—NOS llamaban los «muertos».
Francesca estaba tensa en su asiento, como sujetándose en medio de una galerna.
—Nos elegían. Nos elegían entre el resto del mundo, nos decían. Éramos una nueva nobleza, una casta sacerdotal consagrada a Dios. Eso nos decían. Nuestras familias nos elegían y los Siete aprobaban la elección o la desaprobaban si había dudas. Una vez elegidos, no podíamos regresar. Era como si alguien hubiese pasado una esponja, borrando nuestros nombres de una pizarra. A partir de ese momento nos trataban como si realmente hubiésemos muerto. —Miró a Patrick—. Tú lo sabes; asististe a mi entierro y viste como me sepultaban y rezaban por la salvación de mi alma. Ahora creerás que fue una simple comedia, un extraño juego. Puede; pero para ellos era como si hubiese muerto de verdad. Mis padres sabían que nunca más volverían a verme. Igual que lo sabían mis hermanos y mi hermana Giulietta. Así que sufrieron casi tanto como tú, Patrick; casi tanto como tú…
Se detuvo, mirándole nerviosa, como tranquilizándole, dándole a entender que su dolor no había sido en vano, pero sus propios ojos denotaban una tristeza que a él le atemorizaba más que lo que había sufrido.
—Los «muertos» son una cofradía dentro de otra —prosiguió—. En puridad, se divide en hermandad masculina y hermandad femenina, e, igual que los primitivos monjes cristianos y la misma cofradía del Sepulcro, viven en Egipto en dos casas de la orden unidas, situadas en el desierto occidental, más allá del oasis de Dakhla. Cuando hacen falta sus servicios en Europa o América, los envían al país que sea. Han sido durante siglos el corazón de la cofradía, sus ojos, sus oídos, su… brazo.
Se estremeció ligeramente, como si hubiese cruzado el cuarto una corriente invisible. Estaban ya cerca, pensó; más cerca de lo que nunca habían estado; los acontecimientos de los últimos meses la habían obligado a enseñar su jugada más de lo que quizá era prudente. Aún seguían persiguiéndola, esperando que cometiera un solo error y cayese en sus manos. Y si la encontraban, no tendrían piedad. Ninguna piedad.
—Habiendo muerto una vez —dijo—, están dispuestos a morir otra. O a matar. En cierto modo, están por encima de la moral. Claro, tienen su moral propia adaptada a sus fines, como los artesanos del vidrio, que lo estiran, lo retuercen y lo afinan tanto que, al final, lo único que queda es un objeto frágil.
Patrick observaba sus finos dedos moverse como si hilaran filamentos de vidrio. Recordó que había ido con ella en una ocasión a ver un artesano de Murano trabajar el vidrio fino, haciendo patitas de insecto, y que le había regalado una araña de vidrio, pero cuando llegaron a casa vieron que se le habían roto dos patas.
—Los «muertos» —decía— son sustitutos. Aceptando la muerte en vida, renuevan el sacrificio de Cristo. ¿Cómo lo explicaría? —añadió indecisa—. Patrick, cuando estuviste a ver a mi padre en el palazzo, ¿viste una pintura en la pared, un fresco?
—Sí, representaba…
—La figura de Cristo atado de pies y manos, arrastrado al sepulcro —interrumpió ella, haciendo una pausa—. No es así como dice la Biblia que murió, ¿verdad? Pero no se trata de una fantasía del pintor, ni de una horrenda blasfemia. Para la cofradía es la auténtica verdad; el objeto de su fe.
A Patrick le vino a la memoria Alejandro Contarini, encolerizado, con su largo pelo blanco cayéndole por la cara y el dedo levantado, señalándole insistentemente el fresco y gritando: «¡De eso, imbécil! ¡De eso!»
Francesca, indecisa, se volvió hacia O'Malley.
—Dermot, no sé si…
—No te preocupes, querida, vas muy bien. Continúa.
Ella cerró un instante los ojos y volvió a abrirlos, como si hubiera sacado fuerzas de flaqueza.
—El Antiguo Testamento —prosiguió— se basa en el concepto del sacrificio. Bueyes, carneros, cabras, palomas y tórtolas aportan un flujo interminable de sangre sacrificial.
