—Muy bien, Donald —dijo Kresh mientras entraba—, ¿qué es lo que tienes?
—Buenas noches, sheriff Kresh —replicó Donald, hablando con suave y educada cortesía—. Me temo que no disponemos de mucho. El escenario del crimen no nos dice gran cosa, aunque por supuesto tal vez encuentre usted algo que hayamos pasado por alto. No he podido elaborar una interpretación satisfactoria de la evidencia. ¿Tuvo oportunidad de examinar mi informe referido a las declaraciones del robot de mantenimiento?
—Sí. Muy extraño. Has hecho bien en sacarle los datos, pero no quiero correr ningún riesgo con el resto de los robots de personal. Ni siquiera quiero acercarme a ellos yo mismo. Quiero que los robotistas del Departamento los entrevisten a todos…, con cuidado.
Normalmente, los robotistas de la policía trataban con robots que habían sido engañados de un modo u otro por embaucadores capaces de mentirles y convencerlos para que obedecieran órdenes ilegales bajo alguna mala interpretación cuidadosamente planeada. Un hombre podía ganarse bastante bien la vida convenciendo a los robots caseros para que revelaran los códigos de las cuentas bancarias de sus amos. A los robotistas les vendría bien tratar con algo un poco fuera de lo común.
—Pero podemos preocuparnos de eso mañana. ¿Está despejado el lugar?
—Sí, señor. Los robots observadores han completado su registro básico de la zona. Creo que puede usted examinar la habitación sin peligro de destruir pruebas, mientras tenga un poco de cuidado.
Alvar miró fijamente a Donald. Después de tratar con robots durante toda una vida, seguía contemplando a esas máquinas como si pudiera leer una emoción o un pensamiento en sus expresiones o posturas. En algunos robots, en los pocos que reproducían a la perfección la apariencia humana, eso al menos era posible. Pero había muy pocos de ese precioso tipo en Inferno, y con cualquier otra clase de robot el esfuerzo era inútil.
Incluso así, tal costumbre le dio un instante para considerar el significado indirecto de las palabras del robot: «Ninguna interpretación satisfactoria de la evidencia». ¿Qué demonios significaba eso? Donald intentaba decirle algo, algo que el robot no podía decir directamente, por temor a ser demasiado perspicaz. Pero Donald nunca era críptico sin un motivo. Cuando se comportaba así, era por alguna razón. Alvar Kresh se sintió tentado a ordenarle que explicara exactamente lo que sugería, pero contuvo su impaciencia.
Tal vez lo mejor sería intentar descubrir el asunto que molestaba a Donald y evaluarlo independientemente sin prejuicios. Había, naturalmente, pocas cosas que un robot pasara por alto y un humano pudiera detectar. Gran parte de lo que Donald había dicho carecía de sentido, salvo para halagar su ego. Pero las palabras que utilizó eran interesantes: «El escenario del crimen no nos dice mucho que podamos usar». Como si hubiera algo allí, pero algo sin sentido, engañoso, capaz de distraer. «Y yo que quería evitar los prejuicios», pensó Kresh sardónicamente. Ese era el problema con los robots asistentes tan buenos como Donald: se tendía a confiar demasiado en ellos, a dejar que influyeran en tus pensamientos, se les permitía hacer demasiado trabajo de fondo. «Demonios, probablemente Donald podría hacer este trabajo mucho mejor que yo», pensó Alvar.
Sacudió la cabeza, airado. No. Los robots son servidores de los humanos, incapaces de acción independiente. Alvar atravesó la puerta, entró en la habitación, y empezó a mirar a su alrededor.
Sintió que lo asaltaba un retortijón a la vez extraño y familiar cuando se puso manos a la obra. Siempre había algo extrañamente excitante en aquel momento, cuando se abría el caso y comenzaba la cacería. Se trataba de una extraña cacería, pues empezaba sin que Alvar supiera a quién habría de perseguir.
Y había algo aún más raro, siempre, en encontrarse de pie en medio de la habitación privada de alguien mientras esa persona se hallaba ausente. Había estado en dormitorios y salones y naves espaciales de gente muerta y desaparecida, había leído sus diarios, seguido sus movimientos financieros, tropezado con las pruebas de sus vicios secretos y sus placeres privados, sus grandes crímenes y sus pequeños y patéticos secretos. Había llegado a conocer sus vidas y muertes a partir de las pistas que dejaban, y había llegado a saber las partes más íntimas de sus vidas gracias al poder de su cargo. Aquí y ahora, también comenzaba.
