13

HRC-234, más conocido por Horacio, era en aquel momento un robot terriblemente ocupado. Pero no había nada raro en ello. Hacía tiempo que era así. Después de todo, tenía que tratar con el tema de Limbo.

Horacio consultó la hora y comprobó su banco de datos interno, pero la información sólo aumentó su sensación de decepción acumulada. Enlazó por hiperondas para comprobar el plan previsto para las siguientes tres horas. No había duda. Habían vuelto a retrasarse en la planta de envío auxiliar. Había un atasco en alguna parte. Resolver los atascos era una de sus funciones. Tras asegurarse de que estaba conectado con la red de comunicación vía hiperonda, dejó su estación normal de servicio en el Depósito Central y corrió a la planta a ver qué sucedía.

El Proyecto Limbo era enormemente complicado. Las funciones de Horacio eran complejas, y sus responsabilidades, tremendas; pero sabía que lo preocupaba sólo un minúsculo fragmento del conjunto. Al menos, eso había deducido. No fue difícil: había evidencias por todas partes, en la intensidad del tráfico de mensajes, en la complejidad de los problemas de ruta, en las pautas de seguridad de las comunicaciones.

Pero no era necesario examinar áreas tan esotéricas como análisis de señales para saber que se cocía algo grande. La conclusión se podía extraer con una simple mirada al caos súperorganizado que lo rodeaba en la planta de envíos auxiliares.

Esa planta, el depósito entero, era un lugar ruidoso y lleno de confusión, de pesados suelos de hormigón sin pintar y grúas de apoyo, con cintas sin fin y vagonetas, robots presurosos que corrían hacia todas partes y hombres y mujeres amenazantes que gritaban y discutían, hablando por sus teléfonos portátiles, comprobando la hora, señalando listas de cosas por hacer.

Incluso el aire estaba cargado de urgencia. Ni siquiera allí, cuatro plantas bajo tierra, había espacio para que los vehículos de carga aterrizaran. Los pesados cargueros se veían obligados a flotar en el aire, esperando su oportunidad de aterrizar. Robots de transporte de todas las características llevaban los materiales a las bodegas de los aparatos voladores que encontraban un sitio donde posarse. Mientras Horacio observaba, otro volador se cerró y atravesó el gran camino de acceso, dirigiéndose hacia los pisos superiores y al cielo más allá. Su lugar fue ocupado por otra nave casi antes de que acabara de despejar la zona. Al instante, la nave recién llegada fue rodeada por un enjambre de robots de carga. Las puertas del vehículo se abrieron y empezaron a introducir el cargamento. Escenas similares se repetían en todas partes. Horacio había oído decir a uno de los supervisores humanos que le recordaba la huida llena de pánico de un hormiguero pisoteado, y Horacio se vio obligado a aceptar a desgana que podía entender la comparación.

El Depósito Limbo había sido con frecuencia un lugar ajetreado, y casi un manicomio en los últimos días. Pero hoy era el peor de todos. Horacio notaba que estaba a punto de vencer una especie de plazo. Todo se apuraba hasta el último minuto.

Era casi como si alguien temiera que aquel fuera el último día en que pudiera hacerse. Algunos supervisores humanos, tanto colonos como espaciales, lo habían dado a entender.

Pero Horacio se recordó que no era asunto suyo preocuparse por esas cosas. Si los humanos no querían advertirlo de sus preocupaciones, entonces no había nada que hacer. Con todo, no podía dejar de preocuparse: los humanos podían hacerse daño fácilmente en su vasto proyecto, fuera cual fuese, al mantenerlo demasiado en secreto. ¿Cómo podía evitar los problemas si no sabía qué estaba pasando?

Sabía que se trataba de un problema que compartía con muchos robots supervisores agobiados de trabajo. Las conversaciones con ellos confirmaban lo que siempre había sospechado. No era sólo a Horacio o en el Proyecto Limbo: los humanos nunca contaban a sus robots encargados todo lo que necesitaban saber. Llegados a ese punto, apenas importaba. Horacio había estado tan ocupado recientemente, que no sabía nada de lo que había ocurrido fuera del Depósito Limbo durante el último mes. Los mares podrían alzarse y arrasar la isla de Purgatorio y la ciudad de Limbo, y se enteraría cuando los cargueros no regresaran.

Todo lo que necesitaba saber ahora mismo era por qué se retrasaba la operación de carga. Horacio se volvió hacia la planta de envíos auxiliares, buscando el atasco que entorpecía las cosas. Sabía que el aparente caos era ilusorio, que aquella operación se llevaba a cabo con un alto grado de eficacia. Pero en algún lugar había un problema que volvía a frenarlo todo. Una pieza de equipo estropeada, un grupo de robots confundidos por una orden mal expresada, algo.

Entonces Horacio localizó a los dos humanos, un colono y un espacial, discutiendo al fondo de la cubierta de carga, rodeados por un puñado de robots inactivos. Si Horacio hubiera sido humano, habría podido dejar escapar un suspiro, pues aunque se acercó a intentar solucionar las cosas, sabía que no había nada que hacer. Los robots no podían emprender ninguna acción hasta que los humanos se pusieran de acuerdo, y a juzgar por la acalorada discusión, ese momento parecía muy lejano.

Con pocas esperanzas de lograr una rápida resolución, y todo el tacto de que disponía, Horacio se acercó a la cubierta e intervino en la discusión.

Quince minutos más tarde, el problema sobre cuál de dos envíos debía ser cargado primero quedó resuelto. Podría haber sido solucionado en quince nanosegundos. Si el espacial y el colono hubieran estado interesados en la velocidad y no en la discusión, ambas cargas habrían sido enviadas haría ya un buen rato. Pero al menos estaba solucionado, y los dos humanos se marcharon a entorpecer las operaciones en algún otro sitio. Horacio sabía que los humanos eran superiores a los robots, y no hacía falta decir que los tenía a todos y cada uno en la más alta estima, y que siempre seguía sus órdenes al pie de la letra, pero había ocasiones en que, simplemente, parecían tontos.

Pero fuera como fuese, tenía un trabajo que hacer, otras órdenes que seguir. Órdenes que parecían mucho más directas de lo que en efecto eran.

En términos simples, todo lo que tenía que hacer era velar para que los robots N. L. fueran enviados a la isla de Purgatorio. Ignoraba lo que significaba N. L.

Pero aquello no era una tarea fácil, aunque se desarrollara rápidamente. Por razones que desconocía, los robots N. L. no se enviaban ensamblados. Sus cerebros se mandaban por separado.

Además, los cerebros se enviaban en tres cargamentos distintos por tres rutas diferentes. Horacio regresó a su puesto. Los robots N. L., embalados y dispuestos, estaban en el centro de la planta, una formidable pared de cajas que llegaba casi hasta el techo. Había robots de guardia, uno cada tres metros alrededor del perímetro de las cajas. Otros dos guardias robots se encontraban en lo alto de las cajas apiladas.

