Jomaine Terach esperaba en el pasillo del hospital, intentando mantener la paciencia: una tarea difícil, dadas las circunstancias. Vio a Gubber Anshaw recorrer el pasillo ante la puerta de la habitación de Fredda Leving, y sintió que su malestar aumentaba. ¿Por qué no podía el estúpido miserable haberse quedado en su casa un poco más? Pero no, había elegido aquella noche para salir y pegarse a él.
Jomaine hacía cuanto podía por apartar a Gubber de su mente. Contemplaba a los doctores y robots médicos entrar y salir de la habitación de Fredda en un fluir casi constante, a los enormes y estólidos centinelas robots de pie a cada lado la puerta. Los centinelas se negaban a dejarlos entrar. Ni discusiones, ni razonamientos o coacciones servían de nada.
Y sin embargo allí estaba Gubber Anshaw, un robotista profesional que tendría que haberlo sabido bien, pidiendo una otra vez que lo dejaran entrar. Jomaine sacudió la cabeza y maldijo entre dientes. El día había sido suficientemente agotador para tener que ver a Gubber caerse en pedazos como colofón.
—¿Quieres estarte quieto, por las estrellas de la galaxia? —exclamó por fin Jomaine—. Deja a los malditos robots en paz. Ven aquí, siéntate y trata de calmarte.
—¡Pero está despierta, y no nos dejan hablar con ella! —dijo Gubber, acercándose a Jomaine. Se sentó en el sofá junto a su colega, en el borde del asiento.
Jomaine se echó hacia atrás, apoyó su cansada cabeza en la pared y suspiró.
—Y si yo fuera la policía, no dejaría que habláramos tampoco —dijo suavemente—. Hay motivos para pensar que somos sospechosos en este caso.
—¡Sospechosos! —estalló Gubber, y se puso en pie de nuevo bruscamente.
Jomaine bufó.
—Tienes que haberte dado cuenta. Dudo de que Kresh haya tenido tiempo para conseguir mucha información útil. No tiene nada para continuar. A falta de nada más en contra, ¿quiénes son sospechosos aparte de tú y yo? Fredda fue atacada en tu laboratorio, y yo estaba en casa. No creo que Kresh haya pasado por alto el hecho de que mi casa está prácticamente en la puerta de al lado. No había nadie más allí. ¿De quién más podrían sospechar? —Jomaine miró a su colaborador y se sorprendió al ver la expresión alelada de su rostro. Gubber parecía completamente aturdido. ¿Por qué se sorprendía tanto de un razonamiento tan obvio?
¿O no era sorpresa? Tal vez algo subyacía en su reacción. Por primera vez, Jomaine Terach se preguntó qué papel había jugado Gubber en la historia. No parecía nada dotado para tomar parte en ninguna intriga. Pero tampoco parecía un gran amante… y sin embargo era un secreto a voces, un secreto sorprendente y debatido que Gubber Anshaw, nada menos, tenía un tórrido romance con Tonya Welton, la jefe de los colonos de Inferno. Era uno de esos jocosos romances públicos. Sin duda la única persona en el laboratorio que no sabía que todo el mundo lo sabía era el propio Gubber. Y si el hombre tenía suficiente profundidad oculta para mantener un romance con aquella fiera de mujer, ¿de qué más no sería capaz?
De momento, sin embargo, el nervioso y acobardado Gubber Anshaw resultaba bastante poco convincente en el papel de posible asesino.
—Tendrías que acostumbrarte, Gubber —dijo Jomaine—. El sheriff nos va a mirar con mala cara a ambos.
Gubber volvió a estremecerse con esta declaración, pero se contuvo, al menos lo suficiente para hablar.
—¡Pero… pero si no tenemos motivos! —protestó con un tono de voz muy poco convincente.
—¡Ja! —replicó Jomaine débilmente, una exclamación cansada y resignada. Volvió a apoyar la cabeza en la pared—. Gubber, muchacho, me sorprendes. Nuestro laboratorio es caldo de cultivo de política y trapicheos. ¿Cuál de nosotros no se ha enfadado con el otro en un momento determinado? Fredda, tú y yo hemos discutido muchas veces a lo largo de los años.
—Pero han sido desacuerdos profesionales legítimos —dijo Gubber, algo estirado—. Bueno, hemos discutido sobre la política de la empresa, pero no tanto como para intentar cometer un asesinato.
—Tal vez no, pero está claro que alguien tuvo un motivo para asesinar, y la policía buscará por todas partes una razón. Y me parece que pocas personas tienen buenos motivos para asesinar. Te aseguro que han juzgado y condenado a gente basándose en pruebas más débiles que una discusión sobre la política de la empresa.
Gubber Anshaw se volvió hacia su colega y señaló la puerta de la habitación de Fredda.
—Bueno, aquí estamos, esperando para verla. ¿No contará eso en nuestro favor? ¿No demostrará que todos somos amigos?
