Capítulo 48

ESTABAN en la terraza de atrás del piso. O'Malley había ido con Assefa al Vaticano, y Roberto a llevar cartas cerradas en mano a varios ministros y magistrados. A Patrick y a Francesca no les quedaba más remedio que esperar.

Era ya casi de noche, y justo enfrente, en la cúpula gris de Sant'Andrea della Valle se disponían a anidar dos cernícalos. Al volar en círculo, un último rayo de sol que incidía sobre la cúpula incendió de oro sus alas.

—Ése es el macho —dijo Patrick señalando una de las aves que permanecía suspendida un instante en el aire antes de alejarse a toda velocidad en busca de material para el nido—. El de alas azules.

—Sí —contestó Francesca; los pájaros la ponían nerviosa. Ella jamás había conocido aquella libertad de volar sin esfuerzo en el aire puro, con las plumas brillantes, haciendo de cazador y no de presa—. Vienen todos los años; hacen su nido, empollan y vuelven a marcharse.

Ojalá ella pudiese batir unas alas y marcharse con la facilidad del ave, alejarse volando de Roma, de Italia, del pasado.

—¿Cómo me encontraste? —inquirió él—. ¿Cómo es que me seguiste en Venecia la noche en que fui a ver a tu padre?

Ella sonrió. Pero no era la sonrisa de antaño, se dijo Patrick. Eso se había acabado. Pero era una muy parecida, torcida, enigmática, no al modo de la Gioconda, sino más sombría, como si no fuese una sonrisa, antes bien una máscara para disfrazar el miedo. El miedo, una gran tristeza, añoranzas vanas, el leitmotiv de toda una vida. Patrick pensó en máscaras: las máscaras alabastrinas del taller de Claudio Surian, la máscara policroma sobre su rostro exánime, las bauttas que llevaban los personajes de sus pesadillas, los elaborados disfraces que había lucido Francesca el año antes de su falsa muerte, de la que toda una ciudad con capa y velo había jurado guardar silencio.

—Tu llegada a Italia la supo en seguida la cofradía —dijo—. Perdieron tu pista en Roma y dieron la alerta a todos los cofrades. Así supimos que estabas aquí. Al principio pensé que sería alguna especie de trampa que me tendían, pero no acababa de entender cómo te habían implicado; luego supimos quién era el padre Makonnen y comprendí que sí tenía algún sentido.

«Bueno, imaginé que irías a Venecia, y el resto es fácil. Había dos sitios a los que necesariamente tenías que ir: a mi tumba en San Michele y al palacio Contarini. El hermano Antonio informó a Dermot que habías estado en el cementerio y…

—¿Él es de los vuestros?

Ella asintió con la cabeza.

—En cierto modo. Es un viejo amigo de Dermot desde que se conocieron en Roma. Dermot le contó en cierta ocasión algo y le pidió que nos ayudase. Como todos los entierros de Venecia se efectúan en San Michele, él ha podido descubrirnos la pista de muchos «muertos» y de sus familias, y gracias a ello hemos averiguado cosas muy interesantes.

Dirigió de nuevo la vista hacia la cúpula. Ahora ya reinaba la oscuridad y en el cielo sólo quedaba una sombra purpurea, como enorme magulladura. Ya no se veía a los cernícalos. Hasta la terraza llegaba el rumor del tráfico urbano.

—Entonces, ¿aquella noche me esperabas? —dijo Patrick.

—Sí. Estaba afuera, en la calle. Yo contaba con que no me vieses con aquella niebla y menos que me reconocieses. Lo que no sabía es que habías encontrado una fotografía y que podías imaginarte que seguía viva.

—¿Y no habrías intentado hablar conmigo?

—No —replicó ella abriendo mucho los ojos—. Claro que no. A mí me constaba que tú me creías muerta y aún no tenía idea hasta qué extremo tú estabas implicado en esto. Para ti, que yo apareciese de repente, habría sido una fuerte impresión y para mí habría constituido un grave riesgo de que ellos al seguir tu pista dieran conmigo.

—Pero me llevaste al hospital.

—Por supuesto. Cuando me llamaste por mi nombre comprendí que debías de saber o imaginar que estaba viva. Luego perdiste el conocimiento y no podía dejarte allí. —Su mano no paraba de moverse por la barandilla de la terraza; la de Patrick estaba cerca, cerrada, inmóvil. Antaño, agarrarse de la mano había sido un gesto facilísimo, pero allí, aquella noche, con un sepulcro y tantos años por medio, casi habría parecido un sacrilegio—. Hice que te siguieran al salir del hospital. ¿Sabías que te esperaba la policía?

