O'MALLEY encontró una botella de grappa en la cocina. Assefa bebió a sorbos breves y nerviosos, quemándose la garganta y casi ahogándose. Roberto le hizo calmarse, ayudándole a respirar poco a poco al ritmo del diafragama. Permaneció sentado durante un rato con los ojos cerrados, respirando pausadamente y relajándose. Cuando abrió los ojos, sólo supo mirar al suelo; su inquietud se había transformado en abulia e impasibilidad.
—Padre Makonnen —dijo Roberto con voz amable pero firme, como quien obliga a un testigo renuente a admitir lo que ha visto—, debe decirnos lo que sepa. Es muy importante y están en juego vidas inocentes. Assefa movió la cabeza.
—Es demasiado tarde —musitó—. ¿Qué se puede hacer? No hay tiempo.
—Por favor, deje usted que sea yo quien juzgue. Dígame lo que sepa.
Assefa alzó la vista con los ojos bañados en lágrimas, pero Roberto advirtió en ellos un ruego mudo, una tácita petición de auxilio. Lo había visto muchas otras veces en otros ojos, en distintas circunstancias, pero la súplica era siempre la misma: «Dígame que es un sueño, que voy a despertarme y que todo esto no ha sucedido». Era la mirada de quien acaba de saber que va a morir de una enfermedad incurable: una mirada que Roberto conocía muy bien.
—Muy bien —dijo Assefa—. Les contaré lo que sé. —Hizo una pausa y luego comenzó a hablar, eligiendo cuidadosamente las palabras—: En estos últimos meses, la nunciatura de Dublín ha estado participando en una serie de conversaciones muy delicadas. Asistí a una serie de reuniones, algunas en la propia nunciatura, otras en Leinster House y otras en las embajadas de Egipto e Irak. Comprendan que yo soy un simple addetto y que únicamente he tenido acceso al nivel más inferior, pero el arzobispo Balzarin me otorgaba su confianza y era yo quien atendía cierta correspondencia suya.
Hizo una pausa y alzó el vaso de grappa, pero luego se lo pensó mejor y volvió a dejarlo en la mesa.
—Hace un año aproximadamente el santo padre decidió iniciar una serie de negociaciones destinadas a lograr la paz en Oriente Medio. Su plan consistía en comenzar por el Líbano, ya que allí tiene influencia directa a través de los cristianos maronitas. Si allí se obtenían resultados, se emprenderían gestiones en Palestina o posiblemente en el Golfo.
»Su mejor aliado es el actual presidente de Irlanda, el señor MacMaoláin. Quizá sepan que hace años, antes de ser presidente, MacMaoláin era teniente general del ejército irlandés y durante varios años había sido comandante en jefe del UNIFIL, las fuerzas irlandesas de la ONU en el Líbano. Durante su mandato aprendió mucho sobre la Política en aquella zona.
«Pretende, por lo visto, ganar el premio Nobel de la paz, como su viejo amigo Sean McBride, y resulta que conoció al santo padre después de la guerra, cuando el papa estudiaba en la Universidad Dominica, aquí en Roma. MacMaoláin tenía entonces un hermano sacerdote que estaba escribiendo una tesis en el Angelicum, y a él le enviaron también un año a Roma. Sus padres querían que fuese diplomático, como el progenitor, y pensaron que le vendría bien aprender italiano para conseguir un puesto en la embajada de Roma. Naturalmente, al regresar a Dublín, él ingresó en el ejército, pero ahora parece como si quisiera contrarrestar aquel cambio de rumbo.
Patrick escuchaba absorto. Dos de los rompecabezas más difíciles del asunto comenzaban a esclarecerse a la vez: por qué Irlanda se hallaba implicada y por qué Alexander Chekulayev había estado en Dublín.
—¿Y qué clase de solución tienen prevista para el Líbano? —inquirió.
Assefa se mordió el labio.
—Lamento no conocer los detalles, pero Balzarin me expuso la idea a grandes rasgos y el santo padre opina que la gente ya no puede más con esa guerra civil y haría cualquier cosa por alcanzar la paz. Ahora no recuerdo todas las facciones, pero la principal ruptura social del país se da entre cristianos y musulmanes. En términos generales, los cristianos constituyen el cuarenta y tres por ciento de la población.
»Lo que intentaría el santo padre es reunirse con las cabezas visibles de las distintas confesiones y luego con los dirigentes musulmanes. A cambio de la promesa de hacer valer su influencia ante Estados Unidos para que los israelíes hagan concesiones a los palestinos, él propondría un gobierno de coalición. Técnicamente, el Líbano se convertiría en un estado musulmán, pero con la garantía de darle a la población cristiana una amplia representación a todos los niveles oficiales. No es muy distinto al sistema adoptado en mil novecientos veintiséis, con la salvedad de que los chutas quedarían oficialmente reconocidos como mayoría entre la población musulmana.
