dejaban que sus robots hicieran demasiadas cosas. Alvar parpadeó y miró a su alrededor en la oscuridad. De repente se dio cuenta de que había llegado allí sin ser consciente de sus acciones. De algún modo había llegado a la casa, se había cambiado de ropa, se había lavado y se había metido en la cama sin darse cuenta. Reflexionó un instante y advirtió que Donald lo había hecho todo.

Recordó los minutos que no había advertido. Por supuesto que lo había hecho Donald, guiándolo a cada paso, indicándole con señales de mano y suaves contactos que se sentara aquí, que alzara su pie izquierdo, luego el derecho, para quitarle los zapatos y los pantalones. Donald lo guio a la ducha, ajustó por él el chorro de agua, lo guio al interior, y lavó su cuerpo. Donald lo secó, lo vistió con su pijama, y lo metió en la cama.

El propio Alvar, su mente y su espíritu, bien podrían no haber estado presentes durante la operación. Donald fue la fuerza que guiaba, y Alvar el autómata sin mente. Preocupado por la advertencia de Fredda Leving de que la gente de Inferno estaba dejando que sus robots hicieran demasiado por ellos, Alvar Kresh ni siquiera fue consciente de cómo su robot no estaba sólo cuidándolo, sino controlándolo.

De pronto, Alvar recordó algo, un momento de su pasado, cuando era oficial de patrulla y recibió una de las llamadas más angustiosas de toda su carrera. El caso Davirnik Gidi. Su estómago se revolvía todavía cuando lo recordaba.

En cualquier lugar, en todas las culturas, hay aspectos de la naturaleza humana que sólo la policía llega a ver, e incluso la policía sólo los experimenta de vez en cuando. Lugares que preferirían no ver. Facetas oscuras y privadas del animal humano que no son criminales, no son ilegales, no son, quizá, ni siquiera malignas. Pero abren puertas que la gente sana sabe que deberían estar cerradas, incluidas en una serie de aspectos de la humanidad que nadie quisiera ver. Alvar había aprendido algo de Davirnik Gidi. Había aprendido que la locura es preocupante, aterradora, en proporción directa al grado en que muestra lo que es posible, al grado en que muestra lo que una persona aparentemente cuerda es capaz de hacer.

Pues si una persona tan conocida y admirada como Gidi era capaz de tales «desviaciones», ¿quién más podría serlo entonces? Si Gidi pudo caer en las profundidades de algo que no tenía nombre, ¿quién más podría hacerlo? ¿No podría caer también Alvar Kresh? ¿No estaría cayendo ya, tan seguro como Gidi de que todo lo que hacía era justo y sensato?

Davirnik Gidi. Infiernos llameantes, aquello sí que fue malo. Tan malo que casi lo había excluido por completo de su mente, aunque las pesadillas se producían todavía de vez en cuando. Se obligó a pensar en ello.

Davirnik Gidi era lo que el Departamento del Sheriff llamada un Muerto Inerte, y todos los oficiales sabían que los Inertes eran normalmente malos, pero se aceptaba universalmente que Gidi había sido el peor. Seguro. Si hubo alguna vez un caso que advertía de algo profunda y seriamente maligno, ese era el de Gidi.

A los espaciales no les gustaba hablar de los Inertes. No deseaban admitir que gente así existiera, en parte porque algo que es sorprendente solo se reproduce cuando es también temiblemente familiar. Casi todos los espaciales podían mirar a un Inerte y preguntarse si la visión era algo salido de un espejo distorsionado, una pesadilla surgida del propio interior sólo un poco retorcido.

Los Inertes no hacían nada por sí mismos. Organizaban sus vidas para que los robots lo hicieran todo por ellos. Dejaban sin hacer cualquier cosa que tuvieran que hacer. Se tumbaban en sus sofás ergonómicos y dejaban que sus robots les proporcionaran sus placeres.

