12

—Ya estoy más que harto de tropiezos, Donald —dijo Alvar Kresh mientras leía los informes y olvidaba el desayuno que tenía sobre la mesa. Un desayuno que anhelaba desde primeras horas de la mañana, y que no estaba disfrutando en absoluto.

Había querido tomarlo en la intimidad de su casa, no en la mesa de su despacho. Las circunstancias dictaron lo contrario, por no decir otra cosa, pero eso no mejoró su estado de ánimo.

Minutos después de abandonar el despacho del gobernador, se enteró de que sus oficiales habían perdido al principal sospechoso en el caso que podría, literalmente, decidir el destino del mundo. Esto no lo hizo feliz.

—Nos vamos a charlar un ratito con el gobernador —dijo Alvar, en voz baja y razonable, en un falso tono de paciente calma—. Pierdo contacto con la fuerza durante una hora, y descubro que mis oficiales han estado usando el espacio aéreo de la ciudad para practicar acrobacias y aterrorizar a media población. —Alvar empezó a subir el tono de voz, enfadado. Se levantó y miró a Donald—. Descubro que uno de mis oficiales desobedece las órdenes y hace un esfuerzo notable por matar al sospechoso antes de que pueda ser interrogado y examinado. Y casi acaba haciendo volar la mitad de los túneles de la ciudad.

Sabía que era injusto e ilógico gritarle a Donald, pero tenía que hacerle pagar su furia a alguien. Y ahí estaba Donald, justo delante de él, un blanco fácil para su furia que además no replicaría.

Pero incluso desde las profundidades de su ira Alvar sabía que estaba actuando para los miembros de su personal. Su oficina no estaba hecha a prueba de ruidos. Algunas veces a los agentes les venía bien oír cómo El Viejo estallaba. Por eso gritaba deliberadamente, no a Donald, sino a las finas paredes y a los hombres y mujeres de fuera.

—En otras palabras, la única razón por la que mis intrépidos oficiales de gatillo fácil no lo han destrozado todo es porque tienen una puntería asquerosa. ¿Qué demonios le está pasando a todo el mundo?

La pregunta retórica gravitó en el aire durante medio minuto, mientras Donald permanecía en silencio ante la mesa de Alvar. Por fin, el sheriff suspiró, volvió a sentarse, y cogió su tenedor. Pinchó sin ganas sus salchichas.

—No me siento feliz, Donald —dijo por fin, en voz más tranquila, hablando casi para sí mismo—. No tengo dudas de que este fiasco ha dado pie a toda una serie de rumores. Además de los cientos de testigos de nuestra reacción, hay un civil al que no podemos hacer nada por silenciar, y sin duda va por ahí contando alegremente a todos sus amigos la historia del robot que se negó a obedecer órdenes. Dios sabe dónde acabara esto.

—Sí, señor. Es una desgracia. Hay otra noticia molesta. Existe el rumor de que el anuncio de Fredda Leving de esta noche está relacionado con los sucesos de esta mañana, aunque nadie parece conocer la conexión.

—Eso no es más que un rumor —gruñó Alvar—. Demonios, yo dirijo la investigación y ni siquiera sé si es cierto. Tendrá un montón de público esta noche.

—He pensado lo mismo —dijo Donald—. Tenía usted razón en inquietarse por un esfuerzo policial masivo. Ha hecho pública la situación, al menos en parte. Hemos hecho cundir el pánico, lo que tal vez fuera el objetivo del instigador.

—Sí, sí, lo sé. Pero maldición, ¿qué otra posibilidad teníamos sino responder a la situación? No podíamos permitir que ese Calibán escapara, nada menos que un robot capaz de actuar con violencia contra los humanos, sólo porque una persecución policial podía asustar a unas cuantas personas. No cuando teníamos una localización y una identificación positiva. Pero la jodimos, y ahora puede estar en cualquier parte.

—Señor, si pudiera interrumpirle un momento —dijo Donald en su tono de voz más servicial. Alvar alzó la cabeza bruscamente. Reconoció aquel tono. Era el que Donald usaba cuando iba a llevarle la contraria—. Se está basando en una suposición que debemos considerar no demostrada.

—¿Y cuál es? —preguntó Alvar con cautela mientras utilizaba el tenedor para cazar los restos de su desayuno.

—Que Calibán es un robot capaz de actuar con violencia contra los humanos.

El despacho quedó en silencio una vez más, excepto por el ruido apagado de las oficinas exteriores que conseguía filtrase. Alvar no supo qué responder, pero estaba claro que Donald no iba a decir más.

—Espera un segundo —dijo el sheriff, soltando el tenedor y dirigiendo al robot de servicio una señal casi imperceptible para que se llevara la bandeja—. Tú fuiste quien intentó convencerme de que nuestro sospechoso era un robot.

—Sí, señor. Pero las circunstancias han cambiado. Nuevas pruebas y pautas han salido a la luz. Las conclusiones primeras deben ser revisadas a la luz de los nuevos datos.

—¿Qué pruebas y qué pautas?

