MIENTRAS se dirigían en coche al Vaticano, Assefa trató de rezar, pero sus pensamientos eran demasiado atormentados para dejarle formular una simple plegaria. Discurrían por calles conocidas totalmente cambiadas; se notaba en todo un sutil cambio: en las calles, las tiendas, los cafés y la gente. Roma se había convertido en un plato, un simple pastiche de la gran urbe, con sus habitantes a guisa de extras de una película mediocre. No podía creer que allí, en aquellas calles, hubiese gente preparando tan monstruosa matanza.
O'Malley había efectuado varias llamadas telefónicas antes de ponerse en camino para no dejar nada al azar. Quería hablar con las personas clave, pero tenía que tener sumo cuidado para que nada de lo que dijese llegara a oídos de la cofradía, y menos del cardenal Fazzini u otros miembros de la curia adeptos a ella. O'Malley sabía que, por desgracia, no era el momento más oportuno para airear acusaciones contra los cardenales, pero, dejar a la Secretaría de Estado al margen del tema de seguridad, habría sido atentar contra el protocolo.
Contaba con poder persuadir a unos cuantos para que asumieran responsabilidades en lo que fuese pertinente y, estaba convencido de que afortunadamente iba a ponerse en contacto con las personas idóneas.
El coronel Hans Meyer, comandante en jefe de la guardia suiza, era el responsable de la seguridad vaticana, y los hombres a su mando que al día siguiente no estuvieran de servicio en actos ceremoniales, irían armados con Uzis en lugar de alabardas. Era fundamental que ese contingente estuviera preparado para contrarrestar cualquier atentado, independientemente del lugar en que se produjese. El irlandés confiaba en que Meyer y sus hombres fuesen de entera confianza. Sabía por diversas fuentes que la cofradía nunca había logrado infiltrarse en la guardia suiza.
Cierto que en la Noble Guardia, en la Guardia Palatina y en la gendarmería pontificia había habido algunos «hermanos» en distintas generaciones, pero Pablo VI había abolido esos cuerpos en 1970 y, por lo que él sabía, la infiltración nunca había alcanzado a la guardia suiza. El propio Meyer era de Lucerna, una zona a salvo de la influencia de la cofradía. Podía confiarse en él.
La responsabilidad última de la seguridad en el Vaticano la detentaba el cardenal John Fischer, presidente de la Oficina Central de Seguridad, y con Fischer no había nada que temer. Nacido en Chicago, de padres alemanes, el prelado había ascendido en la jerarquía eclesiástica al amparo del cardenal John Cody, pero lo único que tenía en común con él era el nombre de pila, ya que, en cuanto pudo, Fischer dejó Chicago para trabajar en los Servicios Católicos de Ayuda al Tercer Mundo, en África, Filipinas y México. A principios de los setenta, poco después de la institución de Cor Unum como centro coordinador de las actividades caritativas católicas, había sido llamado a Roma para incorporarse al consejo de administración. Una vez en el Vaticano, sus excelentes dotes administrativas le habían valido continuos ascensos. Su destino en seguridad cinco años antes se había interpretado como consolidación de su influencia en la corte papal.
Aparte de eso, O'Malley había dejado recado a su viejo amigo monseñor Giuseppe Foucauld, secretario privado del pontífice. Foucauld había nacido en Roma, de padres italofranceses, y era una de las personalidades con mayor poder en el Vaticano; gozaba de la confianza del santo padre y todo lo que iba destinado a la atención del papa pasaba infaliblemente antes por sus manos. O'Malley aún no sabía si convenía contar al pontífice lo de la conjura y, en consecuencia, ponerle al corriente de la existencia de la cofradía. Al final habría que decírselo, por supuesto, pero O'Malley temía las consecuencias de una revelación prematura.
Habían convenido una reunión en el despacho del cardenal Fischer, en el segundo piso del palacio del gobernador, un edificio alargado de cuatro plantas que hace las veces de ayuntamiento en el Vaticano. Era O'Malley quien había sugerido aquel lugar para evitar ojos indiscretos en el palacio Apostólico. Aquella tarde, la cofradía estaría ojo avizor.
Se dirigieron al Arco delle Campane, a la izquierda de San Pedro; los guardias que estaban de servicio esperaban la visita y, poco después, el irlandés aparcaba enfrente del Governorato. Cogió un montón de papeles del asiento trasero y se apeó.
El cardenal los estaba esperando en una sala de visitas privada detrás de su despacho. En el edificio no había casi movimiento, pues el personal ya había salido y sólo quedaban los vigilantes. Un joven sacerdote los acompañó arriba, les indicó el camino y desapareció discretamente.
Los recibió el propio Fischer, que salió a su encuentro con la mano tendida y una calurosa sonrisa. Era un hombre de aspecto jovial de unos sesenta años. Estaba algo cargado de peso, pero lo llevaba con dignidad. Tenía el solideo bastante echado hacia atrás, lo que le daba un aspecto garboso.