Eso era lo que pasó con Gidi, y aquello era lo aterrador. Se suponía que los Inertes eran ermitaños que se escondían del mundo, perdidos en sus propios santuarios privados y protegidos, deliberadamente apartados del mundo exterior. Pero Gidi era una figura popular en la sociedad de Inferno, un ácido crítico de arte, famoso por sus fiestas mensuales. Estas eran acontecimientos brillantes que empezaban siempre puntualmente a las 22:00 y terminaban al punto de las 25.00. Asistía a ellas sólo a través de su pantalla de vídeo; su cara ancha y carnosa sonreía desde la pared mientras charlaba con sus invitados. La cámara nunca se retiraba para mostrar ninguna otra parte de su cuerpo.

El joven oficial Kresh se enteró de eso en el curso de la investigación que siguió a su muerte. No podría haberlo descubierto de primera mano: los oficiales del sheriff no participaban en acontecimientos tan importantes como las fiestas de Gidi.

En la sociedad espacial, un anfitrión que no asistiera a sus propias fiestas no era algo especialmente inusitado, y por eso la ausencia de Gidi no era notable. «Un hombre muy reservado», decían de Gidi, y eso lo explicaba y lo excusaba todo. Los espaciales sentían mucho respeto por la intimidad.

Lo único que se consideraba raro era que Gidi nunca usara proyector holográfico para colocar una imagen tridimensional de sí mismo en mitad de sus fiestas. Gidi explicaba que los hologramas producían una ilusión que no deseaba crear de que estaba realmente presente. Las ilusiones desconcertaban a la gente. Intentarían estrechar la mano de la proyección, o darle una bebida, u ofrecerle un asiento que no necesitaba. En esencia era un hombre tímido, un hombre retraído, un hombre reservado. Se contentaba con quedarse en casa, disfrutando de la charla con sus amigos a través de la pantalla, contemplándolos mientras se divertían.

Incluso empezó a ponerse de moda. Otras personas empezaron a hacer apariciones similares en eventos sociales. Pero la moda se acabó el día en que Chestrie, el robot principal de Gidi, llamó a la Oficina del Sheriff. Kresh y otro joven oficial recibieron la llamada y volaron directamente hacia casa de Gidi, un edificio grande y de fachada sombría situado en las afueras de la ciudad, en una zona extrañamente desatendida. Enredaderas y zarzas habían crecido por toda la pared y sobre la puerta delantera. Estaba claro que nadie había entrado ni salido de allí durante años. Gidi nunca enviaba a sus robots fuera para cuidar el patio, y parecía que tampoco salía él mismo.

Sin embargo, los sensores de la puerta todavía funcionaban. En cuanto los dos policías se acercaron, la puerta se abrió, aunque el mecanismo tuvo que luchar contra las enredaderas. Chestrie, el robot principal, los recibió claramente agitado. Una vaharada de polvo salió por la puerta, y con ella, el olor.

¡Demonios llameantes aquel olor! El hedor de la podredumbre, de comida estropeada, de residuos humanos, sudor viejo y orín golpeó a los oficiales con la fuerza de un puño, y aquello no era nada con lo que esperaba tras todos los demás olores: el dulce, pútrido, fétido hedor de la carne podrida. Incluso ahora, treinta años después, el simple recuerdo de aquel hedor era suficiente para que Kresh se agitara inquieto. Se hizo tan intenso que el compañero de Kresh se desmayó en la puerta. Chestrie lo cogió y lo llevó al exterior. Incluso al aire libre, el hedor parecía surgir de la casa, abrumador. El compañero de Kresh tardó un minuto en recuperarse, y entonces volvieron al coche patrulla. Sacaron el equipo antidisturbios y se pusieron las máscaras antigás.

Entonces entraron.

Más tarde, los expertos dijeron a Kresh que Gidi era un ejemplo perfecto del Síndrome de Inercia. Las víctimas de ese síndrome empezaban siendo bastante normales según los cánones espaciales. Tal vez un poco solitarios, un poco cautelosos, un podo demasiado decididos a controlar su propio entorno. Había algunos debates sobre el mecanismo que lo provocaba. Algunos decían que era la fuerza de la costumbre que conducía la conducta de la víctima hacia canales más y más rígidos, hasta que toda actividad quedaba reducida a un ritual. La taza de té que Gidi se tomaba en la cama tenía que ser hecha exactamente de la misma forma cada noche, so pena de perder la pauta. Incluso sus fiestas mensuales eran ritualizadas, y empezaban y terminaban con la precisión de un lanzamiento espacial.

