El golpe hizo impacto en su cráneo. Las rodillas de Fredda Leving vacilaron. Soltó la taza de té, que cayó al suelo y se rompió en un estallido de líquido marrón. Fredda se desplomó. Su cuerpo golpeó el suelo, chocando con los fragmentos rotos de la taza, que hirieron el hombro izquierdo y la parte izquierda de su rostro. La sangre manó de las heridas.
Permaneció allí tendida, de lado, inmóvil, encogida en una fantasmal imitación de la posición fetal.
Durante un brevísimo instante, recuperó la conciencia. Podría haber pasado una décima de segundo después del ataque, o dos horas, no podía decirlo. Pero los vio, no había duda de eso. Vio los pies, los dos pies rojos metálicos, a menos de treinta centímetros de su cara. Sintió miedo, asombro, confusión. Pero entonces su dolor y sus heridas la asaltaron de nuevo, y ya no supo nada más.
El robot CBN-001, también conocido por Calibán, despertó por primera vez. En un mundo nuevo para él, sus ojos adquirieron un brillo azul profundo y penetrante mientras observaba sus inmediaciones. No tenía memoria, ningún conocimiento para guiarlo. No sabía nada.
Se miró a sí mismo y vio que era alto, y su cuerpo rojo metálico. Tenía el brazo izquierdo medio alzado, extendido ante sí, con el puño cerrado. Dobló el codo, abrió el puño y se contempló la mano durante un instante. Bajó el brazo. Movió la cabeza de un lado a otro, viendo, oyendo, pensando, sin ningún recuerdo de experiencia anterior como guía. «¿Dónde estoy, quién soy, qué soy?».
«Estoy en una especie de laboratorio. Soy Calibán. Soy un robot. —Las respuestas vinieron de su interior, pero no de su mente—. De una base de datos —advirtió, y ese conocimiento también procedía de la base de datos—. Entonces, de ahí vienen las respuestas».
Miró al suelo y vio un cuerpo tendido de costado, con la cabeza cerca de sus pies. Era la forma encogida de una mujer joven, con un charco de sangre alrededor de la cabeza y la parte superior de su cuerpo. Reconoció al instante los conceptos de «mujer», «joven», «sangre», las respuestas llegaron a su conciencia casi antes de que pudiera formular las preguntas. Era un aparato notable aquella base de datos.
«¿Quién es? ¿Por qué está ahí tendida? ¿Qué le sucede?». Esperó en vano a que brotaran las respuestas, pero no llegó ninguna explicación. La base de datos no podía (o no quería) ayudarlo con estas preguntas. Parecía que no podía dar ciertas respuestas. Calibán se arrodilló, contempló a la mujer más de cerca, introdujo un dedo en el charco de sangre. Sus sensores térmicos revelaron que se enfriaba rápidamente, coagulándose. —El principio de la coagulación de la sangre surgió en su mente. «Debe estar pegajosa pensó, y lo comprobó uniendo su pulgar y su índice y luego separándolos—. Sí, una leve resistencia».
Pero sangre, y una herida humana… Una extraña sensación se apoderó de él, y supo que había alguna reacción, alguna respuesta profundamente arraigada que debería tener. Una respuesta que no estaba allí.
La sangre rodeaba ahora los pies de Calibán. Se irguió y descubrió que no deseaba encontrarse en medio de un charco de sangre. Deseaba dejar este lugar en busca de entornos más agradables. Echó a andar, y vio una puerta abierta al fondo de la habitación. No tenía ninguna meta, ningún propósito, ningún conocimiento, ningún recuerdo. Una dirección era tan buena como cualquier otra. Cuando empezó a moverse, ya no hubo motivo para parar.
Calibán abandonó el laboratorio, completamente ignorante de que iba dejando un rastro de huellas sangrientas. Atravesó la puerta y continuó la marcha. Salió de la habitación, del edificio, hacia la ciudad.
El robot sheriff Donald DNL-111 contempló el suelo manchado de sangre, sombríamente consciente de que, de todos los mundos espaciales, sólo en la ciudad de Hades en el planeta Inferno podía una escena de tanta violencia ser reducida a una cuestión de rutina.
Pero Inferno era diferente; y por supuesto eso era el principal problema.
En Inferno sucedía cada vez con más frecuencia: un humano atacaba a otro por la noche (casi siempre era por la noche) y escapaba. Un robot (casi siempre era un robot) llegaba al escenario del crimen e informaba de ello, y entonces sufría un colapso de disonancia cognitiva importante, incapaz de enfrentarse con la vivencia directa, vívida y horripilante de la violencia contra un ser humano. Luego llegaban los robots médicos. La oficina del sheriff enviaba a Donald, el robot personal del sheriff, al lugar. Si Donald consideraba que la situación requería la atención de Kresh, informaba al robot doméstico para que despertara al sheriff Alvar Kresh y sugería que este se reuniera con él en el escenario del crimen.