«Pero también hay sangre humana. Abraham acude a una montaña con su hijo y se dispone a hundirle el cuchillo en la garganta para ofrendárselo a Dios; a Moisés le envía ese mismo Dios a redimir a su pueblo del faraón y el precio es la sangre de los primogénitos egipcios. Dios les concede la Tierra Prometida y el precio es también sangre: ciudades enteras pasadas por las armas, hombres, mujeres y niños indiscriminadamente. Jefté regresa de su victoria sobre los hijos de Ammón y el precio es su única hija en cumplimiento de una promesa a Dios. Jiel el Betelita reconstruye Jericó y lo paga con la sangre de sus hijos Abirán y Segub, enterrados bajos los cimientos de la puerta. Con el tiempo, el Templo huele a sangre.
La tormenta invisible que la acosaba estaba alcanzando el punto culminante, pero ella resistía con todas sus fuerzas.
—Cristo vino a un mundo obsesionado con los sacrificios. Las ofrendas diarias al fuego, el sacrificio semanal del Sabat, la ofrenda mensual, la Pascua… Ofrendas quemadas, ofrendas bebidas, ofrendas por los pecados. A los pocos días de su nacimiento corría por las calles la sangre de inocentes. Era el precio puesto por Dios, el rescate pagado por la huida a Egipto. En el Templo de Jerusalén el altar estaba rojo.
»É1 quería cambiar ese mundo y conferir al cuello de las palomas y los carneros una santidad distinta. Su propia vida por aquel mundo, su cuerpo como sacrificio último, su propia sangre como precio de todo, la moneda con que adquirir el perdón de Dios. Eso es lo que enseña la Iglesia, lo que cree la Iglesia. La misa repite interminablemente ese sacrificio; la sangre y la carne de Cristo en el nuevo altar de Dios.
Miró a Patrick y luego a Assefa. Después, a lo lejos:
—Eso es lo que creéis, ¿no? Que con un hombre el sacrificio del Templo se hizo universal. Pero la cofradía cree otra cosa. La cofradía es depositaria de la verdad.
Cogió de la mesa que tenía al lado un librito encuadernado en negro.
—Este ejemplar es copia del evangelio de Santiago en arameo —dijo—. Es propiedad de la cofradía desde su fundación, y, si ha habido otras copias, hace tiempo que se han perdido o destruido. La propia cofradía apenas si ha editado unos cientos de ejemplares. Éste lo robé en la biblioteca de mi padre antes de venirme a Roma. Es una traducción italiana. Leeré el relato que hace Santiago de la muerte de Jesús.
«Le subieron a la cruz y le clavaron en ella dejándole colgado como había dicho el profeta. Y padeció grandes sufrimientos a partir de la hora sexta hasta la nona, en que gritó con fuerza y quedó colgando del madero como un muerto. Pero no había muerto y aún vivía. Pues cuando llegaron para descenderle y llevarle al sepulcro, se regocijaron de encontrarle con vida.
»Su madre y María Magdalena le curaron las heridas y le cuidaron día y noche durante tres meses hasta que se recuperó. Y en aquellos días sólo un escaso número de sus discípulos llegó a saber lo que había sucedido, que no había muerto como estaba prescrito, sino que seguía vivo. Sin embargo, para la mayoría de los discípulos había sido enterrado y había resucitado de entre los muertos.
«Durante tres meses su madre y la Magdalena le tuvieron escondido. Dejaron que el sanedrín y los romanos le creyesen muerto, pues en ello les iba la esperanza de salvarle. Su plan era, una vez que se hubiese recuperado del todo y pudiese andar, hallar un medio de sacarle de Palestina y llevarle a otro país. Y él también lo deseaba ardientemente porque la cruz le había abrumado de tal manera que se veía incapaz de enfrentarse de nuevo a los clavos.
«Pero Santiago, su hermano, junto con Simón el Cananeo, Andrés, hermano de Pedro y otros siete de los discípulos distintos a los doce, y todos los que sabían la verdad, pensaban de distinto modo. Porque el designio de Dios se había frustrado y su sacrificio estaba incompleto. Tras lo cual se reunieron en casa de Simón, que está en la calle de la Esclusa, y juraron solemnemente concluir lo que había quedado sin acabar. Aquella noche fuimos a un lugar extramuros en el que Jesús estaba escondido, nos apoderamos de él entre gritos de las mujeres que le cuidaban y le condujimos a un lugar en que José de Arimatea había donado un sepulcro para enterrarle. Y fue atado con cuerdas y amordazado, para que no se escapase o los romanos oyesen sus gritos y acudiesen a ver qué sucedía.
