9

Gubber Anshaw sabía que no era un hombre valiente, pero al menos tenía el valor de admitirlo. Poseía la fuerza de carácter necesaria para calibrar sus propias limitaciones, y seguramente eso servía para algo.

Bueno, al menos era reconfortante, aunque no sirviera de mucho dadas las presentes circunstancias. Pero había ocasiones en que incluso un cobarde tenía que hacer lo adecuado. Esta, maldita sea, era una de esas ocasiones. Vio cómo Tetlak, su robot personal, conducía el coche aéreo, deliberadamente poco llamativo, a través de la oscuridad de la noche con rumbo a Ciudad Colono. El aeroauto se detuvo, gravitó en el aire, esperando que el sistema de tráfico y seguridad de Ciudad Colono calibrara el emisor del coche y viera que estaba incluido en la lista de aprobación. El suelo se abrió bajo él y una puerta a la ciudad subterránea les permitió la entrada. El coche atravesó las profundidades, hasta llegar a la gran caverna central de Ciudad Colono, y se dispuso a aterrizar.

Gubber usó un gesto de mano para ordenar a Tetlak que se quedara en el coche, y luego salió. Se acercó al transportador que esperaba y subió a él.

—A casa de la señora Welton, por favor —dijo mientras se acomodaba. El pequeño vehículo abierto se puso en marcha en cuanto se sentó. Gubber apenas tuvo tiempo de reflexionar sobre el hecho de que no había ningún ser consciente controlando el coche antes de que este llegara a su destino.

Se dirigió hacia la puerta y vaciló un instante antes de acordarse de pulsar el botón anunciador. Normalmente, eso era algo que un robot hacía por él. Pero a veces Tetlak ponía nerviosa a Tonya, y él no tenía ningunas ganas de incomodarla sin necesidad. Ya era bastante malo haber venido sin avisar. Una soñolienta Tonya Welton abrió la puerta y miró sorprendida a su visitante.

—¡Gubber! Por la galaxia, ¿qué estás haciendo aquí?

Gubber la miró un instante, alzó la mano inseguro y luego habló.

—Sé que es peligroso haber venido, pero tenía que verte. No creo que me siguieran. Tenía que venir y decirte… decirte adiós.

—¡Adiós! —El asombro de Tonya y su preocupación fueron claramente visibles en su rostro—. ¿Estás rompiendo porque…?

—No estoy rompiendo, Tonya. Siempre estarás en mi corazón. Pero creo que no podré verte de nuevo después… después de que haya visto al sheriff Kresh.

—¿Qué?

—Voy a entregarme, Tonya. Voy a cargar con las culpas —Gubber notó que su corazón latía con fuerza, cómo el sudor empezaba a empapar su cuerpo. Por un brevísimo instante, sintió que se mareaba—. Por favor —dijo—, ¿puedo pasar?

Tonya se apartó de la puerta y le permitió el paso. Gubber entró y miró a su alrededor. Ariel permanecía inmóvil en su nicho, contemplando la nada. La habitación mostraba su configuración de dormitorio, todas las mesas y sillas retiradas, sustituidas por una cama grande y cómoda, una cama que Gubber tenía motivos para recordar con agrado. Cruzó la habitación y se sentó, morosamente, en su borde, sintiéndose solo y perdido.

Tonya lo observó. Gubber la miró. Ella era tan hermosa, tan natural, tan auténtica. No como las mujeres espaciales, todo artificio y apariencia y afectación.

—Tengo que entregarme —dijo Gubber.

Tonya lo miró, silenciosa, pensativa.

—¿Por qué, Gubber?

—¿Qué? ¿Qué quieres decir?

—¿Qué cargo, exactamente, confesarás cuando te entregues? ¿Qué has hecho? Cuando te pregunten una descripción detallada de cómo cometiste el crimen, ¿qué dirás?

Gubber se encogió de hombros, inseguro, y miró al suelo. No tenía ni idea de qué confesar, por supuesto. En su mente, no había cometido ningún crimen, pero dudaba que la ley compartiera esa opinión. Aunque no tenía sentido confesar un crimen para proteger a Tonya cuando no sabía qué sospechaban que había hecho ella.

Tonya tenía sus propios secretos, y él no se atrevía a preguntar cuáles eran.

Estaba claro que sería más seguro para ambos si cada uno mantenía ciertas cosas en secreto.

El silencio continuó, hasta que Tonya lo interpretó como una respuesta.

—Eso pensaba —dijo por fin—. Gubber, no saldrá bien. —Se sentó junto a él, y le rodeó los hombros con un brazo—. Querido Gubber, eres maravilloso. En mi hogar de Aurora debo de haber conocido a un centenar de hombres llenos de furia y fuerza, siempre dispuestos a mostrarme lo grandes y valientes que eran. Pero ninguno de ellos tenía tu valor.

—¡Mi valor! —Gubber la miró con tristeza—. ¡Ja! Hay una contradicción en los términos.

—¿Sí? Ningún hombretón colono soñaría en confesar un crimen e ir a una colonia penal por la mujer que ama. Y tú lo harías, sé que lo harías. Pero no puedes. No debes.