Esta noche, el ritual sería llevado hasta el final. Este ataque, sin duda, requería que el sheriff en persona se hiciera cargo de la investigación. La víctima, después de todo, era Fredda Leving. Había que llamar a Kresh.
Por eso algún otro robot subordinado despertaría a Kresh, lo vestiría y lo enviaría hacia aquí. Era una lástima, porque Kresh parecía sentir que Donald era el único que podía hacerlo de forma adecuada. Y cuando Alvar Kresh despertaba de mal humor, a menudo conducía su propio coche aéreo para reducir su tensión. A Donald no le gustaba en absoluto la idea de que su amo pilotara solo. Pero la idea de Alvar Kresh de mal humor, medio dormido, volando de noche, era especialmente desagradable.
Sin embargo, no había nada que Donald pudiera hacer al respecto, y en cambio había muchas cosas que hacer aquí. Donald era un robot pequeño, casi redondo, pintado con el tono celeste metálico de la policía y cuidadosamente diseñado para ser una presencia sin relevancia, el tipo de robot que no podría perturbar, inquietar ni intimidar a nadie. La gente respondía mejor a las preguntas de un robot policía si no era importuno. La cabeza y el cuerpo de Donald eran redondos, los lados y planos de su forma fluían en curvas suaves. Sus brazos y piernas eran cortos, y no se había hecho ningún esfuerzo para colocar otra cosa más que un leve boceto de rostro humano en la parte delantera de su cabeza. Tenía dos brillantes ojos azules, y una parrilla por boca, pero por lo demás su cabeza carecía de rasgos y era absolutamente inexpresiva.
Lo cual quizás era oportuno, pues si su cara hubiera tenido suficiente movilidad para hacerlo, ahora se habría visto forzado a adoptar una expresión adecuada a su reacción. Donald era un robot policía, relativamente acostumbrado a la idea de causar daño a un ser humano, pero incluso él tenía problemas para tratar con este ataque. Hacía tiempo que no veía uno de estas características. Y nunca antes se había visto en situación de conocer a la víctima. Después de todo, fue la propia Fredda Leving quien construyó a Donald y le puso su nombre. Donald sentía que la relación personal con la víctima agravaba sus tensiones con la Primera Ley.
Fredda Leving yacía desplomada en el suelo, con la cabeza en el charco de su propia sangre. Dos rastros de huellas sangrientas se alejaban de la escena en direcciones diferentes, hasta salir por dos de las cuatro puertas de la sala. No había pisadas de entrada.
—¿Señor? ¿Señor? ¿Señor? —la voz robótica era rechinante y mecánica, emitida en voz alta en vez de por hiperondas. Donald se volvió y miró al hablante. Era el robot de mantenimiento quien lo había llamado.
—¿Sí, qué pasa?
—¿Se… pondrá… se pondrá bien… bien?
Donald miró al pequeño robot pardo. Era una unidad DAA-BOR, de no más de metro y medio de altura. El temblequeo en su voz le dijo lo que ya sabía. Antes de que pasara mucho tiempo, aquel pequeño robot no serviría más que para chatarra, víctima de la disonancia de la Primera Ley.
La teoría decía que un robot en el escenario de un crimen debiera poder proporcionar primeros auxilios, con el centro médico listo para transmitir cualquier conocimiento especializado que pudiera ser de utilidad. Pero una seria herida en la cabeza, que podía implicar lesiones cerebrales, hacía esto imposible. Incluso dejando a un lado el tema de tener a mano equipo quirúrgico, este robot de mantenimiento no tenía la capacidad cerebral, las habilidades motoras ni la agudeza visual necesarias para diagnosticar una herida semejante. El robot de mantenimiento debió verse cogido en una clásica trampa de la Primera Ley, consciente de que Fredda Leving estaba malherida, pero sabiendo también que cualquier intento inexperto de ayudarla podía lastimarla más. Atrapado entre la orden de no causar daño y la de no causar ningún daño por inacción, el cerebro positrónico del DAA-BOR tenía que haber resultado seriamente dañado mientras oscilaba entre las demandas de acción e inacción.
—Creo que los robots médicos tienen la situación dominada, Daabor 5132 —replicó Donald. Tal vez algunas palabras de ánimo de una figura autoritaria como un robot policía le hicieran bien, y ayudaran a estabilizar la disonancia cognitiva que perturbaba claramente a este robot—. Estoy seguro de que tu rápida llamada contribuyó a salvarle la vida. Si no hubieras actuado como lo hiciste, el equipo médico no habría llegado a tiempo.
