Gubber Anshaw recorría su salón, molesto. Ya tenían que haberla encontrado. Seguro que sí. ¿Pero había sobrevivido? La cuestión le roía el alma. Estaba viva cuando se marchó, de eso estaba seguro. No cabía duda de que un robot la había encontrado y la había salvado. Aquel lugar estaba infestado de robots. Excepto que, por supuesto, Gubber había ordenado a todos los robots que se marcharan esa noche. En su pánico, lo había olvidado.
Aquel charco de sangre, el terrible corte en su rostro, la forma en que yacía, tan absolutamente inmóvil. Tendría que haberse quedado allí, tendría que haberlo arriesgado todo e intentado ayudarla. Pero no, sus propios temores, su propia cobardía, se lo habían impedido.
¡Y Tonya! ¡Su amada Tonya! Incluso en mitad de su angustia, Gubber Anshaw encontró un momento en sus pensamientos para maravillarse una vez más de que una mujer así pudiera preocuparse por un hombre como él. Pero ahora, tal vez, preocuparse por él la había puesto en peligro.
A menos que, naturalmente, fuera ella quien lo hubiera puesto en peligro a él. Un tenso nudo de recelo le apretó el pecho. ¿Cómo podía estar pensando siquiera esas cosas? ¿Pero cómo podía evitarlas?
Había muchas preguntas que no se atrevía a formular, ni siquiera sobre sí mismo. ¿Hasta qué punto estaba ella mezclada en todo esto? Él se había sacrificado gratamente, quizá lo había sacrificado todo por ella. ¿Había hecho bien? ¿Cuáles podrían ser las consecuencias de sus acciones? ¿Qué había hecho esa noche?
Miró hacia el panel comunicador. Todas las luces de alerta parpadeaban. El mundo exterior intentaba alcanzarlo por todos los medios de comunicación que tenía. Sin duda allí había noticias de Tonya, esperándolo junto con todas las demás. Sin duda ella ya habría conseguido acceso a los informes policiales. Y sin duda sabría lo ansioso que estaba por ver esos informes.
Gubber Anshaw recorrió la habitación, preocupado, esperando, reprimiendo el impulso de mirar el reloj de pared. De todas formas, hacía tiempo que lo había cubierto con un trapo. Tal vez sus reflejos dirigieran su mirada hacia el reloj, pero no cabía duda de que su yo consciente no quería saber la hora. Ya ni siquiera tenía la más remota idea de cuánto tiempo había pasado, de si era de día o de noche. Podría descubrirlo en un instante, por supuesto, retirando la cubierta del reloj o preguntándoselo a un robot. Pero había una parte de él que se resistía a hacerlo.
En algún irracional rincón de sí mismo, estaba seguro de que no podría seguir escondiéndose del universo si sabía la hora que era. Mientras horas y días estuvieran ocultos, podría imaginarse aislado, ajeno al fluir del tiempo, en una crisálida tras su panel de comunicaciones desconectado y sus robots, a salvo dentro de su pequeño santuario, sin formar ya parte del mundo exterior.
Y sin embargo, tarde o temprano, tendría que salir de su casa. Tendría que regresar al tiempo, al mundo. Lo sabía. Pero también sabía que su conocimiento culpable, el hecho de su acción, lo mantendrían dentro un poco más.
Y Tonya. Tonya. Había dos preguntas sobre ella que revoloteaban en su mente.
¿Qué papel había desempeñado en la historia?
Y, cuando esto hubiera acabado, ¿tendría tiempo para un cobarde demasiado asustado como para salir de su propia casa?
—Muy bien, mi pequeño robot, ahora apúntate a la cabeza con la pistola.
La pequeña unidad de reparaciones volvió la boca de la pistola hacia sí, y sus brillantes ojos verdes contemplaron el cañón del arma.
Reybon Derue rio con histeria de borracho, sabiendo en algún rincón extraño y todavía sobrio en su interior lo absurdo que era todo aquello. Pero, aburrido con el trabajo, despreciado por los lugareños, ¿qué otra cosa podía hacer un trabajador colono sino emborracharse? Bueno, tenía la respuesta allí delante: destrozar robots.
Excepto que no lo hacían directamente. Eso habría sido demasiado fácil. ¿Qué atractivo había en reducir a un robot a escoria cuando el robot no quería, no podía, resistirse? No, de esta forma era mucho más divertido, y requería más habilidad. No había mucha gente que pudiera convencer a un robot para que se suicidara.