—Pero…

—¿No lo ves? Kresh no es tonto. Podrá detectar una confesión falsa en un abrir y cerrar de ojos, y no sabrás qué confesar. Tenemos el informe policial, pero él no es tan tonto como para decirnos todo lo que sabe. Cuando te haya exprimido, se preguntará por qué has confesado algo que no has hecho. Tarde o temprano, averiguará que lo hiciste para protegerme. Entonces los dos tendremos problemas.

Algo se congeló en el interior de Gubber. No había pensado en eso. Pero no, espera. Había una cosa que ella no había advertido.

—Eso no sucederá, Tonya. Después de todo, nadie sabe lo nuestro…

—Tal vez sí, Gubber. Es probable que Kresh lo averigüe tarde o temprano. He hecho lo que he podido para protegerte, y sé que tú has hecho lo mismo por mí. Pero no nos atrevemos a hacer más. Si tuviéramos suerte, y no atrajéramos la atención sobre nosotros mismos, no pasaría nada. Pero si alguno de nosotros llama la atención de Kresh…

Tonya dejó que las palabras flotaran en el aire. No había necesidad de completar la frase. Gubber se volvió hacia ella, la abrazó y la besó apasionadamente. Por fin se retiró solo un poco. La miró a los ojos, le acaricio el pelo, susurro su nombre.

—Tonya, Tonya. No hay nada que no hiciera por ti. Lo sabes.

—Lo sé, lo sé —dijo Tonya, los ojos brillando con lágrimas de amor—. Pero tenemos que ser cuidadosos. Debemos pensar con la cabeza, no con el corazón. Oh, Gubber. Abrázame.

Volvieron a besarse, y Gubber sintió que la pasión se superponía a sus temores y preocupaciones. Se buscaron, ansiosa, urgentemente, se quitaron la ropa y cayeron en la cama. Sus cuerpos se unieron, llenos de necesidad y deseo.

Gubber vio a Ariel de pie, inmóvil en su nicho de pared. Por un segundo se preocupó, preguntándose si su presencia molestaría a Tonya. Un robot en la habitación no significaba nada para un espacial, por supuesto.

Al diablo. Era más que obvio que Ariel no estaba en ese momento en la mente de Tonya. ¿Por qué prestarle atención? Extendió la mano y cogió el interruptor manual, apagó las luces del techo y no lo pensó más.

Ariel permaneció en la pared opuesta, con sus ojos verdes brillando tenuemente, mientras los dos humanos hacían el amor en la oscuridad.

Había llegado la noche, y había oscuridad, y sombras, pero no silencio, ni descanso, ni seguridad. Por muchas cosas que hubieran cambiado, el peligro era constante. Calibán estaba seguro de ello.

Recorrió el centro de la ciudad, las espectrales calles de Hades. El lugar rebosaba energía, y sin embargo había una sensación espectral por todas partes, como si fuera un cadáver atareado y activo, no consciente todavía de su propia muerte, que se ocupaba de sus asuntos mucho después de que su tiempo se hubiera cumplido.

Noche y día no parecían importar mucho allí, en el corazón de la ciudad. Sus calles estaban tan atestadas ahora como durante el día.

Pero no, era inexacto decir que no había ninguna diferencia entre día y noche. Ningún cambio en la cantidad de tráfico en las calles y aceras, pero sí un gran cambio en el carácter de ese tráfico. A esa hora de la noche, la gente casi había desaparecido, pero los robots continuaban presentes.

Calibán contempló las torres orgullosas, brillantes y vacías de Hades, los grandes bulevares de magníficas y fallidas intenciones. El corazón de la ciudad estaba vacío, yermo.

Sin embargo, la urbe seguía abarrotada. Los humanos habían sido una minoría apreciable durante el día, pero en las horas nocturnas eran los robots quienes aparecían por todas partes. Calibán, desde la sombra de un portal, los contempló pasar.

Los robots de la noche eran distintos a los robots diurnos. Estos últimos eran casi todos sirvientes personales. Por la noche salían las unidades de trabajos pesados, tiraban de las pesadas cargas, trabajaban en las labores de construcción, hacían el trabajo sucio cuando había menos humanos que pudieran ser molestados.

Un grupo de grandes y brillantes robots negros de construcción pasó calle abajo por delante de Calibán, dirigiéndose hacia una alta torre de color marfil, medio terminada y ya hermosa. Pero había media docena de torres igualmente hermosas a unas pocas manzanas del lugar donde se hallaba Calibán, y todas ellas estaban prácticamente vacías. Al otro lado o de la calle, otro grupo de robots trabajaba duramente desmontando otro edificio que apenas parecía más viejo o más usado.

Calibán había visto muchas otras cuadrillas de trabajo salir en la última hora, haciendo igualmente inútiles labores de mantenimiento: buscando una basura que no existía, puliendo las brillantes ventanas, desbrozando los jardines sin malas hierbas de los parques, manteniendo el centro de la ciudad vacía resplandeciente y perfecto. ¿Por qué no empleaban a estos robots en los distritos más sucios y desgastados, donde su trabajo podría tener significado? ¿Por qué trabajaban aquí?