—Gra… gra… gracias, señor. Es bueno saberlo.
—Sin embargo, hay una cosa que me intriga. Dime, amigo: ¿dónde están los demás robots? ¿Por qué eres el único que hay aquí? ¿Dónde están los robots de servicio, y el robot personal de la señora Leving?
—Se les ordenó… ordenó que se fueran —respondió el pequeño robot, todavía pugnando por controlar su habla—. Les ordenaron que despejaran la zona a primeras horas de esta tarde. Están en el ala opuesta del laboratorio. Y la señora Leving no tiene robot personal.
Donald miró asombrado al otro robot. Ambas declaraciones eran notables. Que una destacada científica no tuviera un robot personal era increíble. Ningún espacial se aventuraría a salir de su casa sin la asistencia de uno de tales robots. Un ciudadano de Inferno preferiría salir desnudo que sin la compañía de un robot, e Inferno tenía una fuerte tradición de pudor, incluso entre los mundos espaciales.
Pero eso no era nada comparado con la idea de que se ordenara que se marcharan los robots de servicio. ¿Cómo podía ser posible? ¿Y quién les ordenó que se fueran? ¿El asaltante? Parecía una conclusión obvia. Durante una milésima de segundo, Donald vaciló. Era peligroso hacer tales preguntas a este robot, dado el frágil estado de su mente y su disminuida capacidad. Los conflictos adicionales entre la Primera y la Segunda Ley podrían causar fácilmente un daño irreparable. Pero no, era necesario hacer las preguntas ahora. Era posible que Daabor 5132 sufriera un colapso cognitivo completo de un momento a otro, y esta podría ser la única oportunidad para preguntarle. Habría sido mucho mejor que un humano, el sheriff Kresh, llevara a cabo el interrogatorio, pero el robot se desmoronaría en cualquier momento; Donald decidió correr el riesgo.
—¿Quién dio esa orden, amigo? ¿Y cómo es que tú la desobedeciste?
—¡No desobedecí! No estaba presente cuando la orden se dio. Me enviaron… me enviaron un recado. Volví después.
—¿Entonces cómo sabes que se dio la orden?
—¡Porque se ha dado antes! ¡Otras veces!
—¿Quién la dio? ¿Qué otras veces? ¿Quién dio la orden? ¿Por qué dio la orden esa persona? —Donald se sintió aún más perplejo. La cabeza de Daabor se ladeó bruscamente.
—No puedo decirlo. Me ordenaron que no lo dijera. Me ordenaron, nos ordenaron que no dijéramos que nos hicieron marchar tampoco, pero marcharnos causó daño a un humano daño… daño… daño…
Y con un leve sonido ahogado, Daabor 5132 se quedó inmóvil. Sus ojos verdes emitieron un breve destello y luego se apagaron. Donald contempló tristemente lo que unos breves momentos antes era un ser racional. No había ninguna duda de que había actuado bien. De todos modos, Daabor 5132 se habría derrumbado en cuestión de minutos.
Al menos existía la esperanza de que un robotista humano experimentado pudiera conseguir más información de los otros robots de servicio.
Donald dejó al estropeado robot de mantenimiento y devolvió su atención a la víctima humana del suelo, rodeada de robots médicos.
Era aquella visión lo que había destruido al robot Daabor, pero Donald sabía que él estaba hecho, literalmente, de un material más duro. La propia Fredda Leving había ajustado su potencial a la Primera, Segunda y Tercera Leyes con el propósito expreso de hacerlo capaz de ejecutar su trabajo policial.
Donald 111 contempló la escena que se desarrollaba ante él, sintiendo el tipo de tensión con la Primera Ley familiar a un robot sheriff: había allí un ser humano dolorido, en peligro, y sin embargo no podía actuar. Los robots médicos estaban para eso, y podrían ayudar a Fredda Leving con mucha más eficacia que él. Donald lo sabía, y se contenía, pero la Primera Ley era bastante clara y enfática: Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño. No había escapatoria, no había excepciones.
Pero ayudar a esta humana sería interferir el trabajo de los robots médicos causando, al menos potencialmente, daño a Fredda Leving. Por tanto, no hacer nada era ayudarla. Pero Donald tenía prohibido no hacer nada, y sin embargo ayudarla sería interferir… Combatió los temblores de su mente y su cerebro positrónico afrontó la misma disonancia que había destruido a Daabor 5132. Donald sabía que sus ajustes de robot policía se encargarían de que sobreviviera al episodio, como había sucedido tantas veces en el pasado, pero eso no lo hacía menos desagradable.