Pero incluso inducir a un robot al suicidio se hacía demasiado fácil, al menos con ciertos tipos de robot. Con las máquinas más sofisticadas, era necesaria una discusión larga y elaborada para colocar al robot en un estado que lo hiciera aceptar una orden para autodestruirse. Pero con una unidad tan poco sofisticada como la que tenía delante, la larga práctica había hecho que el juego resultara ya demasiado sencillo. Lo único difícil que quedaba era acordarse de ordenar a los robots que no usaran sus sistemas de hiperondas para informar de los incidentes destructivos a las autoridades.
«Tal vez —pensó Reybon— me he vuelto demasiado bueno en esto para molestarme con los inferiores. Este ha sido casi demasiado fácil».
—Muy bien, pobre máquina de lata —dijo Reybon, acercándose—. Ahora dispara la pistola.
El robot disparó, y su cabeza se evaporó. Su cuerpo cayó al suelo y soltó el arma. Reybon lanzó una estruendosa carcajada y propinó un puntapié al armazón destrozado del robot.
El suelo estaba cubierto de piezas de robots destruidas. Reybon se acercó a una mano cortada y le dio un puntapié que la hizo perderse por el suelo del almacén abandonado. Retrocedió, se volvió hacia sus compañeros trabajadores, que estaban sentados en cajas de embalaje situadas en mitad de la habitación. Hizo una reverencia. Los demás aplaudieron salvajemente. Uno de ellos le arrojó una botella, y él la cogió al vuelo con la extraña y fluida destreza que tienen los borrachos. Quitó el tapón y dio un largo trago.
—¿Quién viene a continuación? —inquirió—. Ese fue demasiado fácil. ¿Quién va a traerme un estúpido trozo de metal y plástico que sea más duro de pelar?
Santee Timitz se levantó.
—Iré yo —dijo—. Déjame buscar uno —se dirigió hacia la puerta del almacén, moviéndose algo despacio—. Te traeré uno bueno de verdad.
El resto del grupo lo encontró absurdamente gracioso por algún motivo, y se rieron más fuerte que nunca.
—Eh, eh, Reybon —dijo Denlo—. Tal vez sea hora de ponerse en marcha, ¿eh? El sheriff aparecerá tarde o temprano. Será mejor que empecemos a movernos.
Reybon se dirigió al grupo que permanecía sentado sobre las cajas.
—Ah, tranquilo, Denlo. Estamos bien. Santee nos encontrará uno bueno.
Había caído la noche y Calibán seguía recorriendo las calles de la ciudad, observando, pensando, aprendiendo. Los robots estaban completamente al servicio de los humanos, de eso estaba seguro. Hacían todo lo que los humanos les decían. Pero no podía imaginar por qué.
Los humanos eran más débiles, más lentos, en algunos aspectos menos inteligentes y competentes que los robots. Pero, aunque el banco de datos no contuviera ninguna información sobre ellos, Calibán tenía al menos las resonancias, los restos dejados por quien había nutrido el banco de datos y luego borrado la información sobre los robots. Esos restos, esas resonancias, parecían confirmar su impresión de que la obediencia de los robots era irracional. De hecho, la susurrante voz iba más lejos, sugiriendo, insinuando que la situación era de hecho peligrosa. Calibán no tenía forma de juzgarlo, o de saber si los susurros eran proyecciones reales del creador del banco de datos, o un error de funcionamiento, un fallo de su propia percepción.
Los humanos. Eran el otro término de la ecuación. Muchos de ellos parecían disponer de grandes cantidades de tiempo para el ocio. Se divertían en restaurantes, se relajaban en los parques, leían librofilms en el asiento trasero mientras los robots conducían sus coches. Los robots no disfrutaban de ningún ocio.
En las pocas ocasiones en que Calibán veía a un robot que no estaba trabajando, llevando cosas o reparando o construyendo, ese robot estaba esperando, firme, mirando al frente, sin desear (o tal vez sin poder) hacer nada a menos que se le dijera. ¿Cómo podían no aprovecharse de los momentos libres para explorar, disfrutar del mundo del que formaban parte? Las costumbres eran extrañas; Calibán podía comprender mejor la conducta humana que la de su propia especie.
Pero al menos sus observaciones le enseñaron cómo actuar, cómo comportarse, si quería evitar otros desagradables incidentes. «Finge estar ocupado. Haz lo que los humanos te digan». No era mucho, pero debería ser suficiente para mantenerlo a salvo.
