Asesinatos. Disturbios. ¿Qué demonios estaba sucediendo? Alvar Kresh puso en marcha su coche aéreo y tomó los controles. Apenas tuvo que dirigir una mirada a Donald para dejarle claro que pretendía pilotar él mismo, y que no iba a permitir ninguna tontería.
Pero no tenía sentido perturbar a Donald. Alvar despegó, volando con cautela, guiando el aparato con el cuidado suficiente para que Donald no se hiciera cargo del mando.
Se suponía que los crímenes violentos no podían darse en los mundos espaciales. Se pensaba que el bienestar y la ilimitada prosperidad proporcionados por el trabajo robótico eliminaban la pobreza, y por tanto los motivos para cometer crímenes.
Una hermosa teoría, desde luego, pero las cosas no funcionaban de esa forma. Si así hubiera sido, Alvar Kresh hubiera vivido mucho más pacíficamente. Siempre había alguien relativamente más pobre que su vecino. Alguien con sólo una pequeña mansión en vez de una grande, que soñaba con conseguir un palacio. Alguien celoso de la gran influencia de otro, decidido a reajustar el injusto desequilibrio.
Y no importaba lo rico que fueras, sólo una persona podía poseer un determinado objeto. La sociedad espacial tenía bastantes artistas, y una pequeña fracción de obras de arte eran notablemente buenas. El ardiente deseo de poseer una obra única y original era un motivo común para el robo.
Había muchos otros motivos para cometer crímenes aparte de la pobreza, desde luego. La gente todavía se emborrachaba, y deseaba a la esposa ajena, y discutía con los vecinos. Todavía había peleas de amantes, e incidentes domésticos.
El amor y los celos provocaban muchos crímenes pasionales, si se puede llamar pasional un crimen cuando generalmente requería una intrincada planificación para conseguir que tu víctima se encontrara en un lugar donde no hubiera robots…
Otros quebrantaban la ley con mayor deliberación, buscando una compensación diferente que el dinero o el amor. Simcor Beddle, por ejemplo. Ansiaba poder, y estaba dispuesto a arriesgarse a ser detenido (él mismo y sus Cabezas de Hierro) para conseguirlo.
Y eso era sólo el comienzo de la lista. La sociedad de Inferno estaba altamente jerarquizada, y su capa superior lastrada por un sistema increíblemente complejo de conducta. Era vital mantener las apariencias, y virtualmente imposible evitar dar un humillante mal paso tarde o temprano, y había muchos infernales que no hacían ascos a la preparación de humillaciones deliberadas para sus enemigos. La clase alta de Inferno era un campo perfecto para los chantajistas y los vengativos.
Luego estaba el espionaje industrial. Alvar estaba dispuesto a apostar a que el atacante de Fredda Leving buscaba unos cuantos diseños secretos. Si en Inferno se hacían pocas investigaciones originales, eso precisamente hacía que el tema fuera mucho más apreciado.
Pero ninguno de estos motivos tendría mucha fuerza a no ser por otro factor, uno que en opinión de Alvar, pocos observadores y teóricos consideraban: el aburrimiento.
No había mucho que hacer en un mundo espacial. Ciertos tipos de personalidad no se adaptaban bien al ocio interminable, a la interminable protección robótica y a sus mimos. Una pequeña fracción de estos tipos se convirtieron en buscadores de emociones.
Había una última cosa que arrojar a la mezcla, por supuesto: los colonos. Llevaban allí poco más de un año estándar, y el Departamento del sheriff nunca había estado más ocupado. Se habían producido interminables riñas de salón, peleas en las calles, manifestaciones de masas y disturbios.
Como hacia al que ahora se dirigían. Ya casi habían llegado a Ciudad Colono.
Kresh dejó que Donald tomara los controles. Quería poder verlo todo desde el aire, ver cómo progresaba la revuelta, estudiar las pautas para contrarrestar los últimos movimientos de los Cabezas de Hierro. Quería mantenerse a un paso por delante de ellos, impedir que escaparan completamente al control.
Lo que era irónico, desde luego, porque creía en todo lo que promulgaban los Cabezas de Hierro. Pero un servidor de la ley no podía dejar que sus ideas políticas le impidieran reprimir disturbios.
Ciudad Colono. Eso sí que era una metedura de pata política, y el resultado sólo podía ser el tipo de algarada que al parecer había vuelto a estallar. Chanto Grieg y el Ayuntamiento de la ciudad habían concedido a los colonos un enclave dentro de Hades, les habían dado una gran zona de tierra sin usar, un parque industrial que nunca había sido construido. Si Grieg quería tener a los malditos colonos en el planeta, ¿por qué no les dio un enclave alejado de los límites de la ciudad? Colocarlos dentro de Hades era en sí mismo una incitación a la revuelta.
Pero no, Grieg dejó entrar a los colonos, y estos se pusieron a trabajar. Y allí, apareciendo a la vista en el horizonte, estaba el resultado, apenas un año después de la concesión de los terrenos. No había ningún edificio, por supuesto, pero eso era engañoso. Los colonos preferían construir sus casas bajo el suelo, sin perturbar el paisaje. Y si no había ningún paisaje, bueno, entonces construían uno.
Los ojos de Alvar dejaron de contemplar el horizonte y miraron el espectáculo de debajo. La ciudad de Hades pasaba rápidamente, con sus orgullosas torres un poco cansadas y desgastadas por la arena, muchos de sus parques de bordes difuminados, las zonas vacías de los límites de la ciudad se perdían de vista en el horizonte. Y entonces, justo delante, apareció Ciudad Colono, una espada de verde que parecía apuntar al corazón marrón de Hades, un parque grande e idílico de grandes praderas, orgullosos bosques de árboles jóvenes, y el aire suavizado por la bruma de sus lagos y lagunas.