Jomaine volvió la cabeza para mirar a Gubber con algo parecido al asombro. ¿Cómo podía ser tan ingenuo? Estaba claro que era algo más que amistad lo que había atraído a ambos a aquel lugar. ¿Qué demonios pensaba Gubber? Jomaine decidió que era un individuo engañosamente poco atractivo, dados sus logros. Con todo, nadie decía que el genio científico fuera de la mano de la sofisticación mundana. Jomaine sonrió tristemente y palmeó a su amigo en el hombro.
—Gubber, viejo amigo, debemos aceptar los hechos, al menos entre nosotros. Después de todo, estamos aquí para ver a Fredda con el propósito expreso de estar seguros de contar nuestras versiones de la historia bien. Intenta recordarlo. Obviamente, eso no es lo que diremos al sheriff Kresh, pero es lo que él supondrá, y da la casualidad de que es la verdad.
Gubber pareció a punto de replicar, hasta que vio algo por encima del hombro de Jomaine y cerró la boca. Jomaine intentó girarse para ver de qué se trataba, pero no hizo falta.
El sheriff Alvar Kresh, con aspecto agotado y soñoliento, pero bien vestido y alerta, pasó ante ellos, la mirada al frente, ignorando por completo su presencia. Pero su robot lo seguía. Y Jomaine sabía que los robots nunca pasaban nada por alto. Los robots nunca olvidaban nada.
Últimamente tenía motivos para tener presente ese hecho.
Fredda Leving se sentó en la cama y despidió a los blancos enfermeros robots con un gesto impaciente. Tal vez sólo llevaba consciente un par de horas, pero ya estaba cansada de que le mulleran las almohadas y le alisaran las sábanas.
—Dejadme en paz —exclamó—. Estoy perfectamente cómoda así.
Eso estaba muy lejos de ser cierto, pero Fredda no podía permitir que la trataran como a una niña. Los robots enfermeros se retiraron a sus nichos en la pared y permanecieron en ellos inmóviles como un par de blancas estatuas de mármol erigidas para conmemorar a personas y hechos olvidados hacía mucho tiempo.
Pero Fredda Leving tenía otras cosas en mente, aparte de robots demasiado solícitos.
No le habían dicho nada todavía. Nada. Podía comprender que la policía no quisiera crear prejuicios que alteraran sus recuerdos, pero no dejaba de ser doloroso reconocerlo. En un instante se encontraba trabajando en el laboratorio de Gubber, y al minuto siguiente en la cama de un hospital, bajo protección policial. Todo lo demás era confuso, un espacio en blanco.
Excepto por la visión de aquel par de pies robóticos de color rojo junto a ella. Tembló ante el recuerdo. ¿Por qué la asustaba tanto aquella imagen? ¿Era real acaso? ¿O era el resultado de algún trauma asociado con el incidente?
Maldición, ¿de qué tipo de incidente estaba hablando? No sabía absolutamente nada. Y eso podría ser peligroso.
¿Cuándo iba a llegar Kresh? Volvió la cabeza hacia la puerta, y sintió los espasmos de dolor como un golpe en el cráneo. Sabía que los espaciales, protegidos virtualmente de todo daño por sus robots, poseían un umbral de dolor espectacularmente bajo. Tal vez ahora estaba experimentando lo que no sería más que un leve dolor de cabeza para un colono… ¡pero maldición, ella no era un colono, y le dolía! ¿Por qué no podía llegar el maldito sheriff y acabar de una vez, para que pudiera tomar algo fuerte que aliviara de verdad su dolor de cabeza?
La cabeza era lo peor, aunque sabía que también tenía heridas en la cara y los hombros. Podía tocar las almohadillas curativas en aquellos sitios, y notar su rigidez. Sin duda las almohadillas terminarían su trabajo pasadas unas cuantas horas y se desprenderían, dejando la piel de debajo perfectamente curada.
Pero no en su cráneo. Las almohadillas funcionaban matando las terminaciones nerviosas y manipulando luego la conducta celular. A menos que se quisiera que el paciente alucinara o se volviera loco, tales técnicas eran desaconsejables para las heridas craneanas, sobre todo después de una intervención quirúrgica de emergencia.
Extendió la mano y palpó una especie de gorrita ajustada. No, tenía más bien forma de turbante, por lo que podía deducir. Sin duda, el turbante contenía algún tipo de aparato que suministraba fármacos curativos. Se preguntó de qué color sería el turbante, y cuánto pelo le habrían rapado en el transcurso de la operación. Sacudió la cabeza. No era momento para preocuparse por aquellas tonterías. Seguramente tendría un aspecto repulsivo, pero no podía saberlo con seguridad. Tal vez para evitar que ese hecho la perturbara, la habitación carecía de espejos.
