Capítulo 51

—EN la cocina dijiste que Roberto era paciente a pesar de todo —dijo él— y luego te echaste a llorar.

Habían salido del despacho cuando Francesca vio que no contestaban en el piso de Roberto. No había advertido la inquietud de Patrick mientras estaban en aquel cuarto; luego, en la sala de estar, sirvió grappa para los dos, y ahora estaba en la ventana mirando la calle.

—¿Ah, sí?

—Sí.

No le contestó. Con las manos apoyadas en el cristal, permaneció con la mejilla pegada a la fría superficie. El cristal amortiguaba el ruido del tráfico y había una calma en la noche que parecía dimanar de ella misma, como si su persona fuese un punto de sosiego en la tormenta.

—Fuimos amantes —dijo finalmente con voz queda, echando el hálito sobre el cristal—. No como tú y yo, Patrick. Con Roberto fue… más apacible. Menos alegre y a veces triste, pero después de tanto tiempo fuera del mundo, él logró que me readaptase. Me enseñó a vivir de nuevo, y no fue fácil. Tuvimos que hacer grandes esfuerzos y nos quedaba poco tiempo para el amor.

Miró afuera y por primera vez notó lo desamparada que estaba, como una niña que se despierta en sueños y se encuentra en un dormitorio que no conoce, a miles de kilómetros de casa.

—Los dos habíamos perdido la fe —prosiguió—, y eso lo sabíamos bien, creo. Pero él había bailado y cantado por sus dioses y yo había llorado y penado por los míos. Yo no entendía su éxtasis y él confundió mis lágrimas con ceguera. Pero mutuamente nos dimos algo de felicidad; una especie de equilibrio. No sé si llamarlo así… No me refiero a la compensación de pesos en una balanza. Era más como… andar por la cuerda floja, en la que uno llega al equilibrio sólo sin dejar de moverse y sabe que caerá fatalmente si se queda quieto más de lo preciso. Así vivíamos: siempre moviéndonos, buscando siempre un nuevo punto de equilibrio.

Alargó una mano y rozó el cristal para limpiar una capa de vaho parecida a gasa. La ventana estaba enrejada con gruesas barras de hierro a prueba de ladrones. Miró a través de ellas como si el piso en vez de un refugio fuese una cárcel.

—Quizá si hubiésemos sido como pesos, habría durado más. No lo sé. Nuestro equilibrio era excesivamente precario y al final lo perdimos. Roberto se vio cada vez más inmerso en la investigación sobre la cofradía; sólo vivía para eso. Y a mí me sucedía lo contrario, porque eso para mí había sido mi vida y trataba de olvidarlo para encontrar una nueva existencia. Podríamos haber encontrado un equilibrio, no sé, pero de todos modos ya era demasiado tarde. Roberto está enfermo y le queda poca vida.

Apartó la vista de la ventana y miró el cuarto sin fijarse en Patrick.

—Hace tres años —continuó— le diagnosticaron SIDA y el médico le dijo que le quedaba año o año y medio de vida. Al principio estaba deshecho y durante un mes fue como un zombie; había perdido el interés por todo y sólo esperaba la muerte. Pero luego, de pronto, cambió totalmente y vio que podía luchar, que el diagnóstico de SIDA no era una condena a muerte por mucho que dijera el médico.

»En Estados Unidos hay personas que llevan viviendo siete y ocho años con la enfermedad. Algunos son totalmente asintomáticos y llevan una vida normal. Lo que tienen en común es la voluntad de no ceder: meditan, practican el trance para llegar a tener visiones, se aplican la acupuntura, remedios de herbolario…, cualquier cosa que pueda servir para restablecer el sistema inmunitario y seguir luchando. Te parecerá asombroso y quizá lo juzgues tema periodístico, pero a los medios de comunicación no les interesa; lo que quieren es que la gente muera del SIDA. ¿Qué interés tiene una epidemia si algunos de los afectados no mueren?

»Y con los médicos sucede igual. Roberto vive ya más de lo que le habían dictaminado, y cada vez que les cuenta lo que hace, es como si todo se derrumbara. Ellos no quieren saber nada de que la gente sane al margen de sus cuidados. —Lanzó un suspiro—. Por lo que ha luchado, ahora debería estar viviendo normalmente como esos de Estados Unidos, pero todas las energías que recupera las gasta en esa lucha contra la cofradía, y eso es lo que le mata ahora, no el SIDA. ¿Verdad que es absurdo?