Santee caminaba tambaleándose y estuvo a punto de tropezar con la basura de la calle. Pero eso no importaba. La basura era una victoria. Verla presente en una ciudad espacial que se suponía inmaculadamente limpia casi los hacía parecer humanos. Casi. Tal vez sólo significaba que las cosas no iban tan bien en este mundo, pero eso ya lo sabía. De lo contrario, ¿por qué iban a recurrir los espaciales a la ayuda de Tonya Welton? Pero las calles sucias también significaban que había preciosos robots de mantenimiento y limpieza. Bueno, eso estaba bien. De todos modos los limpia calles no eran un desafío autentico.
Encontraría otro tipo de robot y lo llevaría al almacén. Algo más listo que un basurero. Algo más interesante. Deambuló por las calles vacías, buscando sujetos. Ese era el problema del juego, decidió. Los únicos lugares en donde se podía jugar a salvo eran los sitios solitarios, poco frecuentados por humanos o robots.
Espera un segundo. Allí delante. Un robot grande y rojo, con aspecto estilizado. Y nadie más cerca.
—¡Eh, tú, robot! —llamó—. ¡Alto! Da la vuelta y ven hacia mí.
Santee sonrió ansiosamente. No era un pequeño robot basurero sin mente. Obviamente, había dinero y esfuerzo invertidos en aquel robot. Quien se hubiera gastado tanto dinero en el armazón habría gastado mucho más en el cerebro. Sería divertido jugar con esta mente de robot.
El robot pareció tardar un poco en volverse, como si tuviera que pensarlo un momento. Tal vez no era tan listo. No, no, espera un momento. ¿Qué les habían dicho en aquellas malditas clases de orientación? Algo así como que los robots inferiores tenían menos capacidad de discreción para actuar, y que los superiores eran capaces de evaluar las órdenes recibidas según diversas jerarquías de importancia, y situar con preferencia las de sus amos. Con una orden lo bastante preferente, un robot podía verse obligado a ignorar todas las órdenes subsiguientes… ah, demonios, no podía recordar todos los detalles de aquella mierda. Pero tal vez significaba que un robot tonto se volvería con más rapidez. Los listos tendrían que pensárselo un poco.
Por fin, el robot rojo se volvió y avanzó hacia ella. Bien. De vez en cuando Santee podía comprender por qué los malditos espaciales daban clases a sus hijos para aprender a manejar a los robots. Podía resultar complicado…
Santee permaneció allí, un poco insegura, mientras el gran robot rojo se acercaba. Tuvo que alzar la cabeza cuando lo tuvo lo bastante cerca. La maldita cosa le sacaba medio metro de altura.
Un retortijón nervioso la asaltó cuando contempló aquellos brillantes ojos rojos.
—¡Eh, robot! —dijo, innecesariamente, arrastrando un poco las palabras—. Ven conmigo —alzó la mano e hizo un gesto elocuente. Se volvió para guiar al robot al almacén donde esperaban sus amigos. De repente sintió la boca seca y la piel de gallina. Quizá debería dejar marchar a este robot, buscar a otro. Había algo en él que la asustaba.
No, eso era una tontería. Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por su inacción, permitir que un ser humano sufra daño. Eso sí lo recordaba, no importaba cuántas veces se hubiera dormido en las clases de orientación. Los instructores lo repetían una y otra vez. Era el hecho clave respecto a los robots. Era lo que hacía posible destrozarlos. De ningún modo podían resultar heridos.
Santee se enderezó y caminó de puntillas. No había nada que temer. Guio al robot hacia el almacén, no con demasiada firmeza.
Calibán se sentía confundido y preocupado, incluso alarmado, mientras seguía a la mujer extrañamente vestida y sus andares inestables. «Actúa como los otros robots —se repitió—. Haz lo que te digan los humanos».
El plan le daba una guía de acción obvia y simple, pero se basaba en que todos los demás conocieran las reglas, aunque él no las supiera. Aún más, el plan se basaba en que todo el mundo siguiera también esas reglas desconocidas.
Pero en el momento en que entró en el almacén, supo que aquella gente no seguía regla alguna. Había una extraña tensión en sus posturas, algo furtivo en sus movimientos. El atisbo de un punto de vista, de una opinión, pasó por encima de la información objetiva que su banco de datos le ofrecía. El espectral enlace emocional le susurró peligro, necesidad de cautela.