Fredda Leving era joven y lo parecía aún más, hechos que hacían la vida más fácil en la longeva sociedad de los espaciales. Tenía treinta y cinco años estándar y aparentaba tener menos de veinticinco. Eso se debía en parte a que, por naturaleza, poseía un aspecto juvenil, y en parte a que hacía cuanto podía por conservar ese aspecto, aunque eso era en sí mismo una excentricidad. La juventud (peor aún, la juventud premeditada) era todo un inconveniente en una sociedad donde la vida se media en siglos y cualquiera que tuviera menos de cincuenta años era considerado un jovencito. Pasados cuarenta o cincuenta años, Fredda habría envejecido físicamente lo suficiente para poder permitirse aparentar veinticinco años y ser tomada en serio. Hasta entonces, eso sería una pega social. Pero al infierno con todos ellos. Le gustaba su aspecto.
Fredda era de constitución delicada, con pelo negro rizado que normalmente llevaba corto… aunque, pensó amargamente, no tanto como sin duda ahora, después de que se lo afeitaran para la operación. Tenía la cara redonda, la nariz chata, los ojos azules, y una personalidad de tendencia belicosa. Era propensa a dejarse llevar por el entusiasmo, y arrastraba la maldición de un temperamento a veces irritable.
Si no tenía cuidado, por otra parte, esta situación amenazaba con ser una de esas ocasiones en que su temperamento se dejaba notar. Pero no podía ceder, no importaba el dolor de su cabeza. Deseaba fervientemente poder ordenar a los robots que le administraran analgésicos, pero cualquier medicina lo bastante fuerte para acabar con el dolor que sentía la dejaría atontada, y no se atrevía a mostrarse a la policía sin estar despierta y alerta.
Pues tenía mucho que proteger, incluyéndose a sí misma.
Después de todo, al menos según ellos, había cometido un crimen terrible. Y, tal vez, también según su propio criterio. Era difícil saberlo.
Fredda se mordió los labios y trató de despejar su cabeza, de ignorar el dolor. Tendría que tener cuidado, mucho cuidado con el sheriff. ¡Y sin embargo había tantas cosas que no sabía! Algo había salido mal, terriblemente mal, ¿pero qué? ¿Cuánto sabía Kresh? ¿Qué había sucedido?
Pero entonces, en mitad de sus preocupaciones, se le ocurrió que podría decirle a Kresh que no sabía nada. Era cierto, después de todo. Suposiciones y temores… de eso tenía de sobra. ¿Pero, hechos? No tenía ninguno. Era una idea extraña, pero la reconfortó. Sonrió amargamente. Ahora que sabía que era una ignorante, podría enfrentarse a la policía.
Como obedeciendo una señal, la puerta de la habitación se abrió, y entró un hombre grande, fornido, de pelo blanco, seguido por un robot policía de color celeste.
—Hola, doctora Leving —dijo Donald—. Me alegro de verla, aunque dudo que le agraden las circunstancias más que a mí.
—Hola, Donald. Estoy de acuerdo en ambas cosas. —Fredda miró al robot, pensativa. Era raro que un robot iniciara una conversación, pero las circunstancias eran inusitadas. Los robots rara vez conocían personalmente a sus creadores, y era aún más raro que los visitaran en un hospital después de que hubieran estado tan cerca de la muerte. Sin duda todo esto era muy difícil para Donald, y su disposición podía explicarse como un efecto colateral menor de la liberación de los conflictos de la Primera Ley. O, para expresarlo en términos más pedestres, había hablado primero porque se alegraba de verla recuperarse.
Fuera cual fuese la explicación, estaba claro que la breve conversación molestó al sheriff Kresh. Las normas de la sociedad civilizada requerían que se ignorara a los robots. Fredda dio un respingo. No era aconsejable iniciar el interrogatorio irritando a Kresh.
Por otro lado, había un hecho sobre Donald que no se atrevía a ignorar: era un detector de mentiras ambulante. Como si le hicieran falta nuevos motivos para ser cuidadosa.
Pero adelante. Sería mejor acabar con aquello lo antes posible. Se volvió hacia Kresh y le dirigió su sonrisa más cálida.
—Bienvenido, sheriff —dijo, con el tono más simpático que pudo componer—. Siéntese, por favor.
—Gracias —respondió él, acercando una silla al pie de la cama.
—Supongo que ha venido a hacerme algunas preguntas —dijo ella con lo que esperaba que fuera una voz firme y calmada—, pero tengo la sensación de que tiene usted más respuestas que yo. Sinceramente, no tengo ni idea de qué sucedió. Estaba trabajando en el laboratorio, y entonces me desperté aquí.
—¿No recuerda nada del ataque?
—Así que me atacaron. Ni siquiera estaba segura de eso. No, no recuerdo nada.
Kresh suspiró tristemente.
—Me lo temía. Los robots médicos me advirtieron de que existía la posibilidad de amnesia traumática, y de que la pérdida podría ser permanente.
Fredda se alarmó.
—¿Quiere decir que voy a perder la cabeza, la memoria?