«Y le colocamos en el sarcófago en el que José había inscrito su nombre y las circunstancias de la crucifixión por orden de Pilato. Nos causaba una enorme angustia tratarle así, pero recordábamos la promesa de Dios de que nos perdonaría los pecados merced a la sangre de su Hijo. Y así le dejamos en aquel lugar, lo cubrimos con la piedra y sellamos el sepulcro».
Dejó de leer y el cuarto se llenó de un agobiante silencio. Pasaban los minutos y nadie hablaba. Por fin, Assefa se volvió hacia el padre O'Malley.
—¿Usted cree todo eso? —inquirió.
El cura irlandés se echó a reír, rompiendo el hielo.
—¡No, por Dios bendito! Aunque no puedo asegurar que no sea verdad. ¿Cómo voy a saberlo? Hay muchos evangelios apócrifos, ¿no es así? Claro: los gnósticos tenían Evangelios, Epístolas y Apocalipsis y Dios sabe qué… Afirmo creer en el evangelio de Tomás, el evangelio de Pedro o el de los ebionitas, o incluso en los Actos de Pablo, Pedro o Tomás y todo lo demás que pueda haber. Luego, ¿por qué voy a creer en el evangelio de Santiago? Y si es auténtico, ¿qué más da? Si los santos están en el infierno, prefiero ir allá con ellos que estar en el cielo con la pandilla de Santiago. —Hizo una pausa y miró cariacontecido a Assefa—. Lo que no dudo es que la cofradía existe: sé demasiadas cosas sobre ella y sus acciones. Y el papiro que he enseñado a Patrick es la prueba de que su existencia es muy antigua. Pero eso no significa que ellos estén en posesión de la verdad —añadió sonriendo—. Mire, de eso hablaremos después. Ahora dejemos que Francesca concluya su relato.
Francesca puso el libro en la mesa.
—No hay mucho más que decir —prosiguió—. La cofradía se difundió primero en Egipto y luego en Italia. Mi antepasado Pietro Contarini conoció allá a unos cofrades y fue iniciado en su secreto. Por entonces Egipto se hallaba bajo dominio musulmán y la cofradía quería encontrar el medio de llegar a los países cristianos. Desde Venecia se extendieron a Roma y en Roma consiguieron tener obispos y cardenales. Aproximadamente por la misma época en que Pietro trajo el culto a Italia, un peregrino irlandés que regresaba de Jerusalén lo llevó a Irlanda. Durante las cruzadas, los caballeros franceses e ingleses fueron bien acogidos en la cofradía por una rama establecida en Jerusalén, los auténticos guardianes del sepulcro.
»Con el paso de los años, la cofradía fue adquiriendo mucho poder. Para mi familia y otras semejantes de Venecia fue el núcleo en torno al cual giraba su existencia. Era un vínculo que los unía más que la consanguinidad. Bueno, en cierto modo era un vínculo de sangre, pues no se trataba únicamente del secreto que compartían, sino de algo más siniestro y primitivo.
«Cuando la cofradía se estableció por vez primera en Egipto, su fe había sido puesta duramente a prueba. Jerusalén había sido destruida y el Templo arrasado, de su sancta sanctórum no quedaban más que cenizas, y no sabían cuánto tiempo el sepulcro de Jesús permanecería inviolable, o si estaba descubierto y profanado.
«Los judíos de Alejandría no podían prestarles ayuda. Oraban y s retorcían las manos, pero eran impotentes. Así que lo; hermanos juraron vengarse algún día por la destrucción de su ciudad santa, y para confirmar su juramento matean a sus propios hijos, los primogénitos y las hijas, sin reparar en su edad. Jesús no había bastado, porque, si no el Templo nunca habría sido incendiado. Dios estaba encado y quería más sangre. Si tenían que volver a salir de Egipto, como los hijos de Israel con Moisés, había que repetir la Pascua. Esta vez no se trataba de sangre egipcia, si» de su propia sangre, voluntariamente ofrendada en expiación de los pecados de todo un pueblo.
«Y así continuó todo. Claro que no podían matar al primogénito de todas las generaciones, y lo que hicieron fue instituir la selección de los «muertos». Ya he explicado antes que estos eran sustitutos y que en lugar de una muerte física sí consagraban al sepulcro en vida, aunque de vez en cuando sí que sacrificaban a un niño. Por entonces, el sacrificio de niños se había convertido en algo más que un rito propiciatorio. Los dirigentes de la cofradía, los Siete, sabían que implicándolos en asesinatos, sus adeptos estarían más unidos que por un simple juramento. ¿Quién iba a revelar semejante secreto, atrayendo sobre su familia la ruina?