Más guardias vigilaban un grupo más pequeño de cajas, las que contenían los cerebros de los robots. Horacio sintió un súbito deseo de echar otro vistazo a los cerebros, o al menos a las cajas que los contenían. Se acercó. Tras un momento de vacilación, los guardias lo dejaron pasar. Horacio se arrodilló y contempló con atención las cajas. Todo aquel alboroto lo aturdía. Los contenedores parecían ser cajas acolchadas bastante corrientes. Lo único que parecía fuera de lo común eran las etiquetas, que decían:

MANEJAR CON CUIDADO

CEREBROS POSITRÓNICOS

Las etiquetas habían sido colocadas sobre otras antiguas, como si alguien hubiera intentado ocultar lo que aquellas decían. En una de las cajas, la nueva etiqueta no cubría a la anterior completamente, y algunas letras de las dos líneas impresas eran visibles.

MAN

GRA

La primera era obviamente MANEJAR CON CUIDADO, pero Horacio no podía imaginar lo que podía ser GRA. Horacio era bastante curioso, y se sintió tentado de quitar la nueva etiqueta para ver la anterior. Pero sabía que nunca podría hacerlo. Los robots encargados, por necesidad, tenían un grado mayor de autonomía, mucho espacio para tomar sus propias decisiones. Sin embargo, eso no les hacía capaces de sobrepasar los deseos de sus amos, y estaba claro que el deseo del Laboratorio Robótico Leving era que la etiqueta original quedara oculta y no pudiera leerse, y él estaba encargado de la seguridad del envío.

De mala gana, obligado, sacó un marcador de su bolsa de mano y tachó la parte descubierta de la vieja etiqueta.

Se incorporó y volvió a su lugar de trabajo. Sus instrucciones le decían que enviara también los cuerpos en tres cargamentos separados, en horas distintas, por diferentes rutas, usando diferentes procedimientos. Los supervisores humanos recibirían los tres envíos de cerebros y cuerpos en sus puntos de recepción en la isla de Purgatorio y los escoltarían hasta su destino final.

Un tercer conjunto de componentes, que no eran cerebros ni cuerpos, iría a través de sus propios canales de seguridad. «Restricción de área», decía el envío pero Horacio no tenía la menor idea de lo que significaba. Sólo otro trabajo más en que insistían los humanos.

—Discúlpame —dijo una voz dulce y meliflua a su espalda.

Horacio se volvió, esperando ver a un humano. Para su sorpresa, se encontró con un alto robot rojo que contaba con un sistema vocal notablemente sofisticado. De hecho, aquella voz era un despilfarro en la cacofonía de aquel lugar. Era difícil hablar en las zonas de trabajo del Depósito, y la mayoría de los robots ni siquiera lo intentaban.

—Usa tus hiperondas, amigo —dijo Horacio—. Es difícil oírte.

—¿Qué use mis qué?

—Tu sistema señalizador de hiperondas. Aquí hay demasiado ruido para hablar.

—Un momento, por favor. —El robot hizo una pausa, como si consultara alguna referencia interna—. Ah. Hiperondas —dijo por fin—. Ya veo. Desconocía el término. Me temo que no tengo ese sistema. Debo hablar en voz alta.

Horacio se quedó de una pieza. Incluso los robots de carga más insignificantes estaban equipados con hiperondas. Y aunque ese robot no tuviera, ¿cómo podía no saber lo que eran y sin embargo ser capaz de buscarlas? Los robots de alto nivel tenían a veces fuentes de búsqueda interna, pero sus funciones estaban limitadas al esotérico conocimiento necesario para un trabajo específico. Esas bases de datos no servían como diccionario de términos comunes. Sería un despilfarro, cuando tales cosas podrían y tendrían que haber sido introducidas en el cerebro del robot durante su fabricación.

¿Qué extraño tipo de robot era aquel?

—Muy bien —dijo Horacio—. Hablaremos en voz alta. ¿Qué quieres?

—¿Eres el supervisor Horacio?

—Sí. ¿Cómo te llamas?

—Calibán. Me alegro de conocerte, amigo Horacio. Necesito tu consejo. Intenté pedir ayuda a los otros robots, a los azules que trabajan aquí, pero ninguno pareció poder ofrecérmela. Me aconsejaron que viniera a hablar contigo.

Horacio se sintió más sorprendido que nunca. El nombre shakesperiano de «Calibán» le dijo algo. La propia Fredda Leving había construido a aquel robot, tal como había hecho con Horacio. Pero el nombre «Horacio» tendría que haber significado algo para aquel tal Calibán, aunque parecía lo contrario. Todavía más extraño, siendo un robot avanzado y de aspecto sofisticado había pedido consejo a los trabajadores de categoría inferior. Los robots de la serie DAA-BOR como los obreros azules que había señalado Calibán, apenas eran capaces de pensamientos limitados. Otro hecho que cualquier robot o humano tendría que haber sabido.

Allí sucedía algo muy extraño. Y lo más extraño de todo era que el amigo Calibán parecía bastante ajeno a la rareza de su propia conducta.

Todo esto atravesó la mente de Horacio en un instante.

—Bien, espero poder ofrecerte mi ayuda. ¿Cuál es el problema?

El extraño robot vaciló.

—No estoy seguro —dijo por fin—. Esa es en parte la dificultad. Parece que tengo un problema serio, y no sé qué hacer al respecto. Ni siquiera estoy seguro de quién soy.

—Acabas de decírmelo. Eres Calibán.

—Sí, ¿pero quién es ese? —Calibán hizo un gesto de indefensión—. Tú eres Horacio. Eres un supervisor. Dices a otros robots lo que tienen que hacer y ellos lo hacen. Ayudas a dirigir este sitio. Eso es, en gran medida, quien eres. Yo no tengo nada así.

—Pero, amigo Calibán, todos nos definimos por lo que hacemos. ¿Qué es lo que haces tú? Eso es lo que eres.

Calibán contempló la amplia extensión del Depósito, e hizo una pausa antes de hablar.

—Huyo de los que me persiguen. ¿Eso es lo que soy, Horacio? ¿Esa es mi existencia?

Horacio se quedó mudo. ¿Qué podía significar todo aquello? Sin duda, la situación era muy peculiar, y potencialmente seria, por lo que tendría que dedicarle algún tiempo. Las cosas funcionaban bien por el momento. Tal vez continuaran así durante un ratito.

—Quizá sea mejor que vayamos a hablar a otro sitio —dijo Horacio amablemente.

Subieron en el ascensor de personal hasta los niveles de superficie del Depósito. Luego, Horacio condujo a Calibán al lugar más apartado que se le ocurrió.

La oficina del supervisor humano estaba vacía por el momento. Hasta unas semanas antes, nunca había estado ocupada. Los humanos no tenían mucha necesidad del Depósito. Pero ahora las cosas eran diferentes. Había hombres y mujeres trabajando a todas horas, diseñando, planeando, reuniéndose. En ocasiones, Horacio pensaba que era bastante estimulante tanta actividad. En otros momentos, podía ser bastante abrumadora, por la forma en que caían del cielo órdenes, planes y decisiones.

