AL principio creyó que estaba otra vez en el hospital de Venecia. Los mismos ruidos, los mismos colores, un rostro inclinado sobre él. Y luego se vio las vendas. El incendio no había sido ningún sueño ni una alucinación. —¿Dónde estoy?— gimió.
—En San Giovanni —le contestó una voz—. En l'Ospedale San Giovanni, junto a San Giovanni en Laterano. Está en urgencias; le trajeron hace horas de un incendio. No se preocupe, que no está malherido; sólo tiene una quemadura. Dicen que ha sido un milagro que se salvara.
—Francesca… —balbució, tratando de incorporarse, pero un brazo firme le obligó a tumbarse.
—La mujer que trajeron con usted está bien. Se recuperará. Usted no se preocupe y procure descansar.
—¿Qué hora es?
—No se preocupe por la hora. Duerma, que falta le hace.
—No, no me entiende; es algo importante. Dígame qué hora es, por favor.
—Las siete y media.
—¿De la mañana? ¿Es de día ya?
—Claro. Ya le he dicho que le trajeron hace unas horas.
—¿Y ella dónde está? Francesca…, la mujer que ha ingresado conmigo…
—Ya la verá a la hora del almuerzo.
—¡No, sería tarde! —Volvió a incorporarse y reparó en que veía bien. Estaba en un compartimento con cortinas, en una cama rodeada de aparatos de goteo e instrumental de cuidados intensivos. Tenía a su izquierda a la enfermera, una mujer de unos cuarenta años, que alargó la mano y le obligó de nuevo a acostarse.
—Procure no excitarse. Su mujer está en el compartimento de al lado; a última hora de la mañana, cuando entre el turno de celadores, los trasladarán a los dos a una sala.
Permaneció tumbado, exhausto. Sobre su cabeza, una luz fuerte le cegaba. Dos horas y media quedaban. Tenía que saber cómo andaban las cosas.
—¡Por favor! —exclamó—. Tengo que hacer una llamada telefónica. Es de suma importancia.
La enfermera no sabía qué hacer, pero al final accedió.
—Está bien; pediré una silla de ruedas.
—¿Es que mis piernas…?
—No, las piernas las tiene bien. Es que no quiero que se canse andando. Espere.
Tenía que hablar con O'Malley. El sacerdote había previsto estar en el Vaticano hasta tener la seguridad de que todo iría bien, pero debía haber telefoneado la noche anterior o, en caso contrario, ¿cómo no habría ido al piso? Seguro que alguien de la casa habría debido indicarle que estaban en el hospital. ¿Y Roberto? Él tampoco había llamado. Sintió que le atenazaba un temor parecido a una mano helada.
Llegó un celador con una silla de ruedas y le ayudó a sentarse.
—Lléveme al compartimento de al lado, por favor. Mi… mujer… Necesito hablar con ella.
—Lo siento, pero me han ordenado llevarle al teléfono.
—¡Maldita sea, no puedo llamar si ella no me dice el número! Tengo que verla.
—Si está despierta, bueno.
El celador descorrió la cortina del cubículo de Francesca y vio que estaba sentada en la cama con los ojos abiertos.
—Bien, pase. Pero sólo un ratito, que no quiero complicaciones.
—¡Patrick! —exclamó Francesca, incorporándose. Él le cogió de la mano, apretándosela y haciéndola encogerse con una mueca.
—Patrick, es que tengo quemaduras y aún me duelen. —Perdona.
—¿Qué haces en silla de ruedas? ¿No estarás…?
—No, no. Puedo andar, es que es el reglamento del hospital. Escucha, Francesca, son las siete y media. Si Dermot no ha logrado convencer a ese cardenal de lo de la conjura, será tarde para impedirla.
—Yo también lo he estado pensando; acabo de despertarme hace media hora y me dijeron que tú dormías y no se te podía molestar. Tenía que haber venido Dermot. O Roberto. Patrick, estoy preocupada. Me parece que tiene que haberles sucedido algo.
