SE abrieron paso entre el apretado tráfico de primera hora de la mañana, adelantando con la furgoneta a coches y autobuses e infringiendo todas las reglas del código de la circulación, incluidas las variantes italianas. Francesca se dirigió hacia el sur, dejando atrás el Coliseo y tomando por la vía delle Terme di Caracalla. Las catacumbas de la Pascua, como tantas otras, estaban situadas en la vía Appia Antica, por la que otrora se habían encaminado los ejércitos romanos hasta el mismo Brindisi.
Pasada la Porta San Sebastiano, lugar de arranque de la vía Appia, casi todo el tráfico era de entrada a Roma y pudieron ir más aprisa. La estrecha carretera se internaba en el campo, bordeada a ambos lados por tumbas en ruina de la nobleza romana.
Patrick sintió que le invadía una especie de aflicción. Aquellas tumbas, pese a toda su pomposidad, estaban tan rotas y eran tan lastimosas como los huesos que guardaban. Pensó en el padre Antonio y en su temor a que el día de la resurrección sus piernas fuesen a parar a un tullido. Si se abriesen aquellos sepulcros, ¿qué se encontraría en ellos? Pulvis cinis et nihil. Miró a Francesca. Ella había sido enterrada y luego había vuelto… en carne y hueso, pensó, pero no en espíritu. Su antiguo ser había quedado en la tumba, pudriéndose.
Giraron poco después de las catacumbas de Pretextatus en dirección a la vía Appia Pignatelli.
—Las antiguas catacumbas judías están ahí a la derecha —dijo ella, señalando hacia el lugar—. La cofradía construyó las suyas al lado para que, si alguien daba con ellas, pensasen que eran otras tantas tumbas judías y no curioseasen.
Se detuvieron a cosa de medio kilómetro junto a una pequeña granja.
—Las catacumbas están debajo de la casa —dijo Francesca—. Los dueños son adeptos de la cofradía. A lo mejor tenemos que entrar a la fuerza.
Llamaron a la puerta de la construcción principal, un edificio destartalado que habría parecido deshabitado de no ser por el humo que salía de la chimenea. Un hombre alto de unos treinta y cinco años, con camisa a cuadros y pantalones de pana llenos de barro, apareció en la puerta. Los miró ceñudo y se dispuso a darles con la puerta en las narices.
—¿Qué cuernos quieren?
—Soy Maria Contarini y traigo un recado urgente de los Siete para el cardenal Migliau.
El hombre frunció aún más el ceño y los miró sucesivamente a ambos.
—¿El cardenal Migliau? ¿Los Siete? ¿De qué me habla?
Por un instante, a Patrick le dio un vuelco el corazón. Se habían equivocado. Pero luego apareció otro hombre a espaldas del primero. Era joven y vestía ropas negras ceñidas.
—Cario, ¿qué quieren?
—Dice que se llama Contarini y que trae un recado de los Siete para el cardenal Migliau.
El joven avanzó hasta la claridad y vieron que estaba bronceado y tenía aspecto musculoso.
—¿Quiénes son ustedes? —inquirió nervioso.
—Ya se lo he dicho: Maria Contarini. Traigo un recado para el cardenal. Es algo personal que tengo que decirle yo misma.
—¿Contarini? ¿De Venecia?
—Sí. Mire, tengo bastante prisa…
—Hemos estado buscando a una con su apellido; Francesca, creo que se llamaba. Eso es: Francesca Contarini. ¿No será…?
El joven se quedó de piedra al verla sacar la Beretta del abrigo y apuntarle a la cabeza, al tiempo que Patrick hacía lo propio y entraba en la casa antes de que el llamado Cario pudiese reaccionar.
—Tranquilo —dijo Francesca—. Salga afuera y ponga las manos en la pared bien alto. Usted salga también.
Sacaron a los dos hombres afuera y los pusieron contra la pared. Patrick cacheó al más joven y le encontró una Browning HiPower en una funda sobaquera. Cario estaba desarmado.
—¿Cuántos hay ahí dentro? —inquirió Francesca.
—Vete al infierno —replicó el joven.
—¿Quién eres? —insistió ella—. ¿Cuánto tiempo llevas muerto?
—Menos de lo que tú vas a tardar en estarlo.
—Ni lo pienses —replicó Francesca, volviéndose hacia Patrick—. Vamos a meterlos dentro para atarlos. Vigílalos mientras echo una ojeada a la casa.