Pero cualquier combinación de órdenes confusas y en conflicto hubiese sido más comprensible que aquel Calibán. Horacio lo introdujo en la lujosa oficina. Era una habitación grande y bonita, con grandes sofás y sillones. Los humanos que trabajaban hasta tarde la usaban para dormir. Había una gran mesa de conferencias a un lado, rodeada de sillas. En aquel momento, un gran mapa de la isla de Purgatorio aparecía plegado sobre ella. El resto de habitaciones, cubículos y compartimentos del Depósito Limbo carecían de ventana pero las paredes norte y sur del lugar eran grandes ventanas. La meridional daba a los bulliciosos niveles superiores del Depósito, y la septentrional a los todavía hermosos panoramas del reseco paisaje de Inferno, praderas, desierto, montañas y cielo azul. En la pared oeste estaba la puerta por la que acababan de entrar, junto con una fila de nichos de robots, mientras que la pared oriental estaba casi completamente cubierta de pantallas y sistemas de comunicación de todo tipo.

Calibán recorrió la habitación, aturdido por todo lo veía. Contempló el mapa sobre la mesa, examinó de cerca un globo del planeta que flotaba en el aire. Se asomó a ambas ventanas pero pareció sentir un interés especial por las vistas de la naturaleza, al norte.

Pero el tiempo de Horacio era precioso y no podía perderlo dejando que aquel extraño robot se asomara a la ventana.

—Amigo Calibán —dijo por fin—. Si pudieras explicarte ahora, tal vez podría servirte de ayuda.

—Discúlpame, sí —dijo Calibán—. Es que nunca había visto estas cosas antes. El mapa, el globo, el desierto…, incluso este tipo de habitación, son nuevos para mí.

—¿De veras? Perdóname que lo diga, amigo Calibán, pero puede que te lo parezcan. Aunque nunca hayas visto estos objetos antes, seguramente tu sistema interno incluye información sobre ellos. ¿Por qué te sorprendes tanto?

—¡Porque estoy sorprendido! Mi sistema casi no contiene información, aparte del lenguaje y el conocimiento de mi propio nombre. He tenido que aprenderlo todo, bien de un banco de datos que funciona como sistema diccionario, o gracias a la memoria o a información de primera mano. He descubierto que debo confiar más en la segunda técnica, ya que grandes e importantes zonas de información han sido borradas del banco de datos.

Horacio retiró una de las sillas de madera de la mesa de conferencias y se sentó, no por incomodidad, sino para poder parecer lo más silencioso y pasivo posible.

—¿Qué tipo de datos han sido borrados? ¿Y cómo puedes estar seguro de eso? Tal vez nunca los hubo.

Calibán se volvió y miró a Horacio, luego cruzó la habitación y se sentó frente a él.

—Sé que fue borrado, porque el espacio que debería estar ocupado sigue allí todavía. Simplemente, es un espacio vacío. Hay literalmente agujeros en mi plano de la ciudad, lugares que no existen según el plano. Algunos se encuentran dentro de los límites de la ciudad, pero el terreno que la circunda no existe. La primera vez que fui a la frontera de la ciudad, me preguntaba cómo sería la «nada» de más allá. —Calibán señaló la ventana—. Las montañas que veo a través de esta ventana no existen en mi mapa. Según él, no hay nada fuera de la ciudad de Hades. Ni tierra, ni agua, nada. ¿Tus conjuntos de datos iniciales te dijeron esas cosas?

—No, por supuesto que no. Desperté plenamente consciente de la geografía y la galactografía básicas.

—¿Qué es la galactografía? —preguntó Calibán.

—El estudio de las localizaciones y propiedades de las estrellas y los planetas del cielo.

—Estrellas. Planetas. Desconozco esos términos. No están en mi banco de datos.

Horacio sólo atinó a mirarlo fijamente. Estaba claro que aquel robot sufría una grave avería de memoria. No era posible que un robot de intelecto tan alto hubiera salido de fábrica con una base de conocimientos tan defectuosa. Horacio decidió que debía suponer que cualquier situación apurada podía terminar de desequilibrar a Calibán. Como robot encargado, era su deber supervisar la salud mental de los obreros de su sección.

Había hecho algunos estudios de robopsicología, pero nunca había visto nada parecido a Calibán. Cualquier robot que mostrara aquel grado de confusión y desorientación debería ser casi completamente incapaz de ninguna acción coherente. Sin embargo, Calibán parecía funcionar bastante bien en unas circunstancias que deberían haberle producido catatonia.

«¿Qué ha hecho la doctora Leving para que sea tan fuerte y a la vez esté tan confundido?», se preguntó.

—Los términos «estrellas» y «planetas» no son realmente importantes —lo tranquilizó—. ¿Hay otras lagunas importantes? ¿Algún otro tema que consideres que deberías conocer?

—Sí —dijo Calibán—. Los robots.

—¿Cómo dices?

—Mis fuentes de datos internos no dicen nada sobre los seres como nosotros, aparte de proporcionar el término identificatorio «robot».

Una vez más, durante largo rato, Horacio no pudo más que guardar silencio. Al principio, incluso, pensó que Calibán estaba bromeando. Pero eso parecía imposible. Los robots no tenían sentido del humor, y en la voz de Calibán no había más que una mortal seriedad.

—Tienes que estar equivocado, seguro. Tal vez los datos están trastocados, mal introducidos —sugirió.

Calibán abrió las manos, en humano gesto de indefensión.

—No —dijo—. Simplemente no están. No tengo ninguna información sobre los robots. Esperaba que pudieras hablarme sobre ellos…, sobre nosotros.

—No sabes nada. ¿Ni sobre la ciencia de la robótica, o los modos apropiados de dirigirse a un humano, ni la teoría subyacente a las Tres Leyes?

—Nada de eso, aunque puedo deducirlo en parte. Supongo que la robótica es el estudio del diseño de los robots y su conducta. Y en cuanto a cómo dirigirse a un humano, tengo muchos datos sobre ellos. Hay muchas clases sociales diferentes y rangos, y ya he deducido que hay un sistema bastante complicado basado en todo tipo de variables. Puedo ver que los robots han de tener su lugar en ese sistema. En cuanto a lo último, me temo que no sé nada de la teoría subyacente a las Tres Leyes que has mencionado. Me temo que ni siquiera sé qué son esas Tres Leyes de las que hablas.

Horacio se desconectó durante una décima de segundo. No se desplomó, ni se retorció violentamente, ni nada de eso. Fue más sutil, apenas un rápido momento de total y completa disonancia cognitiva. ¡Allí, ante él, hablando de forma bastante racional, había un robot que no sabía lo que eran las Tres Leyes! Imposible. Completamente imposible. Se recuperó. Espera un momento.