—Voy a telefonear al Vaticano para hablar con ese cardenal. ¿Cómo se llama?
Francesca adoptó una expresión pensativa.
—Es norteamericano; por eso Dermot confía en él. Se llama… Fischer. Cardenal Fischer.
—¿Cómo se escribe, estilo inglés o…? —Patrick se aferró al borde de la silla.
—¿Qué sucede, Patrick? ¿Te…?
—¡Dios mío! Y no se lo hemos advertido a O'Malley. El pescador. Assefa tampoco se habrá dado cuenta porque el inglés no es su lengua materna.
Ella le cogió de la mano, despreciando el dolor.
—¿El qué, Patrick? ¿Qué sucede?
Él se lo explicó y Francesca cerró los ojos para contrarrestar el dolor.
—No estamos seguros, a lo mejor es una coincidencia.
Él sacudió la cabeza.
—No podemos correr ese riesgo. ¿Y Roberto? Si O'Malley no ha llamado, en este momento estarán abriendo las cartas. ¿Podemos localizar a Roberto en su piso o en la oficina? ¿Tienes el número?
Ella los recitó de memoria.
Patrick llamó al celador, quien le condujo en la silla pasillo adelante hasta los teléfonos públicos, le buscó unos gettoni y le dejó a solas mientras llamaba.
En el piso de Roberto no contestaban. Probó el número del despacho y, cuando estaba a punto de desistir, contestó una voz de hombre.
—Pronto.
—Pronto. Quiero hablar con Roberto Quadri, por favor. —¿Quién llama?
—Un amigo. Tengo que hablar urgentemente con él. ¿Sabe dónde está?
—Lo siento, signor. Quadri murió anoche en un accidente de tráfico en la vía del Corso. Lo siento mucho. Le llevaron al hospital San Giovanni; allí podrán darle más información.
Patrick colgó y se quedó un instante mirando el aparato para, a continuación, ponerse en pie. El celador se llegó a él corriendo.
—Signore, no debe…
Patrick le apartó a un lado y echó a correr hacia el compartimento de Francesca.
—¡Rápido, levántate —dijo— y ponte algo! Tenemos que salir de aquí. Tendremos que hacerlo nosotros dos.
La enfermera que había estado con Patrick momentos antes entró corriendo, seguida de uno con bata blanca.
—Pero ¿qué hacen? ¡Le he dicho que se esté en cama! ¿Cómo se atreve…?
Patrick la apartó de un empujón y se dirigió al médico. Era joven, probablemente recién licenciado, y parecía haber tenido una noche agitada.
—Haga el favor de no decirme nada —dijo Patrick—, pero esta mujer y yo nos damos de alta. Asumo toda la responsabilidad, ¿está claro?
—Pero no puede…
—Es una cosa urgente, ¿comprende? No tengo tiempo de discutir.
Echó a correr hacia su propio cubículo y abrió el armarito que guardaba sus deterioradas ropas. Estaban chamuscadas, mojadas y llenas de extrañas manchas. Se quitó de un tirón el camisón que llevaba y se puso camisa y pantalones.
—¡Por favor, signare, no está en condiciones de marcharse! —exclamó la enfermera decidida a hacer valer su autoridad.
—Vaffanculo! —le espetó Patrick.
Se calzó y se llegó al cubículo de Francesca, cuyo aspecto no era mejor que el suyo, y se preguntó cuánto tardaría la policía en detenerlos.
—Antes de marcharnos —dijo— tengo que comunicarte una cosa.
—¿Sobre Roberto?
Él asintió con la cabeza.
—Mejor es que te sientes —añadió.
Hallaron un taxi a la salida del hospital, al final de la vía dei Quattro Coronati. El taxista tuvo un sobresalto al verlos, pero se encogió de hombros. De los hospitales salían a veces tipos rarísimos.
