Capítulo 42

Roma, 2 de marzo

LA Madonna era muy antigua y muy gastada. Su rostro era una filigrana de grietas, el azul de su túnica estaba en parte desprendido y el oro de su halo había desaparecido. No se sabía si era por efecto de la edad o del culto, pero sus ojos parecían cansados y desvaídos, como si las oraciones y súplicas de ingentes generaciones hubiesen acabado por hastiarla. El espíritu, como la carne, tiene sus límites; y la compasión, pese a lo que digan los teólogos, no es ilimitada.

Assefa se acercó a la imagen y puso su vela junto a las que ya ardían. Permaneció casi un minuto mirando aquel rostro estragado por el tiempo. Era negra como él, cansada como él, pero en sus facciones deterioradas hallaba más consuelo que en todas las imágenes y pinturas de la ciudad. Suspiró y se arrodilló mientras desgranaba entre sus cansados dedos las cuentas de plástico del rosario.

En la sombra, detrás de él, aguardaba Patrick de pie y callado, con las manos juntas y vigilante. Sante Marie delle Grazie era una iglesia poco concurrida alejada del animado circuito del Vicolo de' Renzi, al sur del Tíber en el Trastevere. Allí no llegaban turistas, ni siquiera aquellos más inteligentes que dejan a un lado el Baedeker y se pierden deliberadamente por calles que huelen a gato y a mondas de fruta podrida. Hasta los peregrinos eran escasos: un puñado de devotos atraídos por la Virgen Negra.

Según la leyenda, en tiempo de las cruzadas, la imagen la había traído al sur de Francia desde Tierra Santa un caballero templario llamado Guillaume de Pereille. Algunos decían que, como tantas otras vírgenes negras, aquélla era obra de san Lucas. Tras la cruzada contra los albigenses en el siglo XIII, había sido llevada de Languedoc a Turín y de Turín a Roma, donde había quedado entronizada en su propia capilla en Santa Marie delle Grazie, con el nombre de la Madonna Mora. Los más prosaicos decían que seguramente era obra del artista romano Pietro Cavallini, de quien se sabía que en 1290 había pintado una virgen muy parecida, llamada Madonna di Constantinopoli, para la abadía benedictina de Montevergine.

Assefa conocía la pequeña iglesia desde sus tiempos de seminarista, y, en cierto modo, se había convertido en su capilla particular y lugar de recogimiento. Al principio, el atractivo lo constituía la propia imagen; buscaba en su negrura una especie de espejo de sí mismo, un crisol espiritual de todo lo que él tenía de africano, sujeto al riesgo de ser engullido por el legado de Grecia y Roma. Había orado ante ella y ella le había contestado en su modo cansino y ofendido. Pero, con el tiempo, había sido la propia iglesia la que había conquistado su corazón con sus diminutas capillas con lucecita ante el altar, sus rincones y hornacinas en sombra, sus pequeñas imágenes en peanas de mármol, el olor a cera e incienso, a lustre y a moho seco, a lino rancio y a piedra desmoronada.

En tiempos pasados había encaminado sus pasos hacia aquel refugio al menos una vez por semana, para huir del ininterrumpido rugir del tráfico, el estruendo de las radios y el incesante barullo de las calles; para escapar del mundo agobiante y cerrado del seminario y de la Accademia Pontificia, y, más recientemente, para calmar el frenético barboteo de sus propios pensamientos.

En esta ocasión era el miedo lo que le había conducido allí. El miedo y la aversión a un mundo de dudas. La duda le atenazaba, le impedía pensar y actuar y, no obstante, sabía que, de no hacer algo sin tardanza, se produciría una terrible tragedia.

Patrick aguardó pacientemente en las sombras; él no sentía necesidad de rezar, porque no se trataba de una cuestión de fe. A él le horrorizaba la ominosa oscuridad y la pérdida del ser que representaban todos aquellos suaves olores y apagados colores. Para Patrick, Dios se manifestaba, si acaso, a la luz del día.

Assefa se incorporó finalmente con el rostro bañado en lágrimas, aunque parecía menos inquieto.

—Lo siento —dijo—. He estado más tiempo del debido.

—Es igual.

—¿Y usted, Patrick, no desea rezar algo? Patrick sacudió la cabeza.

—Creo que sólo acrecentaría mi confusión —contestó.

—¿Y su amiga? —insistió el sacerdote, refiriéndose a Francesca, que los esperaba afuera.

—Assefa, ya sabe que ella opina que todo esto es una farsa y que la verdad está en otra parte.

El etiope lanzó un suspiro.

—¿Y ni siquiera va a encenderle una vela? La Madonna es antigua, pero no sorda ni ciega.

Patrick sacó un billete de quinientas liras del bolsillo y lo introdujo en la ranura del cepillo de cirios para la Virgen. Cogió una vela larga y la encendió con la de Assefa; al ponerla en el portavelas, miró a la imagen. La temblorosa luz acarició el oro viejo como una ala de mariposa que roza el fuego y la Virgen le miró. ¿La habrían realmente traído del Languedoc?, pensó. ¿Habría sido testigo de las primeras quemas de herejes, de la sangre de niños inocentes derramada en Béziers y Perpiñán para expiación de los pecados y gloria de la Iglesia verdadera?