Era increíble lo que habían conseguido en apenas un año… y sin la ayuda de un solo robot. Los espaciales tendían a igualar a los robots con las máquinas y por eso se preguntaban cómo conseguían vivir los colonos sin máquinas. Obviamente, se trataba de un error de concepto. Los colonos usaban tecnología y sistemas altamente automatizados. Esos bosques habían sido plantados por máquinas, no por hombres. La diferencia era que ninguna de las máquinas de los colonos se parecía ni remotamente a un robot espacial. Virtualmente, no tenían ninguna capacidad para pensar o para actuar de forma independiente. El más sofisticado de los sistemas informáticos de los colonos ni siquiera hubiera obtenido calificación en cualquiera de los tests de inteligencia robóticos.
Pero la lección de los colonos estaba clara: las tontas máquinas podían hacer muchas cosas en manos de gente inteligente y decidida. Alvar Kresh contempló el lugar, verde y en pleno desarrollo, y se preguntó si en efecto hubo una época en que los espaciales fueron tan enérgicos, tan ambiciosos. ¿Qué sucedió para que los espaciales se quedaran dormidos y dejaran que la historia pasara de largo?
En efecto, Ciudad Colono era una lección impresionante, pero había espaciales a los que no les gustaba que los educaran. Allí, cerca de la puerta sur del enclave. Una columna de humo negro, una pequeña flota de coches de policía volando a su alrededor.
—Llévanos allá, Donald —dijo Alvar, señalando innecesariamente el brillo del fuego. Donald ya estaba guiando el coche hacia abajo, fijándolo en un amplio círculo sobre el centro del alboroto. Obviamente, se trataba de otra incursión de protesta contra los colonos. Esta vez habían ocasionado un buen incendio con bancos del parque, basura traída a propósito, y todo el material inflamable que habían podido encontrar. Parecía que sobre el fuego colgaba algo parecido a dos maniquíes que pendían de largos palos.
Kresh sacó unos prismáticos y se los llevó a los ojos.
—Cabezas de Hierro —anunció—. Vuelven a quemar la efigie de Grieg, por lo que parece —dijo, ofreciendo el comentario aunque sabía perfectamente que la visión de Donald era superior a la suya. El robot apenas tenía que incrementar el aumento de uno de sus ojos, o de ambos—. Y otra figura arde junto a él. Tal vez Tonya Welton. Al menos no soy yo esta vez. Bien.
Por un momento, Kresh llegó a temer que la noticia del ataque a Leving se hubiera filtrado, a pesar del bloqueo de noticias que había ordenado. Pero ninguna de las pancartas que podía ver mencionaba a Leving, ni nada referente al ataque.
A menos que los Cabezas de Hierro hubieran descubierto su conexión con los colonos y se tomaran la revancha. Eso les daría un motivo para guardar silencio.
—Señor —dijo Donald—, en la parte de atrás de la hoguera…
Kresh giró sus prismáticos y soltó una maldición.
—¡Rayos y centellas, magnífico! Eso hará felices a los colonos.
Tras unos árboles, un grupo de Cabezas de Hierro enmascarados estaba destruyendo tantos retoños como podía, disparando a ciegas con sus pistolas. Aquellos seres ni siquiera aprovechaban los troncos para alimentar la hoguera, cosa que hubiese tenido algún sentido. No, era sólo destruir por destruir. Malditos idiotas. Los colonos amaban sus árboles, sí, y matar unos cuantos los volvería locos. ¿Pero no se les había ocurrido a los Cabezas de Hierro que un grupo de gente que se preparaba para terraformar un planeta tendría capacidad para reemplazar unos cuantos árboles? ¿Y qué clase de idiota destruiría los árboles de un planeta con una ecología debilitada?
Locos. Tal vez, con un poco de suerte, se matarían entre ellos en un fuego cruzado. Kresh se sentía incómodo porque estaba de acuerdo con la filosofía de los Cabezas de Hierro. Sí, bien, construir más robots, mejores, dar a los infernales una oportunidad real de revivir la terraformación antes de entregar el trabajo a los extranjeros. Todo eso tenía sentido. Pero la política no excusaba el vandalismo. Kresh cogió el comunicador del aeroauto, pero antes de que pudiera dar la orden, uno de los coches de policía descendió hasta casi la altura de la copa de los árboles, escupiendo una nube de gas tranquilizador. Los Cabezas de Hierro se dispersaron, pero uno o dos de ellos cayeron, incapaces de escapar a los efectos del gas. Otro coche patrulla aterrizó. Dos comisarios saltaron de él y esposaron a los inconscientes manifestantes en segundos. Su coche estaba ya en el aire, persiguiendo a los que habían escapado. Mientras tanto, un coche aéreo del Departamento de Bomberos se acercaba. Disparó un cañón doble de agua a la hoguera y las efigies. Más coches de policía aterrizaron. Los comisarios bajaron a tierra y empezaron a rodear a los manifestantes. Bien. Bien. Kresh se alegró al ver la forma en que su gente manejaba el asunto.
Este era un trabajo para los humanos, no cabía duda. El control de las revueltas era algo que no podían hacer los robots. Y era por eso, naturalmente, que todavía existía policía humana. Los sheriffs y oficiales tenían que estar preparados para hacer un montón de cosas que quebrantaban la Primera Ley.
Kresh contempló actuar a los suyos, lleno de orgullo. No había habido necesidad de que tomara el mando. Habían convertido en una ciencia ese tipo de operación. Pero había un reverso oscuro en esa verdad. ¿Cómo podían no mejorar? El mismo demonio sabía que tenían práctica suficiente.
—Vamos a aterrizar, Donald —dijo—. Y ya que estamos aquí, podemos hacer una visita a la señora Welton. Llámala.
Tonya Welton los esperaba junto a la entrada principal de Ciudad Colono. Kresh pensó que le faltaba algo. Entonces advirtió qué era: su robot, Ariel. Ningún espacial salía de casa sin al menos un robot ayudante, y en la ciudad Tonya se plegaba a esa convención. Pero aquí, en su propio césped, tal vez pensaba que podía evitar los absurdos espaciales.
El coche aéreo se posó. Hombre y robot desembarcaron.
—Sheriff Kresh, Donald 111 —dijo Tonya—. Bienvenidos a nuestra humilde morada. Pasen y dejen atrás esa terrible nube de humo que sus amigos han vertido en la atmósfera.
