Capítulo 50

SE abrió la puerta y entraron dos sacerdotes que hicieron una reverencia al cardenal. Llevaban sendas metralletas y con soltura profesional.

—Coronel Meyer —dijo Fischer—, lamento comunicarle que queda arrestado. Tenga la bondad de acompañar a estos señores, que le tratarán como es debido.

—Verfluchte Scheise! («¡Mierda!») —barbotó Meyer saltando de la butaca. En la puerta se oyó descorrer de cerrojos—. Le exijo que me diga qué es lo que hace —vociferó el coronel—. No tiene autoridad para hacer esto. ¿Quiénes son estos hombres? Sólo mis hombres están autorizados a portar armas aquí dentro. Tanto me da que sea usted…

—Llévenselo —dijo Fischer con gesto despectivo.

Los curas, si es que de curas se trataba, dieron un paso al frente y agarraron sin miramientos al coronel por los brazos y, antes de que hubiera tenido ocasión de seguir protestando, le habían arrastrado fuera, cerrando de un portazo a sus espaldas. Se oyó ruido de pasos afuera sobre el mármol, otro portazo y silencio.

Fischer se repantigó en la butaca.

—Bien —dijo sonriendo, primero a O'Malley y luego a Makonnen—. ¿Qué haré con ustedes dos?

—No hará nada —replicó el irlandés—. Y, aunque no lo crea, va a ordenar que traigan aquí al coronel Meyer y él hará esa llamada a monseñor Foucauld.

—No me diga… ¡Qué interesante! ¿Podría decirme por qué lo cree posible?

O'Malley señaló la mesa.

—¿Qué ve ahí, eminencia? —El irlandés había pronunciado el título con gran sarcasmo—. Una lista de nombres, pruebas documentales de su relación con una organización llamada la cofradía del Sepulcro, documentos que demuestran la existencia de esa secta. Un buen montón de papeles de inapreciable valor, ¿no le parece? Vamos a ver, ¿pensó que iba a venir aquí con los originales? ¿Se imaginó que iba a ser tan incauto? —Hizo una pausa y cogió la lista de nombres y, levantándola de la mesa, la esgrimió ante la cara de Fischer—. Copias de esto, junto con fotocopias de todos los documentos importantes, están depositadas en la caja fuerte de los principales bancos italianos. He redactado cartas para el fiscal de la república, el Ministerio de Justicia, el primer ministro y los directores de // Tempo, II Messaggero y el Giornale d'Italia. En este momento un amigo mío las habrá entregado en mano.

Volvió a dejar la lista en la mesa.

—Bien —prosiguió—, escúcheme atentamente: si a las siete en punto de la mañana no me he puesto en contacto con todos los que he citado, tienen instrucciones de abrir los sobres. Igualmente, si se produjese en Italia un acto terrorista en días sucesivos, abrirán los sobres. En cualquier caso, no van a destruir esos sobres bajo ningún concepto y dentro de ellos, como se habrá imaginado, encontrarán mi carta con una autorización para abrir las cajas fuertes y sacar la documentación que hay depositada.

»¿Lo ha entendido? Ahora puede usted hacerme daño o no, a su criterio. Puede seguir adelante con su plan de mañana, a sabiendas de que está descubierto. En cualquier caso, la cofradía está acabada. Migliau figura en la lista, Fazzini también. Bueno, usted mismo lo ha visto. Seguro que con el nombre de usted queda completa —añadió lanzando un profundo suspiro—. Eso es todo, eminencia.

Fischer no contestó; seguía sentado mirando imperturbable a O'Malley. Al cabo de un minuto, sin decir palabra, se puso en pie para dirigirse tranquilamente a un cuarto contiguo. Transcurrió otro minuto y volvió a entrar en la salita llevando un gran montón de papeles guardados en archivadores nuevos color marrón y atados con cordel.

—¿Son éstos los papeles a que se refería, padre O'Malley? —inquirió, poniéndolos en la mesa.

O'Malley los miró y sintió como si se lo tragara la tierra. Tembloroso, bajó la cabeza y dejó caer desalentado los brazos como presionado por un peso inexorable.

Se oyó llamar a la puerta.

—Avanti —dijo Fischer.

Se abrió la puerta y entró un hombre delgado vestido de cardenal.

—¡Ah, Tomasso, adelante, adelante! —dijo Fischer saludándole—. Precisamente estábamos hablando de ti.

—¿Ah, sí? —replicó el recién llegado enarcando las cejas—. ¡Qué halagador!

—No creo que conozcas al padre Dermot O'Malley.

—Pero me han hablado mucho de él —añadió el desconocido estirando el brazo, esperando que O'Malley se levantara y besase el anillo. Pero el irlandés permaneció quieto.

—Ya veo que ha olvidado sus modales —indicó el cardenal bajando el brazo.

