NADIE vino a recoger el cadáver de Dermot O'Malley. Ni Fischer ni Fazzini parecían preocuparse. Siguieron hablando sentados de asuntos personales: la primera comunión de una sobrina, la enfermedad de un amigo mutuo o lo difícil que era conseguir un buen vino francés a través del economato vaticano Anonna. De vez en cuando, uno u otro dirigían una mirada a Assefa y luego seguían hablando, indiferentes a su presencia. El etiope estaba inmóvil, soñando con Abisinia, donde se construían iglesias bajo tierra y vestían túnicas inmaculadas. A veces se le ocurría pensar que deseaba estar enfermo.
Finalmente Fazzini se levantó y dio la mano a Fischer.
—Gracias por todo lo que has hecho, John. Ya me encargaré de que venga luego alguien a llevarse eso. Creo que será mejor que no volvamos a vernos antes del cónclave; pero si se produjera algún retraso de importancia, no dejes de llamarme. Pasado mañana ya no importará tanto.
—¿Estás seguro de que en el cónclave todo saldrá según lo previsto? Si la elección no recae en Migliau, tendremos que volver a empezar.
Fazzini movió la cabeza.
—Aunque el papa actual muriese de enfermedad natural, es Migliau quien le sucedería. ¡Pierde cuidado! Pasado mañana ya no habrá dudas. Cuando halló el sepulcro, después de tantos años oculto, fue una señal. Será el primero de los nuestros. El primero de un nuevo linaje.
El secretario de Estado se dio la vuelta para marcharse.
—Padre Makonnen —dijo—, creo que yo me ocuparé de usted. El cardenal Fischer ya tiene aquí bastante jaleo. Vendrá usted conmigo. Mañana le esperan en la ceremonia y necesitará ropas más apropiadas que ésas.
Aturdido y sin entender nada, Assefa se puso en pie. Fazzini le condujo hasta la puerta. Afuera había un sacerdote de guardia armado con una pequeña Uzi. Las palabras de O'Malley resonaron en la mente del etiope: «Más de cien muertos de Egipto han sido trasladados a Italia».
Salieron del palacio del gobernador por la vía delle Fundamenta en dirección al palacio apostólico, sede de la Secretaría de Estado. El anciano cardenal caminaba al lado de Assefa y el cura armado los seguía unos pasos más atrás. El etiope se preguntaba si realmente le dispararía si trataba de escaparse. Había advertido que el arma llevaba silenciador.
—Siento haberle implicado en todo esto sin comerlo ni beberlo, padre —dijo Fazzini—. Tenía usted una carrera muy prometedora. He examinado su expediente, ¿sabe? Y para ser… negro… no está nada mal.
»En Dublín he arreglado las cosas que usted dejó algo revueltas. ¡Lástima de Diotavelli! Eso sí que nos planteaba problemas, pero se lo atribuimos al IRA, por supuesto. Es muy útil tener un grupo terrorista a quien imputar las fechorías.
«Ahora, claro, queda descartado el que usted regrese allí. Ni a ningún sitio, desde luego. Sabe usted demasiadas cosas y constituye un riesgo. De momento no hemos podido ofrecer ninguna explicación satisfactoria de su desaparición y hemos dejado que supongan que le secuestró el IRA, pero esa explicación comienza a perder peso. Si su cadáver apareciese en Irlanda serviría de confirmación a dicha suposición, pero llevarle allí puede resultar problemático pasado mañana. Imagínese cómo estarán las líneas aéreas y las fronteras dentro de una semana.
Hizo un alto al entrar en el patio Sentinal.
—Así que —prosiguió— lo más sencillo parece ser que aparezca usted mañana en la audiencia y yo alegaré que estaba interviniendo en unas negociaciones secretas de última hora relativas a la conferencia y que había sido conveniente mantener de incógnito su presencia en Roma. Naturalmente, no tendrá tiempo ni ocasión de protestar, y, en medio del barullo que se organizará mañana, no será difícil eliminarle.
»Me ha comentado el cardenal Fischer que usted ha adivinado casi con exactitud lo que va a suceder mañana. Le felicito.
Assefa se volvió hacia él.
