—Gracias, amigos míos —comenzó—. Esta noche pretendo presentarles un análisis de las Tres Leyes. Sin embargo, antes de pasar a un examen detallado ley por ley, creo que sería aconsejable revisar cierta información pasada y determinar con exactitud nuestra perspectiva histórica.
»En mi anterior conferencia presenté argumentos que intentaban establecer que los humanos tienen a los robots en baja consideración, que el uso y abuso de los robots nos está degradando a nosotros y a ellos, que los humanos hemos permitido que nuestra perezosa confianza en los robots nos prive de la habilidad para ejecutar las tareas más elementales. Hay un hilo común que sostiene todos estos problemas, un tema que los enlaza a todos.
»Es el tema, damas y caballeros, de las Tres Leyes. Están en el núcleo de todo lo relacionado con la robótica.
Fredda hizo una pausa y contempló al público. Vio la mirada de Alvar en primera fila. Se sorprendió al advertir la ira en su rostro. ¿Qué había sucedido? Kresh era un hombre razonable. ¿Qué podía haberlo enfadado tanto? ¿Se había enterado de algo? Esa posibilidad ató un nudo en su estómago. Pero no importaba. Ahora no. Tenía que continuar con la conferencia.
—Al principio de mi charla anterior, pregunté para qué sirven los robots. Hay una cuestión paralela: «¿Para qué sirven las Tres Leyes? ¿A qué propósito sirven?». Esa pregunta me sorprendió cuando me la planteé por primera vez. Era muy similar a preguntar «¿Para qué sirven las personas?», o «¿Cuál es el significado de la vida?». Algunas preguntas son tan básicas que no tienen respuesta. Las personas son. La vida es. Contienen su propio significado. Debemos hacer de ellas lo que podamos. Pero con los robots, con las Leyes, he de recordarles una vez más que son invenciones humanas, diseñadas seguramente con un propósito específico en mente. Podemos decir para qué sirven las Tres Leyes. Exploremos la cuestión.
»Cada una de las Leyes está basada en varios principios subyacentes, algunos claros y otros no tan inmediatamente evidentes. Los principios iniciales que sostienen las Tres Leyes derivan de la moralidad humana universal. Esto es un hecho demostrable, pero las transformaciones matemáticas en la anotación posicional positrónica requeridas para demostrarlo no son por supuesto lo que este público quiere oír. Hay muchos días en que ni siquiera yo quiero oír hablar de esas cosas.
La frase desató algunas unas risas. Bien. Todavía estaban con ella, dispuestos a escuchar. Fredda miró sus notas; tomó un nervioso sorbo de agua, y continuó.
—Baste decir que esas técnicas pueden ser utilizadas a fin de generalizar las Tres Leyes para que se interpreten como sigue: uno, los robots no deben ser peligrosos; dos, deben ser útiles; y tres, deben ser tan económicos como sea posible.
»Nuevas transformaciones matemáticas usadas por los modeladores sociológicos demostrarán que esta jerarquía de preceptos básicos es idéntica a un subconjunto de normas de todas las sociedades humanas morales. Podemos extraer idénticos conceptos de la matemática estándar idealizada y los códigos morales generalizados usados por los modeladores sociológicos. Esos conceptos pueden ser advertidos cada vez que las leyes superiores anulan a las de rango inferior cuando dos de ellas entran en conflicto: No causes daño, sé útil a los demás; no te destruyas a ti mismo.
»En resumen, las Tres Leyes engloban algunos ideales de conducta que están en el centro de la moralidad humana, ideales que los humanos ansían pero nunca cumplen. Todo esto parece muy cómodo y tranquilizador, pero tiene defectos.
»Primero, por necesidad, las Tres Leyes están grabadas en el mismo núcleo del cerebro positrónico como absolutos matemáticos, sin ninguna zona gris o espacio para la interpretación. Pero la vida está llena de zonas grises, lugares donde las reglas puras y simples no pueden funcionar bien, y debe aplicarse en cambio el juicio individual.
»Segundo, los humanos viven con muchas más de tres leyes. Volviendo de nuevo a los resultados producidos por los modelos matemáticos, puede demostrarse que las Tres Leyes son el equivalente a una buena aproximación de primer orden a la conducta humana idealizada. Pero son sólo una aproximación. Son demasiado rígidas, demasiado simples. No pueden cubrir nada que se parezca al conjunto completo de situaciones normales, mucho menos servir en circunstancias inauditas y únicas donde debe aplicarse el auténtico juicio independiente. Todo ser restringido por las Tres Leyes será incapaz de enfrentarse a una amplia gama de circunstancias que pueden darse a lo largo de toda una vida de contacto con el universo inmediato. En otras palabras, las Tres Leyes impiden la supervivencia como individuo libre. Matemáticas relativamente simples pueden demostrar que los robots que actúan obedeciendo las Tres Leyes, pero sin control humano final, tendrán una alta probabilidad de estropearse, si son expuestos a situaciones de decisión de carácter humano. En resumen, las Tres Leyes incapacitan a los robots para enfrentarse sin ayuda a un entorno poblado por algo que no sean otros robots.
»Sin la habilidad para tratar con las zonas grises, sin las miles de leyes y reglas internas que guían las decisiones humanas, los robots no pueden tomar decisiones creativas o hacer juicios ni siquiera remotamente tan complejos como los que nosotros hacemos.
»Aparte está el problema de la interpretación. Imaginen una situación en la que un criminal dispara a un oficial de policía. Es normal que el policía se defienda, incluso usando la fuerza. La sociedad da permiso, y hasta espera, que el policía someta o incluso mate a su asaltante, porque la sociedad valora su propia protección, y la vida del oficial, por encima de la vida del criminal. Ahora imaginen que ese oficial está acompañado por un robot. Naturalmente, el robot intentará proteger al policía del criminal… pero del mismo modo intentará proteger también al criminal del policía. Intentará casi con toda seguridad impedir que el policía dispare a su vez contra el criminal. El robot intentará que no se cause daño a ningún humano. Se interpondrá en la línea de fuego del policía, o dejará que el criminal escape, o intentará desarmar a ambos combatientes. Podría intentar protegerlos de los disparos del otro, aunque eso cause su propia destrucción y la inmediata continuación del tiroteo.
»De hecho, hemos efectuado varios simulacros de encuentros así. Sin la presencia del robot, el oficial de policía puede a menudo derrotar al criminal. Con un robot, hay resultados más probables que la victoria policial: la muerte del policía y el criminal con la destrucción del robot, la muerte del policía y la destrucción del robot, la destrucción del robot con la huida del criminal, la muerte del criminal y/ o del policía con el robot sobreviviendo el tiempo suficiente para estropearse debido a conflictos masivos Primera Ley-Primera Ley y Primera Ley-Segunda Ley.