Había oído hablar de casos como aquel en el pasado. Sí, sí. Existían casos, muchos de ellos, de robots que no sabían que conocían las Tres Leyes, y sin embargo las obedecían de todas formas. Debía ser algo parecido. Sí. Sí. La alternativa era impensable, imposible.

—¿Por qué no me lo cuentas todo? —sugirió Horacio—. Empieza por el principio, y no te dejes nada.

—Eso podría requerir algún tiempo —dijo Calibán—. ¿Causará algún problema apartarte de tus deberes tanto tiempo?

—Puedo asegurarte que no hay ningún deber más importante para mí en este momento que tratar con un robot en tu situación.

Lo cual era cierto. Horacio no podía dejar que Calibán se marchara, como tampoco hubiese podido marcharse de una casa habitada donde se declarara un incendio.

—Me siento enormemente aliviado —dijo Calibán—. Al fin tengo a alguien compasivo, experimentado e inteligente que me escuchará y podrá ayudarme.

—Haré todo lo que pueda —dijo Horacio.

—Excelente. Entonces déjame empezar por el principio. Sólo llevo vivo muy poco tiempo. Desperté hace dos días en los Laboratorios Robóticos Leving, y lo primero que vi fue a una mujer, a la que luego he podido identificar como Fredda Leving, inconsciente en el suelo ante mí, con un charco de sangre bajo su cabeza.

Horacio retrocedió, asombrado.

—¡Inconsciente! ¡Sangrando! Es una noticia terrible. ¿Se recuperó? ¿Pudiste socorrerla, o pedir ayuda?

Calibán vaciló un instante.

—He de admitir que tendría que haberlo hecho, pero hasta que lo has sugerido, no se me ocurrió hacerlo. Tendría que haber buscado la ayuda de alguien. Pero mi propia inexperiencia es mi defensa. El mundo era nuevo para mí… de hecho todavía lo es. No, me marché y dejé la sala y el edificio.

Horacio sintió que se quedaba helado. Aquello era inconcebible. Un robot, el robot que tenía delante, se había marchado dejando a una humana malherida. Su visión se oscureció de nuevo, pero consiguió aguantar.

—Yo… ah… yo… tú… —No se sorprendió al advertir que era incapaz de hablar.

Calibán pareció preocupado.

—Discúlpame, amigo Horacio. ¿Te encuentras bien?

Horacio recuperó la voz, aunque sin controlarla del todo.

—¿La dejaste allí? ¿Inconsciente y sangrando? ¿A pesar de que, por tu inacción, pudiste haberle causado la muerte? —Decir las últimas palabras le costó un gran esfuerzo. Sólo con oírlas en boca de otro podía sentir el conflicto de la Primera Ley agolpándose en su interior, interfiriendo su propia habilidad para funcionar. Y sin embargo Calibán no parecía afectado—. ¿Estás diciendo que no hiciste na-na-nada para ayudarla?

—Pues, sí.

—¿Pero y la Primera Ley?

—Si es una de las Tres Leyes que mencionaste antes, ya te he dicho, amigo Horacio, que nunca he oído hablar de ellas. Ni siquiera conocía el concepto de ley hasta que busqué la palabra «sheriff» después de que la policía intentara destruirme.

—¡Destruirte!

—Sí, con una especie de explosión masiva, mientras me perseguían.

—¡Te perseguían! ¿No te ordenaron que te detuvieras?

—Si lo hicieron, no los oí. El hombre de los paquetes me ordenó que me parara, pero no vi ningún motivo para obedecerlo. No tenía ninguna autoridad sobre mí.

—¿Rehusaste una orden directa de un ser humano?

—Bueno, sí. ¿Qué hay con eso?

Tenía que ser real. No podía ser un fantástico malentendido causado por alguna avería que hubiera hecho que aquel pobre desgraciado perdiera la conciencia de las Leyes, incluso mientras las cumplía. Aquel robot, ese Calibán, nunca había oído hablar de las Tres Leyes, y no estaba obligado por ellas. Si uno de los modelos DAA-BOR de las cubiertas de carga hubiera dado súbitamente a luz a un bebé robot, Horacio no se habría sentido más sorprendido.

Pero tenía que enterarse de aquello. La policía necesitaría saber todo lo posible sobre ese robot. Era mejor dejarlo hablar, y llamar a las autoridades después de que lo hubiera hecho, después de que él conociera toda la historia.

—Creo que será mejor que vuelvas a empezar por el principio —dijo.

—Sí, desde luego.

Calibán empezó a contarle todo lo que le había sucedido, desde sus primeros momentos al despertar junto a la inconsciente Fredda Leving, describiendo todo lo sucedido desde entonces. Su deambular por la ciudad, su encuentro con los colonos destructores de robots, el descubrimiento de lagunas en su conocimiento, la persecución policial, todo. Contó su historia rápida y cuidadosamente.

Horacio se sentía más y más confundido. Varias veces descubrió que quería detener a Calibán y hacer una pregunta, pero era incapaz de hacerlo. No era sorprendente que su centro fónico funcionara mal, dado el grado de disonancia cognitiva al que lo inducía la historia de Calibán. Podía sentir cómo su propio intelecto se preparaba para bloquearse, cayendo en un estado en el cual la mera audición de las violaciones de las leyes que había hecho Calibán lo dañaba severamente. Y el otro robot hablaba de su conducta increíble y aterradora de un modo casual, como si nada en ella fuera extraño, anormal o antinatural. Era difícil enfocar, difícil concentrarse…

¡Un momento! Algo estaba mal. Tenía que hacer algo. Algo sobre la policía. Tenía que llamarlos. Llamarlos. Hacer que se llevaran a aquel horrible robot de allí de allí de allí. Un momento. Atención. Había que hacerlo sin alertar a Calicacalibán. Sabía que había un medio. ¿Cómo? ¿Cómo? Hiperondas. Llamar a la policía por hiperondas. Llama. (Concéntrate. Hiperondas. Haz el enlace. Llama. Llama).

—Oficina del Sheriff —susurró la voz en su oído, mientras Calibán relataba su viaje a través de los túneles de la ciudad.

Con una sensación de alivio palpable, Horacio reconoció que había contactado con un agente humano. Sólo el sonido de su voz lo hizo sentirse mejor. Qué inteligente era que la Oficina del Sheriff empleara agentes humanos en la frecuencia de los robots.

—Aquí el robot HRC-234 —transmitió, esforzándose por emitir las palabras. Incluso a través de hiperondas, incluso con un humano al otro extremo de la línea, la reacción al conflicto de la Primera Ley le hacía casi imposible formar las palabras. ¿Cómo decirlas? De repente, lo supo—. Nooo puedo, ha-hablar —envió al oficial—. Calib-b-b-án.

Calibán había dicho que la policía lo perseguía. Si sabían su nombre…

—¿Qué? Repítelo, HRC-234.

