Tansaw Meldor, uno de los ayudantes veteranos del sheriff, se arrellanó en su asiento. Contempló pilotar a la joven novata Mirta Lusser el coche aéreo en la oscuridad previa al amanecer. Era una novata típica, decidió: concienzuda como el infierno, determinada a hacer su trabajo a la perfección, casi enternecedoramente dedicada al deber. Había hecho falta una orden directa para que lo llamara por su nombre. Se tomaba las reglas en serio, y ardía en deseos por hacerlo todo bien.
Lo que significaba que normalmente quería pilotar el coche, cosa que a Meldor le parecía muy bien. Se había cansado de pilotar en modo manual hacía años. Los robots no podían dirigir el coche aéreo patrulla de la policía, no cuando tenían el potencial necesario para causar daño a los humanos. Por eso, los oficiales humanos se veían obligados a hacer un trabajo de robots, pilotando los malditos aeroautos en vez de dejar que los robots lo hicieran, como sucedía con los civiles.
La gracia estaba en que los espaciales nunca habían automatizado su equipo, porque eran los robots quienes iban a operarlo de todas formas. Todo lo que podía hacerse de forma manual se hacía así, convirtiendo el oficio de pilotar un coche en algo mucho más complejo de lo necesario. No por primera vez, Meldor deseó poder usarlos aeroautos de los colonos. Le había echado un vistazo a un par de ellos durante los incidentes en Ciudad Colono, e incluso había viajado en uno. Los malditos aparatos podían volar solos, sin necesidad de que un humano o un robot manejara los controles. Los autopilotos de aquellos artefactos iban mucho más allá de los rudimentarios sistemas de los coches espaciales.
Pero no, estaban atascados con los controles estilo espacial. En ese caso, le parecía perfecto tener a Lusser para pilotar, ya que se veían obligados a estar allí arriba a aquellas horas. ¡Maldito Kresh! ¿Por qué tuvo que convocar a las patrullas de respuesta rápida? Meldor quería estar en casa, durmiendo en su cama, no allí arriba viendo cómo el viento soplaba desde el desierto.
En fin, tal vez tuvieran suerte y sucediera algo que mereciera la pena.
Meldor se había perdido el último enfrentamiento con los Cabezas de Hierro. Le vendría bien un poco de acción.
El amanecer iluminaba el cielo.
Calibán había recorrido la ciudad durante la noche, atravesando cada distrito, por calles de todo tipo, deambulando por un montón de grandes avenidas vacías y bulevares. Una parte de él sabía que era peligroso estar en la calle. Tenía que hacerse cargo de que la gente que le había ordenado que se matase, fueran quienes fuesen, lo intentaría de nuevo. Tenía que aceptar que había otros que no le deseaban un destino mejor.
Sabía que debería esconderse, perderse en algún sitio donde nadie pudiera encontrarlo. Pero no podía hacerlo. Advertía gradualmente que buscaba algo sin saber qué era. Un objeto, una idea, un poco de conocimiento que su banco de datos no contenía. Una respuesta, en definitiva.
No sabía lo que buscaba, y eso le hacía ansiarlo aún más.
Pero el día había llegado. Los robots nocturnos (los trabajadores, los constructores) daban paso a los robots diurnos. Servidores personales, mensajeros, conductores de coches aéreos empezaban a aparecer…, y en su estela llegaban también los humanos, más y más a medida que el día llegaba al centro de la ciudad.
Hasta ahora, ningún robot le había prestado la más mínima atención. Pero los humanos…, ellos eran el peligro. Tenía que ocultarse. ¿Pero dónde? No tenía ni idea de qué podía ser un buen escondite, dónde podría estar a salvo.
Volvió a tener uno de aquellos momentos de sensación en que sentía, con un susurro interno, que sus procesos de pensamiento se torcían. De algún modo, sabía que el miedo al peligro personal era anormal, algo inaudito en un robot. Era otra filtración de las emociones que parecían gravitar en los bordes de su banco de datos. Bien podría ser el primero de su especie en ser un fugitivo.
¿Pero dónde esconderse, y cómo? ¿En las secciones de la ciudad que había explorado, o en las partes que no había visto todavía?
Se detuvo en la siguiente intersección, junto a la entrada de una especie de almacén. Consideró sus opciones. Consultó el plano de la ciudad en su banco de datos, y se dio cuenta, de que le faltaba mucho por ver. Había recorrido grandes avenidas, pero no había tenido ningún motivo para hacerlo sistemáticamente, bloque a bloque, calle a calle. Lo que había restablecido a partir de su deambular era que el plano no era muy detallado, y que distaba mucho de ser completo o preciso. La ciudad había cambiado desde que lo trazaron. Él mismo había sido testigo de algunos de esos cambios la noche anterior. Edificios enteros faltaban de la memoria del plano, o aparecían en él pero ya no existían en la ciudad. Estaba claro que no podía fiarse del banco de datos.