»Teóricamente, es posible que un robot juzgue la situación adecuadamente, y no se bloquee al sentirse culpable de la muerte del criminal. Debe poder decidir que el bien inmediato y a largo plazo se cumplen si el policía vence, y que ayudar o defender a un criminal preparado para tomar la vida de un agente de la ley es al final una auto derrota, porque el criminal casi con toda certeza atacará de nuevo a la sociedad de otras formas si se le permite sobrevivir. Sin embargo, en la práctica, todos los robots menos los más sofisticados con los potenciales más refinados y equilibrados de la Primera Ley, no tienen ninguna esperanza de tratar adecuadamente con una situación semejante.
»Todas las leyes y reglas por las que vivimos están sujetas a las complicaciones de la interpretación. Los humanos tenemos tanta práctica para vivir con esas complicaciones que no somos conscientes de ellas. La forma adecuada de entrar en una habitación cuando hay una fiesta empezada a media tarde, la forma correcta de dirigirse a la viuda de tu abuelo que ha vuelto a casarse, las circunstancias bajo las cuales uno debe o intentará o no citar una fuente en un trabajo científico. Todos sabemos qué cosas están bien aunque no seamos conscientes de que lo sabemos. Y ese conocimiento práctico no está limitado a temas triviales.
»Por ejemplo, es una ley universal humana que el asesinato es un crimen. Sin embargo, la defensa propia es, en todas partes, una defensa legítima contra la acusación de asesinato; niega el crimen y perdona el acto. Capacidad disminuida, enajenación mental transitoria, circunstancias atenuantes, grados del crimen de asesinato que varían desde el homicidio al asesinato premeditado… hay muchos tonos intermedios de gris en el blanco y negro de la ley contra el asesinato. Como hemos visto con mi ejemplo del policía y el criminal, esas gradaciones no se reflejan en la rigidez de la Primera Ley. No hay espacio para juzgar, para buscar circunstancias atenuantes o permitir la flexibilidad. El sustituto más parecido a la flexibilidad que un robot puede tener es un ajuste en el potencial entre las Tres Leyes, e incluso esto es sólo posible dentro de unos límites.
»¿Para qué sirven las Tres Leyes? Para responder a mi propia pregunta, entonces: “Las Tres Leyes tienen la intención de proporcionar una simulación práctica de un código moral idealizado, modificado para asegurar la docilidad y obediencia de los robots”. Las Tres Leyes no fueron escritas con la intención de modificar la conducta humana. Pero lo han hecho, y de una forma bastante drástica.
»Después de tratar el propósito de las Leyes, veamos su historia.
»Todos conocemos las Tres Leyes de memoria. Las aceptamos como aceptamos la gravedad, o las tormentas, o la luz de las estrellas. Las consideramos una fuerza de la naturaleza, más allá de nuestro control, inmutables. Creemos que es absurdo no aceptarlas, no tratar con el mundo que las incluye.
»Pero esta no es nuestra única opción. Vuelvo a repetir que las Tres Leyes son una invención humana. Están basadas en el pensamiento humano y la experiencia humana, cimentadas en el pasado humano. Las Leyes son, al menos en teoría, no menos susceptibles de examen y no más inmutables en la forma que cualquier otra invención humana: la rueda, la nave espacial, el ordenador. Todas estas cosas han cambiado, o han sido sustituidas, por nuevos productos de la creatividad, nuevos inventos.
»Podemos mirar cada una de esas cosas, ver cómo se han hecho, y cómo las hemos cambiado, cómo las ponemos al día para que se ajusten a nuestros tiempos. También, si queremos, podemos cambiar las Tres Leyes.
Hubo un jadeo colectivo en la audiencia, gritos desde el fondo, una tormenta de abucheos y gritos airados. Fredda sintió los gritos y lamentos como si fueran golpes contra su cuerpo. Pero sabía que aquello iba a suceder. Se había preparado para ello, y respondió.
—¡No! —dijo—. Así no. Todos ustedes fueron invitados a unirse a una discusión intelectual. ¿Cómo pueden ustedes decir que somos la sociedad más avanzada de la historia de la civilización humana si la simple sugerencia de una idea nueva, un tímido cambio a la ortodoxia, les convierte en una turba? Responden como si mis palabras fueran un ataque a la religión que pretenden no tener. ¿Creen de verdad que las Tres Leyes están predeterminadas, que son una especie de fórmula mágica inserta en el tejido de la realidad?
Eso los hirió. Los espaciales se enorgullecían de su racionalidad. Al menos casi siempre. Hubo más gritos, más abucheos, pero al menos parte del público parecía dispuesto a escuchar. Fredda les dio otro momento para calmarse y luego continuó.
—Las Tres Leyes son una invención humana —repitió—. Y como todas las creaciones humanas, son un reflejo de la época y el lugar en que fueron formuladas por primera vez. Aunque mucho más avanzados en muchos aspectos, los robots que utilizamos hoy son en esencia idénticos a los primeros robots verdaderos que fueron creados hace miles de años. Los robots que los espaciales usamos en la actualidad tienen cerebros cuyo diseño básico ha permanecido inalterable desde los días anteriores a la entrada de la humanidad en el espacio. Son herramientas hechas para una cultura que se desvaneció mucho antes de que se construyeran las grandes ciudades subterráneas de la Tierra, antes de que los primeros espaciales fundaran Aurora.
»Sé que parece increíble, pero no tienen por qué aceptar mi palabra. Búsquenlo ustedes mismos. Si investigan lo más recóndito del pasado, verán que es así. No envíen a sus robots a averiguarlo por ustedes. Vayan a sus paneles de datos y busquen personalmente. El conocimiento está allí. Busquen el mundo y la época en que nacieron los robots. Verán que las Tres Leyes fueron escritas en una época muy distinta a la nuestra.
»Encontrarán referencias referidas a algo llamado “complejo de Frankenstein”. Esto, a su vez, es una referencia a un mito muy antiguo acerca de un trastornado mago-científico que unió partes de cadáveres de criminales condenados para crear un temible monstruo. Algunas versiones del mito informan de que el monstruo era en realidad un alma noble y gentil, mientras que otras lo describen como feroz y asesino. Todas las versiones coinciden en que el monstruo era temido y odiado prácticamente por todo el mundo. Según la mayoría de las variantes de la historia, la criatura y su creador fueron destruidos por un grupo de ciudadanos aterrorizados, que aprendieron a estar preparados para el inevitable momento en que la historia se repitiera, cuando otro nigromante volviera a descubrir el secreto de dar vida a la carne putrefacta.
»Ese monstruo, damas y caballeros, era la imagen mítica popular del robot cuando se crearon los primeros robots auténticos. Una cosa hecha de carne humana putrefacta, arrancada de los cuerpos de los muertos. Algo perverso nacido con todos los impulsos más bajos y malignos de la humanidad en su alma. El miedo a esta criatura imaginaria, superpuesto a los robots reales, era el complejo de Frankenstein. Sé que será imposible de creer, pero los robots no eran vistos como sirvientes mecánicos completamente dignos de confianza, sino como amenazas potenciales, como seres temibles. Los hombres y mujeres agarraban a sus hijos y huían cuando los robots (robots verdaderos, con las Tres Leyes introducidas en sus cerebros positrónicos) se acercaban.