Se escurrió por la puerta, agachada y con la pistola lista. No se oía ningún ruido, ni nadie le salió al paso. El lugar no era más que un simple barracón con media docena de cuartos, y Francesca tardó menos de un minuto en comprobar que no había moros en la costa.
—Vale —gritó—. Tráelos aquí.
Mientras ella vigilaba a los prisioneros, Patrick encontró cuerdas fuera de la casa. Los ataron espalda con espalda, dejándolos en el suelo en incómoda postura.
—¿Te enseñaron a atar así en Egipto? —inquirió Patrick.
Francesca asintió con la cabeza.
—Sí, a la vez que el punto.
La entrada a las catacumbas estaba fuera de la casa. Francesca lo recordaba de su visita cuando era niña. Una trampilla en el suelo daba paso a un tramo de escalones de madera en el que había media docena de farolillos de petróleo colgados en ganchos y una caja de fósforos. Los dos cogieron sendas lámparas y las encendieron.
Francesca dio un paso atrás.
—¿Qué sucede? —inquirió Patrick.
—Ya te he dicho que de niña me daba miedo este sitio —respondió ella temblando—. Ahí abajo siguen los nichos de los muertos, o lo que quede de ellos. Hay miles de tumbas y más de un kilómetro de corredores, y la única luz es la del farolillo.
—Un lugar precioso para traer a una niña un día de vacaciones. ¿Quieres que vaya yo delante?
Ella asintió con la cabeza.
—Tiene gracia, ¿no? —añadió sonriendo—. Yo, que soy un espíritu…, asustarme de unas viejas tumbas mohosas, mientras que tú como si nada.
—¿Y qué te hace pensar que a mí no me da miedo?
—¿Es que lo tienes?
—No, qué va. Yo esta clase de incursiones las hago todos los fines de semana por diversión. —Entonces, vale.
Sosteniendo el farolillo con una mano, se sentó en el borde de la trampilla, puso el pie en el primer escalón y comenzó a descender. Francesca aguardó a que desapareciera su cabeza y después comenzó a bajar no muy decidida.
La escalera terminaba a unos doce metros de profundidad. Patrick salvó el último escalón y giró el botón del farolillo para que diera más luz. Estaban en una amplia zona enlosada que acababa en una puerta baja monumental. Los paños y el dintel estaban decorados con una serie de motivos simbólicos: vides, cuencos de vino, hojas de loto y acanto, pavos reales, palomas y ángeles de alas etéreas y difuminadas.
Francesca se situó a su lado y dio más luz, arrimando su farolillo.
—¿Tienes idea de la planta de este lugar? —preguntó él. Ella movió la cabeza.
—No muy concreta. Hay varios niveles cruzados por corredores para los nichos. Y recuerdo también que había algún sepulcro grande y capillas laterales. Mi padre me dijo que los sepulcros mayores contenían sarcófagos de mártires o miembros de los Siete y de los Pilares muertos en Roma.
—Los fantasmas te los dejo a ti —dijo Patrick sacando la pistola. Ella no contestó.
Se tropezaron con los primeros fantasmas poco después de cruzar la puerta. La estrecha abertura daba paso a una especie de vestíbulo destinado al ágape ritual funerario de los que acompañaban al féretro. Las paredes de estuco estaban cubiertas de arriba abajo de pinturas y pequeños retratos cuadrados de unos veinticinco centímetros; su estilo era romanoegipcio, y los rostros, réplicas de los de la misma época que se conservan en los sarcófagos de momias: representaciones ingenuas y realistas de hombres y mujeres de dieciocho siglos atrás.
Sus miradas tropezaban por doquier con la mirada fija de los muertos. Había grupos familiares enmarcados por cenefas de lirios y laurel; parejas, padres, madres, amantes, todos serios y fúnebremente serios. Francesca se estremeció y se agarró al brazo de Patrick.
—De esto no me acordaba —musitó—. Parecen vivos que nos miran acusadores o que esperan que nos reunamos con ellos.
—Si no encontramos pronto a Migliau no tendrán que esperar mucho. ¡Vamos!
Había trechos en los que colgaban telarañas como banderas harapientas en una iglesia sin luz. Patrick notaba como le rozaban la cara conforme avanzaban por el primero de los estrechos corredores cubierto de filas superpuestas de lápidas. Algunas habían caído y en los huecos se veían siniestros restos de tela y huesos.