—Los Cabezas de Hierro no son mis amigos —dijo Kresh, avanzando. Donald y él la siguieron al ascensor.
—No, dudo que un policía aprobara sus tácticas —dijo Welton—. Pero seguro que no pretenderá hacerme creer que se opone a sus objetivos.
Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó su rápido descenso al interior de Ciudad Colono. El trayecto producía siempre un extraño efecto en el estómago y en el oído interno de Alvar. O tal vez era sólo que no le gustaba la idea de encontrarse a medio kilómetro bajo tierra.
Apartó esos pensamientos de su mente y respondió a la líder colono.
—No, señora, no lo haré —dijo—. Quieren que se marchen ustedes, que el gobernador Grieg use robots, no colonos, para reterraformar Inferno, y quieren que este sea un mundo espacial, no una mezcla entre espacial y colono. Creen que esa situación sólo podría ser un interludio hasta que ustedes se hicieran dueños de todo. Yo también creo esas cosas. Pero el fin no justifica los medios. El salvajismo no tiene cabida en un debate político.
Tonya miró al sheriff con una sonrisa ligeramente forzada.
—Bien dicho, sheriff Kresh. Lástima que Chanto Grieg sólo lleve un año de mandato. Sería un buen candidato para la oposición.
—Se me ha ocurrido esa idea —dijo Alvar, irguiéndose y mirando al frente—. Alguien tendrá que sustituirlo tarde o temprano. Pero las próximas elecciones serán el momento adecuado.
—Parece que será una campaña interesante —dijo Tonya, secamente.
La puerta del ascensor se abrió y Tonya Welton los guio a un gran espacio abierto subterráneo. Kresh consideró que medía tal vez un kilómetro de largo por medio de ancho. Había un elaborado cielo falso que parecía remedar las condiciones auténticas del cielo real, desde el brillante sol a la columna de humo que aún se alzaba desde la dirección de la manifestación de los Cabezas de Hierro. Welton advirtió que Kresh miraba hacia arriba.
—Sí, la simulación en tiempo real es un toque nuevo desde la última vez que estuvo aquí. La teoría es que será mucho menos desorientador ir y volver entre Ciudad Colono y Hades si nuestro subcielo es exactamente igual al verdadero. Con el programa generalizado de cielos diurnos y nocturnos que teníamos antes, salir se hacía bastante confuso.
—Mmm. —Alvar miró a su alrededor, sintiéndose infeliz. Tal vez sus ojos veían los grandes espacios abiertos de la gran caverna, pero su mente era consciente de cada gramo de los millones de kilos de roca que había sobre su cabeza—. Supongo que podría ayudar, pero me parece que este lugar es suficientemente desorientador, no importa lo que proyecten en su cielo falso. ¿Cómo pueden soportar vivir bajo tierra?
Tonya hizo un gesto, abarcando la gran caverna artificial. La luz solar, brillantemente simulada, iluminaba un pequeño parque. Una fuente lanzaba al aire un chorro de agua, y la brisa le alborotaba el pelo. En el paisaje aparecían edificios pequeños y hermosos.
—Los colonos estamos acostumbrados a vivir bajo tierra. Y además, no podrá decir que este sitio es una mazmorra apestosa e incómoda. Hemos conseguido que nuestros hogares subterráneos sean bastante similares a los de la superficie, sin interferir en el paisaje, o sufrir las inconveniencias del mal tiempo. Sus tormentas de arena no pueden alcanzarnos aquí. Pero tenemos otros asuntos que discutir. Vengan.
Los guio hasta un coche que esperaba. Se sentó en su interior y esperó a que Alvar y Donald hicieran lo mismo. Alvar ocupó el asiento delantero, junto a ella, y Donald el de atrás. El coche arrancó sin que Tonya diera ninguna orden aparente. Atravesó la caverna central hasta entrar en un amplio túnel lateral. Se detuvo a la puerta de su oficina.
Alvar resistió la tentación de renovar la interminable discusión filosófica que colonos e infernales habían tenido desde el día en que llegaron aquellos. El tema del coche, y todos los mecanismos automáticos «inteligentes» y no robóticos que usaban los colonos. Todavía parecía suicida confiar en aparatos automáticos que no contenían las Tres Leyes, pero los colonos experimentaban un perverso orgullo sabiendo que sus máquinas no impedían que la gente se matara a sí misma, como si eso fuera una característica útil. Sí, la maquinaria no inteligente dejaba más campo a la iniciativa humana, ¿pero qué beneficio había si todo lo que ese campo te conseguía eran más posibilidades de ser aplastado en un choque como un insecto?
Los tres desembarcaron y atravesaron las dobles puertas de cristal esmerilado y entraron en la zona de recepción, y luego llegaron a la oficina de Welton, sorprendentemente austera. La mayor parte de los lugares de Ciudad Colono eran cómodos, incluso lujosos (si se exceptuaba la falta de robots), pero a Welton parecían gustarle las cosas mantenidas al mínimo. No había ni siquiera un escritorio en la habitación, al menos en aquel momento, aunque Kresh sabía que una mesa de trabajo podía brotar de la pared rápidamente. No había más que cuatro sillas en círculo con una mesita baja y redonda en el centro.
A Alvar le parecía que el mobiliario era diferente cada vez que entraba allí, según el uso que fuera a dársele a la habitación: lugar de trabajo, sala de reuniones, comedor, lo que fuera. Un espacial tendría una habitación para cada función. Tal vez era un residuo cultural de cuando las ciudades subterráneas de los colonos estaban abarrotadas. O tal vez la apariencia de austeridad era simple afectación por parte de Welton. Kresh advirtió un añadido en la sala desde la última vez que estuvo en ella. Un nicho de robot estándar, ocupado por Ariel en ese momento.
Tonya advirtió que Kresh miraba al robot femenino y se encogió de hombros, irritada.
—Bueno, tenía que tener algún lugar para ella cuando está fuera de servicio. Ella misma sugirió el nicho, y parecía un lugar tan bueno como cualquier otro. Creo que se encuentra en posición de espera. ¿Ariel?
