PATRICK cargó con el niño mientras Luft escoltaba al cardenal Migliau. En el Corridore del Bernini vieron de pasada la imponente escalinata Regia, antes de tomar por la Scala Pia. Los guardias alineados en la escalera saludaban al paso del capitán con cara de perplejidad.
En lo alto de la escalera, Luft se detuvo indeciso ante las puertas de la Sala Clementina.
—Piénsenselo bien —dijo—. Una vez que abra la puerta ya no hay vuelta atrás.
—Si no entramos —suplicó Patrick, acercando su fúnebre carga al capitán—, este niño no será más que la primera víctima de una larga lista. No queda otro remedio —añadió, destapando el pequeño cadáver.
Luft se irguió y abrió la puerta.
Las columnas rojas y negras se alzaban majestuosas hasta el techo abovedado con frescos en los que la Justicia y la religión sostenían un universo de orden y amor. En el cielo, ángeles y querubines se engarzaban en cósmica danza circular. Luz y armonía en un mundo apacible; arquetipos de un paraíso de goce imperecedero.
En el suelo, una armonía distinta: vanidad buscando el beneplácito, joyas y ricas vestiduras confiriendo una dignidad inmaterial a simples mortales; cardenales revestidos de seda púrpura, obispos con sotana morada, sacerdotes de negro y, por encima de todos ellos, el papa revestido de blanco.
El cardenal Migliau dio un traspié al entrar y, al principio, nadie advirtió que era él. Luego, un diplomático próximo a la entrada le reconoció. Le seguía Patrick con el niño muerto en brazos. Un murmullo apagado recorrió la sala desde la puerta hasta el fondo. Hombres y mujeres abrían paso al alucinante cortejo; todos permanecían callados y nadie intentó detenerlos.
Migliau caminaba ahora erguido, como si la entrada en la sala le hubiese conferido nuevas energías. Andaba sin necesidad de apoyarse en nadie, en medio de aquellos rostros escrutadores, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, hasta llegar a los pies del trono papal, alzado sobre un pequeño estrado.
—Baje de ahí —dijo el cardenal en un susurro.
Ahora los que se habían apartado se agolpaban a su alrededor para oírle.
—Baje —repitió—. Ése es mi trono. Ésas son mis vestiduras. Le depongo en nombre de Cristo.
El papa no respondió en principio. No entendía lo que estaba pasando. Sí, había reconocido a Migliau, pero ¿quiénes eran los que le acompañaban? ¿Y aquel niño muerto que traían detrás del cardenal?
El capitán Luft dio un paso adelante.
—Santidad, perdonad la interrupción. No hay tiempo para explicaciones, pero hay que evacuar la sala, pues hay motivos para pensar que va a producirse un ataque.
El pontífice se puso en pie con gesto de horror.
—No lo comprendo. Entra usted de ese modo e interrumpe una audiencia sumamente importante… Deseo hablar con el coronel Meyer. ¿Dónde está? ¿Y el cardenal Fischer? ¿Los ha prevenido usted?
—No hay tiempo, santidad. Tenemos que evacuar la sala. He ordenado cerrar las puertas de bronce y tenemos que alejar lo más posible a todo el mundo de la Sala Clementina, hacia los aposentos interiores. Hay muchas vidas en peligro. Santidad, os ruego que me escuchéis.
El papa vio la preocupación en el rostro del capitán y, tras dudar un instante, alzó la mano.
—A ver, por favor —dijo sencillamente en italiano con voz tranquila—, que no cunda el pánico, pero me comunican que, por nuestra propia seguridad, la guardia suiza desea que nos traslademos a los aposentos de detrás de la sala. Sigan sus indicaciones lo más tranquilo y rápido posible.
En aquel momento se produjo un movimiento entre la concurrencia y una figura se destacó del grupo de cardenales que estaban cerca del papa. Era el cardenal Fazzini, que corría a echarse a los pies de Migliau para besarle la mano. A continuación, otros dos cardenales se acercaron a arrodillarse también y acto seguido lo hacían un arzobispo y dos obispos.
Patrick dejó en el suelo el cadáver del niño y, al mirar en derredor, vio el grupo de huérfanos que había venido a saludar al papa. Estaban todos con los ojos muy abiertos y algunos lloraban, mientras unas monjas visiblemente apuradas trataban de restablecer el orden.
Enfrente de aquel grupo unos sacerdotes permanecían en consternado silencio. Patrick vio entre ellos a Assefa.
—¡Assefa! —exclamó, echando a correr hacia su amigo.
El etiope no respondió y Patrick advirtió que dos curas le sujetaban de los brazos por ambos lados, como impidiendo que cayese. Al llegar a donde estaban, uno de los curas le apartó de un fuerte empellón.
Patrick le largó un puñetazo que le hizo tambalearse, pero se repuso y volvió a abalanzarse sobre el norteamericano, quien esquivó la acometida y se lanzó a su vez sobre él. La gente se apartó chillando y dando voces.
—¡Patrick! —resonó la voz de Francesca en medio del barullo—. ¡El otro tiene una pistola!
Patrick se volvió a tiempo de ver al otro cura apuntándole. Estaba perdido, no podía hacer nada. Pero en ese mismo instante vio que Assefa le asestaba un golpe en la mano que esgrimía el arma. Otros dos sacerdotes corrieron hacia el primero que también desenfundaba una pistola.
En ese momento se oyó una explosión abajo. Pocos segundos después le seguía otra y, luego, una tercera. Estaban derribando las puertas de bronce. Alguien lanzó un grito y se oyó un clamor de voces despavoridas.