—Una pauta en particular, señor, que no he examinado todavía. Necesito hacer un experimento mental. Tengo una hipótesis que necesito verificar. Me resultará difícil, pero para ejecutarlo, me veré forzado a contemplar… a un robot ejerciendo violencia contra los seres humanos. Sin duda eso me dificultará hablar y pensar. De hecho, habrá advertido que incluso sugerir la idea hace que mi habla sea más lenta y confusa. —El robot de servicio se volvió hacia Donald, moviéndose de una manera tan espasmódica que los cubiertos volaron de la bandeja. Se arrodilló y los recogió antes de levantarse, tambaleándose un poco.

Donald advirtió la reacción del otro robot.

—Ah, señor, antes de que sigamos discutiendo este tema, debería excusar al robot de servicio para impedir que su cerebro sufra un daño innecesario.

—¿Qué? Oh, sí, por supuesto. —Alvar indicó al robot de servicio que se marchara, y este abandonó la habitación, todavía sosteniendo la bandeja—. Ahora veamos, ¿de qué experimento mental se trata? Si es arriesgado, no quiero hacerlo. No quiero que te hagas daño, Donald —dijo Alvar, con voz preocupada—. Te necesito.

—Es usted muy amable, señor. Sin embargo, creo que, dados los refuerzos policiales de mi cerebro positrónico, el riesgo de un daño permanente significativo será mínimo. Sin embargo, tendrá que ser paciente conmigo. Tampoco deseo ejecutar este experimento mental más de una vez. Sin duda será desagradable para mí, y el riesgo de daños permanentes aumentará si tengo que repetirlo. Así que le pido que preste atención.

»Deseo encontrarme en las circunstancias a que ese Calibán se ha visto enfrentado al menos en dos ocasiones, una en el almacén con los destructores de robots, y otra con los oficiales en el túnel. En ambos casos, Calibán fue rodeado por un grupo de seres humanos que amenazaban claramente su existencia. Pretendo revisar las circunstancias de cada caso y cómo reaccionaría un robot de alto nivel con las Tres Leyes, cuál sería el resultado. En resumen, ¿qué habría sucedido con un robot con mi mente y el tamaño y la fuerza de Calibán que se enfrentara a tales circunstancias?

—Sí, muy bien —dijo Alvar, un poco aturdido—. Entonces procederé.

Alvar se sentó y contempló durante casi un minuto a Donald, que permanecía de pie ante él, inmóvil.

Tras recobrar sus movimientos de una forma que era en cierta manera más desconcertante que el modo en que había dejado de moverse, Donald volvió en sí.

—Muy bien —dijo—. La primera parte de mi hipótesis es correcta. Si yo hubiera estado en esas dos situaciones, habría sido destruido en el acto —la satisfacción de su voz era clara.

—¿Eso es todo? —preguntó Alvar, sintiéndose bastante confundido.

—Oh, no, señor. En cierto sentido, aún no he empezado. Estaba simplemente estableciendo una línea base. Ahora debo llegar a la parte más difícil del experimento. Debo ponerme en el lugar de un ser de notable inteligencia, poseedor de gran fuerza y velocidad, con soberbios sentidos y reflejos, que se halle en las mismas circunstancias. Pero este ser hipotético está dispuesto y es capaz de defenderse por cualquier medio, incluyendo atacar a los humanos.

Alvar abrió la boca y miró a Donald, alarmado. Más robots de los que se había preocupado en contar habían sido completamente destruidos por la simple contemplación casual del daño a los humanos. Imaginar ese daño, deliberadamente cometido por uno mismo, sería el pensamiento más terrible y peligroso para un robot.

—Donald, no sé si…

—Señor, le aseguro que comprendo los peligros mucho mejor que usted. Pero creo que el experimento es esencial.

Antes de que Alvar pudiera seguir protestando, Donald volvió a inmovilizarse. Pero esta vez no permaneció petrificado. Una serie de convulsiones y tics empezaron a aparecer, y fueron acrecentándose. Un pie se despegó del suelo, y Donald estuvo a punto de caer antes de rehacerse y recuperar el equilibrio. Un sonido extraño y agudo brotó de su altavoz, emitiendo toda su frecuencia. El brillo azul de sus ojos se apagó, destelló, y luego quedó en blanco. Sus brazos se retorcieron. Sus dedos se abrieron y se cerraron. Pareció a punto de caer otra vez. Alvar se levantó, rodeó su mesa y sujetó a su viejo amigo y leal sirviente por los hombros.

Mientras actuaba, descubrió que estaba sorprendido consigo mismo. ¿Amigo? ¿Leal sirviente? Nunca había sido consciente de que consideraba así a Donald. Pero de pronto pareció muy posible que pudiera perderlo ya, en aquel mismo instante y supo que no quería que eso sucediera.

—¡Donald! —llamó—. ¡Alto! ¡Sea lo que fuese lo que estás haciendo, te ordeno que lo interrumpas!

El cuerpo de Donald sufrió otro espasmo, y el robot se apartó de Alvar, retrocediendo un paso o dos. Sus ojos se iluminaron dolorosamente antes de recuperar su aspecto normal.

—Yo… yo… gracias, señor. Gracias por llamarme. No creo que hubiera sido capaz de liberarme de mi propio acto.

