Capítulo 45

CUANDO regresaron al piso los demás ya habían comido. Francesca les preparó pasta y pescado y los dejó comer tranquilos en la cocina.

Cuando se reunieron con los demás en la sala de estar, ya habían preparado café. Francesca sirvió grandes tazas de expresso y pasó una bandeja de amaretti. El padre O'Malley fue el primero que habló.

—Se habrán estado preguntando qué es exactamente este asunto, pero es que no quería hablarles de él antes de haber enseñado a Patrick una cosa. —Hizo una pausa y miró a Assefa—. Padre, Roberto le habrá explicado por qué preferí que no nos acompañara. Hemos estado en los Archivos del Vaticano y existía el riesgo de que alguien pudiese reconocerle. Me consta que habrá comprendido mis precauciones.

Assefa asintió con la cabeza. Ya había asimilado como una segunda naturaleza aquella sensación de peligro, y se preguntaba cómo anteriormente habría logrado sobrevivir sin ella.

O'Malley se inclinó y se sentó en el borde de la silla. Pese a su corpachón, a Patrick se le antojaba un buen hombre. Amable, pero no blando. Patrick notaba en él una especie de ira justiciera capaz de desplazar y eliminar todo vestigio de amabilidad en caso necesario.

—Perdone la teatralidad de haberme explicado en tono tan misterioso, Patrick; pero mi propósito era más que serio al enseñarle ese documento. Si usted mismo no hubiera visto el original, tal vez habría considerado algunas de las cosas que voy a decir un tanto… traídas por los pelos. Lamentablemente no lo son. Ojalá lo fueran; pero son tal como son.

Hizo una pausa y juntó las manos como para rezar.

—Roberto Quadri y yo —comenzó a decir lentamente— somos directores de una organización llamada Fraternita. En realidad, el nombre lo forman las siglas de Fondazione de Rehabilitazione degli Aderenti e Transfughi delle Religione Nuove in Italia. Fundación que es realmente la rama italiana de una red más amplia organizada por la Iglesia hace unos años para ayudar a quienes han sufrido algún quebranto por su afiliación a nuevos movimientos religiosos, lo que los periódicos suelen llamar sectas. Secta Moon, iglesia de la Cienciología, seguidores de Bhagwan Shri Rajnish, hijos de Dios, discípulos de Krishna, de Baha'is, Sendero Luminoso…, la lista es interminable.

«Nosotros únicamente nos ocupamos de gente que cree haber sufrido por su pertenencia a esas religiones, adeptos que están dentro de ellas y quieren ayuda para salirse, antiguos afiliados que son incapaces de readaptarse a la vida normal. Les buscamos trabajo, les facilitamos alojamiento provisional y los reconciliamos con su familia. Y a veces los defendemos de otros miembros que quieren obligarlos a volver al culto o vengarse de ellos por su defección. Si alguien pertenece a un grupo y está contento, nosotros no intervenimos. Nosotros, a diferencia de algunas organizaciones que podría citar, no nos dedicamos a secuestrar a miembros de sectas para desprogramarlos. Lo único que hacemos es lavarles el cerebro para que acepten lo que la sociedad considera normal. Lanzó una ojeada al cuarto.

—Perdónenme. No pretendía hacer proselitismo. Bien. Nuestro grupo tiene ya unos diez años de existencia, pero durante los cinco últimos Roberto y yo hemos dedicado cada vez más tiempo a un culto particular. Por cierto que Roberto perteneció a Iskcon, el movimiento Hari Khrisna. Hace doce años dejó de viajar a otros planetas, estudió derecho y comenzó a colaborar de lleno en Fraternita hace seis años. Será mejor que continúe él.

Quadri dejó su taza en el suelo, y Patrick advirtió de nuevo su aspecto cansado, los lentos movimientos de una persona gravemente enferma. Pero al tomar la palabra, la voz del abogado no tenía nada del decaimiento que Patrick esperaba. Era incisiva, clara; se veía que dominaba el tema.