Tendría que esconderse en la zona de la ciudad que ya había visto, entonces. Pero incluso allí sus conocimientos eran incompletos. ¿Dónde podría…?
—¡Tú! Ayuda a mi robot con esos paquetes y sígueme a mi coche aéreo.
Calibán se volvió, sorprendido. Había un hombre fornido tras él, seguido por un robot personal, saliendo del almacén. El robot llevaba un enorme montón de paquetes, tan alto que no podía ver por encima de ellos.
—Vamos, vamos. Los robots del maldito almacén están repartiendo, y que me maten si voy a hacer de lazarillo a un robot. —Calibán no se movió. La noche pasada había aprendido por las malas el peligro de obedecer órdenes a ciegas y el riesgo de relacionarse con los humanos.
—¿Qué pasa contigo? —exclamó el hombre—. ¿Estás ya bajo otras órdenes, esperas a tu amo, te dijo que no ayudaras a nadie o algo por el estilo?
—No —respondió Calibán.
—Entonces ayuda a mi robot. ¡Es una orden directa! —Pero Calibán sabía ahora que no estaba a salvo siguiendo la corriente, imitando a los otros robots. ¿Y si este hombre le ordenaba que subiera a su coche aéreo y lo llevaba a algún lugar desconocido, un lugar fuera del plano de su banco de datos? ¿Y si este hombre estaba coleccionando robots por el placer de destruirlos, como la mujer de la noche anterior?
Calibán no quería tomar parte en ello. Era mejor marcharse, huir y encontrar un lugar donde esconderse de todos los humanos. Volvió la espalda al hombre y empezó a andar.
—¡Eh! ¡Ven aquí!
Pero la lección de la noche anterior estaba marcada a fuego en el cerebro de Calibán. Ignoró decididamente al hombre y continuó caminando. De repente, una mano le agarró el brazo. El hombre intentaba detenerlo. Calibán se liberó. El hombre estiró de nuevo la mano, pero Calibán lo esquivó. Por fin, decidió correr. Había muchas cosas que no entendía, pero sabía que no quería permanecer en aquel lugar más tiempo del necesario. Sin mirar atrás, Calibán salió a la calle, aumentó el ritmo de sus pasos hasta echar a correr y se perdió avenida abajo.
Centor Pallichan contempló asombrado cómo el gran robot rojo se marchaba corriendo. Pallichan estaba completamente aturdido y algo más que molesto. ¡El robot había rehusado una orden directa, y además se había zafado de su presa! Eso era conducta violenta, violencia contra un ser humano, y desobediencia por añadidura. Con dedos temblorosos, no del todo seguro de lo que estaba haciendo, Pallichan sacó su teléfono de bolsillo, lo abrió, y marcó el código de emergencia de la policía.
Se llevó el pequeño teléfono al oído. Hubo un segundo de silencio, y entonces apareció el robot operador.
—Línea de emergencia de la Oficina del Sheriff. Por favor, declare la naturaleza de su problema. —Era una voz suave, calmada, perfectamente modulada. Tranquilizó la agitada mente de Pallichan, lo ayudó a pensar con claridad, como sin duda pretendía.
—Deseo informar de una avería importante en un robot. Un robot grande, rojo metálico, acaba de rehusar una orden directa mía, y se me ha escabullido cuando lo he cogido por el brazo. Escapó corriendo.
—Ya veo. Establezca su situación actual. Señor, ¿en qué dirección se movía cuando huyó?
—Ah, oh, veamos. —Pallichan tuvo que pensar un momento. Tuvo que esforzarse por evitar la confusión—. Al norte —dijo por fin—. Hacia el norte desde aquí, en dirección al bulevar Aurora.
—¿En la dirección de la Torre Gubernamental? —preguntó la atenta voz robótica.
Pallichan miró la avenida y vio la Torre.
—Sí, sí, eso es. —El robot encargado debió de consultar un sistema de planos y haber localizado un punto de referencia que Pallichan pudiera usar para confirmar posición y dirección. Los policías eran muy listos y hacían que los robots verificaran las cosas de aquella manera.
—Gracias por su informe, señor. Un coche aéreo de respuesta rápida se dirige a investigar. Buenos días.
La comunicación se cortó, y Centor Pallichan cerró su teléfono. Volvió a guardárselo en el bolsillo con una orgullosa sensación de civismo. Condujo a su robot, que todavía cargaba pacientemente con los paquetes, hacia su coche aéreo, y consiguió meterlo todo a bordo sin la ayuda de otros robots.
Unos minutos más tarde, cuando su robot se hizo con los controles del aparato y se dirigía a casa, Pallichan se preguntó por qué la policía se había mostrado tan dispuesta a escucharlo. ¿Por qué creyeron algo tan descabellado como el informe de un robot descarriado? ¿Por qué no había intentado el receptor confirmar lo que debía haber parecido el informe de un lunático?