—¿Estás bien? ¿Qué demonios te ha pasado?

—Creo que estoy bien, señor, aunque sería prudente que me revisaran más tarde. —Hizo una pausa—. En cuanto a lo sucedido, fue una intensa secuencia de bucle cognitivo. Comprendo que los humanos son capaces de mantener dos puntos de vista completamente opuestos al mismo tiempo sin padecer grandes tensiones. No es el caso de los robots. Me vi forzado a simular la carencia de restricciones a mi conducta, aunque las Tres Leyes naturalmente controlan mis acciones. Fue muy desconcertante.

Donald vaciló un instante y miró a Alvar con la cabeza ladeada.

—Nunca se me había ocurrido hasta qué punto debe sentirse extraño e inseguro, y estar falto de guía un ser humano. Los robots conocemos nuestro deber, nuestro objetivo, nuestro lugar, nuestros límites. Los humanos no. Qué extraño debe ser vivir una vida en la cual todas las cosas están permitidas, sean o no posibles. Si se me permite preguntarlo, señor, ¿cómo pueden soportarlo los humanos? ¿Qué hacen con toda la libertad que los robots les proporcionarnos?

Alvar se sintió confundido y sorprendido por la pregunta. Todavía aturdido por el experimento de Donald, respondió con más honestidad de la que se habría permitido en una respuesta meditada.

—La desperdician —dijo—. No hacen nada con sus vidas, decididos a lograr que cada día sea como el anterior. —Pensó en las quejas que había recibido, civiles protestando porque la policía había perturbado sus vidas aquella mañana al intentar capturar a Calibán, sin preocuparles que aquella molestia se debiera al interés por proteger sus vidas—. Están convencidos de que el único cambio puede ser para peor. Luchan contra el cambio… y así se aseguran que no haya ningún cambio para mejor.

Pero entonces Alvar se detuvo, y se dio la vuelta.

—Maldición, eso no es justo. No del todo, al menos. Pero me he pasado toda la mañana enterándome de cómo nos hemos condenado a nosotros mismos a base de indolencia y cerrazón.

—Mis disculpas, señor. No pretendía trasladar la discusión a temas tan irrelevantes.

—¿Irrelevantes? —Alvar volvió a su mesa y se sentó con un suspiro—. Creo que tal vez las cuestiones de cambio y libertad se acercan mucho al tema de este caso. Hemos investigado para averiguar cómo fue atacada Fredda Leving, y quién lo hizo. Pero apenas nos hemos parado a pensar por qué lo hizo. Te diré la razón que vamos a encontrar, Donald. —De repente su voz se volvió ansiosa, excitada—. La razón, el motivo, va a ser el cambio, y el miedo al cambio. Tiene que haber algo relacionado con la política en todo esto. Se aproxima un gran cambio, y alguien quiere asegurar ese cambio o impedirlo. Eso es lo que vamos a descubrir. Pero maldición, nos hemos desviado del tema.

Pero Alvar lo había hecho deliberadamente. Quería que Donald tuviera un momento para calmarse, una oportunidad que su cerebro positrónico se concentrara en pensamientos menos aterradores por unos instantes. Alvar sabía que el tema de los motivos de un crimen, con la penetración en la psique humana que proporcionaba, siempre fascinaba a Donald.

—Pero tu experimento. Donald. ¿Cuáles fueron los resultados?

—En resumen, señor, confirmó mi hipótesis inicial: que un ser con las capacidades físicas de un robot, pero sin inhibiciones de conducta, y altamente motivado para proteger su propia existencia, podría haber matado a todos los colonos del almacén y a todos los policías de los túneles. Y, de hecho hacerlo así habría sido más seguro para este hipotético ser que actuar como lo hizo Calibán.

—¿Qué estás diciendo?

—Parece que Calibán actuó para protegerse, pero no pretendía infligir daño a los humanos. El que les hizo fue una consecuencia de su autodefensa, y tal vez accidental. No hay duda de que prendió fuego al almacén. No hay pruebas de que lo hiciera deliberadamente.

—Haces que casi parezca humano, Donald.

—Pero señor, como acabo de observar, no hay restricciones a la conducta humana.

—Oh, pero sí las hay. Restricciones profundas y fuertes, impuestas por nosotros mismos y por la sociedad. Rara vez fallan. No tienen el rígido código de las Tres Leyes impuestas desde fuera, pero los humanos aprenden sus propios códigos de conducta. Pero no nos vayamos por las ramas. He estado pensando en el hecho de que Laboratorios Leving es un centro experimental. Todavía tenemos que dilucidar qué tipo de experimento iba a ser Calibán. ¿Qué tenía en mente Fredda Leving? ¿Fracasó el experimento? ¿Tuvo éxito? —Entonces se le ocurrió una idea que hizo que la sangre se le helara en las venas—. ¿O está el experimento en marcha ahora, siguiendo exactamente un plan preestablecido?

—No comprendo, señor.