Volvió a la ventana.

—Yo pienso en toda esa gente atemorizada por el SIDA, gente que había llegado a creer en el mito de que la medicina lo cura todo, ¿comprendes?, y de pronto aparece el SIDA y los deja totalmente impotentes. Pero el SIDA no es más que una palabra de cuatro letras, los están matando cuatro letras. Creen que los mata un virus, pero no es cierto. La gente con sistemas inmunitarios sanos puede contagiarse sin apenas notarlo. Son los que ya están camino de la muerte los que mueren del SIDA. Y toda la sociedad lo fomenta; los curas les dicen que son pecadores y merecen morir, los médicos que es incurable y que la muerte es inevitable y los medios de comunicación los tratan como leprosos.

»Yo sé muy bien lo que es estar como muerta, sé lo que es estar fuera del mundo. Así se sentía Roberto cuando le diagnosticaron el SIDA, como si le hubieran hecho cruzar una puerta por la que no volvería a pasar nunca más.

Hizo una pausa, con la mirada fija en otro sitio que no era el cuarto ni Patrick.

—Por eso tenemos que acabar con Migliau y la cofradía, porque ellos propugnan la muerte, creen que el sacrificio es esencial para sobrevivir, están convencidos de que es bueno derramar sangre inocente para merecer la salvación. Migliau está dispuesto a matar a muchos en beneficio de unos pocos. Es como la profesión médica. No quieren que la gente muera y, sin embargo, permiten que muchos millones mueran por el SIDA antes que admitir que están equivocados. Es como si dijeran: sin nosotros no tenéis nada que hacer, creed en nosotros, dadnos poder y os garantizamos la salvación.

«Los curas son igual. Está en peligro la vida de una mujer y necesita abortar, y ¿qué dicen?: la vida de tu hijo es más importante que la tuya, tienes que sacrificarte para que viva. La gente se muere de hambre y necesita anticonceptivos, pero los curas les dicen que Dios se enoja si recurren a ellos.

»Por eso es tan peligroso Migliau. Para la gente como él, el mundo es distinto y él encontraría chivos expiatorios por todas partes: los enfermos del SIDA, los musulmanes, los homosexuales, los pobres, todo el que no se ajuste a un orden nuevo. Todos serán víctimas para el sacrificio, y la gente le apoyará y le aplaudirá. Es una medida higiénica, dirán. Limpiad el mundo de virus y tendremos salud, destruid las células cancerosas y viviremos eternamente. Estaría muy bien si fuese una metáfora, pero no lo es: él quiere sangre de verdad en su altar. Si no lo impedimos, mañana comenzará todo. De pronto se detuvo.

—Lo siento; no era esto de lo que teníamos que hablar. Es que…

—¡Chiss…! —musitó Patrick alzando una mano.

—¿Qué sucede?

—Creo que he oído un ruido. ¿Tiene otra entrada el piso?

Francesca miró en derredor, desconcertada.

—¿Tú crees…? —inquirió vacilante—. Hay dos entradas: la normal y la que da a la escalera de incendios.

—¿Dónde está la de incendios? —dijo él en un susurro, alejándola de la puerta.

Ella le señaló el sitio.

—Bien; sal a la terraza y espérame.

Ella meneó la cabeza.

—Gracias, pero prefiero quedarme.

—Francesca, por favor —replicó él, cogiéndola de los hombros—, no me discutas. Yo sé cómo hacer las cosas. A ti no te han entrenado.

—¿Ah, no? —replicó ella alzando una ceja—. ¿Y qué crees que hacíamos en el desierto? ¿Punto?

Afuera se oyó inconfundiblemente un ruido.

—De prisa —musitó ella—. ¡Por aquí!

Cogiéndole de la mano, le llevó a la cocina y apresuradamente abrió una puerta bajo el fregadero y sacó un bulto de arpillera.

—¡Toma! —añadió, dándoselo. Patrick lo desenvolvió y encontró una pistola Beretta 92SBF—. Está cargada: quince disparos —dijo en voz baja mientras desenvolvía otra para ella.