No hubo respuesta. Kresh alzó una ceja.
—¿Deja que su robot adopte la posición de espera cuando quiere?
—Ariel, pobrecita, no sirve más que para actuar de cara a la galería cuando salgo entre los espaciales. Ustedes se molestan cuando ven a alguien sin la asistencia de un robot. Eso hacía que mi trabajo resultara casi imposible. Por lo demás, Ariel no tiene otras funciones, y la dejo hacer lo que quiera. Si desea dormir durante un rato, así sea. Pero venga, tenemos mucho que discutir.
Alvar Kresh se sintió más que un poco molesto por el acuerdo con Ariel. Todos los robots requerían órdenes para adoptar la posición de espera de vez en cuando, para conservar energía o por mantenimiento, pero nunca había oído hablar de un robot que la adoptara por cuenta propia. En esa posición, ¿cómo podía un robot obedecer la Primera y la Segunda Leyes? Bueno, no importaba, que Welton hiciera sus propios acuerdos. Sin duda había dicho a Ariel que adoptara sus propios modos de espera de forma que la robot lo consideró una orden. No importaba. Era hora de hablar de negocios.
Se sentó, y Tonya Welton lo hizo enfrente. Donald permaneció de pie. Pero Welton no estaba dispuesta a permitirlo.
—Donald siéntate —dijo.
Donald obedeció y Alvar apretó los dientes, decidido a no dejarse molestar. Tonya Welton sabía que le irritaría si trataba a Donald como a un igual. Lo hacía a propósito.
—Bien. Empecemos por sus Cabezas de Hierro, sheriff. Esta es la manifestación más seria y violenta que han montado. ¿Puede ofrecerme alguna seguridad de que estas provocaciones cesarán?
Kresh se agitó incómodo en su asiento.
—No —dijo por fin—. No tiene sentido que pretenda lo contrario. Literalmente hay miles de años de animosidad acumulada entre su gente y la mía. Los hemos considerado subhumanos durante mucho tiempo, y sospecho que algunos colonos tendrían esa opinión de nosotros. Creo que esa etapa ha quedado atrás, pero subsiste el hecho de que no nos gustamos mutuamente. Quedan los prejuicios. Hay mucho resentimiento hacia la conducta de los colonos en Inferno.
—No veo que los míos hayan sido rudos o poco respetuosos, aunque también yo tengo mis grupos de incontrolados. Detuvo usted a un grupo de destructores de robots la semana pasada. ¿Son sus acciones las que causan el resentimiento? He hecho todo lo posible por castigar esas acciones de forma rápida, y en público.
—Grupos de colonos borrachos deambulando por las calles de Hades, destruyendo robots, no han ayudado a su causa —dijo Kresh secamente—. Sin embargo, estoy dispuesto a aceptar el hecho de que usted no puede controlar a su gente… el diablo sabe que yo no puedo controlar a la mía. Incluso estoy preparado para creer que un proyecto terraformador podría requerir algunos recursos extraños para hacer que funcionara. Como ordenar a un robot que se suicide y lo encuentre divertido —la miró, pero ella no mostró ninguna reacción.
»Ninguno de esos incidentes han sido buenas relaciones públicas para ustedes —continuó Kresh—. Pero la causa principal del resentimiento es su propia presencia, su molesta confianza en sí mismos y la creencia de que pueden resolver fácilmente los problemas climatológicos que nos han asaltado. —Hizo un gesto con la mano derecha, indicando el enorme asentamiento subterráneo donde se hallaba—. La forma en que construyeron este lugar fue desconcertante. Y debería añadir que parece un hogar muy permanente para un grupo que no pretende establecerse permanentemente.
Tonya Welton asintió, pensativa.
—He oído todos esos razonamientos antes, y son buenos. ¿Pero debemos actuar sin saber lo que hacemos, sólo para ahorrar incomodidades a los infernales? Hemos congregado a los mejores expertos en terraformación de todos los mundos colonos. Son buenos, habilidosos y trajeron su propio equipo. Lo usaron para construir sus residencias temporales. ¿Confiarían ustedes la reconstrucción de su mundo a gente que no estuviera segura de sus habilidades? ¿O a gente que no pudiera excavar una simple caverna? —Tonya señaló a Ariel, inerte en su nicho—. Han visto que muchos de nosotros tenemos robots, para convencernos del valor de su estilo de vida. Cuando nos vayamos y dejemos este lugar como regalo a la ciudad de Hades, esperamos que algunos de ustedes trasladen aquí su residencia, y vean las ventajas de nuestro modo de vida.
—Eso es poco probable —dijo Kresh, con cierta brusquedad.
—Es poco probable que los colonos se lleven a casa esclavos robots —respondió Tonya con tono igualmente desagradable. Hubo un incómodo momento de silencio, pero entonces habló Donald.
—Por el momento, tal vez sería aconsejable dejar la política y volver a nuestras preocupaciones más inmediatas.
Tonya miró a Donald y sonrió.
—Siempre llegamos a lo mismo. Ves cómo nuestros temperamentos se encienden, y cuando están a punto de escaparse de las manos, sugieres amablemente que tu jefe y yo estemos de acuerdo en que estamos en desacuerdo. A veces pienso que tendrías que servir en el cuerpo diplomático. Pero dime, ¿no te aburres de ver el mismo cansado ritual una y otra vez, Donald?
—Yo no lo consideraría un ritual cansado, ni lo encuentro aburrido. Ustedes dos son hábiles conversadores. He de añadir que, como robot programado para servir en la policía, estudio la conducta humana bajo tensión. Observo y aprendo. Es muy instructivo.
—Muy bien, Donald —dijo Kresh, irritado—. Ya nos has calmado a los dos. ¿Por qué no hablamos del ataque a Leving? La Oficina del Gobernador me confirmó las órdenes esta mañana. Debo compartir toda nuestra información con usted. No veo por qué es necesario, pero órdenes son órdenes. Donald, ¿por qué no facilitas a la señora Welton un sumario de nuestras informaciones y teorías hasta el momento?