—Bien, ¿por dónde empezamos? Imagino que por el principio. ¿Cómo se inició todo esto? No Fraternita, sino el asunto en que nos vemos envueltos. —Hizo una pausa—. Poco después de ponerme a trabajar con Dermot, se presentó una mujer en nuestro despacho de Roma. Estaba yo de permanencia y fui quien le abrió. Me pareció de unos cuarenta años, pero no sé por qué pensé que debía ser mucho más joven. Al principio se hallaba en un estado de profunda depresión, muy asustada y nerviosa. No dejaba de mirar a todas partes como con temor a que apareciese alguien indeseable. Tardó mucho en hacer acopio de valor para hablar, y nos costó días y semanas lograr que nos explicara todos los detalles.

»Acabábamos de comprar este piso para acoger en él a fugitivos de las sectas más violentas, y aquí la trajimos aquella misma tarde. Cuando Dermot y yo conocimos su historia, le permitimos el uso exclusivo de la vivienda. Como la escritura aún no había sido transferida a Fraternita, conseguí escamotearla y ningún otro director tuvo conocimiento de ello. Y siguen sin tenerlo.

Hizo otra pausa para servir café.

—Estuve varias semanas acompañándola en el piso porque estaba muy asustada y no podía estarse sola un solo momento. Dermot vino todos los días a partir del segundo y charlábamos con ella, a veces desde primera hora de la mañana, limitándonos otras a estar sentados con ella sin decir palabra, leyendo y esperando a que se decidiera a seguir hablando. Tenía los nervios de punta: no se imaginan hasta qué extremo, pero cuanto más hablaba, más se iba tranquilizando. Contarnos lo que sabía actuaba como una especie de terapia.

»A1 principio creímos que se lo inventaba, que nos contaba mentiras producto de una imaginación desbocada. Aunque también nos constaba que estaba sentimentalmente hundida, agobiada por una profunda pena y que era una mujer sola que buscaba las lágrimas como exutorio para acceder a un sentido en la existencia. Bien, por aquel entonces estábamos acostumbrados a un tipo de locura más leve, las obsesiones triviales de los fracasados espiritualmente. El sexo es la obsesión principal: si sueñan, sueñan con el sexo, sea porque algunos lo practican poco, otros demasiado y otros nada; el resultado es siempre el mismo. Pero no era ése su caso. Si estaba loca, era por causa de la violencia, ya que, si soñaba, soñaba con matanzas.

Hizo una pausa, como fascinado por la simple posibilidad de ese tipo de sueños.

—Pero cuanto más hablábamos con ella, más nos percatábamos de que no estaba loca. Estaba en su sano juicio; ya lo creo.

«Nos dio una lista de datos a investigar sin que llamásemos la atención, y todo lo que comprobamos nos dio confirmación a lo que nos contaba. Su relato era verídico. Ojalá… —Miró a Patrick sin acabar de decidirse y luego a Assefa—. Ojalá hubiese sido mentira o hubiese estado loca.

Miró a continuación a Francesca y sonrió; era una sonrisa triste, exclusivamente dirigida a ella.

—Bueno, no quiero decir eso. ¿Cómo íbamos a desear eso? Digamos que habría sido preferible que todo hubiese sido un error. —Volvió a detenerse, mirando a Patrick antes de proseguir—: Signor Canavan, ese documento que ha visto esta mañana en el Vaticano…, ¿está convencido de su autenticidad?

—Pues —respondió Patrick dubitativo— no soy un experto, pero así, por encima, sí que me lo parece. Tiene esa entidad, un no sé qué…, algo que yo imagino poseen los documentos de aquella época. —Hizo una pausa—. Perdone, no digo nada concreto… En fin, el arameo es convincente, los detalles del asedio son históricos, que yo recuerde, a partir del texto de Josefo; pero para tener absoluta certeza debería examinarlo un paleógrafo, alguien que disponga del equipo adecuado y con capacidad para hacer un buen examen, verificando el soporte, la tinta, los caracteres y el léxico. Lo ideal sería un equipo de especialistas.

—Sí —replicó Roberto—, lo sé; pero se ha hecho ya con entera satisfacción. Eamonn De Faoite lo analizó en los archivos, fingiendo que trabajaba en otros documentos del volumen. En el Vaticano hay medios para ello, excelentes medios; no tan medievales como pudiera creerse. Y tengo copia de su informe, por si desea leerlo.

