7

Una hora después del hallazgo de la pistola láser, los robots de la policía encontraron a la mujer colono llorando en el portal de un edificio cercano. Estaba histérica, y la simple visión de un robot la aterrorizaba.

O tal vez, reflexionó Alvar dadas las circunstancias, la mujer tenía motivos para temer a los robots. Alvar ordenó que la llevaran a su coche aéreo. Se reunió allí con ella, la escoltó al interior del coche y la hizo sentarse para disfrutar de un poco de paz y tranquilidad. Ya habría tiempo más tarde para arrestarla y acusarla. Ahora mismo Kresh necesitaba información, y una persona en el estado de aquella mujer reaccionaría mejor a la amabilidad que a las amenazas. Aunque, por supuesto, las amenazas eran una opción a la que tendría que recurrir más tarde. Le trajo un poco de agua y se sentó junto a ella. Era una maldita inconveniencia que Donald no pudiera estar presente en aquel interrogatorio, pero estaba claro que no era el momento para enfrentar a la mujer a ningún otro robot. Donald podría escuchar la conversación, y tendría que contentarse con eso.

—Muy bien —dijo Alvar Kresh, con voz baja y amable—. Muy bien. Es usted una colono, ¿verdad? ¿Cómo se llama?

—Santee Timitz —dijo ella con voz temblorosa—. Trabajo en la sección agrónoma general de Ciudad Colono.

—Muy bien —dijo Kresh. Debía tener cuidado. Ella parecía dispuesta a cooperar, tan aterrada por lo que había visto que estaba dispuesta a contárselo todo. Esos estados de ánimo eran notablemente frágiles—. Lo que quiero saber es qué sucedió exactamente. ¿Qué hacían en ese almacén?

—Des… truir… ro… ro… bo…

—Destruir robots —acabó Kresh por ella—. Eso es lo que pensábamos, y es bueno saberlo con certeza. Muy bien, se trata de un crimen serio, y lo sabe. Va a verse metida en un montón de problemas ahora, Timitz. Pero tal vez no será tan malo si coopera con…

—No puedo delatar a mis amigos —interrumpió ella, mirándolo con ojos hinchados y llenos de lágrimas.

—Kresh le cogió la mano.

—Nadie le está pidiendo que lo haga —dijo. «Todavía no, al menos —pensó—. Tal vez ni siquiera habrá necesidad de preguntarlo. Sólo saber tu nombre es la mejor pista que hemos tenido hasta ahora»—. Pero lo que voy a preguntarle es qué sucedió allí. Las cosas escaparon al control, eso está claro. ¿Cómo? ¿Prendieron sus amigos fuego al edificio para ocultar las pruebas? —Kresh ya no creía en esa idea, pero no sería malo hacerle pensar lo contrario.

—¡No! —exclamó Timitz—. Nunca habríamos… no, no, eso no es lo que sucedió.

—¿Entonces cómo terminó ardiendo el edificio?

—Fue el robot —estalló Timitz—. Reybon lo estaba confundiendo. Intentó engañarlo para que se suicidara, y entonces se dio la vuelta, y Reybon le ordenó que se detuviera, pero no lo hizo, y…

—Espere un segundo. ¿El robot rehusó una orden directa? —preguntó Kresh. Lo complació haber logrado que Timitz pronunciara el nombre de Reybon, y se habría contentado con dejarla continuar farfullando cuanta información incriminadora quisiera, pero no cuando estaba sucediendo algo imposible.

—Sí —dijo Timitz. Miró a Kresh a los ojos, y él pudo ver la luz de la cautela aparecer súbitamente en su rostro—. Es difícil decir lo que sucedió… todo fue muy rápido. Rey… Hum, ah, el hombre que estaba engañando al robot, le dijo que se detuviera, que era una orden, y el robot siguió andando.

—¿Y qué sucedió entonces?

—El hombre que estaba allí… apuntó al robot con su pistola y le ordenó otra vez que se detuviera.