Patrick corrió hacia Assefa, que se había desplomado en tierra y en seguida se dio cuenta de que le habían drogado.
—Assefa, ¿se encuentra bien? ¿Y O'Malley? ¿Qué ha sido de él?
—O'Malley…, muerto… Fischer… // Pescatore… Patrick, escuche… Las balas… de la guardia… no sirven… de fogueo… Patrick se puso en pie.
—Francesca, coge la pistola de ese otro cura, que yo tengo ésta. Voy a avisar al capitán que sus hombres están armados con munición de fogueo.
De pronto comenzaron a oírse disparos. Las ráfagas sucesivas de ametralladora llegaban amortiguadas desde abajo, y en el exterior de la sala se oían los gritos de la guardia suiza que acudía a defender la escalera.
—¡Capitán! —gritó Patrick, corriendo hacia Luft, que estaba junto a la entrada de los aposentos papales y cogiéndole del brazo—. La munición de sus hombres es de fogueo.
—¿Cómo?
—No se lo puedo explicar, pero pruebe su pistola.
Luft, sin decir palabra, avanzó por el salón, desenfundó su Uzi y apuntó a la pared. Sonó la detonación, pero en la pared no vieron ningún impacto. Cuando se volvió hacia él tenía el rostro demudado.
—Yo tengo una pistola —dijo Patrick—, Francesca otra y uno de sus hombres las que nos quitaron al llegar. En total, cuatro.
—Cuatro pistolas contra Dios sabe cuántos fusiles de asalto… Será una carnicería.
—¡Que sus hombres monten una barricada en la puerta! —dijo Patrick.
El capitán asintió con la cabeza y dio las órdenes oportunas. Pese a todo, el hombre no perdía los nervios. Un grupo de sacerdotes echó a correr hacia los guardias para ayudarlos.
Un grupo de prelados se había reunido en torno al papa y se dirigían ya hacia la puerta de los aposentos; otros se ocupaban de los huérfanos, y en la zona ante el estrado se había formado otro corro de eclesiásticos que se turnaban besando la mano de Migliau.
De pronto, del primer grupo de cardenales que había encabezado Fazzini surgió una figura que se dirigió hacia el círculo que rodeaba al papa. El capitán Luft le vio y avanzó hacia él.
—¡Cardenal Fischer! Llevo toda la mañana buscándole. Ha desaparecido el coronel Meyer y necesitamos…
Fischer se volvió justo en el momento en que Patrick reconocía su rostro como uno de los retratos del expediente que Assefa había encontrado en Dublín. Sus ojos denotaban una compleja emoción: triunfo y duda, seguridad y miedo. Conforme el capitán de la guardia suiza daba un segundo paso hacia él, se volvió, metió la mano en la sotana y sacó una pequeña pistola que alzó y, meneando la cabeza como en gesto de conmiseración, efectuó dos disparos. La realidad de las balas fue para Luft una especie de sorpresa. Abrió desmesuradamente los ojos y alargó una mano como suplicando, se tambaleó, parpadeó y se desplomó.
El cardenal se guardó inmediatamente la pistola, apresurándose a ir tras la masa de sotanas rojas y púrpura que escoltaba al papa. Patrick, que ya le seguía, le perdió en aquel revuelo. Tal como iba vestido y con una arma en la mano, parecía más peligroso que Fischer. Las apretadas filas se cerraron aún más.
—¡Por favor! —gritó—. ¡Paso!
Ninguno de los que se encontraban más próximos al pontífice había visto lo ocurrido con el capitán; reconocieron a Fischer y, como sabían que era el encargado de la seguridad vaticana, le abrieron paso. Tenía al papa a pocos metros.
Patrick se abrió paso entre el nutrido grupo sin atreverse a disparar en medio de aquel apiñamiento; siguió avanzando a codazos, sin entender por qué Fischer y los otros prelados de la conjura se arriesgaban a manifestarse abiertamente, pero sabía que si Fischer lograba llegar hasta el papa, el pánico sería generalizado y nunca lograrían sacar a los niños de allí.
De pronto, por un hueco entre las sotanas, vio al cardenal. El papa se volvía en ese momento al oír la voz del norteamericano. Patrick trató de cruzar el último anillo, pero le sujetaron un par de sacerdotes jóvenes. Ahora Fischer estaba a pocos pasos del blanco. Patrick le vio sonreír, al papa devolverle el saludo, la mano del cardenal metiéndose en la sotana…
—¡Deténganle! ¡Lleva una pistola! —gritó.
El papa miró en derredor y luego a Fischer, justo en el momento en que éste sacaba la pistola y le apuntaba.
Y en aquel momento Patrick lo entendió todo. A Fischer y a sus secuaces les traía todo sin cuidado; lo que querían era matar a todo el mundo y ser los únicos supervivientes. Golpeó al que le sujetaba, se revolvió y logró soltarse.
Fischer hizo tres disparos seguidos. La primera bala alcanzó a un anciano obispo que se había interpuesto ante el papa; la segunda, a un cardenal a la izquierda del pontífice, y la tercera dio en el blanco.
Siguió una cuarta detonación más potente, y Fischer se tambaleó, sangrando por el cuello. Pero casi nadie lo advirtió porque todos los ojos estaban pendientes del papa y de la mancha de sangre que se extendía por su blanca sotana.
Alguien golpeó a Patrick por detrás, derribándole y haciéndole perder la pistola.