Al final, el corredor se ensanchaba, convirtiéndose en capilla mortuoria con un sencillo altar flanqueado por dos sarcófagos iguales. En lo alto, unos ángeles sin alas flotaban al pie de la Majestad. La cara del Cristo miraba hacia abajo; era un rostro de ojos grandes, un hombre imbuido de la divinidad, con las manos abiertas para recibir el sacrificio. Patrick se estremeció.
Oyeron ruido de pasos subiendo una escalera a pocos metros de ellos y una voz que dijo:
—Paolo, che cosa stai facendo?
Patrick dejó el farolillo en el suelo y tiró de Francesca contra la pared de la capilla. La luz zigzagueó para encaminarse en dirección a donde estaban. Vieron aparecer a un hombre con un farolillo como el suyo y Patrick le agarró sin darle tiempo a reaccionar, haciéndole perder el equilibrio; el hombre quiso gritar, pero Patrick ya le había tapado con fuerza la boca ahogando su grito. El farolillo que llevaba cayó al suelo, rompiéndose y esparciendo llamas, que Francesca se apresuró a apagar a pisotones.
Con gran soltura, Patrick acercó el cañón del arma a la sien del hombre y le susurró al oído:
—Un solo grito y eres hombre muerto. Capisce?
El hombre respondió con un gruñido y algo parecido a un sí con la cabeza. Francesca le cacheó y le quitó la pistola.
—Muy bien; escucha —musitó Patrick—. Hemos venido por Migliau. Llévanos a él, ¿entendido?
El hombre se debatió, tratando de soltarse, pero Patrick le agarró más fuerte.
—¿Por dónde se va? ¿Por esa escalera?
El hombre efectuó una sacudida con la cabeza y Patrick le dio la vuelta, empujándole hasta la abertura por la que había aparecido. Al principio de las escaleras, le soltó y cogió el farolillo suyo que llevaba Francesca.
—Bajando de uno en uno —le dijo—, que yo voy detrás de ti.
El prisionero pareció ir a protestar, pero luego se lo pensó mejor y fue bajando uno a uno los escalones, seguido de cerca por Patrick.
Al llegar al décimo escalón, el hombre dio un salto y aterrizó, torciéndose un pie, pero logró incorporarse, diciendo a voz en grito:
—Aiuto! Astolfo! Alberto! Córrete qui presto!
Patrick le disparó cuando echaba a correr, haciéndole caer contra una lápida. Seguido de cerca por Francesca, acabó de bajar la escalera. No les quedaba más remedio que seguir adelante. Migliau tenía que estar cerca. Patrick echó una ojeada al reloj. Eran casi las nueve. Quedaba poco más de una hora.
—Patrick, ¡de prisa, ponte sus ropas! ¡No saben quién ha disparado y, como aquí no se oye bien, no distinguirán su voz de la tuya! ¡Rápido!
—¡Ya está, le he dado! —gritó Patrick, apresurándose a hacer lo que le decía Francesca. Rompió de un tirón el traje de Roberto y se puso los pantalones del muerto. Se oían ya pasos y voces por el corredor.
—Nico, che succede? ¿Eres tú el que ha disparado?
—Sí, a un intruso. Ya está, ya le tengo.
La voz de Patrick quedaba amortiguada y distorsionada entre los nichos.
A cierta distancia de ellos vieron llegar luces.
—¡De prisa, Patrick, deja los zapatos!
Patrick se embutió justo a tiempo el jersey del muerto y se situó detrás de Francesca, apuntándole a la cabeza con la pistola.
Eran tres hombres con farolillos y armados.
—¿Qué pasa, Nico? El cardenal está asustado. ¿Quién es esa mujer?
—Ahora —susurró Patrick.
Se separaron cada uno hacia un lado, abriendo fuego simultáneamente sin darles tiempo a nada.
Echaron a correr por el estrecho pasillo, Francesca delante, seguida por Patrick un tanto entorpecido sin zapatos. Vieron un resplandor y centellear de farolillos. Había fuego y un brasero; las llamas reverberaban sobre mosaicos de oro y plata. Sobre la gran cúpula, sus reflejos fulguraban como peces exóticos en un mar de bronce.
En el centro de la sala, vestido de negro orlado de púrpura, había un anciano sentado en un sitial. Tenía las ropas manchadas de sangre y sus manos estaban rojas. En la derecha sostenía un afilado y largo cuchillo.