Se sintieron más murmullos de incredulidad por parte del público, pero ahora estaban con ella, aturdidos por el extraño mundo que describía. Les estaba hablando de un pasado situado casi más allá de su imaginación, y se sentían fascinados. Incluso Kresh, en primera fila, parecía haber perdido parte de su ferocidad.
—Hay más —dijo Fredda—. Hay mucho más que necesitamos comprender sobre los días en que fueron escritas las Leyes. Pues los primeros robots fueron construidos en un mundo de miedo y desconfianza universal, cuando los habitantes de la Tierra estaban organizados en un puñado de bloques, cada bando armado con armas tan terribles que podían borrar toda la vida del planeta, cada uno temiendo que el otro golpeara primero. Al final, el hecho de la existencia de las armas se convirtió en el tema político central de la época, relegando cualquier otra diferencia moral y filosófica. Para impedir que sus enemigos atacaran, cada bando se veía obligado a construir armas más grandes, más rápidas, más potentes.
»Ya no se trataba de ver cuál era la causa justa, sino quién podía crear máquinas más temibles. Todas las máquinas, todas las tecnologías, fueron consideradas primero armas y herramientas después. Imaginen, si pueden, un mundo donde un inventor se aparta de su trabajo y, rutinariamente, no se pregunte cómo puede ser útil un nuevo invento, sino cómo puede ser usado mejor para matar a mis enemigos. Cada vez que era posible, las máquinas y la tecnología eran convertidas en herramientas de muerte que empujaban a la sociedad por caminos más intrincados. La primera de las grandes ciudades subterráneas de la Tierra fue una herencia de este periodo, diseñada no por su utilidad y eficacia, sino como protección contra las horribles bombas nucleares que podían destruir una ciudad de la superficie en un abrir y cerrar de ojos.
»Al mismo tiempo que esta loca y paranoica carrera de armamentos, igual que el complejo de Frankenstein, estaba en su apogeo, la sociedad daba sus primeros pasos hacia el concepto de un autómata moderno, y la transición no fue agradable. En aquella época, la gente no trabajaba porque quisiera hacerlo, o para ser útil, o para responder a sus instintos creativos. Trabajaban porque tenían que hacerlo. Se les compensaba económicamente por su trabajo, y era ese salario lo que pagaba la comida que comían y ponía un techo sobre sus cabezas. Las máquinas automáticas, los robots entre ellas, asumían más y más trabajo, con el resultado de que había menos para la gente, y menos paga. Los robots podían crear un nuevo bienestar, pero los pobres no podían permitirse comprar lo que creaban los robots, propiedad de los ricos. Imaginen la furia y el resentimiento que sentirían ustedes contra una máquina que les robara la comida de la mesa. Imaginen la profundidad de su ira si no tuvieran forma de impedir ese robo.
»Un último argumento: hasta la era de los espaciales, los robots eran una comodidad rara y cara. Hoy ni siquiera consideramos una cultura espacial en que los robots sobrepasan a los seres humanos en la proporción de cincuenta o cien a uno. Durante los primeros cientos de años de su uso, los robots eran como mucho una milésima parte de la población humana. Lo que es raro se trata de forma distinta a lo que es común. Un hombre que poseyera un solo robot, uno que costaba más que todas sus otras posesiones mundanas juntas, nunca hubiese soñado con usar ese robot como ancla para un barco.
»Esos fueron, pues, los elementos culturales que indujeron a la creación de las Tres Leyes. El mito de un monstruo sin alma y temible construido a partir de los muertos; la sensación de un mundo amenazado fuera de control, el profundo resentimiento contra las máquinas que robaban el pan de la boca a las familias pobres, el hecho de la escasez de robots y la percepción de los mismos como seres raros y valiosos. Adviertan que hablo de percepciones, no de realidad. Lo que importaba era cómo veía la gente a los robots, no lo que eran. Y aquella gente los veía como monstruos invasores.
Fredda tomó aliento y contempló a su público sumido en un silencio total, escuchando lleno de horror y sorpresa sus palabras. Continuó.
—Se ha dicho que los espaciales somos una sociedad enferma, esclavos de nuestros propios robots. Acusaciones similares se han alzado contra nuestros amigos colonos que moran en sus refugios subterráneos, ocultos al mundo exterior, asegurándose a sí mismos que es mucho más hermoso vivir fuera de la vista del cielo. Ellos son los herederos culturales de las ciudades construidas por el miedo en la Tierra. Estas dos visiones se presentan normalmente como exclusivas. Una cultura está enferma, luego la otra está sana. Yo sugiero que es más razonable juzgar independientemente la salud o la enfermedad de cada una. Considero que la salud de ambas está en grave peligro.
»En cualquier caso, está claro que la sociedad, el periodo de tiempo en que los robots y las Tres Leyes fueron construidos estaba mucho más enfermo que el nuestro. Paranoide, desconfiada, sacudida por guerras violentas y horribles emociones, la Tierra de esa época era un lugar temible. Nuestros antepasados huyeron de esa enfermedad cuando abandonaron la Tierra. Fue el deseo de desligarse de aquello lo que hizo que los espaciales nos negásemos a aceptar durante tanto tiempo que éramos descendientes de la Tierra. Durante miles de años, negamos nuestra herencia común con la Tierra y los colonos, considerando subhumano todo lo que no fueran nuestros Cincuenta Mundos, envenenando las relaciones entre nuestros dos pueblos. En resumen, es la enfermedad de aquel periodo olvidado lo que está en el centro del odio y la desconfianza que existen hoy entre colonos y espaciales. La enfermedad ha sobrevivido a la cultura que la creó.
»He dicho que todas las creaciones humanas son reflejos de la época en que fueron creadas. Si es así, las Tres Leyes son reflejos de un espejo oscuro. Reflejan una época en que las máquinas eran temidas y se desconfiaba de ellas, cuando la tecnología era correctamente percibida como malévola, cuando la ganancia obtenida gracias a una máquina sólo era posible a costa de una pérdida para un humano, cuando incluso el hombre más rico era pobre según los estándares de nuestro tiempo, y los pobres estaban profunda y comprensiblemente resentidos con los ricos. He dicho y diré esta noche muchas cosas negativas sobre la cultura basada en los robots, pero hay también muchas cosas brillantes y positivas. Nos hemos librado no sólo del hecho en sí de la pobreza, sino de la habilidad para concebirla. No nos tememos unos a otros, y nuestras máquinas nos sirven a nosotros, y no al contrario. Hemos construido grandes cosas, cosas hermosas. Sin embargo, todo nuestro mundo, nuestra cultura entera, está construido alrededor de las Tres Leyes que fueron escritas en un tiempo de salvajismo. Su forma y redacción son como son, en parte para aplacar a las temerosas y semibárbaras masas de esa época. Fueron, incluso en el momento de su invención, una reacción desproporcionada a las circunstancias. Hoy, están casi completamente apartadas de la realidad.