—Los robots despiertan por primera vez sabiendo todo lo que necesitan saber. Los humanos empiezan sin saber nada de cómo funciona el mundo. Supongamos que Leving se preguntó cómo se comportaría un robot que tuviera que aprender. Supongamos que Calibán está ahí fuera, comportándose según las Tres Leyes, pero con un conjunto de datos tan reducido que no sabe, por ejemplo, qué es un ser humano. Tonya Welton nos recordó que ha sucedido antes. Supongamos que Fredda Leving lo envió para ver cuánto tardaría en aprender por su cuenta.

—Es una idea inquietante, señor. Apenas puedo creer que la señora Leving fuera capaz de iniciar un experimento tan irresponsable.

—Bueno, pero está claro que está ocultando algo. Esa conferencia tiene mucho que ver con el estado actual de las cosas. Tengo la impresión de que todo se complicará aún más con la segunda conferencia. Tal vez aprendamos más entonces.

Alvar Kresh miró su mesa y halló que sus pensamientos volvían a los trabajos de rutina en la dirección del Departamento. Informes de personal. Requisitos de equipo. El sombrío tamborileo de la burocracia parecía atractivo después del caos de los últimos días. Era mejor ponerse manos a la obra.

—Es todo por ahora, Donald.

—Señor, antes de marcharme, hay un dato más que necesito conocer.

—¿Cuál es, Donald?

—El golpe en la cabeza de Fredda Leving, señor. El laboratorio forense ha establecido que Calibán no lo hizo casi con total seguridad.

—¿Qué?

—Es otro aspecto de los nuevos patrones de la evidencia, señor. Se encontraron rastros de pintura roja en la herida.

—Sí, lo sé. ¿Qué pasa con eso?

—Era pintura fresca, señor, no seca. Es más, según las especificaciones de diseño para el cuerpo de Calibán, el color del robot está integrado en los paneles corporales exteriores. En ese modelo de cuerpo, los tintes se mezclan con el material empleado para formar los paneles. Los paneles no se pintan nunca. El material del cuerpo está diseñado para resistir las manchas, los tintes y las pinturas. En resumen, nada se adhiere a su superficie, por eso debe ser impregnado de color durante su manufactura.

—Luego esa pintura no pudo desprenderse del brazo de Calibán.

—No, señor. Por tanto, alguien más, presumiblemente con la intención de inculpar a Calibán, pintó de rojo un brazo robot y golpeó a Leving con él. Deduzco que esa persona desconoce el proceso de manufactura de los cuerpos de los robots, aunque eso crea algunas dudas, ya que todo lo demás sugiere que el atacante sabía bastante de robótica.

—A menos que la pintura roja fuera un señuelo. —Alvar pensó un instante—. Podría seguir siendo Calibán, o alguien más, que conociera los procesos de color para ese modelo de robot. Calibán pudo pintarse el brazo de rojo sólo para despistar. Sabía que lo descubriríamos y, por lo tanto, no pensaríamos que él pudo hacerlo.

—Está atribuyendo mucho conocimiento y astucia a Calibán, sobre todo considerando que hace un minuto sugirió que no sabía qué era un ser humano.

—Mmm. El problema contigo, Donald, es que me haces ser demasiado honesto. Muy bien, pues. Si Calibán no lo hizo, ¿entonces quién demonios fue?

—No puedo ofrecer ninguna opinión sobre eso, señor.

Calibán llegó a otra intersección en los túneles y vaciló un instante antes de decidir qué camino tomar. Todavía no había visto a un solo ser humano en la ciudad subterránea, pero tampoco parecía aconsejable permanecer en compañía de otros robots. En el túnel de la izquierda parecía haber menos tráfico, así que tomó aquella dirección.

Había habido bastantes momentos desde su despertar en que Calibán experimentó algo muy parecido a la soledad, pero desde luego en aquel momento no tenía ningún deseo de compañía. Ahora necesitaba escapar, poner la mayor distancia y tantas vueltas y revueltas como fueran posibles entre él y sus perseguidores. Luego tendría que sentarse en alguna parte y pensar.

Los robots subterráneos eran muy diferentes a los de la superficie. No había robots personales de servicio allí, ningún encargado de transportar paquetes. Aquellos pasadizos estaban poblados por máquinas más toscas y pesadas de colores pardos. Se parecían muy poco a las brillantes máquinas de arriba. Comparados con estos robots, los otros eran meros juguetes. Los robots subterráneos eran más parecidos a las unidades de mantenimiento que recorrían la ciudad sólo de noche. «De noche, y bajo tierra, se afanan los verdaderos trabajadores», pensó Calibán. Había algo inquietante en el pensamiento, en la imagen.

Empezaba a comprender que aquel era un mundo en que el verdadero trabajo, el trabajo útil, era despreciable, algo que había que hacer sin que lo viera nadie. Los humanos parecían desdeñar la idea misma del trabajo. Habían aprendido a creer que era algo impropio verlo, y mucho más hacerlo. ¿Cómo podían vivir sabiendo que eran zánganos inútiles y mimados? ¿Podían realmente vivir de aquella forma? Y si se permitían esperar cruzados de brazos, entonces seguramente como individuos, y como pueblo, estaban perdiendo incluso la capacidad de hacer la mayor parte de las cosas por sí mismos. No, no podía ser. No podían estar convirtiéndose en algo tan indefenso, tan vulnerable, tan dependiente de sus propios esclavos.