Con un escalofrío de terror, advirtió que era casi como si el robot receptor hubiera estado esperando la denuncia de un robot descarriado. Pallichan ni siquiera deseaba considerar las implicaciones de esa idea. No, no, era mucho mejor apartar todo el asunto de su mente. Una vida tranquila lo esperaba. Tratar con la policía ya era bastante desagradable.
—¡Mensaje de prioridad! —Las palabras surgieron de la boca del oficial veterano Meldor casi antes de que fuese consciente de que la luz de alerta se había encendido. Eso era lo que podía lograrse con entrenamiento, se dijo. Permitía actuar, y actuar bien, antes incluso de que estuviera uno seguro de lo que había sucedido. Examinó el texto del mensaje, permitiendo a la oficial Lusser que centrará toda su atención en conducir el coche, escogiendo los datos necesarios para llegar a su destino. No hacía falta distraerla con nimiedades en el preciso instante en que se requería que hiciera maniobras intrincadas.
—¿De qué se trata, Tansaw? —interrogó Mirta Lusser.
—Un robot descarriado, dirección norte por Aurora a partir de la intersección. —Meldor comprobó sus vectores y emplazamiento—. Dirígete hacia el 045 —dijo.
Pero el coche aéreo viraba ya hacia el nordeste. Ella lo había calculado mentalmente. Lusser era un buen piloto, decidió Meldor, siempre sabía dónde se hallaba y cómo llegar a cualquier sitio.
—Maldición, Meldor, ¿un robot descarriado? ¿Significa eso que los malditos rumores son reales?
—A menos que los polis no sean los únicos que los han oído —dijo Meldor sombríamente—. Si los civiles se han enterado de lo mismo que nosotros, algunos podrían ponerse muy nerviosos, y no les echo la culpa. La gente va a empezar a ver cosas.
—Maravilloso —dijo Mirta—. Eso no va a facilitarnos el trabajo. Agárrate, estaremos sobre nuestro destino dentro de diez segundos.
Centor Pallichan no podía creer la que había sucedido. Había visto (y había hablado) con un robot loco. Al menos, se había convencido de que eso era lo que había ocurrido. No del todo inconscientemente, repasaba el encuentro para contárselo a sus amigos, ampliando un poquito su propia perspicacia y astucia. Era fácil hacerlo ahora que todo había terminado. El momento en sí no tuvo mucha emoción. Fue después, la llamada a la policía, lo que puso un escalofrío de excitación y peligro en su espina dorsal. Tal vez había personas para quienes la experiencia de llamar a la policía no constituía una gran aventura, pero era la acción más atrevida que Pallichan había emprendido en su vida, y no se sentía culpable de saborear el momento.
Pero era hora de volver a la normalidad, decidió, de forma un poco pedante. Sí, era hora de dejar que su robot lo llevara a casa, hora de volver al orden tranquilo y natural de las cosas. Ya se imaginaba el ordenado y silencioso ritual del almuerzo, siempre la misma comida, servida de la misma manera, a la misma hora. Sus robots sabían cuánto valoraba el orden y la regularidad, y sin duda su piloto robot ya había informado al personal de la casa sobre el ajetreo de hoy. Sin duda los robots se encargarían de que el resto del día fuera más ordenado que de costumbre, en recompensa por lo que acababa de experimentar.
Sin embargo, pensó, no había nada malo en tener una historia que contar. ¡El encontronazo de Centor con un robot loco! Podía imaginar el murmullo de excitación que eso provocaría en su círculo de amistades. En pocos segundos, perdió de vista el mundo real; su imaginación exageró alegremente el peligro y la escena de su encuentro con el robot… y su propio valor al tratar con él. Era un ejercicio mental bastante atrayente y que le permitió descubrir que empezaba a relajarse de nuevo.
Se preguntó cuál sería la consecuencia del suceso, qué le sucedería al robot en cuestión.
Pero entonces la realidad presente se interpuso en su repaso del pasado reciente. Un veloz destello azul adelantó a su coche.
Centor vio con la boca abierta, aterrado, cómo lo adelantaba un coche aéreo de la Oficina del Sheriff. Entonces pasó otro, y otro, por estribor… otros dos incluso pasaron por debajo de su coche, violando todas las regulaciones de seguridad del planeta.
Pallichan advirtió entonces que su propio aeroauto se dirigía a ritmo lento hacia el extremo norte del bulevar Aurora, la dirección que había tomado el robot descarriado. Miró a través del parabrisas y su estómago se convirtió en un bloque de hielo. Había al menos cuatro coches azules en la escena, dos de ellos aterrizando, los otros adoptando agresivas posiciones de patrulla. Era difícil estar seguro, pero le pareció ver un robot rojo moviéndose rápidamente.
El aeroauto de Centor se estremeció y se agitó debido a la turbulencia causada por los coches de la policía. Pallichan no era un hombre arriesgado ni aventurero, en modo alguno. Cualquier curiosidad que pudiera sentir por las consecuencias de su informe a la policía se desvaneció en un instante.