Algunos lugares de trabajo eran estériles y no revelaban nada sobre sus habitantes. Pero este lugar no era uno de ellos. Esta habitación era un retrato de la persona que trabajaba en ella, si Alvar sabía cómo interpretarlo.
Empezó a examinar el laboratorio. Superficialmente, al menos, era bastante corriente. Una sala de unos veinte metros por diez. De todos modos, Inferno no era un mundo demasiado abarrotado. La gente tendía a separarse. Según los niveles de Inferno, era el espacio medio para una persona.
Había cuatro puertas en total, en las esquinas de la habitación, situadas en las paredes más largas: dos daban al muro exterior, y las otras dos a la pared opuesta, al pasillo del edificio. Alvar advirtió que la habitación carecía de ventanas, y las puertas eran pesadas; parecían herméticas a la luz. Cerrándolas y apagando la iluminación del techo, la habitación quedaría oscura como boca de lobo. Al parecer trabajaban allí con materiales fotosensibles. O tal vez probaban los ojos de los robots. ¿Sería importante el hecho de tener una sala a prueba de luz, o carecería de significado? No había forma de saberlo.
Alvar y Donald se detuvieron junto a una de las puertas interiores, pues Alvar pensaba que daba a la parte trasera de la habitación. «¿Pero por qué está la parte trasera en este extremo?», se preguntó. Por nada específico. Pero aquel extremo de la sala parecía más en desuso. Todo estaba almacenado. El otro extremo, era evidente, recibía un uso más frecuente.
Mostradores de trabajo cubrían casi toda la extensión de la sala, entre las parejas de puertas. Había terminales de ordenadores sobre ellos. Las paredes contenían salidas de diversos tipos de suministros de energía, y dos o tres enganches que Kresh no pudo identificar. Cintas de datos con alguna finalidad especial, tal vez.
Cada centímetro cuadrado de las mesas parecía tener algo encima. Un torso de robot, una cabeza de robot desmontada, un puñado de cajas cuidadosamente selladas, cada una marcada: «Manejar con cuidado». «Cerebro gravitónico». Alvar frunció el ceño y miró de nuevo las etiquetas. ¿Qué demonios eran los cerebros gravitónicos? Durante miles de años, todos los robots habían sido construidos con cerebros positrónicos. Era el cerebro positrónico el que hacía posible la existencia de los robots. ¿Cerebros gravitónicos? Alvar no sabía nada acerca de ellos, pero el nombre mismo era inquietante. No aprobaba los cambios innecesarios.
Archivó el enigma para futuras ocasiones y continuó investigando. Todos los mostradores laterales de la sala estaban llenos de todo tipo de misteriosas herramientas, máquinas y componentes de robot. Sin embargo, no había sensación de caos o desorden en la habitación: todo estaba limpio y ordenado. Ni siquiera había rastro de confusión. Simplemente, aquella sala era usada de forma habitual por alguien que parecía tener varios proyectos en marcha a la vez.
En el centro de la habitación había dos grandes mesas de trabajo. Un robot a medio construir y una sorprendente colección de piezas y herramientas estaban extendidas sobre una mesa, mientras que la otra estaba vacía en gran parte, con sólo unos cuantos objetos desperdigados en sus bordes.
Por toda la sala había estanterías con textos técnicos. Entre las dos mesas se hallaba un gran aparato de tubos y articulaciones giratorias. Medía fácilmente tres metros de altura, y su base ocupaba tal vez cuatro metros por cinco. Estaba colocado sobre patines, así que podía ser apartado del camino cuando no se utilizaba.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Alvar, dirigiéndose hacia el centro de la habitación.
—Un bastidor de robots de servicio —respondió Donald, siguiéndolo—. Está diseñado para afianzarse en los puntos de anclaje de un robot y suspenderlo a cualquier altura y en cualquier actitud, con el fin de tener fácil acceso a la parte necesaria. Se usa para reparaciones o pruebas. Me pareció que era algo grande y engorroso para tenerlo en mitad de la habitación. Desde luego, interferiría el movimiento entre dos mesas de trabajo, por ejemplo.
—Eso es lo que estaba yo pensando. Mira esa zona vacía junto a la pared trasera. Lo colocaban allí cuando no lo utilizaban. ¿Entonces por qué está en medio de la habitación? ¿De qué sirve un soporte de robots vacío?
—La deducción clara es que aquí hubo un robot hace poco —dijo Donald.