La ciudad vacía. Calibán consideró esas palabras. Era como si resonasen en su cabeza. Había algo extraño en la sola idea de un lugar así. De su memoria, de las emociones que alguien había almacenado allí, llegó el conocimiento certero y seguro de que las ciudades no tenían que ser así. Algo iba desesperadamente mal.

Otro fragmento de datos brotó del banco, un hecho sólido y firme, pero los fantasmas de emoción gravitaron sobre este hecho con más fuerza que ninguna otra sensación que hubiera experimentado antes. Era lo que más preocupaba a la persona que creó su banco de datos: cada año, la población humana disminuía… y la población robótica aumentaba. «¿Cómo es posible? —se preguntó Calibán—. ¿Cómo pueden los humanos permitirse llegar a esa situación?». Pero no surgió ninguna respuesta del banco de datos. Por algún motivo que no podía comprender, la pregunta, aunque no tenía nada que ver con él, le pareció de vital importancia.

«¿Por qué? —se preguntó—. ¿Y por qué me pregunto por qué?». Calibán advirtió que la mayoría de los robots que había observado demostraban una clara falta de curiosidad. Apenas les interesaba lo que los rodeaba. Otra cosa más que lo situaba aparte. Cuando su creador moldeó su mente convirtiéndola en una extraña forma en blanco, ¿lo había bendecido y a la vez maldecido con un grado de curiosidad hiperactivo? Calibán estaba seguro de que así era, pero de algún modo eso no importaba. Aunque su sentido de la curiosidad hubiera sido deliberadamente ampliado, eso no le impedía extrañarse.

¿Por qué, por qué, por qué los robots construían y desmantelaban, a ciegas, sin necesidad, una y otra vez, en vez de dejar las cosas como estaban? ¿Por qué crear grandes edificios cuando no había nadie para usarlos? Locura. Todo era una locura. La voz del banco de datos le susurró que la ciudad era un reflejo de una sociedad convulsa, retorcida, apartada de cualquier cosa que pudiera hacer normal la vida y el crecimiento. Era una opinión, una emoción, pero de algún modo, se le antojó verdad.

El mundo estaba loco, y su única esperanza de supervivencia era mezclarse en él, ser aceptado como uno de los inquilinos de aquel asilo de lunáticos, perderse entre los interminables robots que atendían la ciudad y a sus habitantes. La idea era en desalentadora, preocupante.

Sin embargo, ni siquiera la imitación perfecta lo protegería. Lo había aprendido casi a costa de su existencia. Aquellos colonos de la noche anterior habían pretendido matarlo. Si no hubiera actuado como un robot normal, no tenía duda de que lo habrían hecho. Esperaban que permaneciera plácidamente a la espera y permitiera su propia destrucción. Incluso habían pensado que era posible que se autodestruyera voluntariamente a fuerza de oír aquel débil y tortuoso argumento sobre cómo su existencia dañaba a los humanos. ¿Por qué pensaban que ese retorcido argumento lo impulsaría a suicidarse?

Calibán salió del portal en sombras y comenzó a caminar de nuevo. Había muchas cosas que tenía que aprender si quería sobrevivir. La imitación no sería suficiente. No cuando actuar como un robot estándar podría matarlo. Tenía que saber por qué los robots actuaban como lo hacían.

¿Por qué estaba allí? ¿Por qué había sido creado? ¿Por qué era distinto de los otros robots? ¿En qué era distinto de ellos? ¿Por qué permanecía oculta la naturaleza de su diferencia?

¿Cómo había llegado a aquella situación? Una vez más, intentó pensar en el principio, en investigar toda su existencia en busca de alguna pista, alguna respuesta.

No tenía recuerdos de ningún tipo hasta el momento en que fue conectado por primera vez y se encontró sobre el cuerpo inconsciente de aquella mujer, con el brazo alzado. Nada, nada más antes de eso. ¿Cómo había llegado a ese lugar, a aquella situación? ¿Se había puesto en pie de alguna forma, había alzado el brazo antes de despertar? ¿O había sido colocado en esa posición por algún motivo?

Espera un momento. Analízalo. No podía ver ningún motivo para asumir que su habilidad para actuar no pudiera ir ligada a su habilidad para recordar. ¿Y si había actuado antes de que su memoria comenzara? ¿Y si su memoria anterior al momento al que consideraba su despertar había sido borrada? ¿Y si, por algún motivo, había sido capaz de actuar antes que su memoria comenzara, y su memoria simplemente no había empezado a grabar hasta ese momento?

Si alguna de esas posibilidades era cierta, si no podía confiar en que el comienzo de su memoria era el inicio de su existencia, entonces no había límites a las acciones que podría haber emprendido antes de que su memoria comenzara. Podría haber estado despierto, consciente, activo, durante cinco segundos antes de ese momento… o durante cinco años. Probablemente no tanto. Su cuerpo no mostraba signos de desgaste ni ninguna señal de que alguna parte hubiera sido reemplazada o reparada. Su archivo de mantenimiento estaba en blanco, aunque también podía haber sido borrado. Sin embargo, parece razonable aceptar que su cuerpo era nuevo.