»Dios sabe si este plan tendrá alguna posibilidad de éxito. El santo padre tratará de establecer en Beirut un secretariado especial del Vaticano que supervisará la nueva constitución junto con un consejo eclesiástico chuta, sunní y druso. Los irlandeses se han comprometido a aportar observadores bajo los auspicios de la ONU y se espera que los chutas lo consideren particularmente aceptable, dado que Irlanda no es una potencia imperialista y se supone que lucha contra Inglaterra por su independencia.
Hizo una pausa para apurar la grappa.
—No lo entiendo —dijo Patrick—. No veo la relación con lo que antes hablábamos.
—Podría haberla, Patrick —terció Francesca—. La cofradía es muy sensible al tema del islam. Cuando las huestes musulmanas conquistaron Palestina y Egipto en el siglo siete, los hermanos lo atribuyeron a un castigo de Dios para dar a las Iglesias una lección, quizá para preparar el camino a su propia toma del poder. Pero los árabes permanecieron en esos países y se apoderaron de las ciudades en que estaban los santos lugares: el sepulcro de Cristo en Jerusalén y el de Juan de Amato en Alejandría, la iglesia de los Siete en Babilonia, cerca de El Cairo actual, y sus catacumbas en Qum alShuqaffa. Los hermanos juraron una especie de guerra santa contra el invasor, y a lo largo de los siglos han hecho lo que han podido para hacerles la vida imposible.
Patrick pensó en lo que había visto en tiempos en Egipto, en su primer roce con la cofradía del Sepulcro: la sangre de niños musulmanes en un estanque y un pueblo entero afligido.
—Hace unos veinte años —continuó Francesca—, la dirección de la cofradía la asumió un obispo llamado Migliau, que es actualmente cardenal y patriarca de Venecia.
Patrick y Assefa intercambiaron una mirada. Aparecía la otra pieza del rompecabezas.
—Migliau —prosiguió Francesca— nutre una fuerte animadversión hacia el islam. Es algo irracional en él, algo connatural a sus temores y prejuicios. Él se puso hecho una furia cuando el Concilio Vaticano emitió un documento llamado Nostra Aetate propugnando un entendimiento entre musulmanes y cristianos. Y cuando el actual papa hizo un viaje a países musulmanes, como Turquía y Marruecos, y habló de los lazos espirituales entre ambas religiones, estuvo a punto de enloquecer y envió una encíclica a todas las sucursales de la cofradía declarando al papa apóstata y traidor a la fe de Cristo.
—No lo entiendo —terció Assefa—. Imagino que esa cofradía nunca ha reconocido la autoridad del papa. ¿Qué más les da lo que diga el santo padre?
—No es tan sencillo, padre —replicó Francesca, frunciendo el ceño—. Al principio, la cofradía estaba reñida con la Iglesia, pero en el transcurso del tiempo, al aumentar el poder de ésta, llegaron a considerarla expresión pública de la cristiandad, destinada a todo el mundo, mientras que la depositaría de la verdad era la cofradía. La Iglesia romana era la apariencia y la cofradía la esencia. Pero ahora Migliau quiere cambiarlo todo. Dice que el papa es el Anticristo y que el verdadero papa es él, enviado por Dios para unir el reino externo e interno de la fe. Ya ve lo loco que está. Y yo creo que la solución que propugna el papa para el Líbano él debe considerarla como la máxima traición y tratará de impedir el plan como sea. —Creo que ya ha empezado.
A continuación Assefa expuso lo que él y Patrick habían averiguado respecto a la desaparición del cardenal, mientras los demás escuchaban en silencio. Aunque no acabasen de entender por qué Migliau había optado por desaparecer, era evidente que su ausencia no era causal, sino el preludio de algo más aparatoso.
—¿Dice que usted sabía lo que era la Pascua? —inquirió Roberto.
—Sí —contestó Assefa, asintiendo con la cabeza—, creo que sí. No sé qué es lo que van a intentar, pero sí que sé cuándo y dónde. —Hizo una pausa—. ¿Saben si los periódicos publican algo sobre una reunión que hay mañana en el Vaticano? —añadió.
—Claro que sí —respondió O'Malley—. Hace tres días que lo dijeron. No lo habían anunciado antes por cautela. Es algo sobre Oriente Medio. Creo que el santo padre se reúne con los jerarcas religiosos de distintos países. No se le daba gran importancia.
—No —dijo Assefa, asintiendo con la cabeza—, pero forma parte del plan negociador del santo padre. La reunión de mañana es la primera de una serie de conferencias públicas para preparar la misión de paz. No lo van a presentar bajo esa luz, por supuesto. No dirán nada del Líbano ni de los otros proyectos en perspectiva. Lo de mañana no es más que una conferencia en la cumbre entre cristianos y musulmanes, organizada por el Secretariado de Religiones no Cristianas.