—Naturalmente. —Donald giró su cabeza redonda y azul hacia Tonya Welton y le dio un conciso resumen de la información que habían recopilado desde el ataque. Tonya hizo una o dos preguntas, y escuchó con atención. No tomó notas, pero Kresh tampoco tuvo ninguna duda de que habían encontrado la manera de grabar la conversación de algún modo.
Por fin, Donald terminó. Tonya se arrellanó en su silla, contempló el techo blanco y pensó un instante antes de decir nada. Finalmente miró hacia Donald y Kresh.
—Me parece que han llegado muy lejos para excluir la posibilidad de un robot como sospechoso —dijo—. Estarán de acuerdo en que hay que forzar mucho la imaginación para aceptar explicaciones tan elaboradas como botas robóticas o máquinas por control remoto que parecen robots. Hay una antigua regla de la lógica que nos enseña que, cuando no hay razones de peso en contra, la explicación más simple es la mejor. A simple vista, la evidencia abrumadora es que un robot cometió el crimen. ¿Por qué no examinar al menos esa simple explicación?
—Sí —accedió Kresh, incómodo—, pero las Tres Leyes…
—Las Tres Leyes van a volverme loca —replicó Welton—. Las conozco tan bien como usted, y no tiene que recitarlas de nuevo como si fueran un maldito catecismo. Le juro, Kresh, que los espaciales deberían aceptar los hechos y admitir que, la adoración de esas leyes es una religión. La respuesta a todos los problemas, el fin de todas las preguntas, puede encontrarse en el bien infinito de las Tres Leyes. Si aceptamos que las Tres Leyes impiden que un robot atacase a Leving, creo que pasamos por alto un tema clave.
—¿Y cuál puede ser, señora Welton? —preguntó Donald suavemente.
Kresh pensó que era una suerte que Donald estuviera presente, aunque sólo fuera para lubricar las ruedas de la conversación. Welton había hecho una pausa con el único propósito de eludir la pregunta que había planteado Donald, pero Kresh no estaba dispuesto a darle la satisfacción de plantearla él mismo.
—Un tema muy simple —respondió Tonya Welton—. Con el debido respeto, Donald, los robots son máquinas, y les resulta imposible causar daño a los humanos solamente porque están construidos así. Si todos los coches son construidos sin marcha atrás, eso no hace imposible la construcción de una máquina con marcha atrás. Una máquina puede ser construida de una forma o de otra. ¿Y si los robots fueran construidos de forma distinta? ¿Qué impide que el constructor decida no seguir sus preciosas Tres Leyes? ¿No sería la creencia de que los robots no pueden cometer esos actos una tapadera perfecta? El constructor del robot no necesita correr siquiera, pues nadie pensará en perseguirlo.
»Otro punto. Ese bloqueo impuesto sobre los robots del personal, impidiéndoles decir quién les ordenó irse al ala más alejada del laboratorio esa noche. Me parece que un aparato mecánico, un circuito anulador, sería más efectivo para fijar un bloqueo absoluto referido a ciertos temas que dar una intrincada serie de órdenes a cada uno de los robots. Además, sería más fácil de preparar. Y antes de que objeten que un circuito así debilitaría la habilidad del robot para obedecer las malditas Tres Leyes, supongamos que el atacante no era demasiado meticuloso con estas cosas. Donald, ¿qué tamaño tendría una pieza grande de microcircuitos?
—Sería lo bastante pequeña como para resultar invisible al ojo humano, y podría ser soldada en cualquier parte del sistema sensor de un robot.
—Apuesto a que su gente nunca ha pensado en buscar una causa física para el bloqueo, ¿verdad? Revisen con un microscopio algunos de los robots del laboratorio y ya verán lo que encuentran. Y en cuanto a por qué el atacante necesitaría colocar bloqueos para periodos diferentes… tal vez quería intimidad mientras usaba las instalaciones del laboratorio para preparar el ataque del robot, o incluso el traje robot que postulan ustedes, si insisten en que todos los robots deben obedecer las Leyes.
Hubo un incómodo silencio antes de que Tonya continuase.
—Aunque insistan en eso —dijo por fin—, hay casos documentados sobre robots con las Tres Leyes que mataron a seres humanos. —Donald echó la cabeza atrás, y sus ojos se ensombrecieron por un momento. Tonya lo miró con preocupación—. Donald…, ¿tienes dificultades?
—No, discúlpeme. Soy consciente de esos casos particulares, pero me temo que la mención brusca de ellos fue muy perturbadora. La simple contemplación de esa perspectiva es muy desagradable, y causó un leve flujo en mi función motora. Sin embargo, ya estoy recuperado, y creo que puede continuar con su argumentación sin preocuparse por mí. Estoy preparado. Por favor, continúe.
Tonya vaciló un instante, hasta que Kresh sintió que tenía que hablar.
—No pasa nada —dijo—. Donald es un robot policía, programado para tener una resistencia especial en lo referente a la posibilidad de causar daño a los humanos. Continúe.
Tonya asintió, un poco insegura.
—Fue hace unos años, aproximadamente hace un siglo estándar, y se hicieron grandes esfuerzos para silenciarlo, pero se produjeron una serie de incidentes en Solaria. Robots con cerebros positrónicos perfectamente funcionales y con las Tres Leyes, mataron a seres humanos, sólo porque estaban programados con una definición defectuosa de lo que era un humano. El mito de la infalibilidad robótica no es completamente adecuado. Sin duda ha habido otros casos que no conocemos porque las tapaderas tuvieron éxito. Los robots pueden funcionar mal, pueden cometer errores.
»Es una tontería admitir que no se puede construir un robot capaz de dañar a un ser humano, o creer que un robot con las Tres Leyes no podría causar inadvertidamente daño a un humano bajo ninguna circunstancia. Por mi parte, considero la fe espacial en la perfección e infalibilidad de los robots un mito folclórico, un artículo de fe que los hechos contradicen.
Alvar Kresh estaba a punto de abrir la boca para protestar, pero no tuvo la oportunidad. Donald habló primero.
—Puede que tenga razón, lady Tonya —dijo el robot—, pero he de añadir que el mito es necesario.