Pero ese era un tema secundario. ¿Cómo había llegado aquella mujer a encontrarse en el suelo en medio de un charco de sangre? Al menos era razonable suponer que había sido atacada de alguna forma. ¿Estaba muerta o viva? Revisó sus memorias visuales del momento. La mujer respiraba, pero podía haber expirado fácilmente una vez que él se hubo marchado ¿Había muerto, o había sobrevivido?

La idea le hizo detenerse. ¿Por qué no lo había pensado antes?

Entonces, como dos brasas gemelas, otras dos preguntas asaltaron su mente:

¿Había sido él quien la había atacado? Y, fuera eso cierto o no, ¿era sospechoso del ataque?

Calibán dejó de caminar y se miró las manos.

Se sorprendió al advertir que tenía los puños cerrados. Abrió los dedos e intentó caminar como si supiera adónde iba.

La noche anterior Alvar Kresh había tomado una ducha con la esperanza de que lo ayudara a dormir. Esta noche, lo hizo con la esperanza de despertarse. Se sintió tentado de ver la grabación de la conferencia de Leving mientras estaba sentado en la cama, pero sabía lo cansado que se encontraba y lo fácil que le resultaría quedarse dormido si lo hacía. No, era mucho mejor vestirse de nuevo con ropa limpia, y ver la pantalla de televisión en el salón superior.

Kresh se sentó delante del aparato, ordenó a uno de los robots caseros que bajara un poco la temperatura y dijo a otro que le trajera un poco de té fuerte y caliente. Sentado en una habitación fría, con una buena dosis de cafeína, podría mantenerse despierto.

—Muy bien, Donald, comencemos.

El televisor cobró vida, la gran pantalla ocupaba toda una pared de la habitación. La grabación empezaba con una toma del Auditorio Central de la ciudad. Kresh había visto muchas obras retransmitidas desde allí, y la mayoría de las veces los actos eran bastante sosegados, si no aburridos, y parecía que la primera conferencia de Leving no había sido ninguna excepción. El auditorio había sido construido para albergar a un millar de personas con sus robots asistentes, que se acomodaban detrás de sus amos, en asientos bajos. Parecía estar medio vacío.

—…y así, sin más dilaciones —decía el director del teatro—, permítanme presentarles a una de nuestros científicos más destacados. Damas y caballeros, la doctora Fredda Leving —se volvió hacia ella, sonriendo, iniciando el aplauso.

La figura de Fredda Leving se levantó y caminó hacia el estrado, saludada por una más bien pobre salva de aplausos. La cámara la enfocó de cerca, y Kresh se sorprendió al recordar el aspecto que tenía Leving antes del ataque. En el hospital era una mujer pálida, débil y delicada, y la cabeza rapada la hacía parecer muy delgada. La Fredda Leving que aparecía en esta grabación parecía algo atemorizada por el escenario, pero era fuerte, vigorosa, con el pelo negro enmarcándole la cara. En suma, una mujer joven y bonita.

Llegó al atril, y miró al público. Su cara traicionaba claramente su nerviosismo.

Se aclaró la garganta y comenzó.

—Gracias, damas y caballeros. —Jugueteó con sus notas un momento, aún nerviosa, y entonces empezó—. Me gustaría comenzar con una pregunta, una que puede parecer pedante, y cuya respuesta puede parecerles obvia. Sin embargo, es una pregunta que no ha tenido una respuesta adecuada en miles de años. No sugiero que yo sea capaz de proporcionar esa respuesta, ahora, esta noche, pero sí pienso que ya es hora al menos de que nos la planteemos en serio.

»Y la pregunta es: “¿Para qué sirven los robots?”. —La cámara mostró las reacciones de la gente que estaba en el auditorio. Hubo un revuelo y murmullos, una risa estrangulada o dos. Los miembros del público se agitaron en sus asientos y se miraron con expresiones confundidas.

—Como decía, es una pregunta que pocos de nosotros nos hacemos. A primera vista, parece que es como preguntar para qué sirve el cielo, o para qué sirve el planeta en el que nos encontramos, o qué sentido tiene respirar aire. Igual que estas otras cosas, consideramos que los robots forman parte del orden natural de las cosas en un grado tal que no podemos imaginar un mundo que no los tenga. Y como con las cosas naturales, nosotros, incorrectamente, tendemos a asumir que el universo simplemente los colocó aquí para nuestra conveniencia. Pero no fue la naturaleza la que colocó a los robots entre nosotros. La responsabilidad fue de nosotros mismos.

Kresh advirtió la palabra empleada: «responsabilidad». ¿Qué demonios había dicho Leving aquella noche? Deseó haber estado presente en la conferencia.

La imagen de Fredda Leving siguió hablando.

