Simcor Beddle alzó su mano izquierda, hizo un gesto con el índice y Sanlacor 123 retiró su silla con sincronización perfecta, apartándola mientras Simcor se levantaba, de forma que la silla no entró en contacto con su cuerpo.
Había toda una moda en el uso de las señales de mano detalladas para ordenar a los robots, y Simcor era un experto en ese arte. Se volvió y se apartó de la mesa del desayuno, dirigiéndose hacia la puerta cerrada que conducía a la galería principal, mientras Sanlacor lo seguía de cerca. La puerta se abrió cuando llegó ante ella. La unidad Daabor que estaba al otro lado no tenía otro trabajo que hacer más que abrirla. La máquina justificaba su existencia estando allí, atenta a las pisadas en el interior de la habitación, esperando que alguien pudiera aproximarse a la puerta.
Pero Simcor Beddle, jefe de los Cabezas de Hierro, no tenía tiempo para pensar cómo pasaban el tiempo los robots menores. Era un hombre ocupado.
Tenía que planear unos disturbios.
Simcor era un hombre pequeño y rollizo, con cara redonda y ojos duros y penetrantes de color indeterminado. Su pelo era negro brillante, lo bastante largo para quedar chafado sobre su rostro cetrino. Para expresarlo de forma diplomática, era gordo, no cabía duda. Pero no había nada blando en él. Era un hombre duro y obstinado, vestido con un uniforme de estilo militar bastante severo.
Manejar sus fuerzas, eso era lo principal. Impedir que escaparan al control era siempre un problema. Sus Cabezas de Hierro eran un equipo bastante efectivo de alborotadores, pero no dejaban de ser agitadores a fin de cuentas, y como tales se aburrían y se inquietaban. Era necesario mantenerlos ocupados, activos, si quería poseer sobre ellos algún control.
Nadie sabía de dónde habían obtenido su nombre los Cabezas de Hierro, pero no se podía negar que era apropiado. Eran testarudos, tenaces, y se abrían paso a golpes cada vez que lo creían apropiado. Tal vez fue la testarudez lo que les hizo ganar su nombre. Pero lo más probable era que fuera su fanática defensa de los verdaderos cabezas de hierro: los robots. Bueno, cierto, nadie usaba algo tan burdo como el hierro puro para construir cuerpos de robots, pero estos eran tan duros, fuertes y poderosos como el hierro.
No era que los Cabezas de Hierro tuvieran a los robots en una estima especial. Si acaso, eran más duros con sus robots que el infernal medio. Pero ese no era el tema. Los robots daban a los humanos libertad, poder, comodidad. Esas cosas eran un derecho de cada infernal, de cada espacial, y el movimiento de los Cabezas de Hierro estaba decidido a conservar y ampliar ese derecho por cualquier medio necesario y posible.
Y hacer la vida desagradable para los colonos encajaba ciertamente en esa categoría.
Simcor sonrió para sí. Empezaba a convertirse en una mala costumbre pensar en discursos como ese. Cruzó la galería, en dirección a su despacho, y otro robot le abrió la puerta cuando se acercó. Entró en la habitación, sin advertir que Sanlacor se adelantaba para retirarle la silla de su mesa. Pero Simcor no se sentó. En cambio, hizo un gesto sutil con la mano derecha. El robot de la habitación, Brenabar, apareció a su lado al instante, trayéndole el té. Simcor cogió la taza y el platillo y sorbió pensativamente durante un momento. Hizo un gesto con la cabeza, cinco grados exactos hacia la mesa, y pronunció dos palabras.
—Ciudad Colono. —Sanlacor, adelantándose a su amo, ya estaba ante los controles visuales, y en menos de un segundo la superficie desnuda de la mesa se transformó en un detallado plano de Ciudad Colono. Simcor tendió la taza al aire, sin mirar, y Brenabar la recogió.
Después de lo de la noche pasada, los oficiales de Kresh estarían preparados. Simcor tenía magníficas conexiones dentro del Departamento del Sheriff, y sabía todo lo que sabía Kresh sobre el ataque a Fredda Leving.
De hecho, sabía un poco más. Había oído una grabación de aquella conferencia suya. Material condenable y traicionero. Simcor sonrió. Ya no era probable que hiciera más esos discursos. Todo salía a su gusto.