Vaciló al llegar a la puerta y miró alrededor. La habitación, era grande y estaba vacía, cubierta con restos de robots destrozados. Calibán vio brazos cortados, cuerpos rotos, ojos sin vista escapados de cabezas de robot. El miedo, auténtico, sólido, lo atenazó. La andanada de emoción lo cogió por sorpresa, le dificultó pensar. ¿Qué sentido tenían esas sensaciones cuando todo lo que podían hacer era nublar su juicio? No las quería. Las reprimió, las desconectó. Fue un claro alivio descubrir que podía eliminar la extraña nube de sentimientos humanos. Ahora era el momento de pensar con claridad.
El lugar estaba cubierto de robots muertos. Este no era sitio para él. Estaba claro. Y era lógico suponer que era aquella gente quien los había destruido.
¿Pero por qué? ¿Por qué haría nadie ese tipo de cosas? ¿Quién era esta gente? Eran distintos de la gente que había visto caminando por las calles de Hades. Vestían de forma diferente, hablaban de manera distinta, al menos a juzgar por su encuentro con la mujer que lo había traído aquí. La curiosidad lo mantuvo donde estaba, le hizo contemplar el pequeño grupo de personas sentadas en las cajas del centro de la habitación.
—Bien, bien, Santee. Vaya si nos has traído uno grande y moderno —dijo un hombre alto de ojos hinchados mientras se levantaba, botella en mano, y se acercaba a él—. Lo primero es lo primero. Te ordeno que no uses más que tu voz para hablar. ¿Tienes nombre, robot, o sólo un número?
Calibán miró al hombre y su extraña sonrisa perturbadora. ¿Nada más que su voz para hablar? El hombre parecía suponer que Calibán tenía algún otro medio de comunicación, aunque no era así. Pero otra idea le impidió continuar con ese tema menor. De repente se le ocurrió que no había hablado desde que despertó. Hasta este momento no se había preguntado siquiera si podía hacerlo. Pero ahora surgió la necesidad. Calibán examinó sus sistemas de control, sus subenlaces comunicativos. Sí, sabía hablar, sabía cómo controlar sus sistemas fónicos, cómo formar los sonidos, ordenarlos en palabras y frases. La idea de hablar le pareció muy estimulante.
—Soy Calibán —dijo. Su voz era profunda y rica, sin ningún rastro mecánico. Incluso a su propio oído, tenía un sonido hermoso y firme que pareció alcanzar los cuatro extremos de la habitación, aunque no había pretendido hablar fuerte.
El hombre dejó de sonreír por un instante, desorientado.
—Sí, sí, muy bien, Calibán —asintió por fin—. Mi nombre es Reybon. Dime hola, Calibán. Dilo de forma amable y amistosa.
Calibán miró a Reybon, al grupo de personas situadas en el centro de la habitación, a los robots destrozados en el suelo. No había nada amistoso en aquella gente, ni en aquel lugar. «Haz lo que te digan los humanos —se repitió—. Actúa como los otros robots, no despiertes recelos».
—Hola, Reybon —dijo, esforzándose para que las palabras parecieran amistosas, cálidas. Se volvió hacia los demás—. Hola. —Por algún motivo, todos guardaron silencio un instante, pero entonces Reybon, que parecía ser su líder, empezó a reír y los otros lo imitaron, algo nerviosos.
—Bueno, lo has hecho muy bien, Calibán —aprobó Reybon—. Pero que muy bien. ¿Por qué no vienes aquí y juegas con nosotros? Por eso te ha traído Santee, ¿sabes? Para que pudieras jugar con nosotros. Ven aquí, al centro de la habitación, delante de todos tus nuevos amigos.
Calibán avanzó y se situó en el lugar que indicaba Reybon.
—Somos colonos, Calibán —dijo Reybon—. ¿Sabes lo que son los colonos?
—No.
Reybon pareció sorprendido.
—O tu dueño no te enseñó mucho, o no eres tan listo y moderno como pareces, robot. Pero lo único que necesitas saber ahora mismo es que a algunos colonos no les gustan mucho los robots. De hecho, no les gustan nada. ¿Sabes por qué?
—No, no lo sé —respondió Calibán, un poco confundido. ¿Cómo podía este humano esperar que conociera las ideas de un grupo del que no sabía nada? El banco de datos le ofreció una respuesta, algo sobre el concepto de interrogación retórica, pero Calibán la ignoró, descartándola mentalmente.