—En el plano emocional, al menos, no percibimos a los robots como herramientas, ni como objetos que hemos construido, ni siquiera como seres inteligentes con los que compartimos el universo, sino como algo básico, colocado aquí por la mano de la naturaleza, algo que forma parte de nosotros. No podemos imaginar un mundo en el que merezca la pena vivir sin ellos, igual que nuestros amigos los colonos piensan que un lugar que los incluya no es adecuado para los humanos. Pero me estoy apartando de mi propia pregunta. «¿Para qué sirven los robots?». Mientras buscamos una respuesta a esa pregunta, debemos recordar que no son parte del universo natural. Son una creación artificial, al igual que una nave espacial o una taza de café o una estación terraformadora. Nosotros construimos a esos robots, o al menos lo hicieron nuestros antepasados, y luego pusimos a los robots a construir más robots.

»Los robots, entonces, son herramientas que hemos construido para nuestro propio uso. Eso es al menos el principio de una respuesta. Pero no es en modo alguno la respuesta completa.

»Pues los robots son herramientas que piensan. En ese sentido, son más que herramientas nuestras: son nuestros parientes, nuestros descendientes.

Hubo un nuevo murmullo en la sala, un revuelo, esta vez de furia y sorpresa.

—Perdónenme —dijo Fredda—. Tal vez sea una forma desafortunada de expresarlo. Pero es, en un sentido estricto, la verdad. Los robots son lo que son porque los humanos los crearon. Hay quienes creen que los humanos no podrían existir sin ellos, Pero esa deducción es una peligrosa tontería.

Ahora hubo un rugido en el fondo de la sala, donde se habían congregado los Cabezas de Hierro.

—Sí, hace daño, ¿verdad? —preguntó Fredda, olvidando el velo de cortesía en su voz—. «No podríamos vivir sin ellos…» no es la manifestación de un hecho, sino un artículo de fe. Nos hemos convencido a nosotros mismos de que no podríamos sobrevivir sin los robots, identificando la forma en que vivimos con nuestras propias vidas. Sólo tenemos que mirar a los colonos para saber que los humanos pueden vivir, y bien, sin los robots.

Un coro de abucheos y gritos llenó la sala. Fredda alzó las manos pidiendo silencio, el rostro firme. Por fin, la multitud se apaciguó un poco.

—No digo que deberíamos vivir así. Me gano la vida construyendo robots. Creo en ellos. Creo que todavía no han desarrollado todo su potencial. Han dado forma a nuestra sociedad, una sociedad que considero que tiene muchas cualidades admirables.

»Pero, amigos míos, nuestra sociedad está calcificada. Fosilizada. Enquistada. Hemos llegado al punto en que estamos seguros, absolutamente seguros, de que nuestra forma de vida es la única posible. Nos decimos a nosotros mismos que debemos vivir exactamente como nuestros antepasados, que nuestro mundo es perfecto tal como está.

»Excepto que vivir es cambiar. Todo lo que vive debe cambiar. El final del cambio es el principio de la muerte… y nuestro mundo está muriendo. —Se hizo un profundo silencio en la sala—. Todos lo sabemos, aunque no queramos admitirlo. La ecología de Inferno se está desmoronando, pero nos negamos a verlo, mucho menos a hacer algo al respecto. Negamos que el problema existe.

Kresh frunció el ceño. ¿La ecología desmoronándose? Sí había problemas, todo el mundo lo sabía. Pero él no lo expresaría en términos tan drásticos. ¿O era parte de la negativa de la que hablaba ella? Se agitó incómodo en su asiento y siguió escuchando.

—En cambio —continuó la imagen de Fredda Leving—, insistimos en que nuestros robots nos arrullen, nos mimen, mientras continuamos con nuestras existencias dilapidadas y la tela de la vida que nos mantiene se hace cada vez más débil. En cualquier momento en los últimos cien años, nosotros, los ciudadanos de Inferno, podríamos haber tomado cartas en el asunto, trabajado para resolver la situación, para salvar nuestro planeta y a nosotros mismos. Excepto que fue muy fácil convencernos de que todo iba bien. Los robots cuidaban de nosotros. ¿Cómo podía existir algo de lo que preocuparse?

»Mientras tanto los bosques murieron. El ciclo de vida oceánica se debilitó. Los sistemas de control se desmoronaron. Y nosotros, que hemos sido entrenados por nuestros robots para creer que no hacer nada es la mejor y más alta de todas las actividades, no movimos un dedo.

»Las cosas llegaron al punto en que nos vimos obligados a tragarnos nuestro orgullo y llamar a extranjeros para que nos salvaran. E incluso esa fue una acción límite. Estuvimos a punto de elegir nuestro orgullo antes que nuestras vidas. Admito libremente que recurrir a los colonos me resultó tan amargo como a cualquiera de ustedes. Pero ahora están aquí, y nosotros, espaciales, infernales, seguimos cruzados de brazos, permitiendo a regañadientes que los colonos nos salven, tratándolos como mano de obra alquilada, o entrometidos, en vez de rescatadores.