»Entonces: ¿Para qué sirven los robots? Al principio, naturalmente, la respuesta fue simple. Servían para trabajar. Pero hoy, como resultado de esas Tres Leyes escritas hace tanto tiempo, los usos originales de los robots se han visto prácticamente subordinados a la tarea de cuidar y proteger a la humanidad.
»Esa no fue la intención de la gente que redactó las Tres Leyes. Pero cada Ley ha desarrollado su propio subtexto con el tiempo, formado un conjunto de implicaciones que se hicieron evidentes sólo después de que robots y humanos vivieran juntos durante mucho tiempo, y que resultan difíciles de ver desde dentro de una sociedad que ha tenido una larga asociación con los robots.
»Volvamos atrás y examinemos las leyes, empezando por la Primera Ley de la Robótica: Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño. Esto es, por supuesto, perfectamente razonable… o eso nos decimos. Ya que son mucho más fuertes que los seres humanos, los robots deben tener prohibido el uso de esa fuerza contra los humanos. Esto es análogo a nuestra prohibición de violencia entre humanos. Impide que un humano utilice a un robot como arma contra otro, ordenando por ejemplo a un robot que mate a un enemigo. Hace que los robots sean completamente dignos de confianza.
»Pero esta Ley también define la existencia de todo robot como secundaria a la de todo humano. Esto tenía más sentido en una época en que los robots eran incapaces de hablar o de razonamientos complejos, pero todos los robots modernos pueden hacer al menos eso. Tenía sentido en una época en que los pobres eran muchos y los robots eran caros y pocos. De lo contrario, los ricos podrían haber ordenado fácilmente a sus juguetes que los defendieran contra las masas, con resultados desastrosos. Sin embargo, todavía hoy, en todas partes, en cualquier época, la existencia de los robots más nobles, más valientes, más sabios y fuertes, no es nada en comparación con la vida del criminal más despreciable y monstruoso.
»La segunda cláusula de la Primera Ley significa que en presencia de los robots los humanos no necesitan protegerse a sí mismos. Si yo apuntara con un arma al sheriff Kresh, que tengo sentado aquí delante, él sabe que no tiene por qué hacer nada.
Durante un extraño y fugaz momento, Fredda consideró lo agradable que sería hacerlo. Kresh era una amenaza, no había duda.
—Su robot personal, Donald, lo protegería. Ariel, la robot que está detrás de mí en el escenario, me desarmaría. En un sentido muy real, el sheriff Kresh no tendría ninguna responsabilidad de mantenerse con vida. Si escalara una montaña, dudo que Donald lo dejara hacerlo sin que cinco o seis robots lo acompañaran, escalando ante y detrás de él, dispuestos en todo momento a impedir que cayese. Antes que nada, un robot intentaría convencer a su amo para que no realizara una actividad tan peligrosa.
»El hecho de que esa superprotección acabe con toda la diversión que supone escalar montañas explica, al menos en parte, por qué ya ninguno de nosotros practica el alpinismo.
»De un modo similar y más sutil, vivir con los robots nos ha entrenado para considerar que todo riesgo es malo, que todo riesgo es igual. Como los robots deben protegernos del daño, y no permitir, por inacción, que suframos daño alguno, se esfuerzan incesantemente en buscar cualquier peligro, no importa lo leve que sea, para cumplir con lo que se les ha ordenado.
»No es una exageración decir que los robots protegen contra un peligro de un millón a uno de una herida menor con el mismo fervor con que protegen contra el riesgo de muerte casi segura. Como los riesgos menores y mayores son tratados del mismo modo, llegamos a pensar que son lo mismo. Perdemos nuestra habilidad para juzgar riesgos contra posibles beneficios. Estoy segura de que todas las personas del público han tenido la experiencia de ver a un robot saltar para proteger contra riesgos y peligros absolutamente triviales. Los robots reaccionan exageradamente, y al hacerlo nos enseñan a temer correr riesgos de forma desproporcionada. Culturalmente, ese miedo al riesgo se ha extendido de lo meramente físico a lo psicológico. El atrevimiento y la osadía se consideran por lo menos desagradables y de mal gusto. En cada ocasión, nuestra cultura nos dicta que es una tontería correr riesgos, por pequeños que sean.
»Sin embargo, todas las cosas que merecen la pena implican cierto riesgo. Cuando un escalador alcanza la cima de una montaña para ver el paisaje, existe, siempre, el riesgo de caer, no importa cuántos robots estén cerca. Cuando un científico se esfuerza por aprender algo nuevo, el riesgo incluye la pérdida de prestigio, la pérdida de recursos, la pérdida de tiempo. Cuando una persona ofrece su amor a otra, existe el riesgo de rechazo. El riesgo está presente en cualquier intento, en todo.
»Pero los robots nos enseñan que el riesgo, todo riesgo, cualquier riesgo, es malo. Su deber es protegernos del daño, no beneficiarnos. No hay ninguna Ley que diga: Un robot ayudará a un humano a conseguir su sueño. Los robots, con su cautela, nos enseñan a pensar sólo en cosas seguras. Les preocupan los peligros, no los beneficios potenciales. Su conducta súperprotectora y sus constantes incitaciones a que seamos cautelosos nos enseñan a muy temprana edad que es más sabio no correr riesgos. Nadie en nuestra sociedad los corre. Así, la posibilidad de éxito queda eliminada de inmediato por la posibilidad del fracaso.
El silencio de la sala se rompió, reemplazado por un bajo y furioso murmullo. La gente hablaba, sacudía la cabeza, fruncía el ceño. Había una preocupante intensidad en el aire.
Fredda hizo una pausa y contempló el auditorio. De repente le pareció que la sala se había encogido. Los asientos traseros se habían adelantado, y estaban mucho más cerca. La gente de la primera fila parecía estar sólo a unos centímetros de su cara.
Miró a Alvar Kresh. Parecía tan cerca que le hizo falta un esfuerzo de voluntad para evitar tocarlo. El aire parecía brillante y cargado de energía, y las líneas rectas y la cuidada geometría de la sala parecían haberse curvado. Todos los colores resultaban más ricos, las luces más brillantes.
Fredda sintió su corazón palpitar contra su pecho. Las emociones de la sala, la furia, la excitación, la curiosidad, la confusión, eran palpables, estaban allí para que ella las tocara. ¡Las tenía! Oh, sabía que había pocas esperanzas de lograr una conversión en masa al instante, y ni siquiera sabía si quería que todos se convirtieran, pero había captado sus emociones, los había obligado a contemplar sus propias creencias. Había abierto el debate.
Ahora, si pudiera terminar la velada sin provocar un altercado… Miró sus notas y volvió a su charla.