—Oh, no, no, nada de eso. Me dijeron que era posible que no recordara nada del ataque. Existía la esperanza de que pudiera recordar algo, pero… ¿no recuerda absolutamente nada? —preguntó, claramente decepcionado.
Fredda vaciló un instante, y entonces decidió que sería aconsejable acercarse lo más posible a la verdad. Las cosas podían complicarse, y más tarde la ayudaría el haber colaborado ahora.
—No, nada significativo. Tengo un recuerdo brumoso de haber estado en el suelo, mirando al frente, y haber visto un par de pies rojos. Pero no puedo decir si fue un sueño, una alucinación, o la realidad.
Kresh se inclinó ansiosamente hacia adelante.
—Pies rojos. ¿Puede describirlos con mayor exactitud? ¿Eran zapatos rojos, calcetines rojos o…?
—No, no, eran claramente pies, no zapatos, botas o calcetines. Pies de robot, rojo metálico. Es lo que vi… si es que lo vi. Repito, pudo tratarse de una alucinación.
—¿Por qué demonios iba a tener alucinaciones con pies de robot rojos? —preguntó Kresh, con el mismo tono ansioso. Estaba muy claro que los pies rojos le interesaban mucho.
Fredda miró largamente a Kresh. Tuvo la impresión de que aquel hombre no hubiese dejado ver tan claramente lo que quería saber si no hubiese estado tan exhausto.
—Había un robot rojo en el laboratorio —dijo. «No tiene sentido ocultarlo —pensó—. Lo descubrirán, si no lo han hecho ya»—. Estaba de pie en un bastidor de trabajo. Bueno, deben de haberlo visto allí —pensó un momento y sacudió la cabeza—. Me temo que no recuerdo mucho más.
—Inténtelo, por favor.
Fredda se encogió de hombros y frunció el ceño. Intentó recordar aquella noche, pero todo era una especie de niebla confusa.
—No recuerdo con mucha claridad. Creo que estaba en la habitación, inclinada sobre una de las mesas de trabajo, leyendo algunas notas, pero no recuerdo de qué eran, ni cuánto tiempo pasó antes del ataque. Repito, no hay nada muy claro. Tal vez estoy incluso inventando inconscientemente mis recuerdos, buscando algo que no existe. No puedo saberlo, y antes de que lo sugiera siquiera, no voy a someterme a ningún tipo de Sonda Psíquica para despejar la duda.
Kresh sonrió débilmente.
—Admito que la idea me ha pasado por la cabeza. Pero primero deberíamos seguir cualquier alternativa menos dramática, Tal vez podamos reconstruir su memoria. Esas notas suyas ¿cómo estaban guardadas? ¿En un cuaderno de papel? ¿En una libreta informática? ¿Dónde?
—Oh, en una libreta informática corriente, con un dibujo de flores azules en la contraportada.
—Ya veo. Señora Leving, me temo que no había rastro de la libreta ni de ningún robot rojo. El bastidor estaba vacío. Y le aseguro que buscamos a conciencia.
Fredda abrió la boca, y de repente se sintió mareada. Su temor era que la policía pudiera haber descubierto qué tipo robot era Calibán. Eso habría sido problema suficiente. Pero no se le había ocurrido que el robot hubiera desaparecido. Que el diablo los ayudara a todos si algún loco lo había conectado y Calibán andaba suelto.
—Estoy aturdida —dijo, y era sincera—. No sé qué decir. Al menos ahora sé por qué me atacaron. Hasta ahora, no podía ver ningún motivo.
—¿Y qué motivo ve ahora? —preguntó Kresh.
—¡El robo, desde luego! ¡Robaron mi robot!
Una expresión de sorpresa cruzó el rostro de Kresh, y de repente Fredda tuvo la certeza de que la idea de un simple robo no se le había ocurrido nunca.
—Oh, claro, claro, por supuesto —respondió Kresh.
«Pero le interesaba el hecho de que vi pies robóticos rojos —pensó Fredda—. Sabía que había un robot allí, y que desapareció». De repente comprendió que Kresh tenía motivos para creer que Calibán se había marchado del laboratorio por sus propios medios. ¡Por la galaxia! ¿Había sido algún miembro de su propio laboratorio lo suficientemente loco como para conectarlo? Pero necesitaba tiempo para pensar. Tal vez pudiera hacer que Kresh buscara en otras direcciones por algún tiempo. Después de todo, ella estaba simplemente suponiendo que Calibán se había marchado por su propio pie.
—Sólo el espacio sabe por qué alguien querría robar un robot en fase de pruebas —dijo—. Lo único que se me ocurre es que se trata de un caso extremo de espionaje industrial. Algún laboratorio rival o, más probablemente, un tercer grupo contratado por otro laboratorio, puede haber robado mi robot y mis notas.
—¿Quién podría ser? —preguntó Kresh—. ¿Qué laboratorio actuaría de esa forma?