—¿Y lo hizo?

—No, señor. No lo hizo —respondió Timitz, con voz cargada por la excitación—. Cogió la pistola la aplastó y la tiró. La pistola se cortocircuitó y las chispas saltaron por todas partes. Así empezó el fuego. Entonces Reybon intentó prender al robot y este lo empujó con fuerza. Luego se volvió y se marchó. El fuego empezó a extenderse, y todo el mundo echó a correr lleno de pánico.

—Espere un momento —dijo Kresh, incapaz de dar crédito a sus oídos, aunque tampoco había querido creer la evidencia del almacén, ni la del laboratorio robótico la noche anterior—. ¿Un robot inició el fuego, con gente en el edificio? ¿Un robot rehusó una orden, y atacó a un ser humano, y dejó varios humanos detrás en un edificio ardiendo?

Santee Timitz miró a Kresh a la cara, los ojos llenos de lágrimas; su rostro era una máscara aterrorizada.

—Sí, sí, eso es lo que sucedió —dijo—. Conozco las reglas, sé que los robots no pueden hacer eso, pero sucedió —dijo con la voz nuevamente al borde de la histeria—. ¡Sucedió! ¡Sucedió! ¡Es cierto! ¡Ese robot se volvió loco!

Kresh se levantó y recorrió la cabina principal del coche aéreo. Por fin se detuvo junto a Timitz.

—Quiero asegurarme de que lo he entendido bien. ¿Está diciendo que un robot incumplió deliberadamente una orden, que luego le quitó el arma a un hombre, inició un incendio, golpeó al hombre, y dejó un almacén lleno de personas en peligro inminente de ser quemadas vivas? ¿Que no se volvió, ni intentó ayudar o rescatar a alguien?

—¡Sí, estuve allí! ¡Lo vi! —dijo Timitz con la voz rayando el pánico—. Reybon salió, todos salimos, nadie murió, pero el robot no intentó ayudarnos. Se marchó tan tranquilo.

Kresh la miró. Quería desesperadamente continuar con el interrogatorio, pero sabía cuándo tenía que parar. Si la presionaba ahora, la mujer pensaría que dudaba de ella, cosa que era cierta. Pero entonces se pondría a la defensiva, adoptaría una actitud beligerante. En este momento estaba demasiado excitada para decirle algo que no fuera la verdad. La furia haría que se centrara. Era mejor mantenerla desequilibrada, antes de que empezara a recuperarse y a encubrir su historia. Era el momento de cambiar de marcha, reunir información sobre algún otro tema mientras el miedo hacía que fuese fácil asustarla.

—Y entonces todos sus amigos subieron a su coche aéreo, incluyendo el que había sido atacado por el robot, y usted se quedó atrás —dijo Alvar—. ¿Fue por accidente?

Tuvo cuidado de poner en su voz la cantidad justa de duda, para dar a entender levemente que tenía algún motivo para pensar que podría haber sido deliberado. Tal vez la táctica no diera resultado ahora, sino más tarde, cuando la mujer se encontrara en una celda, cuando el miedo al peligro inmediato hubiera sido reemplazado por el conocimiento de los problemas seguros que la aguardaban… oh, esa pequeña sugerencia podría roerle el corazón, disponerla mucho más a traicionar a los que, deliberadamente o no, la habían dejado como pasto de lobos. Kresh era un hombre paciente en lo referente a sus sospechosos. Planeaba con anticipación y jugaba con sus mentes.

—Tal vez estaban enfadados con usted por algún motivo.

—No, no, nunca harían eso —dijo Timitz, de manera ligeramente demasiado forzada para resultar convincente—. Fue un accidente, estoy segura.

—Muy bien, si usted lo dice. ¿Y qué sucedió luego?