—¿Y qué es exactamente lo que va a suceder? Quieren matar al santo padre y a los niños, siendo usted cardenal y habiendo hecho votos sagrados. No lo entiendo.
—¿Y por qué iba a entenderlo? —replicó Fazzini abriendo las manos—. Usted no dispone de una base en la que fundamentar el raciocinio para juzgar mis actos. Pocos la tienen. Yo no hago nada de esto por su bien, sino todo lo contrario. Un sacerdote negro es, en mi opinión, casi una contradicción. En fin, no del todo, porque los hombres como usted tienen su lugar y Cristo murió por todos, pero ese lugar no está aquí en el Vaticano. Su papel es servir, no mandar. —Se detuvo y su voz se alzó en aquella calma—. Hay obispos negros y hasta cardenales negros. ¿Cuánto tardaremos en ver a un hombre como usted elegido papa? Y ahora la gente pide que se ordene sacerdotes a las mujeres. ¿Y qué más? ¿A negras? ¿A putas? ¿A hermafroditas? Aún más: dicen que los sacerdotes deben casarse. ¿Adónde iremos a parar? ¿Se casarán unos con otros y subirán al altar marido y mujer? ¿Y sus hijos? ¿Serán los monaguillos? En Estados Unidos los homosexuales se juntan en una especie de matrimonio. ¿Es que van a casarse los hombres unos con otros para concelebrar como sacerdotes, sosteniendo uno el cáliz y otro la hostia?
»Ahora ya se está diciendo que Mahoma era un genio y el islam una fe revelada por Dios. ¿Qué dirán después de eso? ¿Que la brujería y la magia negra son también revelación divina y parte de los misterios de Dios? ¿Levantaran estatuas a Baal y Astarté en nuestras iglesias? ¿Quiere decirme adonde iremos a parar?
Assefa no contestó. Varios pasos detrás de ellos, el cura armado aguardaba tranquilamente a que reanudaran la marcha. Siguieron caminando.
—Le he preguntado qué va a suceder mañana. Ahora ya tengo derecho a saberlo.
—¿Qué derecho? ¿El derecho de sacerdote? Piensa que, porque en su opinión, yo hago mal, soy menos que usted. No, no me diga que no, sé lo que piensa. Es como le he explicado: usted carece de formación para entenderlo. Usted se crió en la selva y sólo sabe lo que le hemos enseñado. No sabe nada por sí mismo ni entiende nada por mérito propio. Cree que nuestra cofradía es una aberración, una distorsión de la fe verdadera, algo espúreo. —Volvía a alzar la voz, una voz nerviosa, dura, obstinada—. ¿Y por qué parámetro puede juzgar? ¿Quién es cristiano y quién no? ¿Le compete a usted juzgarlo? ¿A Roma? ¿Son cristianos los coptos? ¿Los griegos? ¿Las Iglesias africanas indígenas? ¿Los mormones? ¿Los Testigos de Jehová? Nosotros somos más antiguos que todos ellos…, más antiguos que Roma, más antiguos que nadie. Nosotros sí que tenemos derecho a juzgar, derecho a condenar, derecho a castigar.
—¿Y eso es lo que harán mañana? —inquirió Assefa, temblando por el frío de la noche—. ¿Castigar?
Fazzini hizo una pausa.
—Sí —respondió—, eso es: un castigo ejemplar. Lo que los padres de la Iglesia llamaban un exemplum. Haremos un ejemplo entre los impíos ante los hombres.
—¿Qué ejemplo? ¿Qué va a suceder?
—Bien, si se empeña… —Tuvo un instante de indecisión antes de comenzar—. Después de que el santo padre (advertirá que mantengo los formalismos)… después de que el santo padre haya saludado a los jefes de Estado, harán pasar a los niños y él descenderá del trono para acariciar a esos huérfanos y darles caramelos. Y en ese momento llegarán los nuestros desde la Piazza y comenzarán a subir las escaleras hacia la Sala Clementina. Serán cincuenta, vestidos todos de guerrilleros islámicos, hablando árabe, naturalmente. No habrá equívoco alguno y todo el mundo los tomará por extremistas musulmanes. Irán bien armados y dispararán a matar…
—No lo conseguirán —le interrumpió Assefa, pese a que ni él mismo se lo creía—. La guardia suiza se lo impedirá.