—Tememos el riesgo, y miren los resultados. En todos los campos científicos, menos en la robótica, hemos cedido el liderazgo a los colonos. Y, por supuesto, ganamos en el campo de la robótica por ausencia, pues los colonos son lo suficientemente tontos para temer a los robots.
¿Había ironía en su voz? La propia Fredda no estaba segura.
—Pero no es sólo la ciencia lo que se ha quedado dormida. Es todo. Los espaciales no fabricamos nuevos tipos de naves espaciales o de coches aéreos. Los nuevos edificios que los robots levantan están basados en diseños antiguos. No hay nuevas medicinas para seguir ampliando nuestras vidas. No hay ninguna nueva exploración en el espacio. «Cincuenta planetas son suficiente» tiene el poder de un proverbio. Excepto que ahora Solaria se ha desmoronado, y sólo quedan cuarenta y nueve mundos. Si Inferno sigue como en el pasado, quedarán cuarenta y ocho. Para muchas cosas vivas, el cese del crecimiento es el primer paso hacia la muerte. Si esto se cumple en las sociedades humanas, estamos en grave peligro.
»En todos los campos de la actividad humana entre los espaciales, las líneas de la gráfica marcan un lento y suave declinar mientras la seguridad y la indolencia se convierten en norma. Perdemos terreno incluso en las cosas más básicas y vitales. La tasa de natalidad en Inferno cayó por debajo de su nivel de mantenimiento de la población hace dos generaciones. Vivimos mucho, pero no para siempre. Morimos más personas de las que nacemos. Nuestra población está disminuyendo, y grandes zonas de la ciudad están ahora vacías. Los niños que nacen son educados no por padres amorosos, sino por robots, los mismos robots que cuidarán a nuestros hijos toda su vida y les facilitarán estar aislados de otros humanos.
»Bajo estas circunstancias, no debe sorprendernos que haya muchos entre nosotros que prefieran la compañía de robots a la de los humanos. Nos sentimos más a salvo, más cómodos, con los robots. A ellos podemos dominarlos, controlarlos, nos protegen de la más peligrosa amenaza a nuestra tranquilidad: los otros humanos. Pues tratar con los humanos es mucho más arriesgado que tratar con los robots. Advertiré de pasada la perversión cada vez más popular de practicar el sexo con robots especialmente diseñados para ello. Este vicio es tan común que en algunos círculos ya ni siquiera es considerado raro. Pero representa la renuncia final al contacto con otra persona en favor de la protección robótica. No puede haber ninguna sensación auténtica, ninguna emoción sana en tales encuentros, sólo el vacío y la liberación, insatisfactoria a la larga, de urgencias físicas.
»Los infernales estamos olvidando cómo tratar unos con otros. He de añadir que nuestra situación es mucho mejor que en otros mundos espaciales. En algunos de nuestros mundos, el gusto relativamente suave por el aislamiento personal que aquí pasamos por alto se ha convertido en una obsesión. Hay mundos espaciales donde se considera desagradable estar en la misma habitación con otra persona, y la máxima perversión es tocar a otra persona a menos que sea completamente necesario. No hay ciudades en esos mundos, sino compuestos diseminados, cada hogar de un solo humano rodeado por un centenar de robots. No hace falta que mencione las dificultades para mantener la tasa de natalidad en esos mundos.
»Antes de que nos felicitemos por evitar ese destino, déjenme recordarles que la población de la ciudad de Hades mengua mucho más rápido de lo aconsejable: más y más personas marchan de la ciudad, creando compuestos del mismo tipo que acabo de describir. Esas residencias solitarias parecen más seguras, más tranquilas. No hay tensiones o peligros cuando uno está solo.
»Amigos míos, debemos afrontar un hecho que hemos tenido delante durante generaciones. La Primera Ley nos ha enseñado a no correr riesgos. Nos ha enseñado que todo riesgo es malo, y que la mejor forma de evitarlo es no hacer esfuerzos y dejar que los robots se encarguen de todo. Poco a poco, hemos entregado todo lo que hay y todo cuanto hacemos a los robots.
Hubo un coro de gritos y abucheos y silbidos, y un cántico furioso empezó al fondo de la sala, entre los Cabezas de Hierro.
—¡Colono, colono, colono!
Desde el punto de vista de los Cabezas de Hierro, no había peor insulto.
Fredda dejó que continuaran durante uno o dos minutos, rehusando desafiarlos esta vez. La táctica funcionó, al menos por el momento. Otra parte del público se volvió hacia los Cabezas de Hierro y los hizo callar, y los oficiales de Kresh se acercaron a los más bravucones, hasta que se calmaron.
—Si puedo continuar, pasemos a la Segunda Ley de la Robótica: Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por los seres humanos, excepto cuando estas órdenes entren en conflicto con la Primera Ley. Esta Ley asegura que los robots sean herramientas útiles, y que sirvan a los humanos, a pesar de las muchas formas en que pueden ser física e intelectualmente superiores a nosotros.
»Pero en nuestro análisis de la Primera Ley, vemos que la confianza humana en los robots crea dependencia hacia ellos. La Segunda Ley refuerza esto. Al igual que estamos perdiendo la voluntad y la habilidad para ver nuestro propio bienestar, perdemos la capacidad de acción directa. No podemos hacer nada por nosotros mismos, sólo lo que podemos ordenar a nuestros robots que hagan por nosotros. Mucha formación técnica consiste en aprender los medios para dar órdenes complejas a robots especializados.
»El resultado: a excepción de nuestras cada vez más decadentes artes decorativas, no creamos nada nuevo. Como veremos dentro de un momento, incluso nuestras formas artísticas no son inmunes a la interferencia robótica.
»Nos decimos que la forma de vida espacial nos libera para construir una cultura mejor y superior, nos libra de toda carga para explorar lo mejor de la capacidad humana. ¿Con qué resultado?
»Déjenme citar el ejemplo más próximo. Nos hemos reunido esta noche en uno de los mejores teatros de nuestro planeta, un lugar de arte, un monumento a la creatividad. ¿Pero quién trabaja aquí? ¿Para qué usamos este sitio? Hay una respuesta corta y simple. Es aquí donde ordenamos a nuestros robots que hurguen entre los huesos muertos de nuestra cultura.
»Nadie se molesta ya en escribir obras. Demasiado esfuerzo. He hecho algunas averiguaciones sobre este punto. Han pasado veinte años desde que se representó aquí, o en cualquier otro lugar de Hades, una obra de un autor vivo. Han pasado más de cincuenta años desde la última vez que una obra usó actores humanos solamente. Los extras, el coro, los actores secundarios son robots teatrales, humanos en apariencia y especialmente construidos para recrear la acción humana en el escenario. De hecho, se está volviendo habitual que los papeles principales los interpreten también robots. Pero nos han dicho que no nos preocupemos. La única labor verdaderamente creativa en el teatro ha sido siempre la del director, y el director siempre será humano.