Hizo una pausa, y Patrick advirtió que volvía a estar muy inquieta.
—Todo esto lo supe por casualidad —prosiguió con voz apenas audible—. Casi ninguno de nosotros tenía idea de ello. Sólo los Siete y los apóstoles de la jerarquía inmediata, los abades de la Orden de los Muertos y los distintos cabeza de familia sabían la verdad. Pero… yo la supe…, la vi con mis propios ojos. Vi a mi padre… Lo siento, no puedo…
Francesa temblaba sin poder contenerse, agobiada por un recuerdo que no podía evitar. No necesitaba decir nada: el horror planeaba sobre la habitación, crudo y sangriento. Patrick se le acercó, sin preocuparse de los demás, la tomó de la mano y la levantó de la silla, abrazándola afectuosamente no como un amante, sino como alguien unido a ella por el dolor.
Pero ella sacudió enérgicamente la cabeza y se zafó del abrazo.
—No —dijo—. El amor no tiene nada que ver con esto. Lo que tú sintieses por mí, lo que yo sintiese por ti, es irrelevante. A ellos no les importa nada el amor. Ni siquiera el amor de Dios. No quieren que Dios los ame, quiere que los recompense por sus ofrendas. Y por eso sacrificarían cualquier cosa: sentimientos, amores, hijos…, su alma.
Patrick la miraba sin salir de su asombro, asustado, sin comprender nada.
—Señor Canavan —terció Quadri—, siéntese, por favor. Aún no hemos terminado —añadió volviéndose hacia Francesca—. Francesca, vuelve a sentarte, por favor. Lo has explicado muy bien. Gracias.
Hizo una pausa y miró despacio a todos los presentes. Su rostro afilado mostraba signos de cansancio y en sus ojos había una mirada decidida.
—Señor Canavan, padre Makonnen —prosiguió—, hace ya varios años que, con ayuda de Francesca, un reducido grupo de personas elegidas por el padre O'Malley y yo investigan el asunto de la cofradía. Hemos identificado a varios de sus miembros dirigentes, conseguido pruebas de sus actividades y recopilado un expediente para presentarlo al ministerio fiscal a su debido tiempo. Debido a la extensión y al secretismo de la organización, hemos tenido que proceder con la mayor circunspección. Todos los pasos que hemos dado se han planeado y sopesado con sumo cuidado y en todo momento hemos sido conscientes de que el mínimo desliz podría comprometer desastrosamente nuestra misión. Una indiscreción, una revelación prematura, una pregunta inoportuna…, cualquier cosa que hubiera podido servirles de indicio de nuestra existencia… Pero creemos que hasta ahora hemos sabido eludir toda sospecha.
«Hemos corrido un enorme riesgo trayéndolos hoy aquí. La cofradía sabe que andan libres y sus acólitos los buscan por todas partes. La propia Francesca es una mujer condenada a muerte. Normalmente, yo habría sido partidario de dejarlos a ustedes a su suerte, porque nuestra misión es demasiado importante para comprometerla por un par de vidas. No nos queda otro remedio. Pero los hemos buscado por una razón.
«Queremos saber todo lo que ustedes hayan averiguado sobre la Pascua. Uno de los nuestros oyó hablar de ella hace un año y desde entonces hemos hecho todo lo que hemos podido por enterarnos de algo más, con resultados prácticamente nulos. Lo único que nos consta es que lo que planean va a ser un gran triunfo en estos dos siglos de existencia de la cofradía, y que va a tener lugar muy pronto; que han traído más de un centenar de «muertos» de Egipto para llevarlo a cabo. Necesitamos su ayuda y les ruego que piensen a ver si saben algo que nos dé una pista, alguna clave…
Miró en derredor y vio que Assefa se estaba incorporando en su asiento con gesto de espanto. Despacio, se llevó la mano a la boca, tapándosela como si estuviera a punto de vomitar. O'Malley se levantó y se le acercó, cogiéndole por el brazo para que no cayese.
—Padre Makonnen, ¿se encuentra mal?
El etiope se apoyó en el brazo de O'Malley y se agarró con fuerza, mirándole con ojos dilatados por aquel gesto de espanto y de congoja.
—¡Dios mío! —musitó—. ¡Jesús, dulce Virgen María! Yo sé algo. Sí que sé algo.
—¿El qué, padre? ¿Qué sabe usted? —inquirió O'Malley, sobrecogido.
—Yo sé lo que están planeando. Que Dios me perdone, pero debería habérmelo imaginado. Sé de qué se trata. Y sé que sucederá mañana.