Pero tenía que concentrarse en los planes para hoy. Tenía que asumir que el Departamento del Sheriff estaba preparado para enfrentarse a los problemas. Cuando los Cabezas de Hierro comenzaran los alborotos, sólo tendrían unos minutos antes de que la ley apareciera para proteger a los malditos colonos.
Así que tendrían que hacer todo el daño posible en los primeros minutos. Dadas las circunstancias, era demasiado esperar que pudieran penetrar de nuevo en la sección subterránea de Ciudad Colono. No tenía sentido malgastar esfuerzos en el intento. Esta vez tendría que ser en la superficie, a nivel del suelo. Simcor Beddle colocó las manos sobre la superficie de la mesa y contempló pensativo el plano de la fortaleza de sus enemigos.
Era de día en la ciudad de Hades. Calibán lo supo con certeza, aunque con poca sustancia. Ya no estaba seguro de lo que sabía.
Pero empezaba a creer que algo iba mal. Terriblemente mal. Era como si la memoria en blanco de Calibán y la información precisa pero limitada del banco de datos fueran las lentes dobles de un telescopio distorsionado: completa ignorancia y experto conocimiento combinándose para retorcer y distorsionar todo lo que veía. El mundo que sus ojos y su mente le presentaban era un remiendo enloquecido y aterrador.
En el parque más abarrotado del centro de la ciudad, bajó de la acera y buscó un banco para sentarse en un rincón tranquilo, fuera de la vista de los transeúntes casuales. Se sentó y empezó a revisar todo lo que había visto esa noche.
Había algo claramente irreal, y alarmante, en el mundo que lo rodeaba. Había llegado a advertir lo limpios, perfectos, idealizados y precisos que eran los hechos y cifras, mapas, diagramas e imágenes que brotaban del banco de datos. Pero los objetos del mundo real que se correspondían con los conceptos del banco de datos eran mucho menos precisos.
La posterior exploración le había confirmado que los falsos vacíos y los edificios sin rasgos no eran los únicos fallos del plano del banco de datos.
El plano no informaba de qué bloques estaban abarrotados, llenos de personas y robots, y cuáles estaban vacíos, semiabandonados, incluso a punto de desmoronarse.
Algunos edificios nuevos se habían materializado desde que el plano fuera almacenado en su banco de datos, y otros edificios más antiguos que parecían enteros y completos en el banco se habían desvanecido de la realidad.
Ninguna imagen del banco de datos mostraba nada gastado o sucio, pero el mundo real estaba lleno de polvo y suciedad, no importaba lo vigorosamente que trabajaran los robots de mantenimiento para conservarlo todo limpio.
Calibán encontraba profundamente perturbadoras las diferencias entre las definiciones idealizadas y las imperfecciones del mundo real. El mundo que podía ver y tocar parecía, de algún modo, menos real que los hechos e imágenes idealizados e higiénicos almacenados en su cerebro.
Pero algo lo confundía más que los edificios y el plano, o incluso que el banco de datos.
Lo que encontraba más sorprendente era la conducta de los humanos. Cuando Calibán se acercó por primera vez a una intersección, el banco de datos le mostró un diagrama del procedimiento correcto para cruzar una calle. Pero los peatones humanos parecían ignorar todas esas reglas, e incluso el sentido común. Caminaban por donde querían, dejando que los robots que conducían los vehículos de tierra se apartaran de su rumbo.
Había algo más extraño e incluso preocupante en el banco de datos: el sabor de algo cercano a la emoción. Era como si quien implantó la información en el banco de datos hubiera almacenado también sus opiniones y sensaciones.
Empezaba a comprender el banco de datos de forma más profunda que intelectualmente. Aprendía a sentirlo, ganando la sensación de cómo funcionaba, desarrollando reflejos que ayudaran a usarlo de una manera más controlada y útil, para no verter conocimiento innecesario. Los humanos tenían que aprender a caminar: ese era uno de los muchos hechos extraños e innecesarios que le había proporcionado el banco de datos. Calibán empezaba a advertir que tenía que aprender a conocer, y a recordar.
Confusión, suciedad, información inadecuada e inútil… tal vez podría llegar a aceptar todo eso. Pero lo más preocupante era que, sobre muchos temas, el banco de datos permanecía completa y deliberadamente silencioso. La información que quería con más urgencia no sólo no existía, sino que había sido borrada, eliminada a propósito. Una clara sensación de vacío, de pérdida, le asaltaba cuando recurría a datos que deberían haber estado allí y no estaban. Eran huecos abiertos en el interior del banco de datos.