»Creo que los grandes actores del pasado se opondrían a ser considerados no creativos. Del mismo modo, pienso que los grandes directores del pasado no considerarían completa su labor creativa si simplemente seleccionaran la obra y ordenaran a un puñado de robots que la representaran.
»Pero los robots actúan, y lo hacen en un lugar vacío. Las representaciones que tienen lugar aquí son vistas por millones de personas que se encuentran a salvo en casa, delante del televisor. Raro es que el veinte por ciento escaso de las localidades de este teatro estén ocupadas por humanos. Así que, para proporcionar la sensación de una representación en vivo, la dirección llena los asientos vacíos con burdos robots humanoides, capaces de poco más que de reír y aplaudir según se les ordene. Sus caras de plástico y goma son lo bastante humanas para engañar a los televidentes cuando las cámaras enfocan al público. Se sientan ustedes en casa, damas y caballeros, viendo un teatro lleno de robots que contemplan un escenario lleno de robots. ¿Dónde está la interacción humana que hace vivir el teatro? Las emociones en esta sala son densas e intensas esta noche. ¿Cómo sería eso posible si ustedes fueran maniquíes preprogramados para responder a otro maniquí dando esta charla?
Se hizo un incómodo silencio, y Fredda advirtió que bastantes miembros del público miraban hacia los lados, como para asegurarse de que quienes los rodeaban no eran robots.
—Los otros campos creativos tampoco están mejores. Los museos están llenos de cuadros realizados por robots bajo la dirección del pintor humano que pone su nombre. Los novelistas dictan amplios resúmenes de sus libros a sus ayudantes robóticos, que vuelven con los manuscritos completos, tras haber ampliado ciertas secciones.
»Todavía hay artistas, poetas, escritores y escultores que hacen su propio trabajo ellos solos, pero no sé por cuánto tiempo. El arte mismo está muriendo. He de admitir que mi investigación es incompleta en este campo. Antes de dar esta charla, tendría que haber averiguado si a alguien le importa si los libros y el arte son hechos por las máquinas o no. Pero admito que la perspectiva de esa investigación me pareció demasiado deprimente.
»No sabía y no sé si alguien contempla esos cuadros, o lee esos libros. No sé qué sería peor, el ejercicio vacío de la creación estéril admirado y alabado, o que una charada tan insensata continúe sin que nadie se moleste en advertirlo. Dudo que ni los llamados artistas lo sepan. Como en todo lo demás de nuestra sociedad, no hay penalización para el fracaso en las artes, ni recompensa para el éxito. Y si el fracaso se trata exactamente igual que el éxito, ¿por qué tomarse la molestia de buscar el éxito? ¿Por qué deber hacerlo cuando, de todos modos, los robots se encargan de todo?
Fredda tomó otro sorbo de agua y contempló a su audiencia, el momento iba bien. ¿Pero qué ocurriría cuando llegara a la parte dura?
—Pasemos, pues, a la Tercera Ley de la Robótica: Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección entra en conflicto con la Primera o la Segunda Ley. De las Tres Leyes, esta es la que tiene menos efecto en la relación entre robots y humanos. Es la única que da a los robots independencia de acción, un tema al que volveré más adelante. La Ley hace a los robots responsables de sus propias reparaciones y mantenimiento, y asegura que no se destruyan caprichosamente. Hace que los robots no dependan de la intervención humana para su supervivencia continuada. Aquí, por fin, tenemos una Ley que se ocupa del bienestar de los robots. Al menos, eso parece a primera vista.
»Sin embargo, la Tercera Ley existe para conveniencia de los humanos: si los robots se encargan de su propio cuidado, significa que los humanos no necesitan molestarse en su mantenimiento. La Tercera Ley hace también que la supervivencia robótica sea secundaria a su utilidad, y eso es claramente más para beneficio de los humanos que de los robots. Si es útil que un robot sea destruido, o si debe ser destruido para impedir que se cause daño a un humano, entonces ese robot será destruido.
»Adviertan que gran parte de las Tres Leyes tratan de negativas de una lista de cosas que los robots no pueden hacer. Un robot apenas tiene fuerza para actuar con independencia. Una vez, hicimos un experimento en nuestros laboratorios. Construimos un robot sofisticado y colocamos un reloj en su generador principal. Lo sentamos en una silla en una habitación vacía, con la puerta cerrada pero sin echar la llave. El reloj se puso en marcha y el robot se conectó. Pero no había ningún humano presente ni tampoco llegó ninguno para darle órdenes. Ningún robot encargado fue a darle órdenes. Simplemente dejamos a ese robot solo, libre para hacer lo que quisiera. Permaneció allí sentado, completamente inmóvil, durante dos años. Incluso nos olvidamos de que estaba allí, hasta que necesitamos la habitación para otra cosa. Entré, dije al robot que se levantara y buscara algún trabajo que hacer. El robot obedeció. Ha sido parte activa y útil de los robots del laboratorio desde entonces, completamente normal en todos los sentidos.
»La cuestión es que las Tres Leyes no contienen ningún impulso volitivo. Nuestros robots son construidos y entrenados de forma que nunca hacen nada a menos que se les diga que lo hagan. Me parece una forma inútil de malgastar sus habilidades. Imaginen que instauráramos una Cuarta Ley: Un robot puede hacer lo que quiera, excepto cuando esa acción viole la Primera, Segunda y Tercera Leyes. ¿Por qué no lo hemos hecho nunca? Si no una ley, ¿por qué no lo consideramos una orden? ¿Cuándo fue la última vez que alguno de ustedes ordeno a un robot: “Ve y diviértete”?
El público se echó a reír.
—Sí, sé que parece absurdo. Tal vez lo es. Creo que probablemente la mayoría de los robots que ahora existen, si no todos, son literalmente incapaces de divertirse. Mi modelo indica que las cláusulas negativas de las Tres Leyes tenderían a hacer que un robot al que se le ordenara divertirse permaneciera sentado sin hacer nada, pues esa es la forma más segura de no causar ningún daño; Pero al menos mi imaginaria Cuarta Ley es un reconocimiento de que los robots son seres pensantes a los que debería darse la posibilidad de buscar algo en lo que pensar. ¿Y no es muy posible que estos seres que son nuestros acompañantes corrientes fueran más interesantes si hicieran algo más que perder el tiempo de pie e inmóviles?
»Hay un dicho, “ocupado como un robot, ¿pero cuánto de lo que hacen los robots es útil? Un grupo de cien robots construye un rascacielos en cuestión de días. El edificio permanece vacío y en desuso durante años. Otro grupo de robots lo desmonta y construye una torre nueva que, a su vez, permanecerá vacía y luego será sustituida. Los robots han demostrado gran eficiencia para hacer algo que es completamente inútil.