Francesca le indicó que los llevase al piso de Roberto, en la vía della Rotonda, junto al Panteón. Curiosamente, había encajado bien la noticia de su muerte. Quizá le pareciese mejor aquella solución tajante que la angustia prolongada del desahucio médico. Ya lloraría después.
Tenía llave del portal y del piso.
Alguien había pasado por él antes que ellos porque estaba todo patas arriba. En el despacho de Quadri había papeles desparramados por todas partes, los archivos estaban abiertos y vacíos. En un rincón habían amontonado los archivadores sin documentos. La cofradía se aseguraba de no dejar ningún cabo suelto.
Francesca salió del despacho como una exhalación y entró en la cocina, seguida de Patrick. El suelo estaba lleno de platos y vasos rotos; se abrió paso entre aquel destrozo hasta el fregadero y metió las manos en el armario de debajo: pegadas al techo había dos Berettas igual que las del piso de ella. Sin decir palabra, dio una de ellas a Patrick.
—¿Y ahora qué hacemos? —inquirió él.
Francesca le miró de arriba abajo y luego se miró ella misma.
—Así vestidos no podemos ir por ahí —dijo—. Tenemos que entrar en el Vaticano y no creo que con esta pinta la guardia suiza nos deje.
En el armario de Roberto quedaba alguna ropa de ella; mientras se cambiaba, Patrick cogió una camisa y un traje para mudarse en el cuarto de baño. Con aquella ropa improvisada seguían pareciendo algo raros, pero ya no tenían un aspecto tan sospechoso.
—¿Y cómo vamos?
—La furgoneta sigue aparcada en la vía Gortta Pinta, a un paso de aquí.
—¿Y una vez allí?
—Buscamos a Fischer o a Fazzini y le ponemos la pistola en la cabeza.
—¿Alguna sugerencia?
Él se encogió de hombros. —No, creo que no. Si tuviésemos tiempo…
—¿De qué?
—De encontrar a Migliau. Me dijiste que era el jefe de la cofradía, lo que significa que es él quien dirige la operación, y, por tanto, debe de estar en Roma. Sería absurdo que siguiese en Venecia.
—Tiene muchos subalternos.
—Y, entonces, ¿por qué ha desaparecido?
Francesca frunció el ceño.
—Sí, tienes razón. Pero tú mismo lo has dicho: no hay tiempo.
—No —replicó él, recordando la pantalla de televisión con los rostros de niños muertos—. No tenemos tiempo, pero si supieras que estaba en Roma, ¿dónde le buscarías?
Ella se encogió de hombros.
—Vete a saber. En ningún sitio en particular. Los Siete viven en Jerusalén y los «muertos» están en Egipto.
—Dermot dijo que habían traído un centenar de esos «muertos». ¿Dónde se alojarán?
—En diversas casas, incluso en hoteles.
—Pero tendrán que reunirlos en algún sitio para darles instrucciones. Tiene que haber un lugar en que se reúnan.
Francesca se puso a pensar.
—Es posible que…
¿Qué?
—Hace siglos, al principio de su fundación, la cofradía contaba con adeptos en Roma. No muchos, sólo unos cientos; pero tenían catacumbas separadas de las de los demás cristianos, en las que enterraban a sus muertos. Durante la persecución de Diocleciano se reunían allí.
—¿Cómo se llamaban? ¿Tienen algún nombre?
—Creo que no. ¡Ah, sí! Sí que tienen nombre, ahora lo recuerdo. De niña me llevaron a verlas; tendría yo diez u once años, me dio tanto miedo que tuvieron que sacarme en seguida. Mi padre dijo que se llamaban las catacumbas de la Pascua.
Patrick se la quedó mirando.
—¿Estás segura?
Ella asintió con la cabeza.
—Pues entonces es ahí —dijo él en tono de triunfo. Por primera vez pensó que se adelantaba a sus enemigos—. Ahí es donde está Migliau: en las catacumbas de la Pascua judía.