Oyeron un estruendo al abrirse la puerta del cuarto de estar de una patada. A través del cristal esmerilado de la puerta de la cocina Patrick vio una silueta que entraba en el cuarto. Agarró el pomo de la puerta y estaba a punto de girarlo cuando el cristal le estalló en la cara hecho añicos por una ráfaga de metralleta que le pasó por encima de la cabeza. Retrocedió bajando el arma, mientras los disparos desde el cuarto de estar seguían destrozando en la cocina platos y vidrios y deshaciendo los armarios.

Francesca se había tirado al suelo encima de Patrick, sosteniendo el arma con las dos manos. La figura del asaltante se veía por el hueco que había dejado el cristal en la puerta. Disparó sin pensárselo dos veces para impedir que el asaltante cambiara de ángulo de tiro y le alcanzó en la mejilla.

Se dejó rodar hacia la puerta, chocando contra ella y retorciéndose para guarecerse contra la pared. Una ráfaga se incrustó en el suelo entre las piernas de Patrick. Francesca alargó el brazo y tiró de él para arrimarle a la pared fuera del campo de tiro. Una tercera ráfaga partió la puerta en dos y atravesó el suelo en el sitio en que habían estado los dos segundos antes.

Hubo una pausa y Francesca oyó el ruido de extracción del cargador. Se puso en pie de un salto y, apuntando a través del hueco de la puerta, hizo varios disparos hacia el lugar de donde habían partido las ráfagas. Se oyó un grito seguido de un ruido de un cuerpo al caer.

Oyeron una voz gritando desde uno de los dormitorios:

—¡Paolo! Che succede?

—¡De prisa! —Francesca ayudó a Patrick a ponerse en pie y vio que le corría sangre por la cara—. ¿Estás bien? ¿Puedes ver?

—Estoy bien —contestó él, asintiendo con la cabeza—. No es nada, sólo un corte…

—Salgamos de aquí —dijo ella y, al ver que la Beretta de él estaba en el suelo, la recogió y se la dio.

Ya cruzaban la sala de estar cuando apareció otro hombre en la puerta. Iba encapuchado y empuñaba un fusil de asalto Steyr AUG en su mano enguantada. Haciéndose inmediatamente cargo de la situación, se agachó rápidamente más atrás del marco de la puerta.

Francesca se apartó hacia la izquierda cubriéndose con un sillón y Patrick hacia la derecha, derribando una mesita a guisa de parapeto. El encapuchado abrió fuego sobre Francesca y las balas blindadas de 5,6 mm destrozaron la parte superior del sillón en cuestión de segundos; Francesca respondió disparando por un lado del sillón, pero la ráfaga salió alta y destrozó el marco de la puerta por arriba.

Patrick vio un tercer hombre que entraba por el pasillo procedente del dormitorio, próximo a la salida de incendios, y disparó sobre él medio segundo demasiado tarde. El segundo hombre disparó otra ráfaga contra el sillón, obligando a Francesca a dejarse caer rodando hacia la pared. El asesino vio el movimiento y levantó el arma para seguir el mismo arco, pero en ese momento Patrick efectuó dos disparos a través del fino tabique. Se oyó un grito y el hombre se desplomó dentro de la sala.

—¡Cuidado, Francesca, hay otro en el pasillo!

Ya no se veía al tercer hombre, pero era evidente que si quería disparar tenía que llegarse a la puerta. Echaron a correr hacia la pared a ambos lados de la entrada y se aplastaron contra ella.

Patrick vio una mano que se agarraba al marco de la puerta y atisbo algo que volaba. Segundos después se producía una llamarada acompañada de una detonación atronadora. Patrick dio unos traspiés hacia atrás, llevándose las manos a los oídos y dejando caer el arma. Francesca lanzó un grito mientras disparaba enloquecida. Siguió otra granada, cuya onda expansiva la lanzó contra la pared.

Patrick se debatía luchando contra aquel aturdimiento, tratando de ponerse de rodillas. Había perdido el sentido de la orientación y le parecía que las paredes se movían, revoloteaban, se rizaban a lo largo en confusas ondulaciones. No veía ni oía. Alargó la mano para sujetarse y notó que alguien le daba la mano. A continuación perdió el conocimiento y notó que caía al vacío como un ladrillo a un negro pozo sin fondo.