»Nuestro orgullo es tan grande, nuestra creencia en el poder de la indolencia sostenida por los robots tan abrumadora, que seguimos rehusando actuar. Que los colonos hagan el trabajo, nos decimos. Que los robots se ensucien las manos. Permanecemos al margen, fieles al principio de que el trabajo es para los demás, creyendo que el trabajo impide nuestro desarrollo hacia una sociedad aún más ideal, basándonos en el principio ennoblecedor de aplicar la robótica a cada tarea.

»Pues los robots son nuestra solución para todo. Creemos en los robots. Tenemos fe en ellos… una fe firme e inconmovible. Nos enfadamos y perdemos el control cuando se pone en tela de juicio nuestro uso de los robots. Lo hemos visto hace sólo unos momentos.

»En resumen, amigos míos, la robótica es nuestra religión, por usar una palabra muy antigua. Y sin embargo los espaciales despreciamos lo que adoramos. Amamos la robótica y sin embargo mantenemos a los robots en el grado más bajo de la escala de nuestra estima. ¿Quién de entre nosotros no ha sentido desdén hacia un robot? ¿Quién de nosotros no ha visto a un robot saltar más alto, pensar más rápido, trabajar más tiempo, hacer un trabajo mejor de lo que podría hacerlo ningún humano, y luego ofrecer la desdeñosa defensa de que era «sólo» un robot? La tarea, el logro, pierde valor cuando del trabajo de un robot se trata.

»Un aspecto secundario interesante es que los robots de Inferno se crean generalmente con un potencial de la Primera Ley notablemente alto, y con un potencial especialmente fuerte para las cláusulas negativas de la Segunda o la Tercera Ley, las cláusulas que dicen a un robot que puede obedecer órdenes y protegerse a sí mismo sólo si todo ser humano está a salvo. Para expresarlo de otro modo, los robots de Inferno ponen especial énfasis en nuestra existencia, y muy poco en la suya propia.

»Esto tiene dos resultados: primero, nuestros robots nos protegen mucho más que los robots de cualquier otro mundo espacial, de forma que la iniciativa humana está aún más constreñida aquí en Inferno. Segundo, tenemos una tasa notablemente alta de robots perdidos por conflictos con la Primera Ley con el bloqueo cerebral subsiguiente. Podríamos ajustar fácilmente nuestros procedimientos de fabricación para crear robots que pudieran sentir una compulsión menor, pero perfectamente adecuada, para protegernos. Si lo hiciéramos, nuestra seguridad no disminuiría en lo más mínimo, pero nuestros robots no sufrirían tantos daños innecesarios intentando rescates que son imposibles o inútiles. Sin embargo, decidimos construir robots con una compulsión a la protección excesivamente acusada.

»Construimos nuestros robots con un potencial de la Primera Ley tan alto que pueden bloquearse si ven a un humano en peligro pero no pueden ayudarlo, aunque otros robots estén intentando salvarlo.

»Si seis robots corren a salvar a una persona, y como consecuencia de ello resultan innecesariamente dañados, no nos importa. Es un despilfarro absurdo. Pero no nos preocupa la pérdida de robots achacable a reacciones innecesarias. Tenemos tantos robots que no los consideramos particularmente valiosos. Si se destruyen a sí mismos sin necesidad sólo para responder a nuestros caprichos, nos da lo mismo.

»Despreciamos a nuestros sirvientes robóticos. Son algo secundario, sacrificable. Enviamos a seres de gran sabiduría y experiencia, seres de gran inteligencia y habilidad, a correr graves peligros, incluso a su destrucción, por las razones más triviales. Se envían robots a edificios incendiados en busca de abalorios sin valor. Los robots se lanzan de cabeza al tráfico para proteger a un humano que ha cruzado la calle descuidadamente para mirar un escaparate. Se ordena a un robot que limpie la suciedad de la ventana de un rascacielos en medio de un vendaval con una fuerza de cien kilómetros por hora. En ese último caso, aunque el robot cayera del edificio, no habría por qué preocuparse: el robot movería sus brazos y sus piernas en su caída, asegurándose de no golpear a ningún ser humano cuando llegara al suelo, fiel a la Primera Ley incluso mientras se precipita a su destrucción.

»Todos hemos oído historias de robots destruidos en este esfuerzo inútil, o por dar rienda suelta a ese impulso inútil. Las historias no se cuentan como si fueran desastres, sino como si fueran graciosas, como si un robot hecho migas o reducido a chatarra para conseguir algo sin sentido fuera un chiste, en lugar de ser un escandaloso despilfarro.

»Apenas menos serios son los interminables abusos de robots. He visto a robots obligados a servir como apoyo estructural, para permanecer simplemente de pie y sujetar una pared… no durante un minuto, no como un remedio de emergencia mientras se hacen las reparaciones, sino como una solución permanente. He visto a robots, robots funcionales y capaces, a los que se ordena permanecer bajo el agua y sujetar el ancla de un barco. Conozco a una mujer que tiene un robot cuyo único deber es limpiarle los dientes, y sujetar el cepillo cuando no lo está haciendo. Un hombre con una tubería rota en su sótano ordenó a un robot que achicara el agua… todo el tiempo, sin parar, cada día, durante seis meses, antes de que se tomara la molestia de hacer las reparaciones.

