Capítulo 43

CUANDO llegaron a la casa, había dos hombres esperándolos en la calle. Francesca les sonrió y los saludó afectuosamente con un ligero beso en la mejilla. El más alto de los dos era un hombre fornido de unos cincuenta años, con cazadora de cuero y pantalones de discretos cuadros. El otro era Quadri, a quien ahora veían por vez primera. Iba muy elegante y era un individuo muy delgado de unos treinta años.

—Patrick, Assefa —dijo ella, haciéndoles seña de que se acercasen—, voy a presentarles al padre Dermot O'Malley, irlandés de formación, pero italiano de profesión; lleva viviendo aquí tanto como yo y habla mejor italiano.

El referido avanzó un paso y les estrechó la mano. Era robusto, con aspecto más militar que eclesiástico. En otros tiempos había tenido pelo rojo, pero los años se habían comido el color y le quedaba una espesa mata grisácea con amplias vetas de color manzana roja arrugada. Patrick se imaginó que sus sermones serían altisonantes y advirtió que no llevaba alzacuello.

—A Roberto ya le conocen —prosiguió Francesca, volviéndose hacia el más joven—. Cuando no está rescatando extranjeros en islas misteriosas, trabaja con el padre O'Malley; por eso tiene ese aspecto cansado, ¿verdad, Roberto?

Patrick advirtió una preocupación latente en la broma, y por un instante sintió una especie de punzada de celos. Mas por Francesca sólo sentía lástima, no amor. ¿Qué derecho tenía a sentir celos?

Quadri les estrechó la mano con cierto formalismo y dio un paso atrás. Patrick pensó que debía de estar enfermo; aquel apretón de mano era el de una persona enferma.

—Patrick —dijo Francesca—, espero que no te importe ir con el padre O'Malley mientras yo subo con Assefa y Roberto al piso. Volveremos a vernos dentro de dos horas para comer.

Patrick sintió una especie de desilusión; se estaba acostumbrando a la idea de que, efectivamente, Francesca no había muerto y aguardaba la ocasión de preguntarle directamente qué es lo que había sucedido. Bien —pensó—, lo haría en otra ocasión.

—Muy bien —dijo a regañadientes. Estaba deseando que alguien le explicase quiénes eran aquellos dos hombres y qué relación los vinculaba a Francesca.

O'Malley tenía aparcado su coche, un Fiat, al final de la calle. Mientras el cura avanzaba dando sacudidas en medio del intenso tráfico, Patrick se abrochó el cinturón de seguridad y se dispuso para un viaje movido.

—Viaje misterio, señor Canavan, viaje misterio. Quizá no muy mágico, pero espero que lo encuentre interesante.

Hablaba con un deje que Patrick reconoció como acento de Cork, un acento que unos treinta años de vivir en Roma no habían logrado borrar.

—¿Por qué yo solo y Assefa no?

—Mire, señor Canavan, habrá advertido que su amigo no pasa inadvertido y tienen ustedes gente buscándolos por todas partes. Yo no creo que se hayan enterado aún que están en Roma y prefiero que las cosas sigan así. Igual que usted, me imagino. Con toda sinceridad, con usted ya corro riesgo, pero el padre Makonnen es algo muy distinto, porque él tiene muchos conocidos en Roma para andar dando vueltas por ahí. En realidad, no habría debido salir esta mañana.

El coche cruzó por Corso Vittorio Emanuele, uniéndose al tráfico del otro lado como una avispa que se reintegra al enjambre. Conforme se dirigían hacia el Tíber, Patrick lanzó un profundo suspiro: se imaginaba a donde iban.

O'Malley le miró de reojo.

—Tranquilícese, señor Canavan. ¿O prefiere que le llame Patrick? No le voy a hacer correr ningún peligro. Estaremos a miles de kilómetros del despacho del cardenal Fazzini y de otros muchos despachos que podría mencionar.

Conforme se aproximaban a plaza Paoli, el tráfico se hizo más denso y complicado. Finalmente tuvieron que detenerse en medio de un embotellamiento de coches y motos entre estridentes bocinazos, a pocos metros del puente. O'Malley puso punto muerto y echó el freno de mano.

—Vamos a estar aquí un ratito —dijo—. Es mala hora, pero es que en Roma es siempre mala hora. ¿Por qué no ocupamos el tiempo contándome usted cómo se ha visto envuelto en esto?

Poco a poco Patrick fue relatando los acontecimientos que le habían llevado a aquella situación, mientras a su alrededor el tráfico permanecía estancado y los conductores desahogaban con todo bicho viviente las frustraciones de toda una vida. El cura le escuchaba en silencio, cada vez más serio al ir conociendo los detalles. No le hacía ninguna pregunta, mostraba sorpresa ni expresaba sentimientos de repulsa o simpatía. Cuando Patrick concluyó su historia, era como si hubiesen quedado desconectados del mundo pendenciero e irritado que los rodeaba y se encontrasen apaciblemente al sol, rodeados de sombras más siniestras a merced de una ira distinta.