—Y éste —continuó Fischer— es el padre Makonnen. Creo que ya le conoces.

Assefa no dijo nada; conocía de sobra a Fazzini.

—Tomasso, por favor, bebe algo.

—Un simple zumo de frutas, por favor. He estado cenando con el santo padre y mañana tengo que tener la cabeza despejada.

—Claro, claro.

Fazzini se acomodó al lado de Fischer.

—¿Y cómo se encontraba el santo padre?

—Muy bien, muy bien. Cifra todas sus esperanzas en mañana. Grandes esperanzas. ¡Oh, por cierto! Antes de que se me olvide: he pasado por mi despacho antes de venir aquí y tengo las cartas que querías.

Metió la mano en el bolsillo de la sotana y sacó media docena de gruesos sobres. El padre O'Malley cerró los ojos como si le hubiese dado un dolor.

—Gracias, Tomasso. Yo me he encargado de Meyer. Creo que está todo en orden —dijo mirando el reloj de pulsera—. ¡Ah! Has llegado a tiempo de oír el telediario.

Se levantó y se acercó a un pequeño televisor que había en un rincón. Lo encendió, conectó el canal local y volvió a su asiento.

Poco tuvieron que aguardar; en seguida apareció la locutora. La segunda noticia era el primer anuncio público de la audiencia papal del día siguiente y de la conferencia que seguiría. Después de la fotografía del papa saludando a los presidentes MacMaoláin y Mirghani, pasaron una película de la llegada de otros notables al aeropuerto de Fiumicino. Un profesor del Istituto di Studi Orientali de Roma dijo unas cuantas simplezas sobre las relaciones entre cristianos y musulmanes, sólo superadas por el portavoz de la SRNC, la Secretaría de Religiones no Cristianas, quien llegó a citar a san Francisco, el Corán y Herman Hesse.

Fischer no desconectó el aparato al acabar las noticias, sino que los hizo seguir sentados mirando el resto: una información sobre el EUR, otra sobre unas elecciones y una última sobre el precio del salami. Finalmente, la presentadora rebuscó entre sus papeles y dio lectura a la noticia de última hora:

«Acaba de llegarnos la noticia de un accidente de tráfico urbano en el que ha habido un muerto. Un coche en el que viajaba una sola persona chocó en vía del Corso con un camión pesado, cerca del palacio Chigi. Según los primeros datos, el coche patinó e invadió el trayecto del camión y quedó aplastado. El conductor murió antes de llegar al hospital San Giovanni. La patrulla de tráfico acaba de comunicarnos que se trataba de Roberto Quadri, un abogado que trabajaba en una organización católica para excarcelados. El conductor del camión resultó ileso. No disponemos de más detalles.

»Es todo por esta noche. Volveremos con ustedes mañana a las siete con nuestro primer boletín de noticias, en el que les ofreceremos un amplio comentario sobre la audiencia papal, de la que tendrán imágenes a las diez. Buenas noches».

Fischer apagó el televisor con un mando a distancia y en el cuarto se hizo un denso silencio. Dermot O'Malley no se movió. Las lágrimas surcaban sus mejillas, pero tampoco alzó la mano para enjugárselas.

—¿Y el otro asunto, Tomasso, se ha hecho?

—¡Ah! Sí…, el norteamericano y la Contarini. Ya he enviado hombres a por ellos. Ya no pueden tardar.

O'Malley alzó la cabeza. Su aire de bondad había desaparecido por completo; ahora su expresión era una mezcla de rabia y dolor. Echó la cabeza hacia atrás y, lanzando un terrible alarido, se puso en pie de un salto, levantando al anciano Fazzini del sillón. Cayeron los dos al suelo, donde el irlandés enfurecido se puso encima del cardenal, tratando de estrangularle.

Fischer se levantó, metió la mano en la sotana y, sacando una pequeña pistola, avanzó dos pasos hacia O'Malley, le asestó una patada para apartarle de Fazzini y le disparó dos veces. El corpulento irlandés cayó hacia atrás por la fuerza de los disparos, miró a Fischer con ojos de sorpresa y se incorporó sobre un codo tratando de ponerse en pie. Fischer volvió a disparar dos veces y O'Malley volvió a caer abotargado. Fischer ayudó a Fazzini a sentarse y, al darse la vuelta, vio que el sacerdote irlandés estaba de rodillas en un charco de sangre y apoyándose en una silla para ponerse en pie. El norteamericano alzó la pistola.

—¡No! —gritó Assefa, abalanzándose sobre el cardenal y cogiéndole la muñeca.

Pero Fischer se desasió, golpeando al etiope en la mejilla con el cañón del arma, haciéndole caer en la butaca. O'Malley estaba ya de pie y, lanzando un rugido, se abalanzó sobre él, quien le vació seguidas las tres balas que quedaban en el cargador. El irlandés cayó de bruces al suelo y allí quedó inmóvil.