—Padre O'Malley, es un placer conocerle por fin. Me han hablado mucho de su labor y usted no lo sabrá, pero nuestros caminos se han cruzado más de una vez. Nunca han faltado problemas con las nuevas religiones africanas, los kimbaguitas, aladura y todas esas Iglesias indígenas. Es demencial. Pero peor son los nuevos cultos que surgen en las antiguas misiones: los Testigos de Jehová, los mormones y los Baha'is. La gente de usted nos ayudó mucho.
Estrechó vigorosamente la mano del irlandés y se volvió hacia Assefa:
—Tenastilliñ. Indamin adderu.
—Dahina —contestó Assefa.
—Me temo que mis conocimientos de etiope se reducen a eso —añadió el cardenal, con una amplia sonrisa—. Perdone, creo que el padre O'Malley no me mencionó su nombre.
—Makonnen. Padre Makonnen.
—Encantado de conocerle, padre. ¿Trabaja usted en el despacho del padre O'Malley? —No, eminencia, yo…
—Después explicará el padre Makonnen quién es —terció O'Malley—. Creo que así será mejor. Antes quisiera exponerle otros asuntos.
El cardenal enarcó las cejas.
—Sí que hace usted un misterio de su visita, padre; por teléfono tampoco fue muy explícito.
—No; es verdad, es que… —O'Malley no acababa de decidirse—. Eminencia, ¿no han llegado el coronel Meyer y monseñor Foucauld? Preferiría aguardar a que estén ellos.
Fischer lanzó una ojeada a su reloj de pulsera.
—El coronel tiene que venir en cualquier momento, pero monseñor Foucauld se ha excusado y ha dicho que vendrá más tarde; es que esta noche cena con el santo padre, y, como tienen invitados muy importantes, no podrá ausentarse hasta las diez aproximadamente. ¿Le importa que empecemos sin él? Yo, esta noche, tengo cosas que hacer.
—Bien, precisamente por eso he venido. El…
Llamaron con fuerza a la puerta, que poco después se abría dando paso a un hombre alto con el llamativo uniforme renacentista de la guardia suiza. Saludó al cardenal y luego a los demás.
—Adelante, Hans —dijo el prelado llegándose a la puerta e invitándole a entrar—. Hans, le presento al padre Dermot O'Malley, director de Fraternita. Ya sabe los que nos ayudan y tratan con las sectas; y Assefa Makonnen, el padre Makonnen, un personaje algo misterioso, aunque espero que sea por poco tiempo.
Una vez hechas las presentaciones, el cardenal norteamericano los invitó a sentarse en unas butacas en torno a una mesita.
—¿Quieren beber algo? Tengo un whisky estupendo que me envió mi hermano en Navidad. ¿No? ¿Nada? Bien, pues yo voy a tomar uno. En seguida estoy con ustedes.
—Eminencia, antes de que comencemos —terció O'Malley—, ¿me permite hacer una llamada telefónica?
—Por supuesto. Ahí mismo tiene un teléfono. ¿Es una llamada al exterior?
O'Malley asintió con la cabeza.
—Pues tendrá que pedir el número a la centralita para que le pongan.
Mientras el cardenal se servía el whisky, el padre O'Malley telefoneó a Francesca, diciéndole dónde estaba y prometiendo volver a llamar antes de salir.
El cardenal Fischer volvió a la mesita y tomó asiento con un whisky con mucho hielo en la mano.
—¿A quién llamaba, padre?
—¡Oh, a una amiga que podía estar preocupada por mí!
—¿Preocupada? No correrá usted peligro, ¿verdad?
—No más que todos nosotros, eminencia; sí, por eso he venido a verle. Corremos grave peligro. Tengo pruebas de una conjura contra el santo padre.
El cardenal dejó el vaso en la mesa y miró angustiado a O'Malley y luego a Assefa.
—Padre, explíquese usted.
Tardó un buen rato en relatárselo todo. Ahora que había revelado su secreto, O'Malley no quería echarlo todo a perder precipitándose; por eso fue exponiendo a Fischer y a Meyer paso a paso todas las pruebas que había reunido, mostrándoles los documentos que las confirmaban. Los aspectos más raros de la cofradía y su historia los dejó para el final, para cuando sus oyentes estuviesen más preparados. Finalmente, con la ayuda de Assefa, esbozó lo que consideraba sería el teatro de los acontecimientos a la mañana siguiente.
—No tengo pruebas de que sea eso lo que pretenden; quizá hayamos sacado conclusiones precipitadas, pero más vale prevenir que curar. No estará de más un dispositivo especial de seguridad para la audiencia de mañana, o bien suspenderla. De lo que estoy seguro es de que corre peligro la vida del santo padre.
El cardenal asintió con la cabeza.
—Sí, padre, creo que tiene razón. Ha hecho usted un buen trabajo y las pruebas son abrumadoras. ¿No cree, coronel? —añadió, volviéndose hacia el oficial sentado a su derecha.