Fredda se encogió de hombros, y pagó por el gesto un nuevo espasmo de dolor. Pero el dolor en sí era útil. Cuanto más obvio resultara que tenía problemas, menos probable sería que Kresh continuara con el interrogatorio. Había intentado contener su reacción al dolor, pero ahora le dio rienda suelta. No actuaba: el dolor era real, estaba allí. ¿Qué sentido tenía hacer un alarde de fortaleza que sólo dificultaba aún más su situación? Dejó escapar un gemido, y agarró las sábanas con los dedos retorcidos. Sintió una extraña liberación al dejar que el dolor brotara en vez de contenerlo.
Pero Kresh había preguntado por los laboratorios rivales y esperaba una respuesta.
—No tengo ni idea de quién podría utilizar esas tácticas. Está claro que alguien se hizo con mis notas y mi robot, pero me parece un crimen muy extraño y sin sentido. Después de todo, el que robó mi trabajo sabría que yo tendría copias de seguridad, pruebas de que el trabajo era mío, la habilidad para reproducirlo. Alguien lo hizo, pero no me pregunte por qué.
—Es posible que sólo quisieran retrasarla lo suficiente para permitir que los suyos la alcanzaran… con la ventaja añadida de disponer de su trabajo.
—Es posible, pero es suponer demasiado.
Kresh sonrió, un poco cansado. Sin embargo, había verdadera calidez en aquella expresión. El hombre estaba sinceramente interesado y preocupado.
—Tiene razón, por supuesto. El problema es que tenemos muy poca información para guiar la investigación. ¿No hay nada más que pueda decirnos? Ella sacudió la cabeza.
—No se me ocurre nada.
—Muy bien —dijo Kresh, incorporándose—. Estoy seguro de que tendremos que hablar más adelante, pero ahora necesita descanso.
—Sí. Tengo que recuperarme cuanto pueda para mi presentación de mañana por la noche.
Alvar Kresh la miró, sorprendido.
—¿Una presentación?
—Lo siento, supuse que lo sabía. Mi laboratorio hará un anuncio importante mañana por la noche. Me temo que no se me permite discutirlo hasta entonces, pero…
—Ah, por supuesto. Sí, nos hemos encontrado con todo tipo de gente diciéndonos que no podían hablar todavía, que tendríamos que esperar un anuncio público. Nadie nos dijo que lo haría usted. Me sorprende que todos confiaran en que estaría lo bastante recuperada para hacerlo.
—Jomaine Terach habría dado la charla si yo no hubiera podido, Gubber Anshaw o cualquier otro. Si nadie le dijo que yo iba a dar la charla, sospecho que fue porque sabían que el anuncio se daría, pero no quién sería el encargado de hacerlo —Fredda pensó un instante—. Si me atacaron para impedir la conferencia, entonces tendría sentido mantener en secreto el nombre de mi sustituto. Si yo fuera el sustituto, me parecería una buena idea.
—¿Entonces piensa que el ataque podría estar relacionado con su presentación?
Fredda negó, encogiéndose de hombros, algo teatralmente. Al instante, el dolor volvió a surgir. Maldición, le dolía la cabeza.
—No tengo ni idea. Pero es muy posible —dijo—. El anuncio se hará durante la segunda de dos conferencias. ¿Ha visto la primera?
—No.
—Entonces le sugiero que eche un vistazo a su grabación. Hay en ella material suficiente para dar a alguien motivos para eliminarme. —Fredda se cruzó de brazos y contempló fijamente las montañitas que formaban sus pies bajo la sábana. Nunca hubiese imaginado que intentarían matarla por lo que había dicho.
—Si puede sugerirnos una razón para el ataque, veré esa grabación en cuanto pueda. Pero necesita usted descansar. Tendremos que dejarlo por ahora —dijo Kresh—. Vamos, Donald.
Pero el robot no siguió a su amo. En cambio, habló.
—Disculpe, señora Leving —dijo—. Hay dos preguntas que me parecen bastante importantes en este momento. Para intentar seguir y localizar a su robot robado, ¿puede decirnos si tenía nombre o un número de serie que pudiéramos identificar?
—Oh, por supuesto —dijo ella, maldiciendo interiormente. Habían tenido que preguntarlo—. Número de serie CBN-001, también conocido por Calibán. ¿Cuál era la otra pregunta?
—Es muy simple. ¿Puede decirnos, señora Leving, dónde estaba su robot personal en el momento del ataque? ¿Por qué no la protegió? ¿Y dónde está ese robot ahora? Todo lo que puedo ver aquí son robots de hospital.
Maldición, pensó Fredda. Donald no lo había pasado por alto. Por la expresión de Kresh, estaba sorprendido de no haberlo pensado antes. Bueno, sólo cabía decir la verdad, puesto que Donald monitorizaba todas sus reacciones.
—Ya no tengo robot personal —dijo en voz baja.