—¿Conocía usted bien a Eamonn De Faoite? —inquirió finalmente el sacerdote.

—Muy bien. Le conocía desde que era estudiante de primer curso. Él me ayudó mucho. Y usted también habla como si le conociera…

—¡Oh, sí! —respondió O'Malley, asintiendo con la cabeza y mirando por la ventanilla los rayos de sol que bañaban el metal y el vidrio—. Eamonn y yo éramos viejos amigos. Nos conocimos cuando yo era seminarista en Maynooth; era mi confesor —añadió soltando una carcajada—. ¡Jesús bendito, en aquella época no daba abasto confesando pecados! Supongo que sería porque pensaba que por el hecho de querer ser sacerdote tenía que ser mejor que nadie y que me absolviesen de las cosas más triviales. Bien, fue Eamonn quien rápidamente me quitó esa costumbre. Figúrese si tendría yo cosas que confesar en aquella época…

Afuera se oyó un rugido al irse reanudando el tráfico; O'Malley metió la primera y avanzó dando fuertes bocinazos.

—Posteriormente seguimos en contacto, algo parecido a lo de usted. De hecho, creo que me mencionó su nombre en un par de ocasiones. Él venía de vez en cuando a Roma y pasábamos una o dos semanas juntos. No aguantaba residir en el Colegio Irlandés, y no se lo reprocho porque allí piensan que lo único que se come en el mundo es puré de patata y zanahorias.

Patrick notaba que O'Malley hacía esfuerzos por ahogar profundas emociones y que la muerte de Eamonn De Faoite le había causado un profundo dolor.

Giraron en vía dei Corridoni en dirección al Vaticano. A su izquierda, la enorme cúpula de San Pedro surgía entre los tejados como si tratara de liberarse de las nerviosas y apelmazadas callejas que le acosaban como parientes a un moribundo.

En la vía di Porta Angélica doblaron a la izquierda para tomar por la puerta de Santa Ana, entrada de servicio del Vaticano. Como de costumbre, estaba atestada de coches, camionetas y motos. Un guardia suizo de servicio los saludó y otro, ya en el interior, se les acercó. O'Malley bajó el cristal de la ventanilla y le mostró un pase. El guardia asintió con la cabeza, saludó y los dejó continuar.

Avanzaron por la vía del Belvedere y cruzaron un corto túnel hasta un patio en el que había aparcadas docenas de coches, todos con la placa SCV, Sacra Cittá Vaticano. O'Malley detuvo el coche a la izquierda.

—Patrick, ¿ha estado alguna vez en el Vaticano?

El norteamericano negó con la cabeza.

—Pues es una lástima, porque es magnífico. Tal vez nos dé tiempo a hacer una visita en otra ocasión. Ahora estamos en el Cortile del Belvedere; esa puerta de la derecha conduce a la biblioteca, pero nosotros vamos a entrar por esa de la izquierda, que es la de los archivos secretos.

Patrick enarcó las cejas.

—No, no se sorprenda —dijo el sacerdote—. En estos momentos hay un pequeño secreto muy valioso. Sí, no creo que estuviera antes, porque si no quieren que se consulte algo, puede usted estar seguro de que no lo dejan a la vista para que uno se lo tropiece. Lo cual no obsta para que de vez en cuando se haga algún descubrimiento si se sabe dónde buscar —añadió lanzando una ojeada a Patrick—. Su amigo Eamonn De Faoite sabía dónde buscar. ¡Lástima de hombre!

Bajaron del coche y lo dejaron sin cerrar. Allí casi no había robos y los calabozos vaticanos tenían fama de ser los menos ocupados del mundo.

En el vestíbulo, sentado en un escritorio de caoba, había un vigilante de rostro adusto y de edad indeterminada entre cincuenta y ciento noventa años. Con gesto irritado, alzó la vista del libro edificante que leía y se ajustó sus bifocales de cristales llenos de caspa. Primero miró a Patrick y luego a O'Malley y a continuación se irguió en la poltrona.

—¿Qué se les ofrece?

—Soy el padre O'Malley y vengo a examinar unos manuscritos. Imagino que siguen teniendo aquí manuscritos.

Su italiano era extrañamente perfecto y exento por completo de aquel deje irlandés que coloreaba su inglés. El vigilante se le quedó mirando como si acabase de decirle que era el papa.

—Ya. Tendrá usted una tessera, claro.

—Claro, ¿para qué quiero yo eso? Tengo mejores cosas que hacer que pasarme la vida entre viejos libros. Dios sabe lo que se me puede pegar.

La cara del vigilante, que ya era del color y la textura del pergamino, palideció aún más.

—Lo siento, pero…

—Ahora que tengo algo mejor que un carnet, si lo que me pide es un permiso… Tenga, échele un vistazo.

O'Malley sacó un grueso sobre del bolsillo interior de la chaqueta y se lo entregó. El hombre lo cogió y se lo quedó mirando como si guardara el virus de la rabia.