—Bien, te lo diré. Creen que al proteger a los humanos de todo peligro, al apartarlos de todo riesgo, al ejecutar todo el trabajo y romper el enlace entre esfuerzo y recompensa, los robots están anulando la voluntad de los espaciales. ¿Crees que es cierto?
¿Espaciales? Otro término sin definición. Al parecer se trataba de otro grupo de humanos. Tal vez la gente que había visto en la ciudad, o bien un tercer grupo. Se encontraba en un terreno peligroso, cubierto de términos y conceptos que no comprendía. Calibán reflexionó un momento antes de responder a la pregunta de Reybon.
—No lo sé —respondió—. No he visto ni he aprendido lo suficiente para saberlo.
Reybon se rio y se volvió hacia sus amigos. «¿Qué le pasa a esta gente?», se preguntó Calibán. Por fin, su mente y el banco de datos hicieron la conexión cognitiva. Borrachos. Sí, esa era la explicación, estaban embriagados por los efectos del alcohol o alguna droga similar. El banco de datos informó de que la sensación de embriaguez era a menudo agradable, aunque Calibán no podía ver cómo era eso posible. ¿Cómo podía ser agradable incapacitar tu propia mente?
—Bien, Calibán —comenzó a decir Reybon, volviéndose hacia él—. Pensamos que los robots, por su propia existencia, son malos para los seres humanos. —Reybon se giró hacia sus compañeros y se echó a reír—. Mirad esto —les dijo—. Hice que tres robots obreros se frieran con esto la semana pasada. Veamos cómo aguanta este. —Se volvió hacia Calibán y se dirigió a él con voz firme—. Escúchame, Calibán. Los robots dañan a los seres humanos sólo con su existencia. ¡Tú estás causando daño a los humanos simplemente por existir! ¡Tú estás dañando a todos los espaciales ahora mismo!
Reybon se inclinó hacia Calibán y lo miró, expectante. Calibán le devolvió la mirada, confundido. Las palabras y la expresión del hombre parecían sugerir que esperaba una reacción importante de él, algún exabrupto o una conducta espectacular. Pero Calibán no sabía qué era lo que el hombre esperaba concretamente. No podía simular la conducta robótica normal cuando no sabía cuál era la normalidad. Permaneció inmóvil y habló con voz tranquila.
—No he dañado a nadie —dijo—. No he hecho nada malo. —Reybon pareció sorprendido, y Calibán supo que había cometido un error de consideración, aunque no podía saber cuál era.
—Eso no importa, robot —repuso Reybon intentando mantener el tono imperativo de su voz—. Según las Tres Leyes, no causar daño es insuficiente. No puedes, por inacción, permitir que un humano sufra daño.
Las palabras carecían de sentido para Calibán, pero pretendían claramente provocar alguna reacción en él. No supo qué hacer. Calibán no dijo nada, no hizo nada. Había peligro en aquella habitación, y actuar basándose en su ignorancia hubiera sido un desastre.
Reybon se rio de nuevo y se volvió hacia sus amigos.
—¿Veis? Petrificado. Los más sofisticados pueden manejar mejor ese concepto, distinguir los hechos de las teorías. —Reybon se volvió hacia Calibán y habló con lo que al robot le pareció un intento baldío de persuasión—. Muy bien, robot. Muy bien. Hay una acción que puedes emprender para impedir dañar a los humanos.
¿Por qué asumía Reybon que dañar a los humanos era de capital importancia? Calibán miró al hombre y habló.
—¿Qué acción es esa? —preguntó.
Reybon volvió a reírse.
—Puedes autodestruirte. Entonces no harás ningún daño e impedirás que se haga daño.
Calibán se alarmó.
—No —respondió—. No deseo destruirme. No hay motivos para hacerlo.
Tras Reybon, la mujer llamada Santee se echó a reír.
—Tal vez es más avanzado de lo que pensabas, Reybon.
—Ah, tal vez —dijo Reybon, claramente irritado—. ¿Y qué? Quería uno duro.
—Ah, esto es un aburrimiento —dijo uno de los hombres—. Deberíamos cargárnoslo nosotros mismos y volver a casa.
—¡No! —exclamó otro—. Reybon tiene que lograr que lo haga él mismo. Es más divertido cuando consigues que ellos mismos se destruyan.