—¿Necesario en qué sentido?
—La sociedad espacial está basada, casi por completo, en el uso de robots. No hay casi ninguna actividad en Inferno, ni en ninguno de los otros mundos espaciales, que no se base en ellos de algún modo. Sin los robots, los espaciales serían incapaces de sobrevivir.
—Y esa es precisamente la objeción que los colonos ponemos a los robots —sentenció Welton.
—Como es bien sabido por los espaciales, que lo consideran un argumento plausible —dijo Donald—. Nieguen a los colonos los ordenadores, o el hiperimpulso, o cualquier otra máquina vital insertada en el tejido de su sociedad, y la cultura colona no podría sobrevivir. El ser humano puede ser definido como un animal que necesita herramientas. Otras especies de la vieja Tierra usaron e hicieron herramientas, pero sólo los humanos las necesitan para sobrevivir. Niegue todas las herramientas a un humano, y lo sentenciará a muerte. Pero estoy apartándome del tema principal. —Donald se volvió a mirar a Alvar, y luego miró de nuevo a Welton.
»La sociedad espacial —continuó Donald— se basa en los robots, confía en ellos, cree en ellos. Los espaciales no podrían funcionar si no tuvieran fe en los robots. Pues aunque sólo seamos máquinas, meras herramientas, somos enormemente poderosos. Si fuéramos considerados peligrosos —la voz de Donald tembló al sugerir la idea—, seríamos peor que inútiles. No confiarían en nosotros. ¿Y quién sino un loco tendría fe en una herramienta poderosa en la que no se puede confiar? Así, los espaciales necesitan tener fe en que sus robots son completamente dignos de confianza.
—He pensado en eso —admitió Welton—. He observado su cultura, y he reflexionado. Los colonos y los espaciales pueden ser rivales en una pugna larga y absurda cuyos resultados no llegaremos a ver ninguno de nosotros, pero también somos todos seres humanos, y podemos aprender unos de otros.
»Naturalmente, vinimos aquí esperando convencer al menos a algunos de ustedes para que actúen sin robots. No tiene sentido pretender lo contrario. He comprendido que no conseguiremos convertir a nadie. Los colonos no podríamos apartarlos de los robots, como tampoco podríamos convencerlos para que dejaran de respirar. Y he llegado a la conclusión de que sería un error intentarlo.
—¿Cómo dice? —preguntó Kresh. Tonya se volvió hacia Donald, contempló sus brillantes e inexpresivos ojos azules y extendió la mano hasta tocar con ella su cabeza redonda.
—Personalmente, he llegado a la conclusión de que no podemos cambiar la necesidad de robots que tienen los espaciales. Hacerlo los destruiría. Intentarlo es inútil. Sin embargo, estoy segura de que su cultura tiene que cambiar si quiere sobrevivir. Pero debe cambiar de otra forma.
—¿Por qué le importa que sobrevivamos? —preguntó Kresh—. ¿Y por qué debería creerle?
Welton se volvió hacia él y alzó una ceja.
—Estamos aquí para intentar sacar su clima del borde del colapso. He pasado el último año en esta ciudad caldeada por el sol, en vez de en mi hogar. Eso debería hacerle creer en mi sinceridad —dijo en tono divertido—. Y en cuanto a por qué nos interesa su cultura… ¿No le parece que sería el colmo de la arrogancia suponer que la suya es la única forma de vivir? Hay valor y mérito en la diversidad. Tal vez las culturas espacial y colona, juntas, consigan cosas que ninguna de las dos podría hacer sola.
Kresh gruñó.
—Tal vez —dijo—. Pero no soy ningún filósofo, y creo que hemos cubierto todos los ángulos en este caso de Fredda Leving. Tal vez pueda enviarle a Donald alguna vez para que ustedes puedan discutir juntos sobre las cualidades del porqué.
O Tonya Welton no captó el sarcasmo, cosa improbable, o decidió ignorarlo. Sonrió y se volvió hacia Donald.
—Si alguna vez quieres venir —dijo dirigiéndose al robot— estaría encantada.
—Ansío tener esa oportunidad, señora —dijo Donald. Alvar Kresh apretó los dientes, sin saber con seguridad cuál de los tres (Donald, Welton o él mismo) había conseguido tener más éxito en enfurecerlo.
Los ojos de Ariel cobraron vida y se iluminaron de amarillo. Bajó de su nicho y cruzó la habitación hasta el lugar donde estaba sentada su dueña. Ocupó el asiento que había usado Donald.
—Bien, Ariel, ¿qué te parece? —preguntó Tonya.
—Creo que puede ser más fácil conseguir que Alvar Kresh escuche que dirigirlo. No juzgo bien esas cosas, pero no creo que se dejara impresionar lo más mínimo por sus argumentos sobre la posibilidad de… de un asaltante robot. Tampoco creo que se convenciera del todo de que yo estuviera dormida.
—Vamos a dejar algo en claro, Ariel. Puede que no seas juez de la psicología humana en general, pero conoces más sobre la psicología espacial de lo que yo lo haré jamás. Dudo que llegue a comprenderlos por completo. Ellos te construyeron, te diseñaron para que encajaras en su mundo. Eres el único producto de ese mundo en cuya lealtad puedo confiar. Puedes estar junto a mí, viendo y escuchando, mientras ellos te ignoran por completo. Por eso valoro tu opinión.
—Sí, señora. Lo agradezco. ¿Pero puedo preguntarle por qué, si ellos me ignoran de todas formas, me ordenó que simulara estar dormida?
—Una medida de seguridad. Kresh estuvo aquí como policía, no como espacial. Si hubieras sido una leve presencia activa en la habitación, eso le habría llamado la atención. Si te hubiera ordenado que te fueras, él podría haber notado esa ausencia, y también le habría llamado la atención. Además, quería que escucharas.
»Al decirle que te dejo dormir cuando quieres, atraje su atención hacia mí, la excéntrica colono que trata a su robot como a una igual. Si él pensara en ti, es probable que se le ocurriera que estuviste conmigo cada vez que visité Laboratorios Leving. No quiero que caigas en manos de los robopsicólogos espaciales. No soy la persona más hábil a la hora de dar órdenes a los robots. Es posible que encontraran formas de hacerte hablar sobre las cosas que te he ordenado no discutir.