«Asistirán el papa, los cardenales que pertenecen al Secretariado de Religiones no Cristianas y al Fomento de la Unidad Cristiana, los obispos de las diócesis católicas de todo Oriente Medio, los patriarcas de las Iglesias católicas griegas, representantes de las comunidades cristianas mañanitas, coptas, armenias y asirias, los sayhs musulmanes de la Universidad Azhar de El Cairo, la ulama saudí de La Meca y Medina, dirigentes ismailíes de Bombay y África Oriental y un mujtahid chuta del Líbano.
»En la ceremonia inaugural estará presente el señor MacMaoláin, junto con el presidente egipcio y embajadores de diversos países musulmanes.
—¿El presidente de Egipto, dice usted? Eso no lo ha publicado la prensa —comentó O'Malley con gesto de gran preocupación.
Assefa asintió con la cabeza.
—¿Recuerda el papiro de esta mañana? —inquirió el irlandés, volviéndose hacia Patrick, que estaba sentado a su izquierda—. ¿Recuerda lo que decía Simón el Levita sobre Egipto?
Patrick asintió con la cabeza, como obnubilado.
—¡Vamos, hombre!, ¿qué decía?
—«Si quedase alguno vivo… irá a Egipto, que es Babilonia, para golpear al faraón…» No… no me acuerdo del resto.
—«Y ésa será la verdadera Pascua, el pueblo elegido de Dios dejará la tierra de Egipto y entrará en la Tierra Prometida… Egipto caerá, y Babilonia, y todos los que han dispersado a los hijos de Dios por todas las naciones». Me sé bien el texto, Patrick. No sé cuántas veces lo habré leído, pero hasta ahora no había cobrado tanto sentido.
Se produjo un extraño silencio al esclarecerse las palabras del antiguo texto. Simón y Juan y todos los prófugos de Jerusalén serían vengados. Era un faraón distinto en una época distinta, pero en cierto modo ideal para esa venganza: el dirigente de Egipto abatido junto con el que había heredado el solio de los antiguos emperadores romanos, y, además, abatido en la propia Roma, la Babilonia de tantos Apocalipsis.
—¿Hay algo más que debamos saber? —inquirió finalmente O'Malley en tono suave e indeciso por primera vez desde que Patrick y Assefa le oían hablar.
—Sí —contestó el etiope—. Dos cosas. Primero, que la conferencia sólo va a durar dos días. La cobertura de prensa se ha mantenido deliberadamente en sordina y sólo se ha invitado a las agencias y a los corresponsales más importantes. Cuando los elementos hostiles de Irán, Libia o Egipto puedan reaccionar, ya habrá concluido la última sesión y los delegados estarán de vuelta hacia sus respectivos países. Así, el santo padre habrá obtenido un gran éxito de relaciones públicas y podrá decir que se han sentado las bases de la unidad cristianomusulmana, borrando en cuarenta y ocho horas siglos de mutua incomprensión e intolerancia. Digan lo que digan fundamentalistas de uno y otro signo, se habrá logrado un gesto por la paz. Desde que Gorbachov subió al poder, el valor de estos gestos en los asuntos internacionales ha aumentado enormemente.
—Ha dicho usted dos cosas… Assefa no acababa de decidirse.
—Sí —replicó finalmente—. Dos cosas. La segunda es la siguiente: a las diez en punto se celebra una audiencia papal especial en la Sala Clementina del palacio apostólico, a la que asistirán todos los delegados con los presidentes de Irlanda y Egipto y los miembros de la curia que no participen en la conferencia. Pero lo más relevante de la audiencia es una sesión que su santidad espera gane los corazones de todos los hombres y mujeres de buena voluntad. —Hizo una pausa y cerró un instante los ojos—. Tras saludar a los dignatarios y que éstos tomen asiento alrededor de la sala, el papa recibirá a un grupo de huérfanos de todos los países de Europa y Oriente Medio, pero sobre todo de Italia y Egipto. Niños cristianos y musulmanes, una nueva generación de esperanza.
Assefa miró a todos los presentes uno por uno.
—¿No entienden ustedes? —musitó—. Mañana por la mañana el papa va a dar la bendición a más de cien niños.
Nadie decía palabra. Desde la calle llegaba un débil rumor de voces y motores, vacuo e irrelevante, como a muchos kilómetros de distancia. Las últimas palabras del sacerdote etiope parecían resonar de un modo abrumador llenando la sala de estar.
Fue Dermot O'Malley quien rompió el silencio, desde su silla, sin moverse, escuchando aquel eco que borraba los ruidos del mundo exterior.
—«Y sucedió —dijo con voz neutra sin rasgo de emoción— que a medianoche el Señor hirió a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde el primogénito del faraón, que estaba sentado en su trono, hasta el primogénito del preso en la cárcel».
Pero Patrick no le oía. Permanecía sentado muy rígido en la silla, mirando al frente como si hubiese visto algo en la luz muriente de la tarde: una pantalla de televisión, luces rojas y azules centelleantes, la cara de un niño manchada de sangre, dientecillos blancos en labios exangües, ojos sin vida, cuerpos desmadejados, esparcidos sobre un suelo de mármol.