»Todos los robots de uso general salen de la fábrica con las habilidades domésticas básicas. Podrán conducir un coche aéreo, preparar una comida, seleccionar un guardarropa y vestir a su amo, limpiar la casa, encargarse de la compra y las cuentas, etcétera. Sin embargo, en vez de usar un robot para que se encargue de lo que podría hacer sin dificultad, empleamos uno o más robots para cada una de esas funciones. Veinte robots hacen una fracción de lo que podría hacer un solo robot, y luego permanecen de pie, fuera de la vista, o se interponen en el camino de los otros, manteniéndose ocupados creando trabajo para los demás, hasta que tenemos que utilizar a robots supervisores para encargarse de todo.
»Los colonos se las apañan sin robots, sin sirvientes personales, usando en cambio máquinas no inteligentes para muchas tareas, aunque a veces sea molesto para ellos. Creo que al negarse completamente a los robots se someten a muchas incomodidades innecesarias. Sin embargo su sociedad funciona, y crece. Pero hoy, ahora mismo, damas y caballeros, hay 98,4 robots por persona en la ciudad de Hades. La proporción es mayor fuera de la ciudad. Es manifiestamente absurdo que hagan falta cien robots para cuidar de un ser humano. Es como si cada uno de nosotros poseyera cien coches aéreos, o cien casas.
»Les digo, amigos míos, que estamos a punto de ser completamente dependientes de nuestros servidores, y ellos sufren una grave degradación a manos nuestras. Estamos condenados si lo cedemos todo, salvo la creatividad, a nuestros robots, y estamos en proceso de abandonar nuestra propia creatividad. Los robots, a su vez, están condenados si ven en nosotros la única razón para existir mientras nosotros como pueblo nos marchitamos y desaparecemos.
Otra vez, silencio en la sala. Este era el momento. Este era el tema, el asunto que tenía que tratar con más cuidado.
—Para detener nuestra acelerada caída, debemos alterar fundamentalmente nuestra relación con los robots. Debemos emprender de nuevo nuestro trabajo, ensuciarnos las manos, relacionarnos con el mundo real, para que nuestras habilidades y nuestro espíritu no se atrofien para siempre.
»Al mismo tiempo, tenemos que empezar a usar mejor esas magníficas máquinas pensantes que hemos construido. Tenemos un mundo en crisis, un planeta a punto de derrumbarse. Hay mucho trabajo que hacer, para tantas manos dispuestas como podamos encontrar. Trabajo real que empezar mientras nuestros robots sostienen nuestros cepillos de dientes. Si queremos sacar de ellos el máximo provecho, debemos permitir, incluso insistir, en que alcancen su máximo potencial para resolver problemas. Debemos hacer que pasen de su posición de esclavos a colaboradores, para que nos alivien de nuestra carga pero no nos quiten todo lo que nos hace humanos.
»Y para hacerlo debemos revisar las Leyes de la Robótica.
Ya está. Lo había dicho. Hubo un silencio aturdido, y luego gritos de protesta, aullidos de furia y miedo. No podía evitar aquel estallido. Fredda se agarró a los bordes del atril y habló con voz fuerte y firme.
—Las Tres Leyes han hecho un servicio espléndido —dijo, juzgando que era hora de decir algo que la gente quisiera escuchar—. Han hecho grandes cosas. Han sido una herramienta poderosa en manos de la civilización espacial. Pero ninguna herramienta es adecuada eternamente para todo propósito. —Persistieron los gritos y los chillidos.
—Ha llegado la hora de construir un robot mejor.
El salón quedó de nuevo en silencio. Eso llamó su atención. Más robots, y mejores, ese era el lema de los Cabezas de Hierro, después de todo. Se apresuró.
—En los lejanos rincones de la historia, en la época en que fueron inventados los robots, había dos herramientas usadas en muchos tipos de construcción: el clavo y el tornillo. Unas herramientas llamadas martillos se usaban para colocar los clavos, y otras llamadas destornilladores para colocar los tornillos. Había un dicho que decía que el mejor martillo era un destornillador muy pobre. Hoy, en nuestro mundo, que no usa clavos ni tornillos, ambas herramientas son inútiles. El mejor martillo no tendría ninguna utilidad. El mundo ha seguido avanzando. Lo mismo ocurre con los robots. Es hora de que pasemos a robots nuevos y mejores, guiados por leyes nuevas y mejores.
»Pero espere, dirán los que conocen a sus robots. Las Tres Leyes deben permanecer como están, para toda la eternidad, pues son intrínsecas del diseño del cerebro positrónico. Como es bien sabido, las Tres Leyes son inherentes al cerebro positrónico. Miles de años de diseño y manufactura se han encargado de ello. Todos los cerebros positrónicos jamás creados pueden remontar sus orígenes a aquellos primeros y burdos cerebros fabricados en la Tierra. Cada nuevo diseño ha dependido de todos los anteriores, y las Tres Leyes están envueltas en cada uno de los pliegues de cada cerebro. Cada avance en positrónica lleva implícitas las Tres Leyes. Un cerebro positrónico no podría existir sin las Tres Leyes, al igual que un cerebro humano no podría existir sin neuronas.
»Es cierto. Pero mi colega Gubber Anshaw ha desarrollado algo nuevo. Es un nuevo comienzo, una ruptura con el pasado, una hoja en blanco donde escribir las leyes que queramos. Ha inventado el cerebro gravitónico. Construido según nuevos principios, con capacidad y flexibilidad enormemente superiores, el cerebro gravitónico es nuestra oportunidad para empezar de nuevo.
»Jomaine Terach, otro miembro de nuestro personal, realizó la mayor parte de la programación central del cerebro gravitónico, incluyendo la programación de las Nuevas Leyes en esos cerebros y los robots que los contienen. Esos robots, damas y caballeros, tienen previsto comenzar a trabajar en el Proyecto Limbo dentro de unos cuantos días.
Y de repente el público advirtió que no estaba hablando de teorías. Discutía sobre auténticos cerebros robóticos, no se trataba de un ejercicio intelectual. Hubo nuevos gritos, algunos de furia, otros de pura sorpresa.
—Sí, esos nuevos robots son experimentales —continuó Fredda, antes de que la reacción del público cobrara demasiada fuerza—. Sólo funcionarán en la isla de Purgatorio. Aparatos especiales, restrictores de zona, impedirán que esos robots de Nuevas Leyes funcionen fuera de la isla. Si salen de ella, se desconectarán. Trabajarán con un equipo seleccionado de colonos expertos en terraformación, y un grupo de voluntarios infernales, que tienen que ser elegidos todavía.
Fredda sabía que no era el momento de entrar en las intrincadas negociaciones que habían hecho posible todo aquello. Cuando Tonya Welton se enteró de los robots de Nuevas Leyes (y sólo el diablo sabía cómo la había averiguado), su demanda inicial fue que todos los nuevos robots construidos en Inferno fueran gravitónicos, condición previa a la ayuda colonizadora en la terraformación. El gobernador Grieg había hecho un trabajo magistral negociando desde la debilidad para que los colonos recortaran sus demandas. Pero eso no importaba hora.
Fredda continuó hablando.