—Sí, estoy de acuerdo. Y advierte el espacio vacío en el centro de esa mesa de trabajo. Tiene el tamaño adecuado para un robot. A menos que movieran al mismo robot de la mesa al bastidor, o viceversa. ¿Sería ese el motivo del ataque? ¿El robo de uno o dos robots experimentales? Tendremos que comprobarlo.
—Señor, si pudiera dirigir su atención al suelo delante del bastidor de servicio, la posición de Fredda Leving ha sido marcada.
—Todavía no, Donald. Ya llegaré. Ya llegaré. —Alvar ignoraba a propósito el charco de sangre y el trazado del cuerpo en el centro de la habitación. Era demasiado fácil distraerse con las pistas grandes y obvias del escenario de un crimen. ¿Qué podría decirle el contorno de un cuerpo? ¿Que una mujer había sido atacada aquí, que había sangrado? Ya lo sabía. Era mejor trabajar primero con el resto de la habitación.
Pero le molestaba una cosa. Esta habitación no encajaba con lo que sabía de Fredda Leving. La conocía levemente, pues le había encargado la construcción de Donald, pero este lugar no iba con ella. Tenía, de algún modo, la sensación de dominio masculino. Detalles diminutos que había visto pero no advertido quedaron de repente registrados en la conciencia de Alvar. El tamaño y el corte de una bata que colgaba junto a la puerta, el tamaño de los zapatos antipolvo situados en el suelo junto a la bata, ciertas herramientas almacenadas en ganchos de pared que estarían fuera del alcance de una mujer de estatura media.
Y había, indefinible, algo en el orden de esta habitación que hablaba de un hombre tímido, compulsivamente ordenado, algo que no encajaba con una mujer decidida como Fredda Leving. De responder a su imagen pública, el laboratorio sería un desorden, aun después de que los robots se encargaran de la limpieza, pues ella evitaría rotundamente dejar que se acercaran a la mayoría de las cosas. La famosa Fredda Leving, heroína de la investigación robótica, la joya de la corona de la ciencia de Inferno, no era una fastidiosa maniática, pero el ocupante de esta habitación lo era claramente.
Alvar Kresh regresó al pasillo y comprobó la placa de la puerta. Gubber Anshaw, jefe de Diseño y Pruebas, rezaba. Bueno, eso resolvía un misterio menor y lo sustituía por otro. No era el laboratorio de Leving, sino de Anshaw, fuera quien fuese. ¿Pero qué estaba haciendo Fredda Leving en el laboratorio de Anshaw, presumiblemente sola con su atacante, en mitad de la noche?
Kresh volvió a entrar en el laboratorio y recorrió el resto de la habitación, cuidando de no tocar nada, decidido a resistir el mayor tiempo posible la tentación de ir y mirar el punto donde cayera el cuerpo. La habitación era un perfecto bosque de pistas potenciales, repleta de artilugios y tecnología que hubiera podido tener importancia en el caso, si Alvar hubiera sabido algo de robótica experimental. ¿Faltaba algo, un objeto tan grande como un robot experimental, o tan diminuto como un microcircuito avanzado, cuyo robo pudiera proporcionar un motivo para el ataque?
¿Pero cuál era la naturaleza del ataque? No lo sabía.
Por fin, reluctante, después de recorrer el resto de la escena del crimen y conseguir muy poco, Alvar se dirigió hacia el centro de la habitación, el centro del caso, el centro del ataque.
Allí estaba, en el suelo, entre las dos mesas de trabajo, a un metro aproximadamente de la gran grúa de soporte de robots. Un charco de sangre, una forma irregular de un metro de diámetro. El contorno del cuerpo quedaba indicado a la perfección, incluso los dedos, extendidos de la mano izquierda, por una brillante línea amarilla. Los dedos, extendidos hacia la puerta, parecían buscar una ayuda que no vino.
Una parte errante de la mente de Kresh se preguntó cómo conseguían aquel contorno perfecto. Los robots de la Oficina del sheriff sabían cómo, mas no él.
Pero no. Era tentador distraerse con los temas colaterales, pero no podía permitirse el lujo. Se arrodilló y miró lo que había venido a ver. Se había obligado a no advertir el olor a sangre seca hasta ese momento, pero ahora tenía que prestar atención, y el denso olor acre pareció invadir sus pulmones. Una oleada de náusea lo barrió. Ignoró el hedor y continuó con su sombría tarea.