—¡Da media vuelta, idiota! —gritó a su robot—. ¡Venga! ¡Venga! ¡Vámonos de aquí!
El miedo y el pánico en su voz eran evidentes, y el piloto robot comprendió al instante la urgencia de la orden. Hizo virar el coche de costado y se metió entre dos altos edificios de oficinas, rugiendo por el desfiladero que formaban las calles del centro de la ciudad. Los dedos de Pallichan se clavaron en los brazos de su asiento de vuelo, y sintió que lo cubría un sudor frío. Por fin el coche redujo un poco y alzó el morro mientras el piloto robot los devolvía a una altitud más prudente.
Pallichan permaneció allí sentado, jadeando en busca de aire, el corazón desbocado, mientras su coche aéreo regresaba tranquilamente a casa.
Ya era suficiente, decidió. Realmente suficiente. Si así era la excitación, había tenido bastante para el resto de su vida y más aún. La vida tenía que ser ordenada, controlada, razonable. Se suponía que el universo tenía que permanecer tal como estaba, tranquilo en un equilibrio firme y feliz. ¿Robots desobedientes? ¿Locas persecuciones policiales? Ese caos no era la forma en que tenían que ser las cosas. Habría que hacer algo al respecto.
Pero esa idea lo detuvo en seco. Porque de pronto advirtió que un universo de caos e inseguridad, como el que acababa de serle revelado tan bruscamente, no modificaría su conducta solamente porque a Centor no le gustara. ¿Qué pasos podía tomar? ¿Escribir una carta al gobernador? ¿Organizar a toda la gente de bien que deseaba simplemente vivir en paz, organizar un grupo con los ciudadanos más plácidos y herméticos de Inferno y volverse tan duros y firmes como aquellos temibles Cabezas de Hierro? ¿Obligarlos a pedir que las cosas dejaran de suceder y volvieran a la normalidad?
Otra idea lo golpeó, casi físicamente. Supongamos, sólo supongamos, que la «naturaleza» de las cosas fuera seguir sucediendo, que la aberración fuera la larga y plácida vida en, Inferno. ¿Y si esa aberración estuviera siendo barrida, y el tumultuoso fermento del universo desbocado cayera sobre todos ellos?
¿Y si no hubiera normalidad a la que volver?
Centor Pallichan sintió que sus manos temblaban de miedo, y supo que sus temores tenían más que ver con lo que podría ver pronto que con lo que acababa de ver recientemente.
—Llévame a casa —dijo a su piloto robot—. Llévame a casa, donde se está seguro.
Calibán oyó el sonido tras él mientras corría y reconoció la turbulencia del aire de los coches aéreos que descendían rápidamente. Oyó el chirriar de ruedas al chocar con el pavimento y supo que varios coches habían aterrizado en la avenida. Sin duda el resto aterrizaría delante de él. Sí, pudo verlos. «Por mí —pensó—. Todos me persiguen. Soy una terrible amenaza para ellos, por razones que no comprendo. Me destruirán si pueden». Lo supo con seguridad; no se trataba de una posibilidad, una teoría o una hipótesis probable.
Se había vuelto bastante bueno juzgando a partir de pruebas parciales, advirtió con una parte de su mente que no estaba ocupada con la necesidad de huir y sobrevivir. Pero incluso mientras hacía esa observación sobre sus propios procesos de pensamiento, inició una acción evasiva. Se detuvo bruscamente y giró a la derecha, recorriendo un estrecho callejón mientras los aeroautos revoloteaban, incapaces de detenerse a tiempo para girar. Tres, cuatro, cinco, seis de ellos. Pero no se desanimarían fácilmente. Esta vez la búsqueda, la caza, era firme. No se detendrían hasta que lo atraparan. El hecho de que hubieran enviado tantos coches aéreos y a tantos oficiales tras él lo dejaba claro. ¿Pero adónde ir? ¿Dónde esconderse? La cuestión se hizo más urgente cuando el callejón terminó en una pared lisa.
Se volvió, y vio una puerta que daba al edificio cuya pared constituía el lado norte del callejón, y otra puerta en la pared sur. Calibán probó la primera puerta y descubrió que se abría con facilidad. Estaba a punto de entrar cuando se le ocurrió una idea. Comprobó la puerta de la pared sur del callejón y descubrió que estaba firmemente cerrada. Bien. Perfecto. Calibán golpeó la puerta sur, arrancándola de sus goznes. Entonces regresó a la puerta del lado norte y la atravesó, cerrándola cuidadosamente tras él.
Pensó que tenía que ser un truco muy antiguo, e incluso bastante obvio. Pero ellos no sabrían cómo tratar con un robot capaz de engañar, por simple que fuera el engaño. Lo subestimarían, estaba seguro. Y podría usar ese conocimiento.