—Sí, un tal…

—Matteo Maglione —se anticipó ella, asintiendo con la cabeza—. El jefe de los carabinieri de Venecia; pero tuvo un fallo acudiendo personalmente al hospital, porque nuestro contacto le reconoció y comprendió que tú intentarías escapar. Te siguió hasta Porto Marghera.

«Luego cometiste el error de comenzar a preguntar en Burano para encontrar a alguien que te llevase a San Vitale y en seguida enviaron ellos a su gente; menos mal que nosotros estábamos al tanto, aunque llegamos tarde para salvar al viejo pescador, pero sí a vosotros. Corristeis un gran riesgo yendo allá.

—Y tú también —dijo Patrick.

Francesca se encogió de hombros.

—Estoy acostumbrada y no espero vivir eternamente —dijo tiritando—. Entremos, que empieza a hacer frío.

Fueron a la cocina e hicieron café. Necesitaban hacer algo para distraer la tensión de la espera. Por encima de todo existía el acuerdo tácito de no hablar de lo que había sucedido veinte años atrás. Para él, la pena comenzaba a transformarse en indignación por aquello que, en última instancia, había sido una simple traición. Si Francesca le hubiese dejado por otro, su vida no habría quedado tan destrozada como al creerla muerta.

Cierto que era como si hubiese resucitado, pero ahora ya nada podría hacerle recuperar los años perdidos llorándola. Y tampoco había nada que pudiera revitalizar aquel amor que ella había destruido. Quizá no pudiera imputársele la culpa por haber sido víctima de presiones irresistibles, pero eso él no podía juzgarlo. Con un estremecimiento, comprendió que comenzaba a lamentar el hecho de que estuviera viva. Gran parte de su vida se había configurado en torno a su muerte y tanto de su ser había quedado enterrado con aquel ataúd vacío, que no sabía si lograría recobrar la energía para llenar el vacío que le producía su regreso.

Le contó lo que pudo de su vida después de dejar la universidad, omitiendo todo lo relativo a su estado mental. En consecuencia, todo lo que le explicó era gris y confuso, una torpe enumeración de hechos, como si fuese un informe sobre un extraño. Poco dijo de su actividad en la CÍA y se limitó a hablar de los sitios en que había estado y de la gente que había conocido.

No dijo apenas nada de las mujeres tras las que había corrido en un desesperado e inútil intento de mitigar el dolor de su falsa muerte. Pero al hablar de ellas tampoco mencionó el dolor que había minado todas aquellas relaciones, acabando por amargarlas. Sin quererlo, su relato sonaba inconsistente, superficial.

Había habido un proyecto de matrimonio cinco años después de la desaparición de Francesca, pero, incapaz de admitir que no podía olvidarla, había infligido una despiadada destrucción a la relación, día tras día, noche tras noche, hasta enfermar. El matrimonio había durado menos de un año.

Le habló largo y tendido a propósito de Ruth. Desde que había salido de Irlanda no había dejado de pensar en ella. La imagen de su cuerpo exánime, junto al lago sombrío, le obsesionaba. Ahora comprendía por qué su padre la había matado o había ordenado hacerlo: era el sacrificio obligado. Patrick nunca la había amado tanto como a Francesca, pero hasta aquel momento no había tenido valor para admitirlo. Desde la reaparición de Francesca, el espectro de Ruth había comenzado a desvanecerse.

Francesca le escuchaba en silencio. Durante más de veinte años se había atormentado la imaginación pensando en él. ¿Cuánto tiempo la habría llorado? ¿Un año? ¿Dos? Le había imaginado en la cama con otras, figurándoselo casado y con hijos, siempre feliz, sin acordarse de ella. No le causaba satisfacción alguna saber que nunca había gozado de la felicidad que su imaginación le había atribuido.

Curiosamente, ella correspondió parcamente a sus confidencias. De lo que más le habló fue de Fraternita, de cómo se había enterado de su existencia, de la ayuda que le habían prestado y de lo que ella había hecho por la organización en agradecimiento. Aunque no se produjera la Pascua, le dijo, la entidad estaba decidida a presentar el abultado expediente sobre la cofradía al fiscal de la república.

—¿Te acuerdas de la P2? —inquirió. Patrick asintió con la cabeza.

El escándalo de la P2 había estallado quince años antes, en 1981. Un tal Licio Gelli había organizado una logia masónica llamada Raggruppamento Gelli Propaganda Due, P2 en abreviatura. Por diversos medios había conseguido captar a varios personajes de los más poderosos del país: ministros, ex ministros, altos funcionarios, casi doscientos oficiales superiores del ejército, banqueros, magistrados y catedráticos.

En 1980, un amigo íntimo de Gelli, un banquero llamado Michele Sindona, fue objeto de investigación por fraude. Gelli se vio implicado en el caso y su casa fue registrada, encontrándose documentación, y entre ella la lista de los miembros de la P2. Había sido la mayor crisis política italiana de después de la guerra. El primer ministro tuvo que dimitir y se formó un nuevo gobierno.