Se hizo un silencio mortal en la habitación, el silencio de la sorpresa, y Fredda cerró los puños. La primera robotista del planeta y no tenía robot. Era como si el líder vegetariano de Inferno confesara ser caníbal.
—¿Puedo preguntarle por qué? —dijo Alvar Kresh, escogiendo sus palabras con sumo cuidado.
Fredda apartó la vista de los pies de su cama, aunque contempló entonces la pared desnuda ante ella. No quería mirar a Kresh a los ojos.
—Escuche mi última conferencia, sheriff, y venga a la siguiente. Creo que entonces comprenderá.
La habitación volvió a sumirse en el silencio, hasta que Alvar Kresh concluyó por fin que ella no iba a decir nada más.
—Muy bien entonces, señora Leving —dijo, en un tono de voz que indicaba que la situación distaba mucho de ser satisfactoria—. Volveremos a hablar más adelante. Hasta entonces, que tenga una rápida recuperación. —Se despidió con un movimiento de cabeza, se volvió y se encaminó hacia la puerta—. Vamos, Donald.
El robot lo siguió. La puerta se abrió y se cerró, y Fredda Leving se quedó a solas. Hundió la cabeza en la almohada y agradeció que el interrogatorio hubiera terminado.
Aunque no tenía ninguna duda de que los problemas acaban de empezar.
Alvar Kresh sacudió la cabeza y palmeó a Donald en el hombro mientras salían al pasillo. Se detuvo a unos metros de la puerta y se volvió hacia el robot.
—No sé, Donald. A veces pienso que debería dimitir y que te nombraran sheriff. ¿Cómo demonios no me di cuenta de que no tenía robot personal?
—No se me ocurrió hasta que hubimos entrado en la habitación, señor. Debo señalar que los humanos tienen la costumbre de ignorar a los robots, mientras que nosotros nos advertimos mutuamente. Además, está el viejo dicho del perro ladrador. Siempre es más difícil advertir lo que falta que lo que está presente.
—De todas formas, era una cuestión vital. Vamos a ver la grabación de esa primera conferencia en cuanto lleguemos a casa, no importa la hora que sea. Buen trabajo.
—Gracias, señor. Sin embargo, me gustaría sugerir que la confirmación del nombre de Calibán es la información más útil —dijo Donald modestamente—. Ahora tenemos un eslabón directo y definido. Los dos casos son uno. El robot Calibán que desapareció del laboratorio es el que Santee Timitz identificó como Calibán en el lugar del incendio.
—¿Pero qué significa eso, por los nueve círculos del infierno? —preguntó Kresh—. ¿Qué está sucediendo? —Miró por encima del hombro de Donald—. Espera un segundo. Donald, a tu espalda, ¿es…?
—Sí, señor. Jomaine Terach. El caballero que lo acompaña es, según creo, Gubber Anshaw, aunque las únicas fotos policiales que tenemos de él son de mala calidad. Los advertí al entrar.
—¿Los robots de guardia saben que no deben dejarlos pasar?
—Siguen los procedimientos normales en estos casos, según la ley. Para impedir cualquier intento de intimidación, ninguna persona asociada con el caso puede hablar con la víctima de un asalto hasta que se tomen las declaraciones de esa persona y de la víctima. A menos que presentemos cargos, no tenemos derecho a impedir que se vean una vez tomadas las declaraciones.
Kresh asintió.
—En otras palabras, podemos impedir que Gubber Anshaw hable con ella, pero no Jomaine Terach. Lo que me recuerda que ya es hora de que hablemos con él. Pero maldición, estoy cansado. —Alvar Kresh se frotó el puente de la nariz—. Mañana —dijo por fin—. Hablaré con él mañana. Pero encárgate de que los robots de guardia le impidan verla hasta entonces.
—Sí, señor. He enviado la orden por hiperonda.
—Bien. Muy bien. Entonces vámonos a casa.
—Señor, discúlpeme, pero me temo que ha pasado por alto un punto vital. ¿No debo pedir también que se cursen órdenes para detener a ese robot, a Calibán?
Alvar Kresh sacudió la cabeza y suspiró.
—Tienes razón, y a la vez, estás equivocado, Donald. Es peligroso esperar, pero podría serlo igualmente perseguirlo ahora. Piénsalo: si esto es algún extraño plan colono, lo que pretenden es sembrar el pánico, asustarnos a fondo. Si ese es el caso, están preparados para explotar ese pánico, tal vez con algo aún más aterrador que un robot pirómano. No importa lo que hagamos, la búsqueda de Calibán será del dominio público. ¿Puedes imaginar el pánico si se filtra la noticia de un robot renegado, y con un conspirador hábil dispuesto a aumentar ese temor?