Los humanos eran distintos. Últimamente, la visión de sangre y violencia apenas molestaba a Alvar Kresh. Los seres humanos podían acostumbrarse a esas cosas. Podían adaptarse. Donald sabía intelectualmente que así era, lo había observado, pero no podía comprender cómo era posible. Ver a un humano en apuros, en peligro, ver a un humano víctima de la violencia, incluso muerto, y no reaccionar: eso quedaba más allá de su comprensión.
Pero humanos o robots, los policías veían muchas cosas, sobre todo en Inferno, y la experiencia lo hacía más fácil en cierto modo. Las pautas de su cerebro positrónico estaban habituadas al conocimiento de cómo tratar con esta situación, por perturbadora que fuese. Quédate atrás. Observa. Reúne datos. Deja que los médicos hagan su trabajo.
Y luego espera al humano, espera a Alvar Kresh, espera al sheriff de la ciudad de Hades.
Los robots médicos trabajaban sobre la forma inerte, corrían a estabilizarla, a suministrarle sangre, remendando las heridas de su hombro y su rostro, aplicándole vendajes y suministrándole drogas; y luego la trasladaron a una camilla flotante, la cubrieron con las sábanas, introdujeron en su boca un tubo respirador, la apartaron de la vista con sus cuidados y servicios. «Y así es como debe ser —pensó Donald—. Los robots son el escudo entre los humanos y los peligros del mundo».
Aunque el escudo había fallado claramente esta vez. Era un milagro que Fredda Leving estuviera viva. Según todas las apariencias, el ataque había sido notablemente violento. ¿Pero quién lo había perpetrado, y por qué?
Los robots observadores deambulaban alrededor, grabando las imágenes de la escena desde todos los ángulos. Tal vez sus datos servirían de ayuda. Mejor dejarlos absorber todos los detalles. Donald dirigió su atención a los dos conjuntos de pisadas sanguinolentas que surgían de las proximidades del cuerpo. Ya las había seguido. Ambas se perdían después de un centenar de metros, y Donald dejó en suspenso el tema. Los robots técnicos de la policía ya estaban usando rastreadores moleculares para seguir las huellas, aunque no llegarían a ninguna parte. Nunca lo hacían.
Pero no se podía negar el hecho clave, la pieza vital de la evidencia. Y no podía negarse la horrible, impensable conclusión que sugerían.
Ambos conjuntos de pisadas eran robóticos. Ambos. Donald, diseñado, programado, entrenado en el trabajo policial, no podía evitar llegar a la obvia y aterradora conclusión.
Pero no podía ser. No podía ser.
Donald deseó con todas sus fuerzas que llegara Alvar Kresh. Que un humano se hiciera cargo, que alguien que pudiera acostumbrarse a esas cosas tratara con la imposible idea de que un robot había atacado por la espalda a Fredda Leving.
El cielo nocturno pasaba velozmente ante el sheriff Alvar Kresh y las luces aceleradas de los edificios del extrarradio de Hades brillaban debajo. Contempló el cielo oscuro y vio las brillantes estrellas. Una noche hermosa, una noche perfecta para volar sobre la ciudad, algo que sólo tenía oportunidad de hacer en asuntos oficiales, y tenía que estar de un humor de perros.
No le importaba que lo despertaran a medianoche, no le importaba que otro robot que no fuera Donald lo ayudara a vestirse.
Intentó alegrarse, consolarse. Contempló la noche. Hacía tiempo que Hades no gozaba de un clima tan bueno. No había tormentas de arena, ni bruma producida por el polvo. Incluso un fresco olor de agua de mar soplaba desde la Gran Bahía.
Al menos podía consumir su adrenalina y su furia pilotando su coche aéreo, en vez de dejar esa tarea a un robot. Se enorgullecía de eso. Pocos humanos sabían siquiera pilotar un aeroauto. La mayoría de la gente opinaba que aquella tarea era indigna. Dejaban que los robots se encargaran de ella. Sin duda, pensaban que era muy raro que a Alvar le gustara pilotar su propio coche. Pero eran pocos los que se hubiesen atrevido a decírselo a la cara.
Alvar Kresh bostezó, parpadeó y pulsó la tecla del café en el dispensador de bebidas del aeroauto. Estaba alerta, despejado, pero seguía sintiendo una nube de cansancio sobre él, y agradeció el primer sorbo de café. El coche aéreo siguió atravesando la noche mientras conducía con una sola mano y se lo bebía. Sonrió. «Tengo suerte de que Donald no esté aquí», pensó. Eran las proezas como pilotar con una sola mano lo que le impedía conducir el coche cuando Donald, o cualquier otro robot, se hallaba a bordo. Un movimiento en falso y el robot saltaría de inmediato al asiento del copiloto y se haría cargo de los controles del aparato.