Los caminos bajo la parte central de la ciudad eran limpios, secos y brillantes, rebosantes de actividad, con robots marchando a cumplir con sus tareas en todas direcciones. Nada de eso servía a los propósitos de Calibán. Consultó su plano y se encaminó hacia las afueras del sistema.

Los túneles principales y los más antiguos estaban iluminados con frecuencias perceptibles para los humanos, advirtió. Tal vez era una reminiscencia de los días en que los humanos los recorrieron. Los túneles nuevos estaban iluminados con infrarrojos, mudo testimonio de la falta de presencia humana en los últimos tiempos.

Calibán siguió avanzando hacia las afueras del sistema, donde incluso la luz infrarroja fue empeorando cada vez más. Se suponía que esas luces se conectaban cuando uno se acercaba y se desconectaban cuando había pasado, pero cada vez eran menos los sensores que parecían funcionar. Por fin, se encontró caminando en completa oscuridad. Calibán conectó su propia fuente de luz infrarroja y continuó así su camino.

El estado de los túneles se deterioraba también. Allí, lejos del centro de la ciudad, la mayoría de los túneles estaban semiabandonados, y eran fríos, apestosos, húmedos y sucios. Tal vez la superficie de Inferno era seca como un hueso, pero allí abajo había agua. Pequeños riachuelos corrían acá y allá. Las paredes sudaban, y gotas de agua caían del techo, resonando con fuerza en el silencio imperante. Aquí, en el perímetro, se aventuraban sólo unos cuantos robots menores que avanzaban en la oscuridad, concentrados en sus misiones, sin prestar ninguna atención a Calibán.

Giró una y otra vez, siempre en la dirección en que menos tráfico había. Finalmente se encontró solo, caminando en la más absoluta oscuridad. Llegó a un túnel con un cubículo de cristal a un lado, la oficina de un supervisor, recuerdo de los tiempos en que había suficiente trabajo que hacer para justificar su existencia. O al menos de los días en que pudieron imaginar un futuro con una ciudad en expansión que necesitara la oficina de un supervisor ahí.

La puerta tenía una manivela, y Calibán tiró de ella. No le sorprendió ver que estaba cerrada. Tiró con más fuerza y la puerta entera se vino abajo, con goznes y todo. La dejó caer al suelo con el resto de los escombros y entró. Contenía, una mesa y una silla, ambas cubiertas por la misma suciedad que parecía que imperar en los túneles. Calibán se sentó en la silla colocó las manos sobre la mesa, y se puso a mirar al frente. Cortó la energía de su fuente de luz infrarroja y permaneció sentado en completa oscuridad.

No había ni un atisbo de luz. ¡Qué extraña sensación! No era ceguera, pues veía todo lo que podía verse. Era simplemente, que no se veía nada. Negrura, silencio, con el lejano eco de un goteo intermitente para estimular sus sentidos. Allí, en efecto, escucharía a cualquier posible perseguidor mucho antes de que llegara, vería cualquier destello de la luz visible o infrarroja que sus perseguidores llevaran. Por el momento, al menos, estaba a salvo.

Pero no sería así a la larga. ¿Qué sucedía? ¿Por qué intentaban todos capturarlo, por qué intentaban matarlo? ¿Quiénes eran? ¿Y si lo perseguían todos los humanos? No, eso no podía ser. Mucha gente en la calle no había hecho nada para detenerlo.

No fue hasta su encuentro con aquel hombre en la calle que las cosas escaparon al control. Calibán había hecho algo que impulsó al hombre a llamar a los otros hombres uniformados, o bien aquel hombre concreto estaba de acuerdo con el grupo uniformado, dispuesto a llamarlo si localizaba a Calibán. Aunque aquel hombre no pareció mostrar ningún interés o ninguna alarma al principio, y no había actuado como si lo hubiera reconocido. Era algo en la manera de actuar de Calibán lo que lo había sobresaltado. Alguna acción que había provocado una reacción del transeúnte y de los misteriosos y alarmados hombres de uniforme.

¿Quiénes eran, por cierto? Evocó una serie de imágenes de ellos, y de sus uniformes, vehículos y equipo. Las palabras «Sheriff» y «Oficial» aparecían varias veces en todos ellos. En el momento en que su mente se enfocó en las palabras, el banco de datos le proporcionó las definiciones. El concepto de oficiales de policía actuando para el estado y la gente para hacer cumplir la ley y proteger a la comunidad inundó su conciencia.

Parte del misterio, al menos, se desvaneció. Evidentemente, aquellos oficiales del sheriff lo perseguían porque creían que había violado alguna ley. Resultaba de ayuda tener al menos eso claro, pero era enormemente deprimente advertir que significaba que el sheriff continuaría su caza. El otro grupo, el de los colonos, no había continuado la persecución después del primer encuentro.