—Roberto me hablaba mucho del escándalo de la P2 —dijo Francesca—. Lo había estudiado a fondo y consideraba que el mejor plan que podíamos adoptar era poner al descubierto a la cofradía con el mismo método. Pero para ello teníamos que hallarnos en una posición inexpugnable y no podíamos arriesgarnos a revelar nada mientras hubiese sectarios poderosos que no conociésemos. Las autoridades habían tenido suerte con la P2, pues en las listas que encontraron en la villa de Gelli figuraban casi mil nombres, todos los afiliados a la logia. Pero, de no ser por un milagro, nosotros no podíamos conseguir una lista igual en el caso de la cofradía, porque, que yo sepa, no existe. —Hizo una pausa y se frotó la frente como si la tensión le provocase cefalea—. Tenemos nuestro archivo, claro, duplicado y guardado en cajas fuertes de tres bancos, y Roberto tiene a buen recaudo el original en disquetes de ordenador, pero tenemos la impresión de que la lista está bastante completa. Todo lo que hemos descubierto estos dos últimos años son pruebas terminantes sobre las actividades de la cofradía, y lo único que nos falta es convencer a un par de personas en puestos clave para que se autorice una serie de registros sincronizados para obtener el resto de las pruebas.

»Tu amigo Eamonn De Faoite trabajaba con nosotros. El comenzó a traducir unos textos arameos y luego amplió voluntariamente su actuación, descubriendo a la cofradía en Irlanda. Siempre ha habido vínculos con ese país donde hay adeptos desde hace siglos. Por eso me enviaron a mí al Trinity College.

Patrick recordó de pronto la primera de sus alucinaciones, en la que había soñado a Francesca hablando irlandés del siglo XVI en Dublín. ¿Habría vivido allí algún antepasado de ella?

—En principio —prosiguió ella— no estaba previsto que yo fuese a formar parte de los «muertos». El privilegio había sido reservado para mi hermano mayor, Umberto, pero… él murió en un accidente y tuve que sustituirle. No me lo dijeron hasta que llegué a Venecia. Traté de… ponerme en contacto contigo y… —Cerró los ojos, acongojada por los recuerdos—. No pude; me lo impidieron y tuve que salir inmediatamente para Egipto. —Hizo una pausa—. Perdona, no quería hablar de esto… por ahora.

—Es igual.

Francesca lanzó un suspiro.

—Eamonn… Hablaba de él. Fue él el primero en detectar las referencias a la Pascua. —Hizo otra pausa—. ¿Dices que le envió unos papeles a Balzarin?

—Sí.

—Entiendo. Sí, claro, es lógico. Nos dijo que tenía información, pero que no estaba completa, y creo que mencionó que disponía de una posible fuente para completarla. Sí, ahora recuerdo que mencionó que Balzarin había tratado de ponerse en contacto con él, insinuando que sabía cosas de la cofradía. Aquí no teníamos nada sobre Balzarin, y supongo que él le entregaría el expediente sobre la cofradía para tratar de averiguar algo más sobre la Pascua.

—¿Y ese cardenal a quien han ido a ver O'Malley y Assefa? ¿Se puede confiar en él?

—Dermot dice que sí, pero lo cierto, Patrick, es que no habíamos previsto esta urgencia. Roberto quería hacerlo todo pausadamente para preparar nuestras fuerzas y conseguir el mayor apoyo posible en contacto simultáneo con personas de gran influencia. Pese a todo, quería hacerlo con calma…

Calló y se puso bruscamente en pie para quedarse mirando un instante a la puerta, indecisa, y entrar, a continuación, en la habitación contigua. Patrick, extrañado, la siguió y vio que estaba en la ventana.

—Tardan —comentó ella—. Roberto dijo que telefonearía nada más entregar las cartas. Estoy preocupada.

—Aún es pronto —replicó Patrick—. Apenas pasan de las ocho.

Pero él también estaba intranquilo. Roberto tenía que haber llamado ya.

—Voy a telefonearle a su casa —dijo Francesca. Estaba junto a una puerta que comunicaba con el despacho. Patrick la siguió; al entrar, ella encendió la luz y él de momento no advirtió nada, pero luego, de pronto, se percató que ya había estado en aquel cuarto. No al llegar al piso invitado por los amigos de Francesca, sino mucho antes.

En una pared había una reproducción de la Salomé de Moreau, iluminada por un foco, y junto al grabado una librería repleta. Y en un rincón, un pequeño televisor con la pantalla en blanco.

Era el cuarto de la visión de su última pesadilla en Venecia.