—No me destruiré, no importa lo que hagan o digan —dijo Calibán. Aquel lugar estaba lleno de locura y furia. Incluso en mitad de toda su confusión, Calibán advirtió que era asombroso que pudiera reconocer y comprender esas emociones. De algún modo, supo que era una habilidad que no poseían la mayoría de los robots. Era esa habilidad la que le aclaró el peligro que corría allí—. No me quedaré más tiempo —agregó, y se volvió hacia la puerta.
—¡Alto! —dijo Reybon tras él, pero Calibán lo ignoró. Reybon echó a correr, llegó a la puerta y se volvió—. ¡He dicho que te detengas! ¡Es una orden!
Pero Calibán no apreciaba nada nuevo en seguir discutiendo. Caminó con firmeza hacia la puerta, plenamente consciente de que Reybon todavía tenía su pistola y de que muchos robots habían muerto allí aquella noche. Cuidando de no hacer ningún movimiento amenazante, cruzó la distancia que lo separaba de la puerta, excepto los dos últimos metros. Reybon alzó el arma, y entonces Calibán pudo ver miedo, auténtico miedo, en los ojos del hombre.
—Soy un ser un humano y te ordeno que te detengas. Detente o te destruiré.
Calibán vaciló durante una milésima de segundo delante de Reybon. Estaba claro que la situación no tenía salida: el hombre pretendía disparar no importaba lo que hiciera Calibán. Por lo tanto, obedecer, asumir la amenaza y rendirse, era asegurar su propia perdición. Había peligro en actuar, en rehusar, pero el riesgo era preferible a la muerte segura. Tomó su decisión antes de que Reybon terminara de hablar.
Moviéndose con toda la velocidad y precisión que pudo reunir, Calibán se abalanzó hacia adelante y arrancó la pistola de la mano de Reybon. La aplastó con una mano, reduciéndola a un montón de metal. El arma se cortocircuitó y destelló cuando parte de su energía almacenada escapó, pero Calibán ya la había arrojado lejos. Golpeó contra la pared y una lluvia de chispas al rojo blanco se esparció por la habitación. Las chispas saltaron por todas partes. Al instante, una docena de incendios prendieron los trozos de material de embalaje y basura esparcidos por el suelo. Dos o tres hombres gritaron de dolor cuando los fragmentos los golpearon.
Calibán avanzó hacia la puerta. Reybon saltó y lo agarró por el brazo, pero Calibán se libró de él de la misma forma en que un hombre espantaría a una mosca. Reybon cruzó volando la habitación y chocó contra la pared.
Calibán no se volvió. Atravesó la puerta y se perdió en la noche.
Fuera irónico o apropiado, la ciudad de Hades siempre se había enorgullecido de sus soberbias medidas contra los incendios.
Satélites orbitales sensores y coches aéreos operados por robots funcionaban como sistemas de detección coordinados, y si a los robots les resultaba imposible desempeñar los deberes a veces violentos de la policía, el trabajo de rescate en los incendios era ideal para ellos.
Alvar Kresh, despierto en mitad de la noche por segundo día consecutivo, contemplaba a los bomberos apagar las últimas llamas.
A veces envidiaba a los robots del Departamento Antiincendios. Los bomberos solamente tenían que salvar a personas y propiedades, pura y simplemente, el tipo de cosas que podían hacer los robots. La policía tenía que detener a delincuentes, y a veces luchar con ellos, e incluso herirlos. Obviamente, esas funciones no podían ser desempeñadas por robots, pero la cosa iba más lejos. Ni siquiera para los robots policías más sofisticados eran posibles la mayoría de los trabajos que requerían contacto directo y no supervisado con los sospechosos.
Para el criminal medio de Inferno, poder manipular a un robot con órdenes astutas y mentiras juiciosas era una habilidad vital.
Incluso el acceso de Donald a los sospechosos tenía que ser estrictamente limitado y controlado. Si lo dejaran solo, habría un claro riesgo de que algún embaucador encontrara un modo de abrirse paso a través de las Tres Leyes y convencerlo para que lo dejara marchar.
Los robots, en resumen, eran policías asquerosos y bomberos magníficos.
Aunque ni siquiera los mejores bomberos del universo hubiesen podido hacer nada para salvar este edificio. Los viejos almacenes apenas eran otra cosa que cobertizos donde mantener apartadas del sol las mercancías baratas. Este ni siquiera había sido fabricado con material resistente al fuego, una economía de medios que esa noche se había revelado como un error. El edificio ardió como una tea. Ahora, más de cuarenta minutos después del comienzo del fuego, no más de media hora después de la respuesta inicial de la brigada antiincendios, el edificio no era más que un entramado medio desplomado de vigas bajo una nube de humo.