¿Estaban los colonos relacionados de alguna forma con los oficiales de policía? No había nada en su banco de datos que lo dijera. Y sin embargo había algo furtivo, algo secreto en las acciones de los colonos. Después de todo, se dedicaban a destruir robots, que era un delito según el código penal. Debían de estar ocultándose de la policía. ¿Era ilegal ser un colono? Un momento. Había una referencia secundaria a las organizaciones criminales, y los colonos no estaban incluidos en ella. Al menos eso le decía algo sobre lo que no eran. Resultaba suficiente para concluir, al menos por ahora, que el grupo del almacén era una especie de rama criminal de los colonos.

Lo que seguía sin decirle nada a Calibán sobre ellos, excepto que deseaban destruir a los robots en general y a él en particular. Pero espera un momento. Retrocede un poco. Si destruir a un robot era un crimen…

Al mismo tiempo que obtenía una súbita comprensión, Calibán recordó sus primeros momentos de conciencia. Su brazo extendido ante él, alzado como para golpear. La mujer inconsciente a sus pies, la sangre a su alrededor…

Los oficiales del sheriff no trataban con certezas, sino con probabilidades. Trabajaban con evidencias, no sin pruebas.

Y había un montón de evidencias que sugerían que él había atacado a aquella mujer. Los posibles cargos brotaron de su banco de datos. Asalto con agravantes. Ataque con intención homicida. Negación de derechos civiles por causar inconsciencia o muerte. ¿Estaba la mujer viva, muerta o moribunda cuando la dejó? No lo sabía.

Con un estremecimiento, Calibán advirtió que no tenía absolutamente ninguna razón objetiva para pensar que no la había atacado. Su memoria simplemente no alcanzaba hasta antes del momento de despertar. Podría haber hecho cualquier cosa antes y no lo sabía.

Pero eso no resolvía el tema de la policía. Parecía obvio que lo perseguían a causa del ataque, ¿pero cómo lo vinculaban con el crimen? ¿Cómo lo sabían? Con una repentina luz de comprensión, recordó el charco de sangre en el suelo. Debió haberlo pisado antes de salir por la puerta. La policía, los oficiales, simplemente habían tenido que mirar las huellas para saber que pertenecían a un robot.

Mirando la oscuridad, contempló su propio pasado. Su memoria robótica era clara, absoluta, y perfecta. Con un simple esfuerzo de voluntad, podía ser espectador de todos los hechos de su pasado, verlo y oírlo todo, y ser consciente de estar fuera de esos hechos, con capacidad para detener el flujo de imágenes y sonidos, y enfocarse en aquel momento, en esa imagen.

Volvió al instante de su despertar, y reprodujo los hechos para sí mismo. Sí, allí estaba la mancha de sangre, y su pie a punto de pisarla. Calibán observó la reproducción con cierta satisfacción, felicitándose por calcular como lo había hecho la policía.

Pero entonces, con una total sensación de horror, Calibán leyó algo más en su memoria. Algo que no había registrado cuando aquella imagen había sido realidad, y no solamente su eco: Otro conjunto de pisadas cruzando la habitación, saliendo por una puerta que él no había usado.

Huellas que no recordaba haber dejado, y sin embargo su patrón parecía igual al de las suyas. ¿Cómo era posible? Calibán interrumpió su reflexión, conectó su fuente de luz, se levantó y regresó al túnel. Tenía que saberlo con seguridad. Encontró un charco de agua, lo pisoteó, y luego pasó a terreno seco. Se giró y examinó las huellas resultantes.

Eran idénticas a las que había visto en sus recuerdos. Las pisadas ensangrentadas eran gemelas de las pisadas de agua que acababa de dejar.

Eran las suyas propias. Él tenía que haberlas dejado, o de lo contrario el mundo tenía aún menos sentido de lo que creía.

¿Pero por qué las había dejado? ¿Por qué golpeó el cráneo de la mujer con su brazo, pisó su sangre, formó un conjunto de huellas, salió por una puerta, se limpió los pies (pues no había pisadas de entrada en la habitación), regresó a su posición sobre el cuerpo, alzó el brazo…, y luego perdió la memoria? ¿Y cómo pudo perder la memoria tan limpia, tan completamente? ¿Cómo podía no haber en su mente algún atisbo residual de aquellas acciones pasadas? ¿Cómo estar vivo no le había dejado ninguna marca?

Calibán sentía que se volvía más complejo, más experimentado, con cada momento de vida. No era una simple cuestión de memoria consciente, era comprensión. Comprensión de la forma en que funcionaba la ciudad, comprensión de que los humanos eran diferentes de los robots.

Era conocimiento del mundo, no sólo una serie de informes sobre hechos maquinales, sino el saber que da la experiencia, los detalles de sensación. Ningún plano del banco de datos informaría sobre los charcos en el túnel, sobre los sonidos de sus pisadas a lo largo de una larga acera, sucia y vacía, o de la forma en que el mundo parecía un lugar distinto, y a la vez el mismo, cuando se veía a través de infrarrojos. Se volvió y recorrió el pasadizo hasta la oficina abandonada, se sentó como antes, desconectando su sistema infrarrojo para encontrarse en completa oscuridad. Sentía que merecía la pena seguir con aquella línea de pensamiento. Continuó reflexionando.