—La tarea que se presenta ante este equipo único de colonos, espaciales y robots es nada menos que la restauración de este mundo. Reconstruirán el centro terraformador en Purgatorio. Por primera vez en la historia, los robots trabajarán junto a los humanos, no como esclavos, sino como compañeros, pues las Nuevas Leyes los harán libres.
»Ahora, déjenme explicarles cuáles son estas Nuevas Leyes.
»La Primera Nueva Ley de la Robótica: Un robot no puede dañar a un ser humano. La cláusula negativa ha sido eliminada. Bajo esta ley, los humanos pueden sentirse protegidos de los robots, pero no pueden ser protegidos por los robots. Los humanos deben una vez más depender de su propia iniciativa y auto confianza. Deben cuidar de sí mismos. Y lo que es casi tan importante, bajo esta ley los robots tienen un estatus superior con respecto a los humanos.
»La Segunda Nueva Ley de la Robótica: Un robot debe cooperar con los seres humanos excepto cuando esta cooperación entre en conflicto con los seres humanos. Los robots de las Nuevas Leyes cooperarán, no obedecerán. No están sujetos a órdenes caprichosas. En vez de responder con obediencia ciega, los robots analizarán y considerarán sus órdenes. Adviertan, sin embargo, que la cooperación sigue siendo obligatoria. Los robots serán colaboradores de los humanos, no sus esclavos. Los humanos deben hacerse responsables de sus propias vidas, y no esperar que se obedezcan órdenes absurdas. No pueden esperar que los robots se destruyan o se perjudiquen para cumplir algún capricho humano.
»La Tercera Nueva Ley de la Robótica: Un robot debe proteger su propia existencia, mientras esa protección no entre en conflicto con la Primera Ley. Adviertan que la Segunda Ley no se menciona aquí, y por tanto ya no tiene prioridad sobre la Tercera Ley. La auto conservación robótica se equipara a su utilidad. Una vez más, elevamos el estatus de los robots con relación a los humanos, y por tanto liberamos a los humanos de la debilitadora dependencia de los amos que no pueden sobrevivir sin sus esclavos.
»Y por fin, la Cuarta Nueva Ley, que ya hemos discutido: Un robot puede hacer lo que quiera, excepto cuando esa acción viole la Primera, Segunda y Tercera ley. Aquí abrimos las puertas a la libertad y creatividad robóticas. Guiados por el cerebro gravitónico, más adaptable y flexible, los robots serán libres para usar sus propios pensamientos, sus propios poderes. Adviertan también que la frase es “puede hacer lo que quiera”, no “debe hacer”. El tema de la Cuarta Ley es permitir libertad de acción. Eso no puede ser impuesto por coacción.
Fredda miró al público. Faltaba un resumen, una despedida. Pero ya lo había dicho todo, y la multitud no había…
—¡No!
Fredda volvió la cabeza en la dirección del grito, y de repente su corazón empezó a latir con fuerza.
—¡No! —La voz, profunda, densa, colérica, venía del fondo de la sala—. ¡Está mintiendo!
Allí, al fondo, uno de los Cabezas de Hierro. Su líder, Simcor Beddle. Un hombre fornido, de rostro duro y furioso.
—¡Miradla! ¡Ahí en el escenario con nuestro gobernador traidor y la Reina Tonya Welton! Ellos están detrás de todo esto. ¡Es un truco, muchachos! ¡Sin las Tres Leyes, no hay robots! La habéis oído hablar mal de los robots toda la noche. ¡No quiere mejorarlos… quiere ayudar a los colonos a eliminarlos! ¿Vamos a dejar que eso suceda?
—¡NO! —gritó un coro airado.
—¿Cómo decís? —Preguntó Beddle—. No os oigo.
—¡NO! —Esta vez no fue sólo un grito, sino un rugido que pareció sacudir toda la sala.
—¡Otra vez! —instó el hombretón.
—¡NO! —Gritaron de nuevo los Cabezas de Hierro, y entonces empezaron a cantar—. ¡NO, NO, NO! —Se pusieron en pie. Abandonaron sus asientos y empezaron a moverse hacia el pasillo central—. ¡NO, NO, NO!
Los agentes de policía se dirigieron hacia ellos, algo inseguros, y los Cabezas de Hierro aprovecharon ese momento de indecisión. Estaba claro que lo habían planeado de antemano. Sabían lo que iban a hacer. Habían estado esperando su ocasión.
Fredda los observó mientras formaban en el pasillo. «La más simple e imposible de todas las demandas —pensó—. Parar el mundo, impedir que cambie, dejar las cosas como están». Eran muchas cosas encerradas en una sola palabra, pero el sonido llegaba fuerte y claro.
—¡NO, NO, NO!
Ahora eran una sólida masa de cuerpos que recorría el pasillo central, hacia los asientos donde estaban los colonos.
—¡NO, NO, NO!
Los agentes se esforzaron por dispersarlos, pero los Cabezas de Hierro los superaban en número. Entonces los colonos se pusieron en pie, algunos de ellos intentando huir, otros tan ansiosos de lucha como los Cabezas de Hierro, refrenados sólo por la presión de los espectadores que intentaban escapar.
Fredda miró hacia la primera fila, hacia el único robot presente entre el público. Estuvo a punto de gritar una advertencia, pero Alvar Kresh sabía lo que tenía que hacer. Extendió la mano hacia la espalda de Donald, abrió un panel de acceso, y pulsó un botón interior. Donald se desplomó. Después de todo, ella acababa de decir que los robots no servían de nada en una revuelta. Los conflictos de la Primera Ley harían que incluso un robot policía como Donald sufriera un bloqueo cerebral importante, probablemente fatal. Kresh había desconectado a su ayudante justo a tiempo. Miró a Fredda, y ella le devolvió la mirada. Sus ojos se encontraron, y de algún modo extraño los dos estuvieron solos en ese momento, dos combatientes frente a frente, todas las pretensiones, todos los temas secundarios aparte.
Y Fredda Leving se asustó al descubrir cuánto de ella misma veía en Alvar Kresh.
El público era una turba, un remolino de cuerpos corriendo en todas direcciones, y Kresh fue empujado, sacudido, derribado sobre Donald. Se puso en pie, se volvió y miró a Fredda Leving. Pero el momento, fuera lo que fuese, había pasado ya. Una mano metálica agarró a Fredda por el hombro herido. Alvar la vio saltar sorprendida, retroceder al contacto.
Se trataba de Ariel, el robot femenino de Tonya Welton. Alvar vio a Fredda girarse hacia la robot, que la instaba a dirigirse al fondo del escenario, lejos del caos del auditorio. Ella permitió que la guiase, y atravesó con los demás la puerta que conducía detrás del escenario. Ocurrió algo extraño en ese momento, algo que Alvar no pudo situar. Pero no había tiempo para pensar. Los Cabezas de Hierro y los colonos se acercaban, y el conflicto estaba a punto de estallar. Alvar Kresh se volvió para echar una mano a sus oficiales.
Se lanzó a la pelea.