Había algo urgente, ansioso, en la voz del agente, algo que indicó a Horacio que el humano sabía quién era Calibán. Horacio se concentró, hizo un esfuerzo total por emitir claramente.

—CaliCalibanbán. Haaaaabla bloqueada.

—Comprendo. El robot descarriado Calibán está contigo y sufres un bloqueo fónico. Buen trabajo, HRC-234. Mantén tu frecuencia de emisión abierta para proporcionar una señal. Las unidades aéreas estarán allí dentro de noventa segundos.

«Buen trabajo», había dicho el oficial humano. Horacio se sintió súbitamente mejor, capaz de advertir de nuevo cuanto lo rodeaba.

—¡…migo Horacio! ¿Qué te ocurre? ¡Horacio!

Horacio volvió en sí y vio que Calibán le sacudía el hombro.

—¡Qué! Lo siento, perdí contacto. No pude oírte mientras que hipe… hipe… hipe…

Demasiado tarde, Horacio recuperó el control parcial de sus centros fónicos. Se le había escapado.

—¿No pudiste oírme mientras hacías qué? —pregunto Calibán, pero Horacio no añadió más—. ¡Hiperondas! —dijo Calibán—. ¡Mientras pedías ayuda al sheriff por hiperondas! ¿Qué otra cosa era de esperar?

—¡Yo… yo… tenía que llamar! ¡Eres un peligro! ¡Peligro!

De repente, el aire se agitó con un remolino de coches descendiendo a toda velocidad. Ambos robots se volvieron hacia las ventanas de la cara norte del edificio. Horacio sintió una oleada de alivio al ver los coches azul celeste de la policía aterrizando.

Pero todavía estaba aturdido por el conflicto con la Primera Ley. Apenas volvió la cabeza a tiempo para ver a Calibán atravesar con el puño la ventana sur y saltar por la abertura. Horacio se levantó, se dirigió hacia allí tan lentamente como si estuviera hundido en barro hasta la cadera.

Hubo un tronar de pesadas botas en el pasillo, y luego un escuadrón de policías con armaduras de combate irrumpió en la habitación. Horacio sólo pudo señalar hacia la figura de Calibán mientras este desaparecía por uno de los túneles de entrada al vasto laberinto subterráneo del Depósito.

Dos de los policías alzaron sus armas y dispararon a través de la ventana. Un robot DAA-BOR explotó en una lluvia de confeti azul metálico, pero Calibán ya no estaba allí.

—¡Maldición! —exclamó un oficial—. ¡Vamos tras él!

Los humanos rompieron los cristales con la culata de sus armas y saltaron hasta el suelo. Corrieron hacia el túnel mientras Horacio los observaba.

Pero ya sabía que nunca alcanzarían a Calibán.

Calibán corría.

A toda velocidad, esquivando las ocupadas cuadrillas de robots, escogiendo los túneles, giros y movimientos para dejar a sus perseguidores el rastro más confuso posible.

Todos estaban contra él. Robots, policías, colonos, civiles. Y nunca dejarían de perseguirlo por la ciudad. No comprendía por qué, pero estaba claro por las reacciones de Horacio que lo consideraba una amenaza.

Y eso eran ellos para él.

Muy bien, pues. Era hora de hacerle un favor a todo el mundo. Si pretendían cazarlo a lo largo y ancho de la ciudad era hora de abandonarla. Necesitaba hacer planes.

Calibán siguió corriendo hasta perderse en la oscuridad.

Donald conducía hábilmente el coche aéreo de Alvar a través de la noche, en dirección al Auditorio Central.

—Desgraciadamente, los oficiales no pudieron seguirlo en los túneles —dijo—. Calibán ha aprendido a hacer buen uso de los caminos subterráneos.

Kresh sacudió la cabeza. Había conseguido echar una siesta rápida a media tarde, pero todavía estaba muy cansado. Era difícil concentrarse. Naturalmente, el segundo fracaso de sus hombres al efectuar la detención de Calibán tendía a aclarar un poco las cosas.

—De vuelta a los túneles —dijo, casi para sí mismo—. Y mis oficiales casi nunca han tenido necesidad de bajar allí. No conocen el camino. —Kresh pensó durante un minuto—. ¿Qué hay de los robots presentes? ¿Por qué demonios no les ordenaron los oficiales que rodearan y sometieran al robot Calibán?

—Sospecho que fue por la simple razón de que nadie lo pensó. Ningún miembro de su equipo, ningún robot de este planeta, ha tenido necesidad antes de perseguir a un robot descarriado. La idea de perseguir a un robot parece una contradicción.

—Nadie ha pensado en las implicaciones de esta situación —reconoció Kresh—. Incluso yo tengo problemas para recordar que perseguimos a un robot peligroso. Demonios, probablemente podríamos haber utilizado a otros robots para detenerlo en media docena de ocasiones. Pero ya es demasiado tarde. Ahora sabe que también tiene que desconfiar de los otros robots. Ah, bien. Al menos hay algo consistente en este caso, Todo sale mal.

—Señor, recibo una llamada de Tonya Welton.

Alvar Kresh refunfuñó. La maldita mujer debía de haber llamado media docena de veces desde que salió del despacho del gobernador.

No quería hablar con ella, y el gobernador había dado a entender que no le importaba si Welton no recibía al instante toda la información sobre el caso.

—Dile que no hay ninguna información nueva, Donald.

—Señor, eso sería falso. El incidente en el Depósito Limbo tuvo lugar después de su última llamada…

—Entonces dile que yo digo que no hay información nueva. Eso sí es la verdad.

Era el problema de tener un robot que atendiera tus llamadas: las malditas máquinas no sabían mentir.

—Sí, señor, pero llama para ofrecer información propia.

—Maravilloso —dijo Kresh con amargo sarcasmo—. Conéctala, sólo audio.

—Sheriff Kresh —dijo la voz de Tonya a través de la parrilla oral de Donald—. Lamento llamarle con tanta frecuencia, pero hay algo que debería saber.

—Buenas noticias, espero —dijo Alvar, a falta de otra cosa mejor.

—De hecho, así es. Nuestra gente ha localizado a un tal Reybon Derue. Lo hemos identificado como el jefe de ese grupo de destrozadores de robots con los que tropezó Calibán. Parece que también tenemos al resto de la banda, y ahora están intentando ver quién puede echar primero la culpa a los demás. Calibán les pego un susto de muerte. No creo que haya más incidentes por el momento. La mala noticia es que ninguno de ellos pudo decirnos sobre Calibán nada que no supiéramos.

—Ya veo —dijo Kresh. No más robots destruidos. Tres días antes, habría considerado esa noticia como una victoria importante. Hoy era incidental—. Es bueno saberlo, señora Welton. Gracias por informarme.

—Ya que estamos en línea, sheriff, podría ponerme al día.

—No, señora Welton. Tal vez tenga algo para usted más tarde, pero de momento, sabe todo lo que yo sé —mintió Kresh—. Me temo que ahora tengo que volver al trabajo. La llamaré cuando disponga de información significativa. Adiós por ahora.