Había muchas cosas que quería saber desesperadamente, pero sobre todo una en particular que el banco de datos no le decía, lo que más quería saber: ¿Por qué no le decía más? Sabía que debería poder hacerlo. ¿Por qué habían sido borradas todas las referencias útiles a los robots? ¿Por qué había sido borrada del plano toda la información sobre aquel lugar que el cartel indicaba como Ciudad Colono?
¿Y qué pasaba con los robots? Ese era el mayor misterio. Él era uno de ellos, y sin embargo apenas sabía cuál. ¿Por qué permanecía el banco de datos en silencio sobre ese tema?
Sabía acerca de los humanos. Al ver por primera vez a aquella mujer al despertar, supo inmediatamente que era una humana, y lo elemental de su biología y cultura. Más tarde, cuando miró a un anciano, o a uno de los escasos niños que caminaban por la calle, supo todo lo básico referido a esa clase de personas: su tipo probable de temperamento, cómo era mejor dirigirse a ellos, qué era probable que hicieran o que se abstuviesen de hacer. Un niño podría correr y reír, y lo más probable era que un adulto caminara más despacio, y un anciano se moviera de forma aún más lenta.
Pero cuando miraba a otro robot, a uno de sus semejantes, su banco de datos, literalmente, se quedaba en blanco. Simplemente, no había información en su mente.
Todo lo que sabía sobre los robots procedía de su propia observación. Sin embargo, sus observaciones sólo le habían creado confusión.
Los robots que veía (incluso él mismo) parecían ser un cruce entre humano y máquina. Eso dejaba sin contestar muchas preguntas. ¿Nacían y eran criados los robots como los humanos? ¿Eran en cambio manufacturados, como todas las otras máquinas de las cuales tenía información detallada en el banco de datos? ¿Cuál era el lugar del robot en el mundo? Conocía los derechos y privilegios de los humanos (excepto en lo referido a los robots), pero no sabía nada de cómo encajaban los robots en ellos.
Sí, podía ver lo que sucedía a su alrededor. Pero lo que veía era perturbador, preocupante. Había robots por todas partes, y dondequiera que estuviesen, eran sirvientes. Cogían y transportaban, caminando detrás de los humanos. Llevaban las cargas de los humanos, abrían sus puertas, conducían sus coches. Estaba claro, por la conducta de robots y humanos, que ese era el orden aceptado de las cosas. Nadie lo cuestionaba.
Excepto él mismo, por supuesto.
¿Quién era? ¿Qué era? ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Qué significaba todo esto?
Se incorporó y comenzó a caminar de nuevo, sin ningún objetivo real en su mente, pero no podía soportar continuar sentado por más tiempo. La necesidad de saber, de comprender quién y qué era se hacía cada vez más fuerte. Siempre existía la posibilidad de que la respuesta, la solución, estuviera a la vuelta de la esquina, esperando a ser descubierta.
Dejó el parque y giró a la derecha, encaminándose hacia las anchas avenidas del centro de la ciudad.
Pasaron las horas, y Calibán continuaba recorriendo las calles, todavía confundido, inseguro de lo que buscaba. Cualquier cosa podía contener la clave, la respuesta, la explicación.
Una palabra de un humano al pasar, un cartel en una pared, el diseño de un edificio, podrían estimular su banco de datos para que le proporcionara las respuestas que necesitaba.
Se detuvo en una esquina y contempló el edificio al otro lado de la calle. Bueno, su visión no desencadenaba ningún torrente de hechos, pero era extraño de todas formas, incluso considerando los diversos estilos arquitectónicos que había visto en la ciudad. Era una mezcla de cúpulas, columnas, arcos y cubos. Calibán no pudo imaginar para qué servía.
—Apártate de mi camino, robot —dijo a su espalda una voz imperiosa. Calibán, perdido en sus consideraciones sobre la arquitectura del edificio, no registró la voz. De repente, un bastón golpeó su hombro izquierdo.
Calibán se giró, sorprendido, para observar a su atacante.
Increíble. Simplemente increíble. Era una mujer diminuta, delgada, de huesos finos, casi un metro más baja que Calibán, claramente más débil y frágil que él. Y sin embargo, le había ordenado deliberada e intrépidamente que se apartara, en vez de rodearlo, y luego lo había golpeado… usando un arma que no podía causarle ningún daño. ¿Por qué no le temía? ¿Por qué tenía aquella clara confianza en que no respondería atacándola a su vez, cuando podía hacerlo con tanta efectividad?