Se abrió paso en el interior del edificio y buscó una vía de escape.
Tansaw sabía que su coche había sido el primero en responder. Con todo, no les iba a servir de nada. Al menos otros tres coches se hallaban mejor situados para llegar allí primero. Mirta había volado lo bastante bien para superar a dos, pero todavía quedaba el coche de Jakdall, delante de su morro. No había forma de que pudieran adelantarlo para efectuar la detención. ¡Infiernos ardientes, allí estaba! Un robot rojo corriendo por el centro de la calle. ¡Lo tenían! No, maldición, no. El robot giró de pronto y se internó en un callejón. El coche de Jakdall desplegó su tren de aterrizaje, dio marcha atrás, preparándose para posarse. Mirta alzó su proa para evitar una colisión, y el aire rugió y se estremeció cuando la turbulencia de Jakdall los alcanzó. Ya estaba. No importaba lo buena piloto que fuera Mirta, no iba a poder evitar salir despedida. ¡Maldición! Tendrían que haber esperado que el bastardo rojo los esquivara así. Sí, un robot estándar no intentaría una acción evasiva, pero tampoco huiría de la policía. Todos habían sido advertidos de que debían esperar una «conducta atípica» de este robot. Y ahora estaban fuera de juego. No había forma que pudieran volver a la posición antes de que Jakdall y otras unidades lo cercaran.
Tansaw advirtió de pronto que Mirta no había iniciado la caída en picado. Todavía estaban ascendiendo. Tansaw estuvo a punto de decir algo cuando fue arrojado contra el cinturón de seguridad y los impulsores de proa rugieron. Su estómago se convirtió en plomo cuando Mirta dio marcha atrás y usó los jets de proa para obligar al coche a dar la vuelta, frenó con fuerza con los inversores mientras la proa continuaba alzándose. Los componentes estructurales del coche gruñeron y se agitaron bajo la tensión, y la alarma de peligro empezó a sonar. Tansaw resopló mientras Mirta cortaba simultáneamente los jets inversores y de proa. El coche flotó en caída libre durante una milésima de segundo, y luego se abalanzó hacia delante cuando Mirta lo aceleró de nuevo.
Pero siguió sin nivelarlo. Obligó la proa a apuntar al cielo, formando un ángulo cada vez más brusco hasta que el coche quedó casi en vertical. Tansaw se agarró a los brazos de su silla y temió por su vida. La proa siguió ascendiendo hasta que quedaron rectos, pero ella siguió sin alterar la posición. ¡Infiernos ardientes, iba a hacer un bucle completo! El coche subió, trazó un arco y voló boca abajo durante un momento interminable.
Tansaw miró hacia abajo a través de las portillas del techo y vio la tierra donde debía estar el cielo, el brillante paisaje de la ciudad, el sol del amanecer iluminando el este, sus cálidos rayos reflejándose en las bases de las torres más occidentales, los coches civiles dispersándose como una aterrada bandada de pájaros mientras los coches azules de la policía se cernían sobre su presa.
Entonces, Mirta apuntó el morro hacia abajo y trazaron otro arco, rectos, mientras el coche aéreo, normalmente silencioso, resoplaba por el esfuerzo y el aire chirriaba a su paso. Abajo, abajo, abajo. Tansaw miró rápidamente a Mirta. Tenía una expresión firme, de feroz concentración.
En el último instante, paró y conectó los impulsores traseros. Estaban de vuelta sobre el bulevar Aurora, a cien metros al sur del lugar donde se encontraban cuando el robot se volvió, todavía moviéndose a una velocidad terrible.
Mirta niveló el auto y disparó de nuevo los jets de proa, luchando con el coche que intentaba volcarse en pleno vuelo. De repente, los jets del morro se apagaron y los tripulantes se detuvieron en el callejón, apenas diez segundos por detrás de Jakdall y su compañero, gravitando suavemente en mitad del aire.
Con un par de golpes, Mirta soltó el tren de aterrizaje, cortó la energía y los posó sobre el suelo.
—Buena maniobra, Mirta —dijo Tansaw, preguntándose si el sheriff Kresh lo vería de esa forma o la expulsaría de la fuerza por considerarla una amenaza para la navegación. Pero una cosa era segura: si alguna vez se producía un debate sobre la sabiduría de los coches patrulla pilotados por los humanos, Tansaw podría señalar el incidente que acababa de vivir. Ningún robot habría volado de esa forma, no importaba lo urgente que fuera la necesidad.
Pero no era momento para preocuparse por esas cuestiones, y su compañera no estaba de humor para hablar de tonterías. Mirta, todavía con el rostro contraído y tenso, abrió la escotilla de su lado y saltó al suelo antes de que Tansaw pudiera quitarse el cinturón de seguridad. Abrió su escotilla y salió, con el arma desenfundada. Era extraño y terrible que sintiera la necesidad de usar una pistola contra un robot.