—Sería terrible, señor. Y debo añadir que la simple noticia de un robot comportándose como lo ha hecho Calibán…, bueno, es probable que cause deterioros permanentes en muchos robots. Sin embargo, el peligro para los humanos que representa Calibán…
—Debe sopesarse el peligro de actuar demasiado pronto. Si empezamos ahora, con la información que tenemos, ¿qué vamos a hacer? ¿Arrestar a todos los robots altos y rojos? ¿Y por qué detenernos aquí? Tal vez nuestro amigo Calibán pueda disfrazarse con una capa nueva de pintura, o cambiando sus largas piernas por otras más cortas.
—Con el resultado de que se recelaría de todos los robots. El resultado buscado por un plan colono. Si ese plan existe. Sí, señor, comprendo la dificultad…
—Es lo único que yo puedo ver por ahora —dijo Kresh, sintiéndose viejo y cansado—. Pero no podemos actuar contra ese Calibán hasta que tengamos más datos. No podemos registrar toda la ciudad. Necesitamos mejor información. Pero estemos preparados por si las cosas se disparan. Envía una orden para aumentar las patrullas aéreas de respuesta inmediata. Si tenemos suerte y lo localizamos en alguna parte, quiero a un oficial encima de él en dos minutos.
—Muy bien, señor. Sin duda eso será suficiente. —Donald ladeó la cabeza, como si estuviera escuchando algo que sólo él pudiera oír, lo que no estaba lejos de ser cierto. Kresh conocía la costumbre. El sistema de comunicaciones de Donald estaba recibiendo un mensaje.
—¿Quién llama, Donald?
—Un momento, señor. Es un mensaje temporal asegurado. Tendré que esperar a que el sincronizador lo decodifique. Un momento. Ah, ya está. Se le ordena que se reúna con el gobernador mañana por la mañana, dentro de siete horas.
Kresh gruñó.
—Al diablo con todo. La política de ese hombre ya es bastante mala. ¿Tiene además que levantarse a horas insanas? —Pero no había verdadera respuesta a esa pregunta, y Donald no ofreció ninguna. Por fin, Alvar Kresh suspiró y se frotó los ojos.
—A casa, Donald —dijo—. Quiero ver esa maldita conferencia antes de hablar con el gobernador. Ya estoy harto de saber menos que nadie.
—Sólo me han dejado entrar a mí, Fredda. No a Gubber. Los robots policías no le dejarán hasta que el sheriff haya…
—Oh, calla, Jomaine. Conozco la ley. Ya me duele bastante la cabeza. —Fredda Leving apoyó la cabeza contra la almohada y cerró los ojos. El dolor pulsátil empeoraba. Pero no podía tomar nada para aliviarlo. Todavía no. Tenía que estar despierta, alerta, incluso con Jomaine. Sobre todo con Jomaine. Primero, tenía que tomar precauciones contra ser monitorizada. No tenía sentido cuando había un robot policía en la habitación, pero ahora era vital. Tendría que pronunciar cada frase con cuidado si quería conseguirlo. Se aclaró la garganta y habló.
—Ordeno a todos los robots de la habitación que monitorizan esta habitación de alguna manera que se olviden de todas las conversaciones que tengan lugar entre la hora de esta orden y la próxima ocasión en que dé tres palmadas dentro de un periodo de cinco segundos. No cabe duda de que recordar cualquiera de esas conversaciones, o informar de ellas, me causaría daño.
Eso debería bastar, a menos que la policía tuviera a un ser humano escuchando por algún micrófono oculto o un sistema de grabación no robótico. Pero esas posibilidades eran absurdamente remotas. Los espaciales usaban robots para todo.
Y ese era, por supuesto, el problema.
Se volvió hacia Jomaine.
—Muy bien, creo que ahora podemos hablar. Siéntate y dime lo que sabes.
Jomaine Terach hizo lo que ella le decía, pero no tardó mucho en informarla. En realidad, no era culpa suya. Fredda lo había mantenido deliberadamente a oscuras, por el bien de todos. No podía contar lo que no sabía, un hecho que era una ventaja para ella en este momento. Un Jomaine bien informado en manos de Kresh era una perspectiva terrible. Con todo, al menos podía servir para informarla de los detalles que Kresh hubiera decidido dejar fuera de su narración.
Jomaine se ciñó a los hechos, hablando con cuidado, mencionando todos los detalles de forma ordenada y continua, pero aun así tardó muy poco tiempo en terminar; sin duda en parte porque el escenario del crimen estaba todavía sellado. Nadie no asociado con la investigación había entrado aún en el laboratorio de Gubber. De hecho, parecía que Jomaine ni siquiera sabía que faltaba un robot.
Fredda asintió pensativamente cuando Jomaine terminó. No había contribuido mucho a su conocimiento. Calibán había desaparecido, se había escapado o había sido robado. Alguien la había atacado y le había robado sus notas. Lo que Jomaine no dijo le hizo ver que podría haber sido peor. Eso no quería decir que no se hubiera hecho mucho daño, pero ahora mismo aceptaría todo el consuelo que pudiera.