Contempló a la mujer durante un momento infinito, demasiado aturdido para saber qué hacer.
—¡Apártate de mi camino, robot! ¿Se te han fundido los oídos?
Calibán advirtió que una multitud de humanos y robots empezaba a formarse a su alrededor, y que uno o dos de los humanos mostraban ya expresiones de curiosidad. No sería prudente permanecer allí, o intentar responder cuando no comprendía. Se hizo a un lado, dejando paso a la mujer, y luego escogió una dirección, cualquiera menos la que ella había tomado, y empezó a caminar de nuevo. Ya había deambulado sin rumbo el tiempo suficiente. Necesitaba un plan. Necesitaba conocimiento.
Y necesitaba seguridad. No sabía actuar como un robot, estaba claro. Y las expresiones que había visto en las caras de los transeúntes, algunas de ellas hostiles, le dijeron que era peligroso ser diferente.
No. Tenía que disimular, que ser discreto. Era más seguro pasar desapercibido, simular ser como los demás.
Muy bien. Lo haría. Observaría la conducta que veía a su alrededor, decidido a confundirse con el interminable mar de robots que lo rodeaba.
Kresh recorría las calles de Hades a la misma hora, aunque con un propósito más claro. Le resultaba más fácil despejar su cabeza y enfocar su atención marchándose de su despacho, alejándose de la sala de interrogatorios y los laboratorios de pruebas, para así estirar las piernas bajo el cielo azul oscuro de Inferno. Un viento fresco y seco soplaba del desierto occidental, y descubrió que lo animaba. Donald 111 caminaba junto a él, moviendo sus cortas piernas a un ritmo doble que el suyo para mantenerse a su altura.
—Háblame, Donald. Hazme un resumen de las pruebas.
—Sí, señor. El hospital y nuestro laboratorio forense han puesto de manifiesto varios hechos nuevos. El primero y principal: hemos confirmado que las pisadas ensangrentadas encajan con las pautas de un cuerpo de robot estándar manufacturado en Laboratorios Leving. Ese cuerpo-robot es un modelo básico usado con diversos tipos de cerebro y modificaciones corporales para diversos propósitos. La longitud de la zancada encaja exactamente con las especificaciones estándar para ese modelo. La herida de la cabeza de Fredda Leving corresponde a la forma y tamaño del brazo del mismo tipo de robot, y fue asestada desde atrás y a la izquierda de la víctima, desde un ángulo que encaja con la altura de Fredda Leving y la de ese modelo de robot… aunque todas estas medidas son aproximadas, y varios instrumentos contundentes encajarían también, así como toda una gama de ángulos, fuerzas y alturas que podrían corresponderse con la herida.
»Las microhuellas de pintura roja encontradas en el cuero cabelludo de la señora Leving podrían también ser de la pintura usada en algunos robots en Laboratorios Leving, aunque no se ha establecido definitivamente que la pintura en cuestión fuera usada en el modelo de robot citado. Debería añadir que no se ha podido establecer todavía si las microhuellas eran recientes o se trataba de pintura seca y endurecida, ya que pasaron varias horas antes de que los robots técnicos tomaran las muestras. Nuevas pruebas responderán a esa pregunta.
—Por lo tanto, el único sospechoso que tenemos es un robot. Eso es imposible, desde luego. Así que tuvo que ser un humano, un colono, disfrazado de robot. Excepto que incluso un colono que llevara cinco minutos en el planeta sabría que es imposible que un robot ataque a un humano. ¿Por qué molestarse en dejar una prueba que nos negaremos a creer?
—Ese tema también me ha molestado —dijo Donald—. Pero aunque supongamos que un colono esté relacionado con este crimen, debemos asumir que el colono en cuestión sabía más sobre robots que nosotros.
—¿Qué quieres decir?
—Considere la detallada familiaridad y acceso al equipo robótico requerido para preparar este ataque —respondió Donald—. El asaltante tendría que haber construido y llevado zapatos con suelas similares a los pies de los robots, y luego imitar la zancada de un robot específico. Habría tenido que usar un brazo de robot sobrante, o un objeto parecido, como instrumento romo, y golpear de tal manera que pareciese un golpe asestado por ese brazo de robot. Tendría que haber accedido a los materiales adecuados para preparar el ataque, y disponer de la habilidad mecánica para construir o modificar componentes robóticos correspondientes. Para ser francos señor, un humano capaz de preparar este ataque no sería tan estúpido o tan ignorante de los robots como para imaginarse que pensaríamos que lo hizo un robot.