»Piénsenlo. Considérenlo. Seres conscientes utilizados como sustitutos de anclas, como cepillo de dientes, como achicadores de agua. ¿Tiene sentido? ¿Parece racional que creemos robots con mentes capaces de calcular saltos hiperespaciales, y luego ponerlos a trabajar como peso muerto para que nuestros barquitos de placer no vayan a la deriva?

»Estos son simplemente los ejemplos más notables del abuso de los robots. Ni siquiera he tratado las interminables tareas que todos permitimos hacer a nuestros robots por nosotros, cosas que deberíamos hacer solos. Pero esas cosas son también abusivas, y nos rebajan tanto como a nuestros sirvientes mecánicos.

»Recuerdo una mañana, no hace mucho, cuando permanecí delante de mi armario durante veinte minutos, esperando a que mi robot me vistiera. Cuando por fin recordé que había ordenado al robot que saliera a cumplir un encargo, seguí sin vestirme, y esperé a que regresara. Nunca se me ocurrió que podría escoger mi propia ropa, ponérmela, cerrar las cremalleras yo sola. Tenían que hacerlo por mí.

»Les confieso que esos absurdos hacen algo más que desperdiciar las habilidades de los robots. Nos hacen daño a nosotros, los humanos. Esa conducta nos enseña a pensar que el trabajo, todo trabajo, cualquier trabajo, no es digno de nosotros, que la única cosa respetable y socialmente aceptable que puede hacerse es quedarse sentado y permitir que los esclavos-robots se preocupen por uno.

»Sí, he dicho esclavos. Hice una pregunta al principio de esta charla. Pregunté para qué sirven los robots. Bien, damas y caballeros, esa es la respuesta que ha encontrado nuestra sociedad. Para eso los utilizamos. Esclavos. Miren en los libros de historia, busquen en todos los antiguos textos de tiempos remotos y en todas las culturas del pasado. La esclavitud ha corrompido siempre a las sociedades en las que ha existido, aplastando a los esclavos, degradándolos, humillándolos…, pero corrompiendo también a sus amos, envenenándolos, debilitándolos. La esclavitud es una trampa que siempre atrapa a la sociedad que la permite.

»Eso es lo que nos está sucediendo a nosotros. —Fredda hizo una pausa y contempló al auditorio. Este permanecía en silencio, en un mortal silencio.

—Déjenme volver al día en que esperé a que mi robot-esclavo me vistiera. Pensándolo después, al ver lo ridículo que había sido aquel momento, resolví arreglármelas yo sola la próxima vez.

»¡Y descubrí que no podía! No sabía cómo. No sabía dónde estaba mi ropa. No sabía cómo se cerraban las cremalleras o cómo encajaban las prendas. Caminé medio día con una blusa al revés antes de darme cuenta de mi error. Me sorprendió mi ignorancia en el tema de cuidar de mí misma.

»Empecé a observarme, a advertir lo poco que hacía por mí misma… lo poco que era capaz de hacer.

Alvar Kresh, contemplando la grabación, empezó a comprender. Por eso ella no tenía ya robot personal. Una extraña decisión, sí, pero empezaba a tener sentido. Contempló la grabación absorto, olvidado su propio cansancio.

—Me dejó atónita lo incompetente que era —decía la voz de Fredda Leving—. Me asombré de ver cuántas pequeñas tareas no podía ejecutar. No soy capaz de describir la humillación que sentí al advertir que no podía orientarme en mi propia ciudad. Necesitaba un robot para guiarme, o me perdería irremediablemente.

Hubo un par de risas nerviosas entre el público, y Fredda asintió pensativa.

—Sí, es gracioso. Pero también muy triste. Déjenme preguntarles a los que piensan que lo que digo es absurdo… supongamos que todos los robots se detuvieran ahora mismo. Ignoremos el obvio hecho de que nuestra civilización entera se derrumbaría, porque los robots son quienes la dirigen. Reduzcamos las cosas al ámbito personal. Piensen lo que les sucedería a ustedes si sus robots se desconectaran. ¿Qué sucedería si su conductor dejara de funcionar, su asistente personal se detuviera, su cocinero se paralizara y no pudiera preparar comidas, su mayordomo perdiera la energía ahora mismo?

»¿Cuántos de ustedes encontrarían el camino a casa? Muy pocos saben pilotar sus coches, lo sé… ¿Pero podrían volver a casa andando? ¿Por dónde se va? Y si llegaran a casa, ¿se acordarían de usar los controles manuales para abrir la puerta? ¿Cuántos de ustedes ni siquiera saben su propia dirección?

Una vez más silencio, al menos al principio. Pero entonces alguien gritó. La cámara mostró a un hombre de pie ante su asiento, un hombre vestido con una de las variantes de ópera cómica del uniforme de los Cabezas de Hierro.

—¿Y qué? —gritó—. No conozco mi dirección. ¡Qué gran cosa! ¡Todo lo que necesito saber es que soy el ser humano! ¡Soy el que está arriba! Tengo una buena vida gracias a los robots. ¡No quiero perderla!