—¿Eso es todo? ¿Nada más?
Jomaine se puso en pie, pidiendo disculpas, y sacó de su bolsillo una libreta informática del tamaño de la palma de una mano.
—No hay nada más que pueda decirte, pero Gubber me dio esto para ti. Parece que tiene algunas fuentes de información bastante especiales. —Le tendió la libreta, y la miró a los ojos mientras permanecía de pie junto a la cama con una postura extrañamente formal y cuidadosa. Era obvio que no le gustaba formar parte de aquello, pero estaba decidido a actuar lo mejor posible. Señaló la libreta informática que le acababa de dar—. No he leído el informe, y no voy a hacerlo. No quiero saber más. Te he dicho todo lo que sé, pero no lo que pienso, y espero que lo prefieras así.
»Para serte sincero, lo que estáis haciendo me asusta mortalmente. Por lo tanto, te pido que tengas la amabilidad de esperar a que me haya marchado para leerlo.
Fredda Leving miró asombrada a su ayudante durante treinta segundos antes de poder recuperar la voz. El hombre nunca había sido tan brusco ni tan osado.
—Muy bien, Jomaine. Gracias por tu honestidad y discreción.
—Yo diría que hemos andado escasos de esas dos cualidades últimamente —dijo él con brusquedad. La expresión de su cara afilada se suavizó un poco. Extendió la mano para tocarle el hombro—. Descansa, Fredda, cúrate —dijo con voz amable y cálida—. Aunque nada de esto hubiera sucedido, necesitarás todas tus fuerzas para mañana por la noche.
Fredda sonrió débilmente y suspiró.
—No hace falta que me lo recuerdes —dijo. La presentación de mañana bien podría decidir más destinos que el suyo propio.
Jomaine Terach se dio la vuelta y se marchó, dejando a Fredda sola con sus pensamientos y la libreta informática de Gubber Anshaw. Casi tenía miedo de leerla. Gubber tenía algunas fuentes de información sorprendentes. Fredda había decidido hacía mucho tiempo que no quería saber cuáles eran.
Apenas se atrevía a imaginar qué había encontrado esta vez. Empezó a leer la información de la libreta. Tres párrafos después estaba tan aterrorizada que apenas podía ver lo suficiente para leer. Aquello hacía que el resto de sus preocupaciones no parecieran tales en absoluto.
Santo Dios, ¿de dónde había sacado Gubber aquel material? Parecía que había metido mano en los informes policiales completos del ataque, información cruda que todavía no había sido analizada ni ordenada. ¿Dos grupos de huellas robóticas ensangrentadas? ¿Qué demonios podía significar eso?
Y los otros informes, el de la algarada de los Cabezas de Hierro en Ciudad Colono, y el incidente del incendio y los destructores de robots en el distrito de los almacenes. Dulce Ángel Caído, sí, Calibán había dado su nombre a una testigo y ella misma acababa de dárselo a su vez a Kresh. Tenían la conexión. Sabían, o eso creían, todo lo que les hacía falta saber sobre Calibán.
Maldición, ¿quién demonios lo había dejado salir del laboratorio? Fredda sabía que las primeras horas de Calibán tendrían que ser altamente formativas. Por eso había retrasado tanto tiempo el momento de conectarlo. Quería que las condiciones fueran ideales cuando lo hiciera.
Pero mira las primeras horas que había tenido en cambio. Tuvo que ser al menos testigo de su ataque. Luego debió deambular por la ciudad, viendo la conducta servil de los robots. Eso debió de confundirlo enormemente. Fredda había borrado deliberadamente toda información referida a los robots en su banco de datos.
¡Campanas del infierno! ¡Cuánto había trabajado en ese banco de datos, midiendo cuidadosamente la información que contenía! En el mejor de los casos, todo aquel trabajo se había echado a perder. En el peor, confundiría completamente la visión del mundo que tendría Calibán. Y además, verse luego mezclado con un grupo de destructores de robots…
Fredda Leving dejó caer la libreta informática sobre la cama y se echó atrás, los ojos cerrados, un nudo en el estómago, la cabeza convertida de pronto en un mundo de dolor revitalizado. «¿Por qué?», se preguntó. «¿Por qué tenía que ser así?».
Pensó en lo que Calibán había visto hasta ese momento: violencia, brutalidad, a los de su propia especie tratados como esclavos y aún peor. No había recibido otras influencias para formar su mente y sus puntos de vista.
Pero eso distaba mucho de ser lo peor. Ahora Alvar Kresh estaba sobre la pista, y todos sus movimientos revelarían probablemente la verdad en el momento equivocado y en el lugar menos oportuno. Un movimiento erróneo por parte de Kresh podría derrumbar el castillo de naipes político que era lo único que podía salvar Inferno.
Fredda Leving sintió que el corazón se le paralizaba de miedo.
El problema era que no estaba segura de qué temer.
O a quién.