Pero la ritualización era sólo una parte. La autoreclusión era la otra mitad del Síndrome de Inercia, y según algunos, su verdadero causante. Alguna circunstancia desagradable trastornaba a la víctima, rompía el ritual. Y entonces esta decidía no permitir que tales cosas volvieran a suceder. La víctima cortaba gradualmente sus lazos con el mundo exterior, ordenaba a sus robots que negaran el paso a los visitantes, que dispusieran que todas las cosas esenciales fueran entregadas (como en el caso de Gidi), por los túneles subterráneos, menos molestos que la entrada de superficie.

Al igual que Gidi, la víctima se apartaba por completo del mundo exterior, se encerraba y ordenaba a sus robots que no abrieran la puerta a nadie.

Los oficiales se enteraron de muchas cosas gracias a Chestrie y a los otros robots, y por medio de los copiosos diarios que Gidi llevaba, donde daba cuenta de su búsqueda de lo que llamaba «una vida cómoda».

Los diarios parecían revelar el momento en que todo empezó a ir cuesta abajo. Asistió a una fiesta que no salió bien y que acabó con un invitado ebrio que atacó a Gidi tras un insulto imaginado.

La violencia lo aturdió, lo trastornó. Gidi dejó de asistir a fiestas, y pronto dejó de salir de casa.

Podía quedarse donde estaba, en perfecta comodidad. Con sus paneles de comunicación y sus sistemas de entretenimiento a su alcance, ¿para qué quería moverse? Teniendo robots ansiosos y dispuestos a hacer cualquier cosa por él, empezó a parecer una tontería, incluso un crimen, actuar por sí mismo cuando esos robots podían siempre hacer las cosas mejor y más rápidamente, sin trastornar su rutina, su pauta. Podía perderse en sus catálogos de arte, en el dictado de sus artículos, en interminables discusiones para sus fiestas mensuales. En sus diarios, se describía a sí mismo como «un hombre feliz en un mundo perfecto».

Al menos, era casi perfecto. Cuanta más paz y tranquilidad tenía, más lo irritaban las molestias que persistían.

Cualquier acción innecesaria, por parte de Gidi o de sus robots, se volvió insoportablemente desagradable. Empezó a obsesionarse con la simplificación tanto como con la regularidad, decidido a reducirlo todo a lo esencial, y luego a reducir lo que pudiera de lo que quedara. Se enzarzó en una cruzada para desprenderse de todo lo que pudiera perturbar su paz, su tranquilidad, su soledad, su comodidad de estar seguro en su propia casa. Si lo desterraba, si lo eliminaba, podría conseguir una existencia perfecta.

Las cosas empezaron a reducirse a medida que su obsesión cobraba fuerza. Gidi advirtió que no necesitaba salir de su sala de comunicaciones, o levantarse siquiera de su sillón reclinable favorito. Ordenó a sus robots que le trajeran la comida al sillón, que lo lavaran en el sillón. Y entonces llegó el momento en que, sin duda alguna, incluso según los cánones del espacial más eremita, las escalas se convirtieron en una locura. Gidi ordenó a sus robots que se pusieran en contacto con un equipo de suministros médicos, que le procuraran el equipo necesario. Sustituyó su sillón por una cama estilo hospital con un campo flotador, del tipo que se usaba para las víctimas quemadas y pacientes de larga estancia. Aquello eliminaría el riesgo de llagas, y tenía tubos de retirada de residuos, eliminando así su último motivo para levantarse. Si el sistema no era totalmente perfecto y se producía algún fallo menor, los robots podrían encargarse de ello.