Tansaw sintió una ligera satisfacción al advertir que Jakdall y su compañero perdían parte de su liderazgo al desembarcar, lastrados por un montón de equipo. Al parecer, Jakdall pretendía estar preparado para cualquier contingencia, para todo. Pistolas, cuchillos, chalecos, trazadores inerciales, herramientas cortantes, media docena de aparatos que Tansaw ni siquiera reconoció. Jakdall llevaba de todo menos equipo submarino. Su compañero, Sparfinch, iba aún más cargado, y tenía una expresión nerviosa en los ojos. El chico parecía tenso como un cable a punto de romperse. No por primera vez, Tansaw agradeció que su compañera fuera Mirta y no Sparfinch.
Jakdall sonrió. Saludó burlón a Tansaw y Mirta.
—Buen vuelo, chicos, pero no hay premios para los segundos. Nosotros dirigiremos esto. Vamos, Spar. Vamos a freír a un robot.
—Las órdenes son capturarlo —advirtió Mirta.
—Oh, sí, claro que sí. Pero tal vez haga demasiado calor eso. —Jakdall se rio y le hizo un guiño—. Vamos, Spar.
Sin dudarlo, se volvió hacia la puerta rota de la parte sur del callejón.
Jakdall hizo un gesto a Spar para que se adelantase mientras lo cubría. Spar vaciló ante la puerta, girando los ojos nerviosamente. Desenfundó su arma y ejecutó una maniobra de zambullida y rodaje por el suelo completamente inútil para entrar en el edificio. El interior era claramente visible: no había nadie dentro. El robot no iba a esconderse en la primera habitación a la que llegara. Jak se dispuso a seguir a su compañero cuando de repente hubo un rugido ahogado y se escuchó un golpe en el interior.
—¡Lo tengo! —gritó la voz de Spar. Jak, Tansaw y Mirta se abalanzaron al interior. Spar se encontraba de pie sobre la carcasa de un pequeño robot color moho. Jak le echó un vistazo y soltó una sarta de maldiciones.
—¡Maldita sea, Spar, este robot es verde! Sólo es una unidad de mantenimiento del edificio.
—No puedo evitarlo —dijo Spar con voz agitada—. Soy daltónico.
—Ah, al demonio con eso. Vamos, buscaremos por aquí. —Jak se volvió hacia Tansaw—. ¿Venís?
—No, id vosotros —dijo Tansaw—. Vigilaremos desde aquí y nos aseguraremos que no regresa.
Mirta se volvió y lo miró bruscamente, pero Tansaw le indicó que se callara con un gesto. Jak hizo una mueca y se rio de ellos.
—Brillante plan, Tan. Siempre has sido bueno como refuerzo. Vamos, Spar.
Mirta los vio entrar ruidosamente en la siguiente habitación, dirigiéndose hacia la parte delantera del edificio. Se volvió hacia Tansaw, airada.
—Maldición, Meldor, ¿dejas que se salgan con la suya cuando prácticamente doblé el coche aéreo para llegar aquí? ¡Tendríamos que estar buscando con ellos, no vigilando una condenada puerta!
—Tranquila, Mirta. No quiero que nos vuelen la cabeza cuando Spar decida que tenemos forma de robot. El que perseguimos no entró por aquí. Sólo quería que pensáramos que lo hizo. Mira la habitación. La puerta está hecha pedazos, pero todo lo demás está intacto. Deja que esos dos maníacos lo revuelvan todo. Creo que el robot es más listo que Jak… aunque eso no es decir mucho a su favor.
Se dio la vuelta y salió al callejón, que estaba lleno de policías ahora. Dos o tres se apostaron en la puerta rota mientras Tansaw y Mirta salían. Tansaw cruzó el callejón y probó la otra puerta. Se abrió con facilidad. Tras mirar a Mirta, entró. Sabía con toda seguridad que el robot había seguido aquel camino.
Pero sabía también que no le gustaba la idea de seguir a un robot que era capaz de plantearse tácticas de huida. Y ese segundo elemento de conocimiento anulaba el sabor del primero.
Entraron en el oscuro edificio. Sólo contenía un montón de cajas que nunca habían sido abiertas. Hades estaba llena de edificios así: diseñados, construidos, abastecidos de equipo por robots y olvidados. La mayoría de los edificios fantasmas eran como este, completos, pero desocupados. Los edificios fantasmas eran regalos del cielo para las bandas criminales de todo tipo, lugares ideales donde reunirse, donde ocultarse, cuarteles generales perfectos donde planear fraudes y crímenes.
Parecía que este edificio había recibido todos sus muebles antes de ser cerrado. Las cajas estaban almacenadas por todas partes, convirtiendo la planta baja en un laberinto de escondites posibles. Y quedaban las plantas superiores, los sótanos y los túneles de servicio. Aunque el robot descarriado hubiera entrado aquí, ¿cómo demonios podrían saberlo, o encontrarlo?