Fazzini movió la cabeza.
—Mañana, los guardias de servicio en el palacio apostólico verán que les han dado balas de fogueo. Por cierto, usted y su amigo el padre O'Malley nos hicieron un favor mezclando en esto al coronel Meyer. Será un buen chivo expiatorio.
Siguieron caminando en silencio. En el patio de San Dámaso tomaron un ascensor al tercer piso del palacio.
—Pasará usted la noche en un cuarto que hay aquí, padre. Bernardo le dará algo para que duerma, así que haga el favor de no oponer resistencia. Estoy seguro de que por la mañana actuará usted como se le indique.
Assefa se dio la vuelta para dirigirse al cuarto; había perdido toda voluntad de resistencia. Era imposible hacer frente a aquella situación. Antes de alejarse se volvió hacia Fazzini.
—¿Por qué? ¿A qué todo eso? ¿Qué van a conseguir?
El cardenal le miró de hito en hito. Era casi una mirada de conmiseración, una mezcla de lástima y desdén.
—Conseguiremos los propósitos de Dios. No como usted los concibe, claro. Ni como los concibe el papa, los hindúes, musulmanes, budistas y todos los mistificadores y tolerantes los conciben.
»Hace casi dos mil años Dios concedió el poder a Roma; permitió que así sucediera y permitió que destruyeran su Templo y dispersaran a su pueblo, para luego arrebatarles el poder y dárselo a los árabes y luego a los turcos.
»Era su pesadilla, ¿comprende?, la pesadilla de Dios. Todos los profetas soñaban con la nueva Sión y Él les dio sangre y fuego por sus pecados. Porque le daban sangre de paloma y conservaban a sus propios hijos. Y aun cuando la pesadilla parecía haber pasado, cuando pensaban que volvían a despertar, Él los engañó otra vez, haciéndolos creer que estaban en posesión de la verdad, cuando todo lo que les había dado eran mentiras y aproximaciones. Las verdades a medias son peor que la mentira. Ahora le dan pan y vino en lugar de sangre.
»É1 los dejó gobernar en nombre de Cristo, cuando Cristo siempre ha estado con nosotros, haciéndolos desangrarse: guerras, inquisiciones, plagas…; tenían que pagar, compensar su sacrificio.
Se detuvo y se dirigió a grandes zancadas a la pared. Sobre la chimenea colgaba un crucifijo de madera. Lo descolgó y lo sostuvo con las manos juntas, mirándolo fijamente durante medio minuto, para a continuación arrojarlo al fuego.
—Pero ahora todo va a cambiar —prosiguió—. Ya han tenido su oportunidad y ahora nos toca a nosotros. Nosotros le ofreceremos el sacrificio que desea —añadió volviéndose hacia Assefa—. El cardenal Migliau ha sido elegido por Dios como sumo sacerdote. Habrá de nuevo un Templo y una ara y un sacrificio digno. Dentro de unos días se celebrará un cónclave, al cabo de unas horas saldrá humo blanco y Migliau será el nuevo papa.
—Si Dios no dispone lo contrario.
—Dios no dispondrá lo contrario. Escuche: pasado mañana habrá tal protesta universal, que se producirán llamamientos para una nueva cruzada. No contra Rusia y China, sino contra el islam, el verdadero enemigo. Y los nuestros serán los primeros en propugnar la guerra.
«Pasado mañana anunciaremos que le tienen secuestrado los terroristas que realizaron la matanza en el Vaticano y que su vida está en peligro; en todas las iglesias y catedrales del orbe se dirán oraciones por él y se celebrarán misas especiales. Y durante el cónclave se impondrá el criterio de elegirle papa. In partibus infidelium. El vicario de Cristo en manos de los paganos. Le elegirán, de eso no cabe duda. Y pocos días después se producirá un rescate espectacular y regresará triunfante a Roma; y en lugar del perdón, proclamará la décima cruzada. Exactamente siete siglos después de que el bastión cristiano de Tierra Santa cayera en manos de los sarracenos.
En la chimenea, las ávidas llamas comenzaban a devorar el crucifijo.