Había cosas en el mundo, como la extraña forma de ver oscuridad que era distinta a la ceguera, que tenía que experimentar por sí mismo para comprenderlas.

Y sin embargo, sabía que no tenía esa sofisticada experiencia cuando despertó. Nada, ni un fragmento vacilante. Literalmente había despertado a un mundo nuevo. Había recobrado su memoria sin ninguna experiencia propia anterior.

Lo primero que hizo fue arrodillarse y meter los dedos en la sangre de la mujer, notar su calor en los sensores térmicos de su piel, comprobar sus dedos cubiertos de sangre para ver si la sangre seca era pegajosa. Aquel momento, estaba seguro, había sido el primero de su vida. No había nada más antes.

Lo que significaba que no había estado despierto antes de que su memoria comenzara, o bien que todo había sido borrado de su cerebro.

Una idea inquietante, pero Calibán la consideró cuidadosamente. No tenía conocimientos sobre la manera en que funcionaba su cerebro, o cómo estaba relacionado exactamente con su ser físico. Sin duda, estaban relacionados, y sin embargo eran claramente distintos y separados. Pero ahora no estaba seguro.

Una vez más, se encontraba con la terrible decepción que constituía su ausencia de conocimiento acerca de los robots en su banco de datos. No tenía modo de juzgar la mecánica del pensamiento, ni de saber si había algún medio de pulsar un botón de borrado y destruir su mentalidad.

Pero si eso había sucedido, si su mente y su memoria habían sido destruidas tan completamente que incluso la sensación de experiencia había desaparecido, ¿podía decirse que se trataba del mismo ser que antes?

La memoria podía ser ajena al sentido del yo. Calibán estaba seguro de eso. Sus recuerdos podían ser anulados y él seguiría siendo él mismo, igual que podría serlo si le quitaran su banco de datos. Pero si alguien borraba de su cerebro todos los datos de la experiencia que estaba considerando, quitarían también el ser, el yo que había sido formado por esas experiencias. Si borraban su mente, dejaría de existir. Su cuerpo, su yo físico, todavía estaría allí. Pero Calibán no era ese cuerpo. Si fuera mecánicamente posible extraer su cerebro de su cuerpo y colocarlo en otro, seguiría siendo él mismo, aunque en un cuerpo nuevo.

Por tanto él, Calibán, no había atacado a la mujer. De eso estaba seguro. Tal vez su cuerpo lo había hecho, pero si era así, otra mente distinta a la que actualmente lo habitaba lo controlaba en ese momento.

Descubrió que la conclusión, a su modo, era reconfortante. La idea de que podría ser capaz de atacar sin ser provocado era alarmante. Con todo, no importaba cuáles fueran sus conclusiones, no mejoraban su situación. Los policías dispuestos a usar armas pesadas en un túnel estarían poco dispuestos a escuchar su explicación de que podría haber sido su cuerpo, pero no él mismo, quien había atacado a la mujer. Esos argumentos tampoco harían olvidar el incendio del almacén. Él había estado presente en el lugar. Tal vez era todo lo que necesitaban saber.

Desde el punto de vista de la policía, todo evidenciaba que había atacado a la mujer, que había prendido fuego a aquel edificio. Después de todo, la policía sabía que alguien la había atacado. Si no lo había hecho él, ¿quién había sido? Por lo que podía ver, no había nadie más que pudiera haberlo hecho.

Pero tal vez había más cosas en los recuerdos visuales de su despertar, otras cosas que había pasado por alto. La mujer, por ejemplo. ¿Quién era? Sentado en la oscuridad, pasó una vez más la escena ante sus ojos. Esta vez no se limitó a intentar volver atrás sobre los acontecimientos, sino componer de una forma tan completa y perfecta como pudo una imagen de la habitación, usando todos los ángulos, repasando cada imagen una y otra vez a velocidad lenta, intentando montarlas con todo detalle usando todas las instantáneas a su disposición.

En la oscuridad, con el ojo de su mente, construyó en efecto la habitación y luego caminó por su interior, proyectando la imagen de su propio cuerpo en la imaginaria reconstrucción. Sabía que era todo ilusión, pero una ilusión que servía a su propósito.

Todavía era imperfecta. Se dio la vuelta para mirar hacia al fondo de la habitación, y no estaba allí. No había mirado en aquella dirección en la vida real. El revoltijo de objetos que descansaban sobre una u otra mesa parecían reales mientras los mirara desde los ángulos que había usado en realidad, pero en cuanto movía su punto de vista hacia otros ángulos, a aquellos que no había adoptado realmente, caía en una extraña mezcolanza de formas y ángulos imposibles. Era muy inquietante. Tal vez con un esfuerzo considerable pudiera perfeccionar la imagen, hacer conjeturas razonablemente elaboradas para despejar tales dificultades.