Entonces Mirta le agarró el brazo, y apuntó al suelo con su linterna. El suelo estaba cubierto de una suave y perfecta película de polvo y en él había claras pisadas robóticas que se perdían en el interior del edificio, indicando un paso firme y confiado.
Los dos policías siguieron las huellas a través de los desfiladeros que formaban las cajas. Conducían directamente a una escalera. Moviéndose con cautela, Mirta y Tansaw entraron en el hueco, para ser saludados por una fría brisa que soplaba y que aparentemente formaba parte del sistema de ventilación. Pero las corrientes de aire implicaban que no había polvo. No había huellas. Maldición. Muy bien, pues. ¿Arriba o abajo? ¿Qué camino había tomado?
—Fue directo a las escaleras —dijo Mirta, en un bajo susurro.
—¿Y qué nos dice eso? —preguntó Tansaw.
—Que sabe adónde va. Debe tener un buen sistema integrado de planos. No se mueve guiado por el pánico. Tiene un plan, piensa con antelación.
—Eso significa que debe haber calculado que subir las escaleras no le serviría de nada. Nosotros podríamos sellar el edificio y atraparlo. Así que bajó a los túneles de servicio.
Eso era una mala noticia. Los túneles conducían a todas partes, para permitir a los robots de mantenimiento traer suministros y servicios sin crear más congestión en las calles.
Y a pesar de todas las declaraciones oficiales, los policías sabían que había montones de túneles que no aparecían en los planos. Algunos habían sido excavados y luego olvidados, otros habían sido borrados deliberadamente de las memorias, y otros habían sido construidos por robots de empresas independientes.
—Bien. —Mirta enfundó su pistola y sacó su trazador de planos. Manipuló los controles y consultó la pantalla—. La situación no es tan mala. Sólo hay un pozo horizontal principal conectado a este edificio.
—¿Podemos sellarlo antes de que pueda utilizarlo para llegar a otro túnel? —Todos los túneles (todos los túneles oficiales, al menos) estaban equipados con pesadas puertas abovedadas.
—Podemos intentarlo —dijo Mirta—. Sea como fuere estará cerca. —Se llevó el micro a la boca—. Aquí el oficial 1231, persiguiendo al sospechoso. Cierren inmediatamente todos los accesos al túnel número Al B26. —Prestó atención a sus auriculares por un momento, y Tansaw alcanzó a escuchar una serie de lejanos sonidos metálicos—. Ya está. Si no ha salido del B26 antes de que lo selláramos, lo tenemos.
Tansaw miró a su compañera y asintió.
—Es hora de llamar a los demás —dijo.
Calibán oyó los resonantes golpes de las puertas del túnel al cerrarse. Se había movido con rapidez a lo largo del estrecho túnel, pero ahora echó a correr para llegar al final. Lo alcanzó demasiado pronto, y supo que tenía graves problemas. La puerta era un sello de seguridad. Intentó abrirla, pero había sido diseñada específicamente para contener la fuerza de un robot, y además tenía un panel de control cerrado y acorazado. Consultó el plano de su banco de datos.
El túnel Al B26 tenía forma de «H», con el acceso al edificio de arriba en el centro del segmento cruzado, y los cuatro extremos de los segmentos verticales enlazando con el sistema de túneles de la ciudad. El túnel en sí no era otra cosa que paredes peladas, suelos y techos, con lámparas situadas en las vigas. Estas parecían ser de algún tipo de plastiacero, de veinte centímetros cuadrados, y estaban separadas a intervalos de cinco metros.
De repente, Calibán tuvo una idea. Consultó su banco de datos y confirmó que los humanos veían en un radio de longitudes de onda más limitado que él. Parecía que sus cuerpos tampoco disponían de ninguna fuente de luz interna. Se volvió y corrió por el túnel, a toda velocidad, arrancando las lámparas, aplastándolas, esparciendo sus restos en todas direcciones. En sesenta segundos el suelo del túnel quedó cubierto de lámparas rotas. La oscuridad era absoluta, a excepción del tenue brillo de dos ojos increíblemente azules a unos veinte metros de la escotilla de acceso al edificio. Pero entonces Calibán pasó a infrarrojo, e incluso esa iluminación se apagó. Extendió los brazos hasta tocar la pared del túnel, colocó las piernas contra la pared opuesta y ascendió hasta quedar agarrado a dos de las vigas del techo. La probabilidad de no ser visto allí arriba parecía algo mayor. No tenía ningún plan real, ninguna idea de cómo salir. Todo lo que sabía era que tenía más posibilidades de permanecer con vida un poco más si se confundía en la oscuridad en vez de esperar pasivamente su destino.
Esperó allí colgado durante lo que le pareció una eternidad. Su cronómetro interno le dio un informe preciso del tiempo de espera, pero de algún modo el número de minutos y segundos que pasaban no daba la medida de su situación. Había algo más, puesto que era probable que aquellos fueran los últimos minutos y segundos que saborearía.