El charco de sangre había sido pisoteado y esparcido por los robots médicos, cuyas huellas habían oscurecido la historia que tenía que contar el suelo. Pero no importaba. Donald tendría imágenes del suelo grabadas directamente de los ojos de los robots médicos, sobre lo que vieron en el momento de entrar. Los ordenadores podrían borrar todo rastro de los robots médicos a partir de las imágenes que los robots observadores / forenses de la policía hubieran hecho, para reconstruir la escena tal como estaba antes. Algunos de sus oficiales sólo trabajaban a partir de las reconstrucciones, pero Kresh prefería hacerlo en el lío confuso, sucio y turbio del escenario real del crimen.
La sangre se había coagulado y secado ya. Kresh sacó un lápiz de su bolsillo y tocó la superficie. Casi completamente solidificada. Siempre le sorprendía lo rápido que eso sucedía. Alzó la cabeza y advirtió la huella de un pie de robot médico, y luego algo que ya había visto antes pero relegado hasta haber comprobado toda la habitación. Otros dos conjuntos de pisadas, claramente de pies robóticos, pero completamente diferentes a las de los robots médicos. Unas pisadas se dirigían hacia el pasillo, las otras se perdían tras la puerta que conducía al exterior del edificio.
Y los dos conjuntos de pisadas podían ser diferentes a las de los robots médicos, pero eran completamente idénticas entre sí. Dos conjuntos de misteriosas pisadas, exactamente iguales.
—Esto es lo que te preocupaba, ¿verdad, Donald? —preguntó Alvar mientras se incorporaba.
—¿Qué, señor?
—Las pisadas de robot. Las que dejan claro que un robot, o dos de ellos, pisaron el charco de sangre y dejaron a Fredda Leving, posiblemente para que muriera.
—Sí, señor, eso me preocupaba. El fallo es obvio, pero es lo que la evidencia sugiere.
—Entonces la evidencia está equivocada. La Primera Ley hace imposible que ningún robot se comporte de esa forma —dijo Alvar.
—Y por tanto —declaró una nueva voz súbitamente desde la puerta—, por tanto, alguien debe haber preparado el ataque para hacer que parezca que un robot, dos robots, lo cometieron. Brillante, sheriff Kresh. He tardado treinta segundos en calcularlo. ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?
Alvar se volvió y apretó los dientes para no soltar una sarta de maldiciones. Era Tonya Welton. Una mujer alta, de piel oscura y miembros largos y graciosos. Se encontraba en la puerta, con un alto robot amarillo oscuro detrás de ella. Alvar Kresh nunca habría advertido al robot a no ser porque Welton era una colonizadora. Siempre sentía un placer morboso en ver a robots relacionados con la gente que los odiaba tan apasionadamente, pero en este momento al menos, Welton no parecía molesta en lo más mínimo. Su expresión era de divertida condescendencia.
Iba vestida con un inquietante traje de una pieza, ajustado y con extravagantes dibujos azules. La población espacial de Inferno prefería ropas mucho más modestas y colores menos llamativos. En Inferno, eran los robots quienes usaban los colores brillantes, no las personas. Pero nadie había dicho eso a la jefe de los colonos de Inferno, o lo había ignorado por completo cuando se lo dijeron. Welton, probablemente, actuaba al contrario de forma deliberada.
¿Pero qué demonios estaba haciendo Tonya Welton aquí, ahora?
—Buenas noches, lady Tonya —dijo Donald en su tono más cortés y amable. Era muy raro que un robot hablara a menos que se le dirigiera la palabra primero, pero Donald era lo suficientemente listo como para saber que esta situación requería habilidad—. Qué agradable sorpresa tenerla aquí.
—Lo dudo —dijo Tonya Welton con una sonrisa que Alvar consideró al menos como un intento de cortesía—. Perdóneme por mi brusca entrada, sheriff Kresh. Me temo que la noticia de lo sucedido a Fredda Leving me perturbó. Tiendo a ser un poco brusca cuando estoy perturbada.
«Y en el resto de las ocasiones», pensó Kresh.
—Muy bien, señora Welton —replicó en un tono de voz que indicaba exactamente lo contrario—. No sé qué asunto la trae aquí, pero se ha producido un ataque contra uno de los científicos más prominentes de Inferno esta noche, y no puedo permitir que nadie interfiera. Esta es una investigación oficial que no tiene nada que ver con los colonos, y me temo que debo pedirle que se marche.
—Oh, no, no puedo. Verá, por eso estoy aquí. El propio gobernador Grieg me llamó hace una hora y me pidió que viniera y me uniera a su investigación.