Patrick movió la cabeza.

—Bien; entonces háganos un resumen para que el padre Makonnen, que no lo ha visto, esté al corriente.

Patrick se prestó a lo que le pedían mientras Assefa le escuchaba atentamente, impávido, como un condenado que oye la sentencia de muerte que dicta el tribunal, despacio, con deliberación, línea por línea. Al concluir Patrick, no hizo ningún comentario.

Quadri volvió a tomar la palabra con su voz pausada de abogado.

—Como habrán podido imaginar, la cofradía que menciona esa carta no desapareció en las brumas del pasado, sino que sigue existiendo. A lo largo de los siglos se han hecho más sutiles, ricos y poderosos, y ahora están decididos a obtener un poder y una influencia como nunca habían soñado. —Hizo una pausa y dio un sorbo al café—. Creo que Francesca debe explicarles el resto con sus propias palabras —añadió.

Patrick volvió los ojos hacia Francesca y vio que tenía la mirada clavada en el suelo, desviándola de los demás; la vio concentrarse y, con un estremecimiento, reconoció aquella manera de fruncir el ceño tan familiar en otro tiempo.

—Siempre ha habido una cofradía —comenzó diciendo—. Desde tiempos de Juan el Zelote siempre ha existido en alguna parte un grupo de hombres y mujeres dedicados a la conservación del mayor secreto de la humanidad: la situación del sepulcro de Cristo. Han tenido muchos nombres, han adoptado innumerables enmascaramientos, pero la cofradía siempre ha sido una e indivisible. En casi dos mil años, hasta que regresé de entre los muertos y desahogué mi corazón en este mismo cuarto a Dermot y a Roberto, nadie los había traicionado. —Se detuvo, vacilante—. No, no es cierto: los han traicionado muchas veces, pero hasta ahora nadie había vivido tanto para contarlo. —Levantó la vista y vio a Patrick mirándola—. Sí, Patrick, lo sé. Mucho antes de traicionarles a ellos te traicioné a ti, y quieres que te lo explique, pero no sé cómo. Al menos sin omitir cosas que no creerías.

—Deja que sea yo quien juzgue, Francesca. Lo que te sucedió a ti, repercutió igualmente en mí y tengo derecho a saber.

Ella no le contestó de inmediato. El cabello le caía sobre la cara y le tapaba los ojos, como tantos años atrás, pero ahora lo tenía encanecido y los ojos que ocultaba recelaban recuerdos de cosas en las que entonces ni se le habría ocurrido pensar.

—Muy bien —dijo—, trataré de explicártelo. Pero antes… Dermot, por favor, ayúdame. Padre Makonnen…

O'Malley asintió con la cabeza.

—Sí, lo entiendo —dijo volviéndose hacia Assefa—. Padre Makonnen —añadió—, sé que ha sido sometido a duras pruebas estos días pasados, y considero que debo advertirle que si se queda puede oír cosas que a lo mejor habría preferido no saber. Cosas que pondrán a prueba no sólo su vocación sino su fe. No se lo digo a la ligera, pues antes que nada soy sacerdote, como usted. Sé que si escucha lo que Francesca va a contar, no dormirá tranquilo durante mucho tiempo. Quizá nunca más. Así que si prefiere marcharse nadie se lo va a reprochar, y yo menos que nadie. Decida usted mismo.

Assefa se levantó y fue a la ventana para mirar la calle y aquel ajetreo de gente y coches en el mundo de su vocación. Pensaba en la Virgen a la que había rezado por la mañana, en su negror y en su pureza, como dos caras de una moneda: conocimiento e ignorancia, sabiduría y estulticia. Ser negro era saber cosas que otros hombres jamás llegan a saber: haber sufrido siempre, haber sido pobre siempre, no haber conocido esperanza de cambio en toda la vida. El sufrimiento era una especie de conocimiento y el dolor una especie de sabiduría. La ignorancia y la virginidad no afectaban al corazón; pero su propia virginidad, la pureza que él mismo había elegido, era una pureza de sufrimiento y no podía darle la espalda igual que Patrick había hecho con la Virgen aquella mañana.

—Prefiero quedarme —dijo.