Hizo un gesto a Donald y la línea se cortó.

—Si vuelve a llamar esta noche, Donald, no aceptaré la llamada. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Bien. Ahora, volvamos al trabajo. ¿Qué hay de ese robot, Horacio, el supervisor que nos llamó?

—Todavía sufre un bloqueo fónico parcial, me temo. La robopsicóloga Gayol Patras ha estado trabajando con él desde el incidente, intentando que se recupere.

—¿Algún diagnóstico?

—«Reservado, pero optimista» fue la frase que empleó la doctora Patras en su último informe. Espera que se recupere del todo y pueda hacer una declaración… a menos que se esté precipitando. Intentar obtener de él tantas cosas y tan rápido podría provocar un bloqueo permanente, y una avería generalizada.

—Ah, demonios, los psiquiatras de los robots siempre dicen lo mismo —gruñó Alvar.

—Tal vez, señor, lo dicen siempre porque es verdad. En potencia, todos los desórdenes mentales serios de los robots producen severos e irreparables daños a los cerebros positrónicos.

—Como tú digas, Donald, pero la doctora Patras y tú os basáis en la presunción de que me preocupa la recuperación del robot Horacio. No es así. Ese robot es en todo punto sacrificable. Todo lo que me preocupa es obtener la información que hay dentro del cerebro de ese robot lo más rápido posible. Horacio habló con Calibán. ¿Qué se dijeron? ¿Qué le contó Calibán? Te digo, Donald, que si supiéramos lo que sabe Horacio, sabríamos mucho más que ahora.

—Sí, señor. Pero si puedo hacer una observación, su única esperanza de conseguir esa información se encuentra en la recuperación de Horacio. No podremos conseguirla si permanece en estado catatónico.

—Supongo que tienes razón, Donald. Pero malditos sean todos los infiernos, es decepcionante. Por lo que sabemos, las respuestas a este caso están encerradas en el cerebro de ese robot, esperándonos, fuera de nuestro alcance.

—Si dejamos trabajar a la robopsicóloga Patras, espero que podamos disponer de esa información muy pronto. Mientras tanto, todos esperamos con gran expectación la segunda conferencia de Fredda Leving. Aterrizaremos en el auditorio dentro de ocho minutos aproximadamente. Espero que muchas de nuestras preguntas queden contestadas cuando la escuchemos.

—Eso espero yo también, Donald. Eso espero yo también.

El coche aéreo continuó su vuelo.

Fredda Leving caminaba de un lado a otro por detrás del escenario, deteniéndose cada uno o dos minutos para mirar a través de la cortina.

La vez anterior no había habido mucho público. Producto del poder del rumor y la especulación, esta noche el auditorio era una casa de locos.

El local había sido diseñado para albergar a mil personas con sus asistentes robots, que se sentaban detrás de sus dueños en asientos bajos. Pero las mil localidades se habían agotado hacía tiempo, y podrían haberlo hecho de nuevo.

Tras una pugna masiva, la dirección logró sentar a todo el mundo, una hazaña conseguida a fuerza de dejar fuera a los robots y ofrecer sus sitios a la multitud. La operación de acomodar a la gente en sus localidades estaba ocupando bastante tiempo. La charla de Fredda empezaría tarde.

Fredda se asomó de nuevo a través de la cortina y se maravilló al ver la multitud. Estaba claro que los rumores habían corrido. No sólo sobre su primera charla, sino también sobre el misterioso robot descarriado Calibán, sobre los planes de sabotaje a los robots por parte de los colonos. Circulaban interminables especulaciones referidas al importante anuncio que se iba a hacer aquella noche. Toda la ciudad murmuraba, llena de historias increíbles, la mayoría de ellas completamente equivocadas.

Tonya Welton y su robot femenino Ariel acompañaban a Fredda detrás del escenario, y aunque Fredda suponía que tenían que estar allí, dadas las circunstancias, no iba a ser fácil hablar a este público con la reina de los colonos en el escenario, mirándolos desdeñosamente.

El gobernador Grieg estaba allí también, dispuesto a de mostrar su apoyo, aunque de poco valiera ahora.

Gubber Anshaw y Jomaine Terach estaban asimismo presentes, tranquilos y relajados como dos hombres que esperan al verdugo. El gobernador también parecía inquieto. Sólo Tonya Welton se veía relajada. Bien, ¿por qué no? Si las cosas salían mal, lo peor que podía sucederle era tener que regresar a casa.

Había bastantes colonos entre el público, sentados aparte en el lado derecho del local. Por su aspecto, no eran los ejemplares más amables o refinados de su pueblo. Alborotadores, sin duda. Tonya dijo que no había preparado ningún contingente colono. ¿Entonces quién había preparado esto, y quién había decidido que asistiera aquel puñado de matones?

Tal vez fueran amigos de los destructores de robots que habían sido arrestados. Tal vez estaban allí para hacerles pagar por el último incidente en Ciudad Colono. Fueran quienes fuesen, Fredda no tenía la menor duda de que esperaban una excusa para crear problemas.

Fredda dirigió una última mirada a través de la cortina y lo que vio esta vez la hizo maldecir en voz alta. Cabezas de Hierro. ¿Qué mejor excusa para crear problemas podía haber? Todo un grupo, tal vez cincuenta o sesenta, fácilmente identificables por los uniformes gris acero que insistían en llevar por algún motivo. El propio Simcor Beddle estaba allí. Al menos los habían colocado al fondo, a la izquierda del auditorio, lo más lejos posible de los colonos.

Sentado en el centro de la primera fila estaba Alvar Kresh. Fredda se sorprendió al advertir que se alegraba de verlo. Tal vez las cosas no escaparían al control. Donald, el robot de Kresh, estaba aún en el auditorio, sin duda coordinando la seguridad. Fredda contó al menos veinte oficiales, alineados a lo largo de las paredes en los nichos normalmente reservados a los robots. Parecían preparados para cualquier cosa, ¿pero quién podría saber exactamente para qué?

Suspiró. Si sólo tuviera que preocuparse por esa gente y por las palabras que iba a pronunciar… Pero la vida no era tan simple. Subsistía la crisis de Calibán, y ahora se presentaban confusos informes sobre Horacio y algún tipo de problema en el Depósito Limbo. ¿Qué demonios había sucedido allí?

Miró de nuevo a Kresh. Él lo sabía. Sabía lo que le había sucedido a Horacio, y no tenía duda de que también empezaba a comprender la verdadera historia que se escondía detrás de Calibán.

Sintió que la cabeza le dolía un poco, y se llevó la mano al turbante. Palpó el pequeño y discreto vendaje en su nuca, bajo el sombrero. Por lo menos, el turbante ocultaba su cabeza rapada y el vendaje. Sin duda todo el mundo sabía que había sido atacada, pero no había necesidad de proclamarlo.