Alvar Kresh miró a la mujer colonizadora con la boca abierta de asombro. ¿Qué demonios sucedía allí?
—¿Hemos terminado, Donald? —preguntó—. ¿Algo más que deba ver inmediatamente?
—No, señor, creo que no.
—Muy bien, Donald. Sella esta habitación considerándola escenario del crimen. Que nadie entre ni salga. Creo que ahora será mejor que la señora Welton y yo tengamos una pequeña charla, y este no es el lugar apropiado. Reúnete con nosotros cuando hayas terminado los arreglos.
—Muy bien, señor.
—Vamos a mi coche, señora Welton. Podemos hablar allí.
—Sí, sheriff —dijo Tonya Welton, envarada—. Hay unas cuantas cosas que tenemos que dejar claras. Vamos, Ariel.
Alvar Kresh y Tonya Welton se sentaron en el aeroauto del sheriff, uno frente al otro, ambos alerta. El robot femenino de Welton, Ariel, se situó detrás de su ama, perdido en el fondo por lo que concernía a Kresh. Los robots no contaban.
—Muy bien —dijo—. ¿De qué va todo esto? ¿Por qué la llamó el gobernador? ¿Qué posible conexión tiene este caso con los colonos?
Tonya Welton cruzó sus manos y miró a Kresh.
—En un par de días recibirá la respuesta a eso. Pero por ahora me temo que es asunto clasificado.
—Ya veo —dijo Kresh, aunque claramente no era así—. Me temo que no es gran cosa como explicación.
—No, y lo lamento, pero tengo las manos atadas. Sin embargo, hay una cosa que sí puedo decirle para explicar en parte mi presencia aquí. Tengo autoridad para hacerlo, bajo el acuerdo que permite una presencia colonizadora en este mundo. Tengo derecho a proteger la seguridad de mis empleados.
—¿Cómo dice?
—Oh, sí, ¿no lo sabía? —preguntó Tonya Welton—. Fredda Leving está trabajando para mí.
Hubo medio minuto de mortal silencio. Fredda Leving era famosa, una de las mejores robotistas del planeta. La mayoría de los infernales no la consideraban una persona, sino un haber planetario. Que ella y sus laboratorios quedaran reducidos a simples empleados de los colonos… era como si Welton hubiese anunciado que los colonos habían comprado la Torre Gubernamental, o los títulos de la Gran Bahía. Por fin, Alvar volvió a encontrar su voz.
—Si pudiera hacer una sugerencia, señora Welton, creo que sería bueno mantener este hecho en secreto —gruñó.
Welton pareció sorprendida.
—¿Por qué? No lo hemos hecho público, pero tampoco hemos intentado mantenerlo en secreto.
—Entonces le sugiero que empiecen.
—Me temo que no comprendo.
—Entonces dejemos una cosa clara, señora Welton. El ciudadano medio de Inferno no considerará este ataque un mero asalto, o un intento de asesinato. Los ciudadanos considerarán una agresión a un científico destacado, sobre todo un robotista, como sabotaje. Muchos de ellos asumirán simplemente que su gente lo hizo, sin saber ni siquiera la relación de los colonos con Laboratorios Leving. Cuando se enteren de que los colonos están implicados, será todavía peor.
—¡Nuestra implicación! —exclamó Tonya Welton—. ¡No tuvimos nada que ver con el ataque!
—Es posible —dijo Alvar. Welton estaba claramente perturbada, y la quería de esa forma, desequilibrada. ¿Qué estaba haciendo aquí, de todas formas? ¿Cómo había llegado tan rápido? Había algo terriblemente sospechoso en su premura y ansiedad. ¿En qué clase de trabajo robótico podrían estar interesados los colonos? Había más de un misterio en el aire aquella noche.
Donald entró en el aeroauto y se colocó contra la pared, junto a Ariel. Kresh lo miró, y asintió. Había algo reconfortante en tener allí a su leal servidor. Pero Donald no era el tema. Kresh miró a Welton, intentando calibrar su estado de ánimo. Si era buen juez en tales asuntos, había un rastro de inseguridad bajo toda su valiente charla.
—Niega usted su relación —dijo—, pero ha dicho que Fredda Leving trabaja para ustedes. Esa es relación suficiente. Eso solo será considerado una amenaza por la mayor parte de la gente de este mundo.
—¿De qué diablos está hablando? —inquirió Welton.