Ah, bien. Tal vez los colonos despreciaban a los robots, pero ningún espacial podría funcionar treinta segundos sin ellos. A pesar de eso, las malditas criaturas podían ser increíblemente irritantes.
Alvar Kresh se obligó a calmarse. Le habían despertado de un profundo sueño en mitad de la noche, y sabía por amarga experiencia que el sueño interrumpido lo volvía más quisquilloso que de costumbre. Hacía tiempo que había aprendido que necesitaba hacer algo para sacudirse aquella sensación cuando estaba demasiado agotado, o de lo contrario era probable que fuera capaz de arrancarle la cabeza a alguien.
Alvar respiró el aire frío. Un vuelo nocturno sobre el desierto con la capota abierta y el viento aullando a través de su densa maraña de pelo blanco lo ayudaban a aliviar su temperamento, su tensión.
Pero los crímenes violentos seguían siendo lo suficientemente raros en Hades como para que él se encargara de ellos personalmente, y para ponerse furioso y continuar así. Necesitaba esa furia. Este ataque salvaje y cobarde sobre un científico destacado era intolerable. Tal vez no estuviera de acuerdo con la política de Fredda Leving, pero sabía bien que casi ninguno de los mundos espaciales en general, ni Inferno en particular, podía permitirse la pérdida de ningún individuo con talento.
Alvar Kresh contempló la ciudad pasar bajo él, y empezó a reducir la velocidad del aeroauto. Allí. El sistema de navegación del aparato informó de que estaba directamente sobre los Laboratorios de Robótica Leving. Alvar se asomó por el borde del coche, pero era difícil ver ese edificio exacto de noche.
Detuvo el aparato, ajustó su posición sobre el paisaje y lo hizo descender a tierra.
Un robot auxiliar corrió hacia el coche y le abrió la puerta. Alvar Kresh se incorporó y salió del vehículo.
Había mucha actividad a su alrededor. Una ambulancia aérea, roja y blanca, estaba posada junto al coche de Kresh, con sus motores de ascenso en marcha y sus luces giratorias conectadas, preparada para despegar en el momento en que el paciente subiera a bordo. Un grupo de robots médicos atravesó la puerta principal del laboratorio, dos de ellos con una camilla, y los otros sujetando tubos de alimentación y equipo monitor conectado a la paciente. La propia Leving apenas era visible bajo tantos aparatos. Un doctor humano esperaba junto a la escotilla de la ambulancia, viendo a los robots hacer el trabajo. Alvar permaneció inmóvil y dejó pasar a los robots mientras se llevaban a la víctima del escenario del crimen.
Vio, con furia creciente, cómo los médicos la subían a la ambulancia y cómo el indolente doctor humano entraba tras sus ocupados ayudantes. «¿Cómo puede nadie usar tanta violencia contra otro ser humano?», se preguntó.
Pero la furia no lo ayudaría a capturar al asaltante de Fredda Leving. «Tranquilízate —se dijo—. Controla tu furia, enfócala». Alvar Kresh alzó la mano, llamando a un robot médico que regresaba a la ambulancia con un maletín de primeros auxilios.
—¿Cuál es el estado de la paciente? —preguntó. El brillante robot médico blanco y rojo observó a Kresh con sus resplandecientes ojos anaranjados.
—Recibió una grave herida en la cabeza, pero no hay ningún trauma irreparable.
—¿Corrió peligro su vida?
—Si nos hubiéramos retrasado, las heridas de la señora Leving podrían haber sido fatales —dijo el robot, algo relamido—. Sin embargo, se recuperará por completo, aunque existe la clara posibilidad de que padezca amnesia traumática. La colocaremos en una unidad de regeneración en cuanto lleguemos al hospital.
—Muy bien —dijo Kresh—. Puedes irte.
Se volvió y vio cómo el último miembro del equipo médico subía a la ambulancia y esta despegaba en la noche. Estaría bien que ella se recuperara, pero sería una lástima que sufriera amnesia. Las personas con lagunas en la memoria eran malos testigos. Pero las palabras del robot médico cambiaban la naturaleza del caso: «Las heridas podrían haber sido fatales». Eso cambiaba un simple asalto con un arma mortal y lo convertía en intento de asesinato. Por fin, Kresh se volvió para entrar en el edificio, para ver qué habían encontrado Donald y su equipo forense.