Pero el jefe de los bomberos había advertido que el interior estaba lleno de algunos artefactos muy interesantes, y llamó al sheriff. Dormido o no, los restos destrozados de al menos media docena de robots junto con una montaña de botellas de licor vacías y unos cuantos cabos sueltos en lo que sin duda fue una retirada apresurada, resultaron suficientes para interesar a Kresh. Pero los restos chamuscados de una gorra de obrero colono fueron todo lo que realmente necesitó ver.
Kresh sintió que su instinto de cazador cobraba vida. Aquí estaba, apenas una hora después de una turba de colonos destructores de robots. Ahora usaban el fuego para cubrir sus huellas, pero no iba a servirles de nada.
¡Demonios! Su sentido de la oportunidad le ponía las cosas difíciles. ¿No tenía bastante ya con el ataque a Leving? Maldición, tendría que ocuparse de dos casos importantes al mismo tiempo. Iba a ser difícil atender ambas investigaciones a la vez, pero así lo haría. Las últimas llamas murieron bajo los chorros de agua, y los robots bomberos desconectaron sus mangueras y se pusieron a trabajar en la fase de limpieza. Casi al mismo tiempo, los robots de la Oficina del Sheriff entraron en el edificio destruido. Robots altos y en forma de araña construidos para hurgar y revolver, unidades en miniatura para buscar pequeños detalles, dos o tres de tipo subespecializado. Kresh avanzó hacia el amasijo que era el edificio, y no se sorprendió cuando Donald se dispuso a detenerlo.
—Señor —dijo Donald—. No creo que sea aconsejable que entre en el edificio. Sigue habiendo peligro en las zonas calientes y es posible que el armazón se desplome.
—Mira a los robots bomberos —dijo Kresh amablemente—. Ninguno de ellos intenta detenerme. Por consiguiente, el peligro es mínimo. Ellos y tú juntos seréis protección suficiente si alguna zona vuelve a arder. Ven conmigo. Podemos investigar esto juntos.
—Sí, señor —dijo Donald, algo dubitativo.
Kresh entró en el edificio destrozado, sacó una linterna del bolsillo y enfocó con ella el suelo cubierto de escombros. Fragmentos empapados del techo caído, una mezcla de cenizas y productos químicos, trozos y pedazos de robot dejados por los colonos. No iba a darse de narices con ninguna pista. Era difícil imaginar que los robots investigadores pudieran encontrar nada, pero esa era su especialidad. Muy bien, que hicieran el trabajo.
¿Cuál era, en cambio, su especialidad? En ocasiones era esta una pregunta deprimente, dadas las cosas que sus robots podían hacer y él no. Pero esta vez tenía una respuesta: podía penetrar en las grietas y fisuras de la psicología humana, sobre todo de la psicología criminal, poniéndose en el lugar de su presa. Alvar Kresh sabía pensar como aquellos a quienes perseguía. Se había observado en más de una cultura que los buenos policías tenían que saber ser buenos criminales.
«Muy bien, pues —decidió Kresh—. Piensa como pensaban estos criminales». Parte de la historia era obvia. Un puñado de trabajadores colonos borrachos, dispuestos a pasárselo bien y a devolverles la pelota a los Cabezas de Hierro. Pero tal vez ni siquiera necesitaron esa excusa. Se reunieron aquí, o llegaron juntos. ¿Cómo? En coche aéreo, presumiblemente. Tuvieron que llegar a esta parte de la ciudad sin ser vistos, preparados para largarse rápidamente si aparecía la policía.
Dentro y fuera, dentro y fuera. Entonces algo sale mal. «El fuego, el fuego —pensó Alvar—. Algo no encaja». Y entonces lo vio. El motivo fallaba. No había ninguna razón para iniciar un incendio. No había destruido las pruebas: demasiadas partes de robots habían sobrevivido. De hecho, el fuego había alertado a las autoridades. Si los destructores de robots se hubieran marchado sin más del almacén abandonado, habrían podido pasar fácilmente días, o semanas, antes de que nadie mirara allí dentro.
¿Un accidente, entonces? Colonos borrachos, un tiro al azar con una pistola dentro del edificio… ¿Había sucedido así?