—¿Qué es esto?

—Ábralo y lo verá.

El bedel no sabía qué hacer, convencido de que le jugaban una pasada, pero abrió el sobre y extrajo una hoja de papel de barba con membrete. Medio minuto después les hacía apuradamente una reverencia y los acompañaba a unos asientos en uno de los inmensos escritorios negros de la sala principal de lectura.

O'Malley se inclinó hacia Patrick, conforme caminaban, y le musitó al oído:

—Al cabo de más de veinte años, Patrick, hasta una persona como yo acaba conociendo a gente importante. ¿Me creerá si le digo que es una carta de recomendación del secretario privado del papa, un tal Foucauld? Fuimos amigos hace mucho.

Una vez acomodados, el vigilante se acercó al regidor, una especie de gárgola con ictericia que estaba sentado en un sitial como un trono, vigilando su pequeño reino intemporal, y le dijo unas palabras. No había nadie en la sala salvo el regidor, sus ordenanzas y un puñado de privilegiados eruditos, inclinados sobre gruesos volúmenes negros tan secos como ellos. En una pared, un enorme reloj hacía sonar ruidosamente el tictac, como recordando a los presentes que, en definitiva, el péndulo y el calendario marcan el final de todo, hasta de la erudición.

Mientras un ordenanza se apresuraba a ir por el archivador que había pedido O'Malley, éste se inclinó hacia Patrick y le susurró:

—La Iglesia mantiene en Roma archivos desde el siglo seis; casi todos los fondos de entonces se guardaban antes en la Laterana, pero se dice que quedó todo destruido a principios del siglo trece. De todos modos, creo que lo que voy a enseñarle es de ese fondo primitivo.

—En cualquier caso, posteriormente se conservó toda la documentación en el Vaticano o en poder del papa cuando viajaba. Más tarde lo trasladaron todo al castillo de Sant'Angelo para mayor seguridad. La documentación realmente importante (como la relativa a privilegios y cédulas papales) se guardaba en el denominado Archivo Arcis.

«Luego, en mil seiscientos once, Pablo quinto creó el archivo secreto, el Archivium Secretum Vaticanum, que constaba de ocho armaría enormes llenos de material de diverso origen, de la Biblioteca Segreta, de la Camera y del Archivo Arcis. Hasta mil ochocientos setenta y nueve el archivo fue realmente secreto; pero a partir de entonces León decimotercero consintió en que los eruditos de fama mundial tuvieran acceso a la documentación. Ya ve, hay algunos que parecen llevar aquí toda la vida. Yo no es que sea famoso, pero tengo mis influencias; y le digo una cosa: en el Vaticano no hay nada que no pueda arreglarse con una botella de Black Bush entregada en el momento oportuno.

Hizo una pausa al ver llegar con un librito al ordenanza, quien sin decir palabra lo dejó en la mesa y se fue.

—Ahora, Patrick, escúcheme bien. Ve que la referencia del lomo de este volumen es AA ARm. IXVIH 6723, lo que quiere decir que procede del Archivium Arcis y que se guarda en la parte inferior del armario I al XVIII con el número de catálogo 6723.

—¿De qué se trata?

—Un momento: no se impaciente. Ábralo…

Desde la silla del regidor llegó un bisbiseo imponiendo silencio. Levantaron la vista y vieron al águila ratonera con un dedo en los labios. O'Malley bajó aún más la voz.

—Verá que es una copia del Evangelio gnóstico escrito en copto. Según una nota en latín de la contraportada, fue hallado en el fondo del Archivium Arcis en la época del traslado de los fondos al Archivo Secreto. Es evidente que en aquellos tiempos los Evangelios gnósticos no se veían con muy buenos ojos, así que el libro se quedó pudriéndose en el archivador sin que nadie lo examinara.

Bajó la vista hacia la gastada cubierta de cuero del curioso ejemplar copto atado con correas.

—Eamonn De Faoite fue el primero en estudiarlo en muchos siglos. ¿Y qué dirá usted que descubrió?

—¿Por qué no me lo muestra usted?

—Mírelo usted mismo.

Patrick desató las correas y abrió el pequeño volumen. Página tras página el enmarañado manuscrito copto discurría en tinta negra con las mayúsculas en rojo. Parecía monótono, pero legible.

—Yo no sé leer copto.

—¿Ah, no? Es una verdadera lástima. Yo tampoco, pero mire esto.

El sacerdote volvió a abrir el libro y pasó las hojas hasta llegar a dos situadas casi en el centro. Con sumo cuidado separó una de otra y dentro apareció una tercera suelta. O'Malley la extrajo y la puso sobre la mesa delante de Patrick.

—Arameo sí que lee, ¿verdad?

Patrick bajó la vista. La hoja sin doblar era un trozo de papiro colmado de caracteres en arameo, la lengua en que está escrito gran parte del Antiguo Testamento; el idioma de Palestina en tiempos de Jesús.