—Corrí hasta que no pude más. Estaba tan asustada que no podía pensar correctamente. Encontré un portal donde esconderme y recuperar el aliento. Entonces llegaron los bomberos y hubo luces y robots y gente por todas partes. No me atreví a moverme. Y entonces sus robots me atraparon.

Timitz miró al sheriff, perdida toda emoción. Kresh contempló aquella carita pálida. Destructora de robots, criminal, borracha, colono. Era todas esas cosas, y esas eran las cosas que odiaba. Pero esta mujer había atravesado los terrores del infierno aquella noche. Todos los robots de pesadilla imaginables que los colonos usaban para asustar a los niños molestos debieron cobrar vida para la pobre infeliz esa noche. Casi con reluctancia, Kresh sintió piedad por la mujer. Por fin, suspiró y se dio la vuelta, mirando hacia la pared. Podía intimidarla toda la noche y no conseguir más de lo que ya tenía. Era hora de dejarlo.

—Una última pregunta —dijo con voz amable, contemplando todavía la pared impersonal—. El robot. ¿Cómo era?

—Alto —dijo con la voz todavía teñida por el miedo—. Era rojo, de ojos azules. Unos dos metros, constitución muy poderosa. Dijo que su nombre era Calibán.

—¿Les dijo su nombre? —preguntó Kresh, sorprendido. ¿Por qué demonios diría a nadie su nombre un robot predispuesto atacar?

No, espera, el robot pudo haber dado un nombre falso. Sí, podía haber mentido. Alvar advirtió que estaba aceptando que el robot diría siempre la verdad… ¿pero por qué asumir eso en uno que dejaba a los seres humanos para que murieran? Pero ese nombre, Calibán. Había algo en ese nombre. No importaba. Ya se preocuparía por ello más tarde.

—¿Hablaron ustedes con él? —preguntó, mirándola, queriendo asegurarse de que la entendía bien.

—Sí —dijo Timitz con renovada alarma—. ¿No se lo he dicho? Creía que sí.

Kresh sacudió la cabeza, asombrado, pero entonces lo dejó estar. Nada de aquello tenía sentido.

—Vamos a trasladarla a otro coche. La llevarán a un sitio donde podrá descansar un poco. Más tarde, usted y yo tendremos mucho de qué hablar.

—Lo escuchaste todo, supongo —dijo Kresh, sentándose en el asiento de copiloto del coche aéreo. Contempló la distante línea de los rascacielos; las orgullosas pero desgastadas torres de Hades brillaban en la oscuridad. Estaba terriblemente cansado, y muy feliz de dejar pilotar a Donald.

—Sí, señor, lo hice. La imagen y el sonido del intercomunicador eran bastante claras, aunque el ángulo de la cámara era un poco incómodo.

—Me lo temía —dijo Kresh—. ¿Pero pudiste juzgar si decía la verdad?

—Por lo que pude ver y oír, sí. Creía lo que decía. Era bastante sincera. Sus pautas vocales indicaban una tensión apropiada para un informe veraz, y la dilatación de sus pupilas y el lenguaje corporal eran igualmente adecuados. Por supuesto, hay casos de personas que han sido entrenadas para mentir con todo el cuerpo, sobre todo bajo presión emocional. Pueden orquestar todas sus respuestas vegetativas corrientes para que parezcan sinceras, cuando en una persona normal tales respuestas traicionarían la intención de mentir.

—Y si fuera una agente de los colonos, parte de un equipo enviado con el propósito expreso de desestabilizar nuestra sociedad, habría sido entrenada de esa forma. Si yo fuera el controlador encargado de enviar un equipo para simular el ataque de un robot, lo habría preparado así, para que las cosas parecieran exactamente lo que parecen ahora.

—Señor, si puedo mencionar un detalle… Si los hechos fueran como parecen, entonces las cosas también parecerían como son.

—¿De qué estás hablando?