¿Y luego qué? «Pánico», decidió Kresh. Una carrera hacia la salida, y el coche aéreo que esperaba fuera. Borrachos. Estaban borrachos, corrieron, tal vez uno o dos en peor estado que el resto. Tal vez uno o dos no llegaron al coche antes de que el aterrorizado conductor despegara.
En cuyo caso…
—¡Donald! —exclamó—. Ordena a un escuadrón de robots que empiece a barrer la zona en busca de vagabundos.
—¿Vagabundos, señor? —preguntó Donald, enderezándose.
—Estos colonos se marcharon corriendo. Tal vez algunos no subieron al coche, y el conductor estaría demasiado borracho y demasiado asustado para contarlos. Puede que alguno se quedara en tierra.
—Sí, señor. Transmitiré la orden.
Al instante, una docena de robots interrumpieron su trabajo en el escenario del crimen y se dispusieron a registrar la zona. Donald se inclinó y regresó a su metódico estudio del suelo del almacén.
Kresh vio a los robots marcharse y volvió a sus pensamientos. Una salida en medio del pánico. La puerta. Un puñado de cuerpos intentando atravesarla mientras las llamas se hacían más altas. Tal vez dejaron caer algo, abandonando artículos reveladores. Se plantó en medio de la estructura destrozada, y estudió los restos retorcidos y doblados del armazón del edificio, calculando dónde se encontraba la entrada antes del derrumbe. Allí, en medio de la pared sur. Se abrió paso entre los escombros que cubrían el suelo, moviéndose despacio, iluminando cuidadosamente con su linterna mientras lo hacía. Sí, los robots lo harían mejor, pero aunque él pasara por alto algo que luego encontraran, al menos tendría una noción de dónde había salido.
Lenta, cuidadosamente, avanzó hacia la puerta y la atravesó. En esta parte de la ciudad, nadie se molestaba en pavimentar las aceras. Ante la puerta no había más que tierra endurecida. Se veía una confundida maraña de huellas fangosas, perfectamente ilegibles para Kresh, aunque los ordenadores podrían reconstruir algo a partir de ellas. Kresh tuvo cuidado de no pisar nada.
No buscaba huellas, sino el tipo de cosa que una persona podría dejar caer o perder mientras huye presa del pánico. Algo que pudiera conducirlo a un nombre, a una persona. Una cartera o una tarjeta de identificación hubieran sido ideales, por supuesto, pero no esperaba eso. Había un centenar de cosas menores, tal vez ninguna tan fácil o tan obvia como la foto de un carné de identidad, pero algunas no menos válidas finalmente. Una botella que revelara una huella dactilar, un trozo de tela que pudiera haber sido arrancado de una camisa al engancharse en el saliente rugoso del marco de una puerta, un fragmento de piel o una gota de sangre seca donde alguien se arañó o se cortó en su prisa por escapar del edificio en llamas. Un pelo, una uña rota, algo que pudiera ser tipificado y codificado por su ADN le valdría.
Pero aunque no buscaba huellas, eso fue lo que encontró. Un grupo de ellas, por encima de todas las demás, claramente del último en entrar. Y luego, otro juego de las mismas huellas, saliendo del amasijo de las otras. Claramente, del primero en salir. Y ambos grupos de pisadas, de entrada y salida, revelaban un movimiento calmado y firme. Caminaba, no corría.
Un conjunto de huellas que conocía muy bien de la noche anterior. Un conjunto de huellas de robot muy claras.
Alvar Kresh permaneció allí, mirándolas, durante un minuto entero, revisándolo todo una, dos, tres veces, elaborando todas las posibilidades, conteniendo su excitación, su asombro. «El último en llegar, el primero en marcharse, y el lugar ardiendo».
Su corazón empezó a latir con fuerza. Había otras respuestas, sí, otras explicaciones. Pero ya no podía apartar lo obvio de su mente.
—¡Sheriff Kresh!
Alvar giró para ver a Donald otra vez erguido, sujetando algo. Se acercó al robot, sabiendo de algún modo que lo que sostenía Donald lo pondría todo peor, haría sus sospechas aún más inevitablemente fundadas.
Se acercó a Donald y miró lo que su mano contenía.
Sujetaba una pistola, los restos aplastados de un modelo de pistola láser de los colonos.
Y sólo la fuerza de la mano de un robot podría haber aplastado aquella pistola hasta reducirla a fragmentos.