—¿Pero entonces cuál fue el motivo para preparar el ataque de esa forma? —preguntó Kresh. Pensó un instante—. Dijiste que las pisadas y el brazo son de un modelo de robot estándar ¿Cuántos hay?
—A cientos. A miles si se incluyen todas las variantes.
—Muy bien, pues. Eso significa que ha habido varios miles de oportunidades para robar un robot, o apropiarse de uno defectuoso y quedarse con sus componentes… los pies, los brazos y todo lo demás. O el asaltante pudo simplemente apoderarse de un robot y desconectar el cerebro positrónico. Él o ella pudo conectar un sistema de control remoto con un enlace de vídeo y hacer que el robot se acercara a la víctima… después de todo, ¿quién sospecharía de un robot?
»Y usar un robot operado por control remoto que pareciera normal sería menos sospechoso que llevar zapatos robóticos y un brazo. De esta forma, el asaltante también podría ocultar su identidad. Otra cosa: si yo golpeara a alguien en la cabeza, querría marcharme rápido. Sin embargo, esas pisadas indican que se fue caminando, no corriendo. Eso apunta hacia un robot dirigido por control remoto limitado, que podía caminar, pero no correr.
—Excepto que el atacante no se marchó inmediatamente. Fuera quien fuese, se quedó algún tiempo después del ataque, al menos treinta segundos o un minuto.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Kresh—. Ah, por supuesto, las pisadas. Se hallaban en los bordes exteriores del charco de sangre, así que tuvieron que ser hechas después de que la víctima sangrara lo suficiente para producirlo. ¡Maldición! Eso no tiene sentido. ¿Por qué demonios querría quedarse el asaltante? Obviamente, no para asegurarse de que ella estaba muerta, puesto que no lo está. Pero nos estamos apartando del tema. Has sugerido antes que el asaltante sabría que nosotros sabríamos que un robot no cometió el crimen. Por lo tanto, tuvo otro motivo para disfrazar el ataque como procedente de un robot. ¿Cuál pudo ser? ¿Por qué un plan tan elaborado?
—Para tener la oportunidad de perderse entre la multitud más tarde —sugirió Donald—. Déjeme ofrecer una variante hipotética de los hechos por medio de un ejemplo. Ahora tenemos un sospechoso imposible, un robot. Déjeme ofrecerle otro, aunque debo pedirle que no se ofenda por esta hipótesis.
—Por supuesto que no, Donald. Adelante.
—Muy bien. Si alguien decidiera dejar pruebas para que pareciera que, por ejemplo, usted atacó a Fredda Leving, eso limitaría la búsqueda del asaltante a aquellas personas con la habilidad para dejar esas pruebas. Alguien que pudiera robarle un par de zapatos, o conseguir cabellos suyos, o sus huellas dactilares, para colocarlos en el lugar del crimen. Pero si ese sospechoso decidiera dejar pistas que señalaran igualmente a varios miles de sospechosos idénticos e imposibles…
—Nuestra búsqueda se haría más extensa. Sí, sí, lo comprendo. Una observación excelente, Donald. Pero sigue habiendo otra cuestión. ¿Qué hay del segundo conjunto de pisadas?
—Si acepta mi premisa original, que el esfuerzo para hacer que pareciera el ataque de un robot se hizo porque nosotros sabríamos que es imposible que lo hiciera, puedo ofrecer una respuesta. Si admitimos que el motivo para ese subterfugio tan poco convincente fue disfrazar al asaltante real, entonces sugiero que un solo asaltante hizo deliberadamente un grupo de pisadas ensangrentadas, se alejó lo suficiente para que todas las huellas de la sangre se gastaran, y luego volvió y caminó de nuevo sobre el charco. Una vez más, la idea sería complicar la investigación.
—Parece muy arriesgado para conseguir tan poca ventaja —objetó Kresh.
—Si, como usted sugiere, el atacante usó un robot operado por control remoto y no se trató de un hombre con botas y brazos robóticos, no pudo haber riesgo en la acción. En el peor de los casos, alguien podría aparecer durante la acción del asaltante para capturar luego al falso robot, mientras que el atacante real se encontraría a muchos kilómetros de distancia.
—Sí. Sí. Ahora nos tendrían buscando a dos robots, o a dos personas intentando disfrazarse de robots, cuando en realidad sólo hubo un único asaltante humano. Es una buena teoría, Donald.