—Gracias, señora. Ahora lo comprendo mejor. Pero debo decir una vez más que no creo que lo impresionara mucho la idea de que un robot cometió el ataque.
—Bien. No esperaba que la aceptara. Todo lo que quería era enturbiar las aguas.
—¿Señora?
—Quería preocuparlo por temas colaterales, con pistas falsas. Quiero entorpecer su ritmo.
—Señora, me temo que no comprendo.
—Necesito tiempo, Ariel. Sabes que necesito tiempo para averiguar las cosas por mí misma. Tengo intereses que proteger. —Tonya Welton se levantó, cruzó la habitación y empezó a caminar de un lado a otro, traicionando por fin con sus acciones el nerviosismo que Ariel sabía que sentía.
—Tengo intereses que proteger —repitió—. Él está escondido, Ariel —dijo Tonya, y no hubo necesidad de que pronunciara el nombre del hombre—. Ni siquiera aceptará mensajes de mi parte. Eso demuestra que algo va mal. Está en peligro, y ese peligro podría aumentar si su conexión conmigo sale a la luz en el momento inadecuado. Y sospecho que Alvar Kresh sentiría un placer especial si destruyera a algo, o a alguien, a quien yo aprecio.
Alvar Kresh se alegró de salir de la oficina de Welton, por decirlo de forma suave. Mientras el ascensor llegaba al nivel del suelo y cuando ya no tuvo que controlar su claustrofobia, descubrió que dejaba escapar un suspiro de alivio, y sintió que su ánimo mejoraba de golpe. Su furia pareció desvanecerse ante los maravillosos cielos abiertos.
—Me temo que nuestra visita no ha sido especialmente productiva —dijo Donald—. La señora Welton no ofreció mucha información útil y no veo que haya aprendido nada de nosotros que no pudiera haber aprendido con una transmisión de datos. Tampoco comprendo por qué nuestra presencia era necesaria en el tumulto de los Cabezas de Hierro. Sus oficiales lo manejaron sin que fuera necesaria su experiencia.
—Donald, Donald, Donald —dijo Kresh mientras recorrían el parque en dirección al coche aéreo—. ¿Y tú te consideras un estudioso de la naturaleza humana? Esa reunión no tuvo nada que ver con el hecho de intercambiar información. Los seres humanos a menudo no hablan de lo que hablan.
—¿Cómo dice, señor?
—No vinimos aquí a ayudar a reprimir la manifestación de los Cabezas de Hierro, sino a ser testigos de ella y a recibir el claro mensaje de que el caso Leving podría hacer que esas acciones empeoraran. Si el populacho de Hades tiene la idea de que los colonos están intentando desacreditar a los robots preparando ataques que parecen cometidos por robots, los Cabezas de Hierro no podrán dar abasto a todos los nuevos reclutas.
—¿Pero qué tiene usted que ver con eso?
—Para empezar, soy el encargado de mantener la paz. Pero recuerda que ella decidió reunirse con nosotros en su terreno. Aquí arriba, en la superficie, el aire sigue lleno de humo, y estamos lo suficientemente cerca del perímetro de Ciudad Colono como para que el aire vuelva a oler a desierto. Allá abajo, todo era paz y tranquilidad, y el aire era dulce. Otro claro mensaje: los colonos no tienen motivos para temer a los manifestantes. Pueden permanecer en su caverna artificial. Pero los ciudadanos de Hades no tienen esa opción. Sin embargo, todos los planes de terraformación se basan en los colonos. Resumiendo, Tonya Welton nos dijo que nosotros la necesitamos a ella mucho más que ella a nosotros —concluyó Alvar Kresh mientras llegaban al coche aéreo.
Donald se sentó a los controles y despegaron.
—¿No le pareció extraño que quisiera saber tanto sobre el caso Leving? Después de todo, no tiene ninguna responsabilidad en la investigación de crímenes —dijo el robot mientras maniobraba para ganar altitud.
—Sí, me extrañó. De hecho, me dio la impresión de que esperaba que dijéramos algo que no dijimos, aunque el diablo sabe de qué puede tratarse. No sé, Donald. Tal vez tiene algún genuino interés personal o profesional en la recuperación de Leving.
—Ya veo —dijo Donald, con cierta inseguridad en la voz—. Pero no me parece una explicación suficiente para el notable interés de lady Tonya. Advierta que apenas preguntó por la propia Fredda Leving. Sólo le interesaba el aspecto robótico del caso. ¿Por qué le preocupa eso tanto, y por qué lo considera tan abrumadoramente importante?
—Te diré lo que pienso, Donald —dijo Kresh mientras contemplaba el paisaje de debajo—. Creo que un colono cometió el crimen, tal vez actuando directamente bajo órdenes de Tonya Welton, precisamente para provocar más disturbios y dar a los colonos una excusa para marcharse del planeta. Hacernos venir aquí durante el tumulto fue solamente el primer paso en la orquestación de esa retirada.
—¿Puedo preguntarle sus razones para creerlo así? —preguntó Donald, impasible, mientras guiaba el aeroauto.
—Bueno, primero, no me gustan los colonos. Sé que no es una buena razón, pero es así. Y segundo, diga lo que diga Tonya Welton sobre ese contingente de colonos entrenados para comprender nuestra forma de ser y apreciar las Tres Leyes, sigo sin creer que un espacial pudiera intentar ninguna de las proezas que hemos sugerido para explicar el ataque. Piénsalo: construir un aparato de control remoto que imita a un robot, calzar pies robóticos y usar un brazo de robot como maza, construir y programar un robot asesino especial. Ningún espacial haría esas cosas.