Meyer no dijo nada en principio; cogió unos documentos de la mesa y los examinó atentamente.
—Sí —dijo—. No puedo comentar casi nada de esto por no ser de mi competencia, pero lo que han expuesto me causa gran preocupación. No hay tiempo de organizar un nuevo dispositivo de seguridad y tendré que recurrir a la unidad antiterrorista de los carabinieri, el GIS. Lo que sucede es que se encuentra en Venecia por el asunto de la desaparición del cardenal Migliau. Yo diría que habría que considerar muy en serio la suspensión de la audiencia de mañana.
—¿No le parece un poco alarmista, coronel? —dijo el cardenal Fischer inclinándose sobre la mesa—. Estoy seguro de que el padre O'Malley tiene razón respecto a esa… cofradía, pero usted dispone de tropas de sobra para hacer frente a cualquier eventualidad. Sus hombres están bien entrenados y armados. Ahora que conoce el riesgo, puede cercar la Sala Clementina.
—Perdone, eminencia, pero preferiría no hacerlo. Si se produce un ataque, puedo perder hombres en la defensa y pueden producirse heridos entre los visitantes. Como militar profesional, me veo obligado a aconsejar otra solución: suspender la audiencia. Pero necesitaría autoridad para convencer al santo padre. Quizá podríamos pedir a monseñor Foucauld que solicite al santo padre que nos reciba sin tardanza.
El cardenal no parecía decidido.
—Muy bien. Veré lo que puede hacerse —dijo, cogiendo el teléfono—. Interno due, per favore.
Hubo una espera y luego se oyó una voz que contestaba.
—Monseñor Foucauld, por favor. De parte del cardenal Fischer. Gracias.
Hubo una pausa más larga.
—Oiga, ¿eres tú, Giuseppe?… Soy John Fischer. Tengo aquí al padre Dermot O'Malley, que habló contigo esta tarde para celebrar una entrevista… Eso es… Sí, lo sé. Mira, Giuseppe, acabo de hablar largo y tendido con él y con el coronel Meyer, pero no hay realmente de qué preocuparse… No, nada. Una falsa alarma.
O'Malley miró a Assefa atónito, mientras Fischer continuaba la conversación.
—Seguro que su santidad estará cansado. No hay necesidad de preocuparle esta noche. Sí, por la mañana que todo siga su curso normal. Estoy convencido de que será un éxito. Ciao.
Tanto O'Malley como Meyer estaban ya en pie cuando el cardenal colgó.
—Eminencia…, ¿qué significa esto? Acabamos de convenir en que la vida del santo padre corría peligro. Protesto y le ruego me permita hablar con monseñor Foucauld.
—Padre, por favor, siéntese. No se ponga así. Todo está controlado.
—Perdone, eminencia —terció Meyer, dando un paso al frente—, pero el padre O'Malley tiene razón. No podemos arriesgar la vida de su santidad. Ni con la de otras personas.
Fischer echó hacia atrás la butaca y se puso en pie.
—He dicho al padre O'Malley que se sentase y le ruego haga lo mismo.
—No puedo…
—Coronel, está usted rozando la insolencia. Recuerde su posición —exclamó Fischer con el rostro congestionado y los ojos brillantes de ira.
El coronel se mantuvo de pie.
El padre O'Malley hizo gesto de coger a Fischer por los hombros, pero el prelado le asestó una bofetada.
—Estese sentado, padre —dijo con voz autoritaria—. Ya es hora de que se dé cuenta de lo que hay —añadió, a la vez que cogía un segundo teléfono blanco en el que marcó una sola cifra—. ¿Pueden subir ahora mismo, por favor? —inquirió, colgando acto seguido.
Nadie hablaba. Assefa miró a O'Malley nervioso. No entendía cómo el cardenal Fischer no podía creerse la historia, pues tenían pruebas. Él mismo le había explicado todo lo sucedido en Dublín. ¿Qué más quería? Dirigió una ojeada al norteamericano.
El cardenal había vuelto a sentarse y se mantenía impertérrito, como ya calmado, con las manos plácidamente cruzadas en el amplio regazo. Su sotana ribeteada de rojo estaba perfectamente planchada y sus zapatos brillaban inmaculados. Tenía las mejillas rosadas de contento y parecía un enorme muñeco de cera.
Algo en la pared llamó la atención de Assefa, justo detrás de la cabeza de Fischer. Era el escudo de armas del cardenal, que decoraba un plato de cerámica. Assefa lo había mirado varias veces durante la reunión, pero era ahora cuando por fin captaba el sentido.
En el centro del emblema heráldico, bajo un capelo cardenalicio rojo con largas borlas, se veía un gran escudo y en el centro un hombre de pie en la proa de una barca, con el brazo alzado por encima de la cabeza, dispuesto a lanzar una red al agua.
Fischer. // Pescatore (el Pescador).