¿Qué los retrasaba tanto?
Por fin, hubo un golpe y un chasquido. Calibán miró cautelosamente hacia abajo para ver más allá de la viga que lo ocultaba. Volvió la cabeza hacia la escotilla de acceso.
—Maldición —exclamó una voz—. Debe haber roto todas las luces.
Calibán vio el rayo de luz de una linterna. Como la mayoría de las linternas diseñadas para producir luz visible, también producía una buena cantidad de rayos infrarrojos. Una figura humana, y luego otra y otra y otra más atravesaron la escotilla.
—Bueno, al menos sabemos que sigue aquí —dijo uno de ellos mientras el rayo de luz jugueteaba en el suelo, revelando las lámparas rotas—. No se habría puesto a romper luces si hubiese podido salir por una de las escotillas.
—¿Listo para hacer un poco de daño, Spar? —preguntó otro hombre con una risita.
—Sólo hay que capturarlo, Jak —dijo una tercera voz, femenina—. Intenta recordarlo, ¿de acuerdo?
—No me gustan los túneles —anunció el llamado Spar—. Este me da escalofríos. ¿No podemos encender algunas luces de verdad antes de registrar?
—Por la galaxia, no es más que un piojoso robot en un túnel en forma de «H» —replicó el llamado Jak—. No vayas a asustarte ahora. —De repente, la escotilla volvió a cerrarse, provocando una clara incomodidad en los cuatro policías…
—Bueno, si nosotros no podemos salir, tampoco podrá hacerlo él —dijo la mujer en voz baja y algo nerviosa.
—No me gusta —objetó Spar—. ¿No podemos volver a abrir la escotilla y colocar un guardia?
—¡Sí, y dejar que ese robot loco lo deje fuera de combate! Y se largue corriendo —dijo la primera voz—. Mira, Spar, la clave manual para todas las escotillas es 174668. Si sientes ansiedad, puedes marcharte. No nos vuelvas locos. Vamos, continuemos. Mirta, tú y yo iremos por el lado este, Spar y Jak, por el oeste.
Estos humanos no pensaban con claridad. ¿Presumían que si ellos no podían verlo, él no podía oírlos? Pero la combinación esa era la información que necesitaba. Calibán encogió la cabeza y permaneció inmóvil mientras dos de los oficiales pasaban directamente por debajo.
Tras prestar atención, le pareció que los otros dos habían tomado en efecto por el otro camino, hacia la pata oeste de la «H». Pudo oírlos doblar la esquina y subir por un brazo del túnel.
Moviéndose tan silenciosamente como pudo, Calibán bajó por la pared, llegó al suelo y se volvió en la dirección por la que se habían marchado los dos policías varones. Se sintió tentado de usar la combinación en la puerta de acceso al edificio, pero sin duda habría más policías esperando detrás. No. Su única esperanza era adelantar a estos oficiales, pulsar la combinación, y esperar que funcionara. Avanzó hacia la intersección entre el túnel de la cruz y el lateral y miró. Allí estaban, en el extremo norte. Calibán volvió atrás. Repitió la maniobra y subió a esconderse de nuevo en el techo.
Unos momentos después, los dos oficiales pasaron por el túnel central, dirigiéndose al extremo sudoriental de la «H», haciendo bastante ruido mientras pisoteaban las lámparas rotas. Calibán bajó de nuevo y se movió silenciosamente hacia el lugar de donde habían venido los dos hombres. Allí estaba, la escotilla, con el panel de control al lado. De repente tuvo una idea perturbadora. ¿Y si habían estado jugando con él? ¿Y si pretendían que oyera su discusión, y por eso habían hablado deliberadamente en voz alta? ¿Y si la combinación era falsa?
Pero no importaba. Si la combinación no funcionaba, no tendría otra forma de salir de allí. Estaba encerrado, y aquella la única vía de escape. Calibán pulsó la combinación, moviendo los dedos con la mayor rapidez posible.
Una luz lo asaltó desde el extremo opuesto del túnel, tanto que deslumbró su visión infrarroja.
—¡Allí está! —gritó la voz de Spar por detrás de la luz cegadora. Hubo un rugido, una ráfaga de aire, y Calibán se arrojó un lado del túnel. Hubo un violento golpe en el centro de la escotilla. Una rugiente explosión se abrió paso por la escotilla reforzada y la hizo pedazos, cubriendo el túnel de escombros y humo. Los fragmentos rebotaron en el cuerpo de Calibán, derribándolo. Se puso en pie. El impacto había abierto un agujero en la puerta acorazada, lo suficientemente grande para que Calibán pudiera pasar. La atravesó, la placa acorazada siseaba al rojo blanco, haciendo que sus sensores térmicos anunciaran sobrecarga. Pero por fin la atravesó, entró en los túneles, y escapó.