—Con todos los respetos, sigue usted partiendo de la suposición de que ningún robot verdadero pudo haber hecho esto, que los colonos preparan estos ataques para alarmarnos. Es un razonamiento muy difícil de afrontar y soy reacio a hacerlo, pero creo que no tenemos elección. La señora Welton tenía razón; estamos obligados a considerar al menos la explicación más sencilla: que parece que un robot está atacando a los humanos porque eso es precisamente lo que está sucediendo.

El coche voló en silencio durante un momento.

Kresh habló por fin.

—Una de las cosas que siempre he admirado en ti, Donald, es tu habilidad para despejar mi cabeza sin que me dé cuenta. Tienes razón, desde luego. Tengo que aceptar que los hechos podrían ser ciertos. Tendré que pensar sobre ello esta noche.

—Señor, una cosa más. El nombre «Calibán».

—Sí, me pareció familiar. ¿Qué pasa?

—Sin duda lo recordará de cuando encargó a Fredda Leving que me construyera. Ella lleva una lista de nombres de personajes de un antiguo escritor llamado Shakespeare. Siempre ha amado a los robots que se construyen bajo sus propias órdenes como esos personajes.

—Sí, es cierto. Yo escogí tu nombre de esa lista.

—Precisamente, señor. El nombre «Calibán» procede de la misma fuente.

—Pero eso no nos asegura que Calibán, el robot de esta noche, tenga que ser el que dejó las huellas en Laboratorios Leving.

—¿Que no nos lo asegura, señor? Yo diría que no puede haber duda.

—Un montón de gente puede saber de dónde saca Leving los nombres de sus robots. Un grupo que quisiera desacreditarla usaría nombres de la misma lista. Parece improbable, lo reconozco, pero todo este caso es igual. Creo que sería aconsejable que no aceptáramos ninguna presunción.

—Sí, señor. En cualquier caso, ya hemos llegado a casa.

El coche aéreo se dispuso a aterrizar en el tejado de la casa Kresh, y este suspiró aliviado. Había sido un día muy largo. Dos largos días convertidos en uno. Menos mal que por fin era hora de descansar. Salió del coche. Se detuvo en lo alto de la rampa para respirar el frío aire del desierto, y luego se encaminó a su casa, cogiendo el ascensor en vez de las escaleras, lo que daba la medida de su cansancio. Los ascensores eran para los viejos.

Pero aquella noche se sentía viejo.

Se sentía demasiado cansado para discutir con Donald cuando este lo instó a que tomara una ducha caliente antes de meterse en la cama; como de costumbre, el robot tenía razón. Los chorros de agua caliente relajaron la tensión de su cuerpo, deshicieron los nudos de sus músculos. Kresh dejó que el aire caliente lo secara, y que Donald le pusiera una bata. Por fin, se desplomó en la cama. Se quedó dormido antes de que su cabeza tocara la almohada. Y despertó de nuevo antes de que estuviera seguro de haber dormido.

Donald estaba inclinado sobre él, tocándolo con cuidado en el hombro.

—Señor, señor —decía.

Alvar quiso protestar, discutir como haría si un humano lo despertara, pero entonces su mente ejecutó el tipo de cálculo mental que se convertía en una segunda naturaleza después de convivir con robots durante largo tiempo. Donald sabía cuánto necesitaba Alvar descansar, y no lo despertaría a menos que algo urgente hubiera ocurrido… o algo que Donald supiera que Alvar Kresh consideraría importante. Por lo tanto, el hecho de que estuviera despierto significaba que algo grande había sucedido.

Se sentó en la cama, bajó las piernas y se incorporó. Donald retrocedió para dejarle sitio.

—¿Qué pasa, Donald?

—Es Fredda Leving, señor.

Alvar miró a Donald bruscamente, y sintió que su corazón palpitaba contra sus costillas.

—Sí, sí —dijo, impaciente—. ¿Qué pasa con ella?

«Sólo puede ser una cosa —se dijo—. O bien ha muerto de pronto o…».

—Acaba de llegar la noticia del hospital, señor. Ha recuperado la conciencia.