Hubo un clamor de vítores y aplausos, procedentes en su mayoría del fondo de la sala. La imagen volvió a mostrar a Fredda que se retiraba del atril y aplaudía también, despacio, fuerte, irónicamente, hasta mucho después de que todo el mundo hubiera cesado de hacerlo.

—Enhorabuena —dijo—. Usted es el ser humano. Estoy segura de que se enorgullece de ello, o debería. Pero si Simcor Beddle le ha enviado a interrumpir mi discurso, puede volverse y decirle al líder de los Cabezas de Hierro que me ha ayudado a reforzar mi argumento. Lo que me preocupa es que casi parece orgulloso de su propia ignorancia. Eso me parece terriblemente peligroso, y muy triste.

»Dígame una cosa. No sabe dónde vive. No sabe hacer gran cosa. No sabe hacer casi nada. Entonces, por los siete círculos del infierno, ¿para qué demonios sirve? —Dejó de mirar al hombre y se dirigió a todo el público—. ¿Para qué servimos? ¿Qué hacemos? ¿Para qué valemos los humanos?

»Miren a su alrededor. Consideren su sociedad. Miren el lugar de los humanos en ella. Somos zánganos, poco más. Apenas hay un aspecto de nuestras vidas que no haya sido confiado al cuidado de un robot. Al entregarles nuestros trabajos, les entregamos nuestro destino.

»¿Para qué servimos los humanos? Esa es la pregunta, la auténtica pregunta. Y el uso que hacemos de los robots nos ha proporcionado una terrible respuesta, una respuesta que nos condenará si no actuamos.

»Porque aquí, ahora, debemos aceptar la verdad, amigos míos. Y la verdadera respuesta a esa pregunta es que los humanos no servimos para mucho.

Fredda inspiró profundamente, recogió sus notas y se retiró del atrio.

—Perdónenme si termino esta conferencia con una nota triste, pero creo que es algo que debemos aceptar. He señalado los problemas que deseaba recalcar. En mi próxima conferencia les ofreceré mis ideas sobre las Tres Leyes de la Robótica, y una solución para los problemas a los que nos enfrentamos. Creo que no es aventurado decir que podrá resultar interesante.

Y con eso, la grabación se apagó, y Alvar Kresh se quedó a solas con sus propios pensamientos.

Ella no podía tener razón. No podía.

Muy bien, pues. Asumió que estaba equivocada. Entonces, ¿para qué servían los humanos?

—Bien, Donald, ¿qué te parece?

—Debo confesar que me parece una conferencia perturbadora.

—¿Cómo es eso?

—Bueno, señor, implica claramente que los robots son malos para los humanos.

Kresh hizo un gesto de desdén.

—Todos esos argumentos son muy, muy viejos. No hay nada que no hubiera escuchado antes. Habla como si toda la población de Hades, de Inferno, estuviera compuesta por incompetentes indolentes. Bueno, yo sí sé encontrar el camino a casa.

—Es cierto, señor, pero me temo que podría ser parte de una minoría.

—¿Qué? Oh, venga. Ella hizo que pareciera que todo el mundo es un completo incompetente. No conozco a nadie tan inútil.

—Señor, si puedo hacer la observación, la mayoría de sus conocidos son agentes de la ley, o trabajadores de campos relacionados con su labor como sheriff.

—¿Adónde quieres llegar?

—El trabajo policial es uno de los pocos campos en que los robots sólo pueden ofrecer ayuda marginal. Un buen oficial de policía debe ser capaz de pensar y actuar con independencia, estar dispuesto a cooperar en grupo, a tratar con toda clase de gente, y poder trabajar sin robots. Sus oficiales deben ser individuos decididos, seguros de sus cualidades, dispuestos a soportar cierta cantidad de peligro físico… tal vez incluso a saborear los estímulos del peligro. Sugeriría que los oficiales de policía son una muestra bastante atípica de la población. Piense por un momento no en sus oficiales, sino en la gente que tratan. Las personas que acaban siendo las víctimas en los informes policiales. Sé que no las tiene en muy alta estima. ¿Hasta qué punto son competentes y capaces? ¿Cuánto dependen de sus robots?

Alvar Kresh abrió la boca como para protestar, pero se detuvo, frunció el ceño, y reflexionó.

—Comprendo tu argumento. Ahora me has dejado muy preocupado, Donald.

—Mis disculpas, señor. No pretendía…

—Relájate, Donald. Eres lo bastante sofisticado para saber que no has causado ningún daño. Me has hecho pensar, eso es todo —señaló el televisor—, como si ella no lo hubiera hecho ya.

—Sí, señor, así es. Pero si puedo sugerírselo, señor, es hora de acostarse.

—Desde luego. No puedo estar cansado para el gobernador, ¿verdad? —Alvar se levantó y bostezó—. ¿Qué demonios querrá que no puede esperar a más tarde?

Alvar Kresh se encaminó cansinamente hacia su dormitorio, temiendo el encuentro de la mañana. Fuera lo que fuese lo que quería el gobernador, era improbable que se tratara de una buena noticia.