Pero aquel no era el momento. Tenía otras preocupaciones. Calibán recuperó su posición erguida en la habitación y miró hacia abajo. Allí estaba ella, tendida en el suelo. ¿Había alguna pista sobre su persona, alguna guía acerca de su identidad? Amplió la imagen de su cuerpo y lo examinó centímetro a centímetro. ¡Allí! Una placa en el pecho de su bata. Las formas de las letras quedaban algo oscurecidas por su postura y la iluminación. Se esforzó por descifrarlo. Estaba casi seguro de que decía F. Leving, pero podía haber sido E. Ieving o cualquier otra variante. ¿Ponía la placa su nombre, entonces? No podía estar seguro, pero parecía razonable.

Sin embargo, había aprendido que la palabra escrita, aunque fuera incidentalmente, podía abrir puertas al conocimiento. Descifrar las palabras «oficial del sheriff» había dado pie a su banco de datos a exponer todo el sistema de justicia penal. Escrutó la imagen de la habitación tal como aparecía grabada en su memoria, buscando otros escritos. Advirtió un cartel en la pared, una foto de un grupo de personas sonriendo ante la cámara, con una leyenda impresa al pie: Laboratorios Robóticos Leving: trabajando por el futuro de Inferno.

Leving otra vez. Ese tenía que ser el nombre. Examinó el cartel con más atención. Sí, estaba seguro. Allí aparecía ella, en primera fila. Incluso concediendo que la mujer del laboratorio estaba inconsciente, derrumbada en el suelo a sus pies, mientras que la mujer de la foto estaba atenta y sonriente, ambas tenían que ser la misma. Laboratorios Robóticos Leving. Los laboratorios eran los lugares donde se realizaban experimentos. ¿Era él un experimento?

Continuó estudiando la imagen de la habitación. Captó las letras de un grupo de cajas y las examinó de cerca. Había una etiqueta en cada una: «Manejar con cuidado. Cerebro Gravitónico». Leer las palabras le produjo un extraño escalofrío de reconocimiento. «Cerebro gravitónico». Había algo en las profundidades de su ser que sentía afinidad con aquella palabra. Estaba relacionado con él. «Debo de tener uno», pensó.

No fue ninguna sorpresa que su banco de datos no contuviera ninguna información sobre la gravitónica, y menos aún sobre cerebros gravitónicos.

Todo aquello era vago, oscuro, incierto. Saber que el nombre de la mujer era Leving, y que parecía dirigir un laboratorio robótico, no le decía mucho. Y suponer qué tipo de cerebro tenía él tampoco.

Decidido a encontrar algo claro, sustancial y definido en la imagen de la habitación, Calibán continuó su investigación. Un segundo. En las cajas de cerebros gravitónicos. Otra etiqueta, con lo que su banco de datos le aclaró que era una dirección de entrega. Sobre la dirección aparecían las palabras «Proyecto Limbo», impresas sobre el dibujo de un rayo.

Si sospechaba que tenía un cerebro gravitónico, y los cerebros gravitónicos eran enviados al Proyecto Limbo… Escrutó su memoria visual, buscando más recuerdos de las palabras o del símbolo del rayo. Allí, en un cuaderno de notas. Y en un clasificador, y en dos o tres sitios más del laboratorio.

Estaba claro que no sólo él, Calibán, sino Laboratorios Leving tenían algo que ver con el Proyecto Limbo.

Fuera lo que fuese tal proyecto.

Calibán exploró la imagen del laboratorio minuciosamente, pero no pudo encontrar nada más que le ofreciera ninguna pista sobre su caso. Desconectó las imágenes y permaneció allí sentado, solo en la perfecta oscuridad de la oficina del túnel.

Estaba a salvo allí abajo, y probablemente lo estaría durante algún tiempo. Podrían pasar días o semanas, quizás incluso más, antes de que registraran aquellos túneles. Tal vez pudiera eludir la captura permaneciendo allí, sentado tras la mesa, fuera de la vista de la puerta, en la oscuridad. Era una mesa grande y pesada, de metal. Tal vez incluso podría ofrecerle protección contra los aparatos de detección que usaba la policía, según el banco de datos.

Tal vez podría ser más que un refugio temporal. Tal vez, si la policía no podía encontrarlo, renunciaran a hacerlo pasados unos días. No parecía improbable que pudiera permanecer allí a salvo por tiempo indefinido, exactamente como estaba, inmóvil en la oscuridad, hasta que el polvo lo cubriera y la suciedad se abriera paso entre sus articulaciones.

Pero aunque ese tipo de existencia pudiera encajar con la definición de vida del banco de datos, no coincidía con lo que Calibán sentía en su interior.

Si iba a vivir, a vivir de verdad, tendría que actuar. Tendría que saber más, mucho más, sobre sus circunstancias.

Limbo. Todo parecía relacionado con ese proyecto. Si pudiera aprender más sobre aquello, tal vez aprendería más sobre sí mismo.

Por conservar las formas, consultó su banco de datos, y no encontró información alguna sobre Limbo. Pero tenía la dirección de la caja de embalaje del cerebro gravitónico.

Iría allí y vería qué podía aprender. Pero esta vez permanecería apartado de los humanos. Preguntaría a los robots. Se trataba, tal vez, de un plan vago y frágil, pero al menos era algo. Podría funcionar, o no servir para nada. Pero sería mejor que tratar con los humanos.

Se levantó y se puso en marcha.