»Welton tenía razón en una cosa: las Tres Leyes son casi nuestra religión. Interferir en ellas, abusar de ellas o del concepto de robot sería, de alguna manera, casi una blasfemia. Hay veces en las que pienso que nuestro ilustre gobernador Chanto Grieg propugna con tanta fuerza que cambiemos que alguien va a reaccionar y lo llamará hereje. Tal vez sea más profundo que eso. La idea de pervertir a los robots me revuelve el estómago. Es como la prohibición del canibalismo o del incesto. No creo que ningún espacial lo bastante desequilibrado para hacer el intento fuera lo suficientemente cuerdo como para llevar a cabo la planificación metódica necesaria.
»No. Sólo un colono sería lo bastante estúpido… bueno, está bien, ignorante, para intentar sembrar la idea de un robot que pudiera cometer un acto violento. Cualquier espacial sabría lo profunda y permanente que es la prohibición al respecto. —Alvar se detuvo y pensó durante un momento. De repente, se le ocurrió una idea nueva y perturbadora.
»De hecho, ese podría ser el motivo. Tal vez los colonos no quieren marcharse. Nos hemos entretenido demasiado imaginando la forma en que se hizo el ataque para detenernos a preguntarnos por qué, nadie querría atacar a Fredda Leving.
—Me temo que no le entiendo, señor.
—Ignoremos todas las tonterías de Welton sobre respetarnos como una cultura alternativa. Llegó a decir que venían aquí como misioneros, esperando convertirnos para que abandonáramos a los robots. Los colonos, este grupo de Inferno, y todos en general, siempre buscan formas para hacer que la dependencia espacial de los robots parezca una debilidad, en vez de una fuerza. Intentan convencernos para que abandonemos a los robots. Hablaste de la necesidad que tenemos de confiar en los robots. ¿Y si el ataque a Leving es el primer paso en una campaña para hacer que tengamos miedo de nuestros propios robots?
—Comprendo el razonamiento, señor, pero me veo obligado a preguntar por qué se eligió a Fredda Leving como víctima. ¿Por qué atacarían los colonos a su propia aliada?
Kresh sacudió la cabeza.
—No pretendo comprender su política, pero tal vez haya alguna especie de mala sangre entre Welton y Leving. Algún tipo de resentimiento, alguna clase de competición o desacuerdo entre ambas. Jomaine Terach lo dio a entender. Debe de estar relacionado con ese gran proyecto que todavía no conocemos.
»Y no creo que lleguemos a ninguna parte hasta que sepamos de qué se trata.
Tres horas más tarde, Alvar Kresh estaba sentado en su despacho, leyendo los informes diarios, tomando notas sobre el estado de la investigación y la solicitud de ascenso. Tendría que haberse ido a casa a dormir, para descansar un poco. En total, apenas había dormido una hora la noche anterior. Pero estaba demasiado excitado para hacerlo, demasiado ansioso por continuar con la caza.
Excepto que, todavía, no había nada que cazar. Hasta que Gubber Anshaw saliera de su casa, a menos que lo hiciera, Kresh no podría interrogarlo. Tal vez los laboratorios forenses encontrarían algo cuando investigaran todas las pruebas físicas del caso. Kresh había apostado consigo mismo a que encontrarían algo, pero no fue así. Quienquiera que hubiera hecho aquello parecía terriblemente hábil dejando pistas falsas.
Pero hasta que alguien encontrara un testigo, una prueba, había muy poco que pudiera hacer.
No, quedaba otra posibilidad: la de otro incidente. Otro ataque que pudiera darle una pauta, un ritmo con el que trabajar. Otro ataque ejecutado con más torpeza. Era terrible que un policía deseara que se cometiera un nuevo crimen, pero había muy pocas formas de poder solucionar aquel caso. ¿Qué más podía hacer? ¿Enviar a medio departamento en busca de las botas con suela robótica? Seguramente el atacante ya las había destruido, o las habría escondido, preparado para el siguiente ataque.
Alvar se esforzó por apartar su mente del caso. Después todo, tenía un departamento que dirigir. Consiguió terminar un preocupante informe de personal, relacionado con un súbito aumento en el número de dimisiones. Pero no logró distraerse demasiado tiempo. Ni siquiera aquel informe, con posibilidad de peligro para el futuro del departamento, ocupaba toda su mente.
Porque los colonos habían venido a apoderarse de todo. Lo sabía. No importaba cuántas negativas hicieran, no importaba cuánto ruido hiciera el gobernador Grieg sobre acercamientos y nuevas eras de cooperación, Kresh seguiría creyendo, seguiría sabiendo, que los colonos consideraban Inferno como un mundo maduro para su colonización.
Por el momento, los colonos, al menos en su mayoría, se comportaban de forma amable, respetaban la cultura local, pero o no duraría. Cultura local; una expresión clave de la política. Un eufemismo para uso de robots. Algunos optimistas pensaban que los colonos de Inferno se acostumbrarían al uso de los robots, y que verían sus ventajas, y que tal vez incluso regresarían a sus mundos colonos cantando alabanzas. Se desarrollaría un mercado para los robots espaciales en los mundos colonos, y todo el mundo se haría rico vendiéndoles robots.
Pero Kresh no albergaba esas ilusiones. Los colonos habían venido para apoderarse de todo, no para comprar robots de servicio. Cuando controlaran firmemente Inferno… bueno, lo único que hacía falta para acabar con un robot era el disparo de un láser. Después de destruir a los robots, los colonos ni siquiera necesitarían atacar a los espaciales. La cultura espacial, y sus individuos, necesitaba a los robots tanto como una persona necesita comida y bebida. Habían sido confiados a los robots demasiados trabajos, demasiada gente no se había molestado jamás en aprender tareas que era más fácil dejar a los robots. Sin ellos, los espaciales estaban condenados.
Lo que lo llevaba a su tema central: ¿Qué sucedería a los espaciales si ya no pudieran confiar en los robots?
¿Y si los colonos preparaban un plan con el expreso propósito de averiguarlo?
«Camúflate —se dijo Calibán—. Observa lo que hacen los otros robots. Compórtate como ellos». Ya había desarrollado la complejidad necesaria para saber que su propia supervivencia dependía de actuar como los demás. Recorría Hades, observando y aprendiendo, atravesando la ciudad de un lado a otro mientras el día cruzaba el cielo y llegaba la noche.