Pero ni siquiera la indolencia perfecta fue suficiente. Había demasiada actividad a su alrededor. Pronto se cansó de los robots que tenía cuidándolo, y les ordenó que buscaran medios para reducir su nivel de actividad, recortando la limpieza de la casa, y luego eliminándola por completo. Les ordenó que dejaran de preocuparse por los campos exteriores, sosteniendo que la mera idea de verlos salir de allí, cortando, cavando y sembrando, trastornaba su calma.

Decidió que sus fiestas se habían convertido en un aburrimiento, en una interrupción. Las dejó. Además, lo obligaban a desperdiciar demasiado tiempo arreglándose. Cuando las fiestas dejaron de existir, ese problema quedó eliminado.

Ordenó que su plan de baños fuera reducido, y luego volvió a recortarlo una vez más. Se hizo depilar permanentemente la barba y el cuero cabelludo, para no tener que afeitarse o cortarse el pelo. Hizo que trataran sus uñas para impedir que crecieran.

No le gustaba que los robots le trajeran la comida y luego permanecieran a su alrededor, haciendo entrechocar los platos. Ordenó que le trajeran la comida en contenedores no retornables, y dijo a los robots que se marcharan en el momento que se la trajeran. Pero seguía existiendo el problema de recoger los contenedores. Podría dejarlos caer al suelo cuando acabara, pero verlos lo molestaba y se vería obligado a soportar la presencia de un robot que viniera a limpiar.

Descubrió que si tiraba los cartones de comida vacíos por encima de su hombro, no estarían en su campo de visión, y su presencia no lo perturbaría. Pero con todo, los sonidos de los robots limpiando eran muy molestos, y les ordenó que parasen.

La nariz humana pierde la sensibilidad a un olor dado tras corto período de tiempo, y a Gidi no lo molestó el olor, la peste, el hedor.

Pero incluso las comidas se convirtieron en una distracción. Gidi ordenó a sus robots que instalaran tubos de comida y bebida. Entonces sólo tuvo que girar la cabeza a derecha o izquierda y sorber su alimento y su bebida.

Por fin, alcanzó lo más parecido a su ideal que podía imaginar. Nada tenía por qué molestarlo de nuevo. Había llegado a un estado de perfecta soledad. Ordenó a sus robots que salieran de su habitación, y les dijo que permanecieran en sus nichos hasta que los llamara, circunstancia que fue haciéndose cada vez más rara.

Y finalmente dejó de hacerlo.

Por supuesto, para cuando las cosas llegaron a ese punto, Chestrie y los otros robots estaban medio locos, capturados en una maraña de conflictos de la Primera Ley. Gidi, mostrando notable talento para dar órdenes, los había convencido de que la sumisión a sus caprichos era esencial si querían impedir que su amo sufriera serios daños emocionales y mentales. Lo hizo con el énfasis suficiente para anular las preocupaciones de los robots sobre su prolongado deterioro.

Por eso (y por la ausencia de sentido del olfato en los robots), permaneció muerto el tiempo suficiente para pudrirse. Al fin, el potencial de la Primera Ley de Chestrie obligó a desobedecer la orden de su amo de permanecer inmóvil, buscó y descubrió que no podía hacer más que avisar a las autoridades.

Kresh y su compañero entraron en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas de una especie de moho. El montón de contenedores de comida que había al fondo estaba literalmente cubierto de insectos. Pero era a Gidi (o a lo quedaba de él), a quien Kresh todavía veía a veces, en sueños. Aquel cadáver sonriente y cubierto de moscas, aquel cadáver con la piel que se movía, rebulléndose mientras los gusanos se alimentaban de él. La espectral mancha de fluido que goteaba a los pies de la cama, algún horrible producto residual licuado. Los ojos encogidos, las partes carnosas de las orejas ennegrecidas y resecas, parecidas a trozos de cuero.

El forense nunca se molestó (o quizá no fue capaz) en hacer una autopsia para determinar la causa de la muerte. La atribuyó a «causas naturales» y todo el mundo se contentó en dejarlo como estaba, sin que importara qué quería decir para la sociedad espacial que una muerte así fuera considerada natural.