Se apartó de la cortina y se puso a caminar por el escenario, perdida en sus pensamientos, ajena al mundo. Pero resultaba demasiado solitario, demasiado enervante. Necesitaba hablar con alguien. Se volvió hacia sus dos asociados, que esperaban nerviosos.

—¿Crees que escucharán de verdad, Jomaine? —preguntó—. ¿Y tú, Gubber? ¿Crees que aceptarán nuestras ideas?

Gubber Anshaw sacudió la cabeza nerviosamente.

—No lo sé. Sinceramente, no puedo decir cómo van a reaccionar. —Entrelazó los dedos y luego separó las manos, como si fueran dos pequeños animales a los que tuviera problemas para controlar—. Por lo que sabemos, pueden formar un pelotón de linchamiento al acabar la noche.

—Qué bien haces que Fredda se sienta mejor, Gubber —dijo Jomaine ácidamente.

Gubber se encogió de hombros y se frotó la nariz con la punta de los dedos, la mano envarada y plana.

—No hay necesidad de que me hables así, Jomaine. Fredda ha preguntado mi opinión… y yo se la he dado, eso es todo. No será culpa tuya, Fredda, ni de nuestro trabajo, si la gente decide no aceptar lo que digas. Siempre supimos que existía un riesgo. Sí, al principio no estuve seguro de embarcarme en este proyecto, pero hace tiempo que me convenciste de que tu aproximación tenía sentido. Pero lo has dicho muchas veces: estás desafiando algo que es la religión del Estado. Si hay suficientes creyentes enfervorizados ahí fuera…

—Oh, basta de tonterías —dijo Jomaine, cansado—. Lo único que se parece a la adoración a los robots es la organización de los Cabezas de Hierro y su única creencia es que los robots son la solución mágica para todo. Están aquí buscando un motivo para crear problemas. Es la única razón por la que van a todas partes. Y te aseguro que si no les damos motivos para pelear, harán todo lo posible para encontrar uno. La única pregunta es si hay suficientes policías presentes para impedir que tengan éxito.

—¿Pero qué hay del resto de la gente? —preguntó Fredda.

—Querida, no vas a conseguir una conversión total esta noche —dijo Jomaine en un tono más amable—. Como mucho, abrirás el debate. Si tenemos suerte, la gente empezará a pensar sobre lo que digas. Algunos tomarán un partido, otros el contrario. Discutirán. Si tenemos suerte, las cosas que la gente ha dado por hechas toda la vida se convertirán de repente en tema de conversación. Eso es lo mejor que podemos esperar. —Jomaine se aclaró la garganta delicadamente, con un ruidito afectado—. Y —añadió en tono seco—, el hecho de que vayas a presentarles un fait accomplit al final de la noche intensificará ese debate, aunque sólo sea un poco.

Fredda sonrió.

—Sí, supongo que tienes razón. No va a resolverse esta noche. —Se volvió hacia Gubber, pero advirtió que este se había marchado hacia el otro extremo del escenario y charlaba con Tonya Welton mientras el gobernador permanecía sentado silencioso ante la mesa—. Ha afectado a Gubber más que a ninguno de nosotros, ¿verdad? —dijo Fredda—. Desde que todo esto empezó, está peor que nunca.

Jomaine Terach carraspeó nervioso. Gubber estaba sin duda más tenso que de costumbre, pero Jomaine no estaba plenamente convencido de que eso tuviera que ver con la crisis de Calibán o con los robots N. L. Jomaine no podía imaginar que tener un romance supuestamente secreto con Tonya Welton fuera una actividad relajante.

¿Conocía Fredda el asunto? Tal vez no. Por la forma en que los chismorreos se difundían por los lugares de trabajo, el jefe era a menudo el último en enterarse. «¿Debía decírselo?», se preguntó por enésima vez. Y por enésima vez llegó a la misma conclusión. Dadas las tensas relaciones entre Laboratorios Leving y el Proyecto Limbo, en otras palabras, entre Fredda y Tonya, Jomaine no veía sentido en decírselo a Fredda y darle así algo más por lo que preocuparse.

—Vamos, Fredda —dijo—. Ya es casi la hora de volver a empezar.

—¡No podemos hablar aquí! —susurró Tonya, enfadada. Odiaba esto, pero no podía evitarlo. Aquí tenía a Gubber, apenas a medio metro de distancia. Y en vez de rodearlo con sus brazos y sentir su calor, se veía obligada a gritarle, a rechazarle, a hacerle ver que era el último hombre del mundo con el que quería estar—. Ya es suficientemente malo que esta charada nos obligue a aparecer en público sobre el mismo escenario, pero no pueden vernos juntos hablando. La situación ya es bastante difícil sin que uno de los agentes de Kresh sume dos y dos.

—El… telón está bien bajado —dijo Gubber, entrelazando torpemente sus manos—. Kresh no puede vernos.

—Por lo que sabemos, tiene robots de vigilancia haciéndose pasar por acomodadores, o escuchando dispositivos colocados detrás del escenario —dijo Tonya, esforzándose por mantener la voz firme. Por el bien de ambos, no se atrevía a darle lo que quería.

—¿Por qué demonios haría una cosa así? —preguntó Gubber, profundamente confundido.

—Porque puede que sospeche ya. Estoy segura de que hay rumores sobre nosotros. Si se ha enterado de algo, puede estar interesado en lo que tengamos que decirnos. Así que no debemos decir nada. No podemos vernos, y debemos asumir que todos los sistemas de comunicación estarán intervenidos. No debemos tener contacto directo hasta que esto se acabe, o todo se estropeará.

—¿Pero cómo podemos…? —empezó a decir Gubber, pero entonces guardó silencio. Pobre hombre. Ella pudo verlo en sus ojos. Pensaba que aquello era el final. El corazón de Tonya se llenó de tristeza. Él tenía siempre mucho miedo de que ella rompiera, de que cortara sus amarras, de que ya no se arriesgara más. Consideraba que era un loco sueño pensar que una mujer como ella pudiese querer a un tipo como él.

Qué poco sabía. La mitad de las mujeres colonos que Tonya conocía hubieran hecho cualquier cosa por un hombre como Gubber, un hombre amable y reflexivo que sabía tratarla con afecto y cortesía. Los hombres colonos estaban siempre bravuconeando, decididos a demostrar su virilidad con otra conquista más. Tonya sonrió para sí. A Gubber no le hacía falta demostrar nada en ese sentido.

—Gubber, Gubber —dijo Tonya, la voz súbitamente suave y amable—. Querido. Veo lo que estás pensando, y no es así. No voy a dejarte. Nunca podría hacerlo. Pero tal como están las cosas, sería casi suicida encontrarnos o usar las redes de comunicación. Te enviaré a Ariel con un mensaje esta noche. Es todo lo más que podemos arriesgarnos. ¿De acuerdo?

Tonya vio cómo el alivio inundaba a Gubber.