—Los infernales considerarán su intromisión en las investigaciones robóticas como un ataque a las esperanzas de los espaciales de sobrevivir en un universo que parecía rendirse a los colonos. Si les llega la más mínima insinuación de cualquier conexión entre los colonos y el ataque, por leve que sea, los habitantes de este mundo asumirán que su gente estuvo detrás del ataque a Fredda Leving. No les importará si es o no verdad. Lo creerán.
»Asociarán este ataque con los colonos, los mismos malditos colonos que ven deambulando libremente por todo Inferno, metiendo la nariz en todo, tratando a la gente como si fueran poco más que salvajes. Será suficiente para que la situación se vuelva aún más tensa. Los habitantes de Inferno están convencidos de que los colonos nos tratan a todos como nativos curiosos a los que hay que hacer a un lado para seguir conquistando la galaxia.
Tonya se sonrojó un poco, y se cruzó de brazos.
—Política. Siempre se acaba en política y prejuicios. Mi querido sheriff, no somos los colonos los que estamos frenando a los espaciales. Lo hacen ustedes solos, sin ayuda. Han tenido incontables generaciones para colonizar nuevos mundos por su cuenta. Ahora podrían poseer miles de mundos. En cambio, no tienen más que cincuenta… cuarenta y nueve, después de ese asunto de Solaria.
»Nosotros no les impedimos que continuaran colonizando. Ustedes decidieron no hacerlo. Ni les impedimos ahora que inicien un nuevo esfuerzo colonizador. Pero en vez de actuar, ustedes deciden quedarse en casa y echarnos las culpas por seguir avanzando. ¿Es culpa nuestra que hayan decidido renunciar a colonizar nuevos mundos como signo de virtud?
—Señora Welton, debe excusarme —dijo Kresh—. Permití que mis emociones me dominaran. No pretendía acusarlos, pero tiene derecho a ser advertida de lo que pensará la gente de Inferno si su… relación se hace pública. Yo no comparto esos puntos de vista, aunque debo admitir que los comprendo. Pero en mi opinión profesional, si surge una relación colonizadora con Fredda Leving en conexión con este crimen, o en cualquier otra forma, habrá que pasar un verdadero infierno.
Tonya Welton lo miró, sin parpadear, silenciosa, el rostro ilegible. Por fin, habló.
—Entonces creo que puede esperar a pagar ese precio dentro de un par de días —dijo sobriamente.
—¿Qué pasará entonces? —preguntó, la voz sin inflexiones, la cara inexpresiva.
—Habrá un… anuncio —dijo ella, escogiendo con cuidado las palabras—. No puedo decir más, pero si van a producirse las dificultades de las que habla, será entonces.
—Perdóneme, señora Welton, pero ¿cree que es posible que el ataque de esta noche tenga alguna relación con ese anuncio? —preguntó Donald—. ¿Es tal vez un intento de impedirlo o retrasarlo?
Welton volvió bruscamente la cabeza hacia Donald, la expresión salvaje y descontrolada. Obviamente, no había advertido que había subido al auto.
—Sí —dijo, tal vez con demasiada ansiedad—. Sí, creo que es una posibilidad real. Si es cierto, entonces creo que corremos un peligro terrible.
—¿Qué demonios está…? —empezó a decir Kresh.
—No —dijo Welton, volviéndose hacia él—. No puedo decir más. Pero resuelva este caso rápidamente, sheriff. Si hay algo en esta vida, en este mundo, que tenga algún valor para usted, ¡resuélvalo! —Inspiró profundamente y pareció recuperarse un poco—. Ha sido un error venir esta noche —anunció. Se giró y observó la cabina del coche aéreo, como si la viera por primera vez—. Me pondré en contacto con usted mañana, sheriff. Y espero informes completos de sus progresos sobre una base firme. Vamos, Ariel.
Y sin decir más, bajó del coche seguida por su robot femenino. Alvar Kresh se las quedó mirando, preguntándose dónde encajaba exactamente Tonya Welton. Su comportamiento de esa noche era extraño, por decirlo con suavidad. Al margen del hecho de su aparición mágica casi antes de que Kresh llegara al lugar del crimen, había algo más. La forma en que se había aferrado a la posibilidad de un motivo político, casi hizo pensar a Kresh que quería desviar su atención hacia esa idea, apartándola de algo más. ¿Pero de qué demonios podía tratarse?
Lo único que sabía con certeza era que sucedía algo y que, fuera lo que fuese, ya estaba plenamente implicado en ello.