Nadie quiso volver a hablar del tema. Chestrie y los otros robots fueron destruidos en secreto, la casa derribada, los terrenos abandonados. Nadie volvió a acercarse al lugar. Nadie mencionó siquiera el nombre de Gidi.

Los artistas que habían construido sus carreras y reputaciones gracias a sus alabanzas se encontraron de pronto no sólo sin un patrocinador, sino en la incómoda situación de que los méritos de su obra hubieran sido certificados por un loco, peor, que sus opiniones hubieran influido en la dirección de su trabajo.

Nadie quiso tratar con ellos. Algunos renunciaron al mundo del arte, mientras que otros con más coraje comenzaron sus carreras desde cero, dispuestos a conseguir un nombre sin la guía y el asesoramiento de Gidi.

El único efecto visible de su muerte fue que la moda de asistir a los eventos sociales a través de pantallas y holografías acabó de repente.

No era de gran consuelo saber que Gidi se había vuelto loco. Después de todo, empezó cuerdo, y nunca advirtió que había cruzado la línea. Su continua creencia en su propia racionalidad aparecía claramente en sus diarios. Pasó gran parte de sus últimos días felicitándose por haber conseguido una vida ordenada y sensata.

Si los locos no sabían cuándo estaban locos, ¿cómo podía nadie estar seguro de su cordura? Nadie en la ciudad de Hades consideró nunca la cuestión. Nadie habló de aquello, o de ningún otro aspecto del caso.

¿Pero hasta qué punto estaba sana una sociedad en la cual la reacción universal a una horrible pesadilla real era fingir que nunca había sucedido?

¿Y hasta qué punto se llegaba demasiado lejos al permitir que los robots se encargaran de todo?

Alvar gruñó para sí. No ser consciente de lo que hacía tu propio cuerpo mientras un robot te preparaba para que te acostases no era una buena señal.

—¡Donald! —gritó en la oscuridad. Se oyó un leve ruido. Parecía que Donald, de pie en su nicho al otro lado de la habitación, había avanzado un par de pasos. Kresh no pudo verlo al principio, pero entonces el robot conectó sus ojos, y Kresh los divisó, dos débiles manchas azules en la oscuridad.

—Sí, señor.

—Déjame. Pasa la noche en otro lugar de la casa. No me asistas de ninguna forma hasta que salga de mi habitación por la mañana. Instruye al resto de los robots de la casa para que hagan lo mismo.

—Sí, señor —dijo Donald, hablando con calma y sin sorpresa, como si su rutina matutina no hubiera sido establecida décadas antes.

Alvar Kresh contempló los dos ojos brillantes dirigirse hacia la puerta, que se abrió y se cerró, y oyó al robot salir al pasillo.

«¿Cuántos más? —Se preguntó Alvar—. ¿Cuántas otras personas del público, cuántos de los que estaban despiertos en casa enviaban fuera a sus robots aquella noche, preocupados por lo que había dicho Fredda Leving, decididos a comenzar de nuevo a vivir sus propias vidas, en vez de dejar que sus robots las vivieran por ellos?».

¿Ninguno? ¿Millones? ¿Una cifra intermedia? Era preocupante no saberlo. Le gustaba pensar que conocía bien a la gente de Hades. Pero en eso no tenía ni idea. Tal vez no era el único que recordaba esa noche a Davirnik Gidi. Y si así era, Fredda Leving había hecho un verdadero servicio aquella noche. La gente necesitaba que le abrieran los ojos.

Pero entonces sus pensamientos se volvieron hacia el tema que había intentado evitar. Calibán, acechando ahí fuera, en las sombras. Sin leyes, sin control, su mera existencia inspiraría temor y provocaría revueltas, y quizás algo peor.

Alvar Kresh frunció el ceño, enfadado. Tal vez Fredda Leving había hecho algún bien aquella noche, pero no había duda de que también había cometido un terrible crimen.

E iba a pagar por ello.