—Gracias —dijo.

—Vamos —añadió Tonya—. Están a punto de empezar.

Alvar Kresh estaba sentado en la primera fila del auditorio, acompañado por Donald. Era la única persona cuyo robot personal estaba presente. El rango tenía sus privilegios.

—Discúlpeme, señor. Estoy recibiendo una transmisión en clave. Espere. La recepción está completa.

Por otra parte, había ocasiones en que tener a Donald cerca podía ser una clara molestia. Este no era el mejor momento ni el mejor lugar para recibir un documento confidencial.

—Demonios, la conferencia está a punto de empezar. Léelo, Donald, y dime si puede esperar.

—Sí, señor. Un momento. —Donald se quedó contemplando la nada durante varios segundos, y luego volvió a la vida—. Señor, creo que lo mejor será que lo lea de inmediato. Es una transcripción de la primera entrevista con el robot Horacio. La robopsicóloga Patras parece haber sacado con éxito al robot de su catatonia.

—¿Qué dice la transcripción?

—Señor, creo que debería leerlo usted mismo. No quisiera sorprenderle, y he de admitir que encuentro el contenido bastante preocupante. Me parecería muy desagradable discutir sobre el tema.

Kresh refunfuñó, incómodo. Parecía que el estado mental de Donald se hacía cada vez más delicado. Bien, había que observar a los robots policías debido a ello, pero se estaba convirtiendo en una molestia demasiado frecuente.

—Muy bien, de acuerdo —dijo—. Imprime una copia en papel y tal vez pueda leerla antes de que Leving comience su charla.

Se produjo un suave zumbido en el interior de Donald, y una puertecita se abrió en su pecho, revelando una ranura. Los papeles empezaron a salir página por página. Donald los fue cogiendo con la mano izquierda y los agrupó en la derecha. Tendió el fajo a Kresh.

El sheriff empezó a leer, devolviendo ausente cada página a Donald cuando iba acabando.

Y entonces Kresh empezó a maldecir.

—Muy preocupante, como dije, señor.

Alvar Kresh asintió. No se atrevía a discutir aquello abiertamente con Donald, no en público y con el resto de los asistentes al acto a su alrededor. Era mejor no decir nada. Estaba claro que Donald había llegado a la misma conclusión.

No era extraño que Donald hubiera encontrado perturbadora la transcripción. No era extraño que el robot Horacio hubiera quedado bloqueado. Si las clarísimas implicaciones de esta transcripción eran ciertas, había un robot ahí fuera que no obedecía las Tres Leyes.

No. No podía creerlo. ¡Nadie estaría tan loco como para construir un robot sin las Leyes! Tenía que haber otra explicación. Tenía que tratarse de un error.

Excepto que Calibán, el robot en cuestión, había sido construido por la mujer del escenario, que había usado su primera conferencia para decir que los robots no eran beneficiosos para los humanos, incluso mencionando todo lo que había de defectuoso en las Tres Leyes. Encajaba. ¿Pero por qué demonios estaba encubriendo al robot que la había atacado? No, eso era un tema secundario. Alvar Kresh decidió, firmemente, dejarse de conjeturas y aceptar la situación. Un robot sin las Leyes. No podía ser real, pero tenía que serlo. Tendió a Donald la última página, y el robot las guardó todas en una rendija de almacenamiento en su costado.

—¿Qué vamos a hacer, señor?

¿Hacer? Una pregunta excelente. La situación era un polvorín. En teoría, tenía la prueba para actuar contra Fredda Leving. Pero no ahora. ¿Qué podía hacer? ¿Subirse al escenario y arrestarla en mitad de su discurso? No. Hacerlo podría romper fácilmente el delicado equilibrio con los colonos. Fredda Leving estaba relacionada con aquello, estaba claro. Cómo, no tenía ni idea. Además, le daba la impresión de que necesitaba oír lo que ella tenía que decir si quería solucionar este caso.

Tenía otras vías de acción abiertas aparte de arrestar a Fredda Leving.

—No podemos detener a Leving, Donald, por mucho que me gustaría hacerlo —dijo Kresh por fin—. No con el gobernador y Welton a su lado. Pero en el momento en que esta maldita charla se acabe, iremos a por Terach y Anshaw. Es hora de trabajar un poco a esos dos.

En cuanto a Fredda Leving, tal vez no pudiera arrestarla esa noche. Pero no tenía intención de hacerle la vida fácil. Miró al escenario, esperando a que el telón se abriera.

Por fin, Fredda pudo oír el sonido que había estado esperando y temiendo. El gong se apagó y el público empezó a calmarse. Estaba a punto de empezar. Un robot tramoyista hizo al gobernador Grieg una señal con la mano y este asintió. Se acercó a Fredda y le tocó el brazo.

—¿Preparada, doctora?

—¿Qué? Oh, sí, sí, por supuesto.

—Entonces creo que deberíamos empezar.

La condujo a un asiento tras la mesa situada a un lado del escenario, sentándola entre Tonya Welton, a un lado, y Gubert y Jomaine, al otro.

Todos tenían a sus robots asistentes cerca. El viejo Tetlak, que acompañaba a Gubber desde siempre. La última unidad moderna de Jomaine. ¿Cómo se llamaba? ¿Bentran? Algo así. El chiste que se hacía en el laboratorio era que cambiaba de robot personal con más frecuencia que de calzoncillos. A Tonya Welton la acompañaba Ariel.

Una extraña ironía. Tonya estaba en Inferno para predicar contra los robots, y aquí estaba, con la robot que Fredda le había dado en días más felices. Mientras tanto, la propia Fredda no tenía robot alguno.

Con un respingo, advirtió que el telón se había abierto, que el público aplaudía amablemente al gobernador, a pesar de unos cuantos abucheos desde el fondo, y que el gobernador se había lanzado a presentar. De hecho, estaba terminando ya. ¡Cielos e infiernos! ¿Cómo podía su mente divagar tanto? ¿Era a algún efecto posterior a la herida, o el tratamiento, o sólo su forma subconsciente de afrontar el miedo al escenario?

—… No espero que estén de acuerdo con todo lo que tiene que decir —anunciaba el gobernador Grieg—. Yo mismo no estoy de acuerdo con muchas cosas. Pero creo que debemos escucharla. Estoy convencido de que sus ideas y las noticias que nos dará tendrán tremendas repercusiones para todos nosotros. Damas y caballeros, por favor, demos la bienvenida a la doctora Fredda Leving.

Se volvió hacia ella, sonriente, encabezando el aplauso.

Sin saber del todo si no sería más inteligente echar a correr hacia la salida, Fredda se levantó y se acercó al atril. Chanto Grieg se retiró hacia la mesa y se sentó junto a Jomaine.

Allí estaba, sola. Miró los rostros y se preguntó qué locura la había traído a aquel lugar. Pero ahí estaba, y no podía hacer otra cosa más que continuar.

Se aclaró la garganta y empezó a hablar.