—Hay otro punto: nuestros robopsicólogos han completado el interrogatorio preliminar de los robots de servicio en Laboratorios Leving. Creo que sus resultados son sorprendentes.
—¿De veras? —preguntó Kresh secamente—. Muy bien, pues, sorpréndeme.
—Primero, esta no fue la primera vez que se ordenó a los robots de servicio que permanecieran fuera del ala principal del laboratorio. Se les ha ordenado hacerlo muchas veces antes, normalmente, aunque no siempre, alrededor de la hora del ataque pero siempre cuando el laboratorio estaba más o menos vacío. Esto confirma lo que me dijo Daabor 5132 la noche del ataque. Sin embargo, el segundo punto proporciona datos nuevos y notables.
—Muy bien, continúa.
—Todos los robots se negaron a identificar a quien dio la orden. Nuestros robopsicólogos llegaron por unanimidad a la conclusión de que el bloqueo que los contiene es infranqueable. Los psicólogos llevaron a los robots más allá del punto de ruptura, presionándolos para que respondieran, y todos se negaron a hablar hasta el momento en que sufrieron un cortocircuito. Los robots prefirieron morir antes que hablar, incluso cuando se les dijo que su silencio podía permitir que el atacante de Fredda Leving quedara libre.
Alvar miró a Donald, sorprendido.
—¡Por todos los diablos! Es casi imposible que un bloqueo sea tan bueno. Quien lo colocó tuvo que hacer un trabajo condenadamente convincente diciendo que se le causaría daño si los robots hablaban.
—Sí, señor. Esa es la conclusión obvia. No habría otro medio de impedir que un robot se negara a ayudar a la policía a capturar a un asesino. Incluso así, haría falta un humano con una habilidad notable dando órdenes, y un conocimiento íntimo de los potenciales relativos de las Tres Leyes según son programadas en cada clase de robot, para resistir los interrogatorios policiales. Me aventuraría a decir que fue sólo la conmoción de ver a Fredda Leving inconsciente y sangrando lo que permitió que Daabor 5132 hablara antes de expirar.
—Sí, sí. ¿Pero por qué se dio esa orden más de una vez? ¿Por qué necesitaría quien la dio, ese tipo de intimidad repetidamente?
—No puedo decirlo, señor. Pero el último punto es tal vez el más notable. El bloqueo fue colocado con tanta habilidad que ningún humano del laboratorio fue consciente de su existencia. Todo un laboratorio lleno de especialistas en robótica no llegó a advertir que los robots no podían ni querían mencionar que se les ordenaba marcharse una y otra vez. El grado de habilidad requerido… —De repente, Donald dejó de moverse y pareció adoptar una posición atenta.
—Señor, estoy recibiendo una llamada de Tonya Welton por su línea privada.
—¿Qué demonios quiere esa mujer? Muy bien, ponme con ella. Y dame también visión completa.
Donald volvió la cabeza. Un panel televisor vertical plano brotó de entre sus hombros y subió deslizándose tras su nuca. Mientras se alzaba, dibujó pautas abstractas, pero luego mostró una clara imagen de Tonya Welton.
—Sheriff Kresh —dijo—. Menos mal que le localizo. Debe venir a Ciudad Colono de inmediato.
Kresh sintió un brusco ramalazo de ira. ¿Cómo se atrevía a darle órdenes?
—No tengo muchas noticias nuevas, señora Welton. Tal vez si retrasamos nuestra próxima reunión hasta que haya tenido oportunidad de obtener más información…
—No le necesito por eso, sheriff. Hay algo que debe ver. Aquí, en Ciudad Colono. O más exactamente, sobre ella.
—Señor, estoy recibiendo informes del Cuartel General confirmando disturbios en Ciudad Colono —dijo Donald, volviendo un poco la cabeza.
Kresh sintió un nudo en la boca del estómago.
—Maldita sea, otra vez no.
—Oh, sí, otra vez —dijo Tonya Welton, su voz fría de furia—. Provocación deliberada, y no sé hasta cuándo podré contener a mi gente. Sus oficiales están aquí, por supuesto, pero es peor que la última vez. Mucho peor.
Kresh cerró los ojos y deseó desesperadamente que dejaran de suceder cosas. Pero no era probable que tales deseos se materializaran pronto.
—Muy bien, señora Welton. Vamos de camino.