Dio la espalda a la imagen. ¿Ni sorda ni ciega?, se dijo. Entonces, insensible.

La fotografía que Assefa había encontrado en Dublín había en cierta medida preparado a Patrick para el reencuentro con Francesca, pero no para tocarla o hablar con ella. Y, sobre todo, le costaba aceptar los cambios que se habían operado en ella. Ahora comprendía que, desde el primer momento en San Michele, en que había considerado seriamente la posibilidad de que estuviera viva, lo había hecho pensando en una muchacha de veinte años, conservada por arte de magia en un ámbito fuera del tiempo, del que volvería a surgir para él tal cual la recordaba, joven, vivaz y enamorada.

Naturalmente, para él era como si hubiera estado en el limbo: una imagen silente y detenida, conservada en su memoria. Pero la Francesca que había surgido de las tinieblas en San Vítale no era más que un fragmento de alguien del pasado. Tenía canas y su rostro era más afilado, pálido y cansado. En sus ojos se detectaba una tristeza distanciada, como si durante todos aquellos años hubiese muerto algo en su interior.

Desde su reaparición en la isla apenas habían hablado. Ella los había llevado a tierra sin decir palabra, orientándose por unas pequeñas boyas luminosas que había dejado en los canales. Los había presentado a su acompañante con el nombre de Roberto Quadri, abogado, y, una vez atracada la embarcación, se habían dirigido a pie hasta Caposile, donde tenían un vehículo, una furgoneta Transit sin ventanillas y habilitada para dormir. Mientras Patrick y Assefa procuraban descansar en la parte de atrás, ella y el abogado se turnaron al volante hasta Roma por la autopista de Bolonia a Florencia.

Quadri les había llevado a un piso en vía Grotta Pinta, una calleja del centro antiguo próxima a Campo de' Fiori. El piso estaba en la última planta de una casa color ocre, situada entre pequeños comercios y trattorie. Era una vivienda grande, escasamente amueblada y llena de corrientes; nada más entrar se notaba que no estaba habitada de seguido. Era más bien un piso franco, pensó Patrick.

—¿Quién es el dueño? —había preguntado.

—Luego te lo diré —contestó ella—. Luego te lo cuento todo; ahora quiero dormir.

Quadri la besó suavemente en la mejilla y estrechó la mano de Patrick y Assefa.

—Hasta luego —les dijo—. Yo también necesito descansar, pero antes tengo que hacer una gestión. ¡Ciao, Francesca! Voy a ver a Dermot para decirle que todo ha ido bien.

Francesca estuvo durmiendo hasta después de las diez, y tanto Patrick como Assefa, ya más tranquilos, pudieron dormir también. Tras un desayuno con panecillos y café, Assefa había preguntado si podía ir a Santa Marie delle Grazie, que quedaba cerca al otro lado del Tíber.

Ahora regresaban por el Ponte Sisto. El río discurría perezosamente a sus pies, amarillento y sucio, casi sin fuerzas. Assefa iba unos pasos delante de ellos, preocupado. Patrick, ya a solas con Francesca, se encontraba raro y enmudecido.

—Sigue pareciéndome un sueño —dijo—. No tiene sentido. Estabas muerta; yo vi cómo te enterraban.

Francesca movió la cabeza. Llevaba el pelo recogido atrás en cola de caballo, tal como él la recordaba.

—No había muerto, Patrick. No… en el sentido que tú le das. En otros aspectos, tal vez sí. En todos los aspectos que cuentan. —Hizo una pausa en el momento en que dejaban el puente y él, al mirar su perfil, supo por primera vez que estaba realmente viva. Otras cosas podían cambiar, pero su perfil era el mismo—. He perdido casi veinte años, Patrick. Y lo siento por ti más que nada. Sé que nunca podré compensártelo, pero no me quedaba más remedio; creí que no lo había. Créeme, yo entonces pensaba así.

—¿Y ahora?

—Si creyera por un solo instante que puedo librarme…; pero no puedo, así que no lo intento. Únicamente procuro corregir cosas.

—No entiendo nada.

—No, ya lo sé —dijo ella—. Pero dentro de un rato te lo explicaremos. Le he dicho a Roberto y a otro amigo que vengan al piso y ellos me ayudarán a explicártelo todo.

Caminaron por Campo de'Fiori, donde aún quedaban algunos tenderetes abiertos. Francesca parecía conocer a los vendedores y compró buena cantidad de verduras, queso y pescado. Junto al puesto de pescado había un arco que daba a una calleja por la que los condujo, diciendo que era un atajo para vía Grotta Pinta. En su mitad, la calleja se convertía en pasaje cubierto, oscuro y maloliente a orines, con pesadas verjas a ambos extremos. Patrick advirtió que el suelo estaba sembrado de agujas hipodérmicas. Francesca volvió la cabeza.

—Por aquí hay que tener cuidado de no pasar nunca de noche —les dijo— porque se dan atracos y a veces cosas peores. —Continuó andando. Sus pasos resonaban entre las estrechas paredes—. El viejo campo era el lugar habitual para las ejecuciones —prosiguió—; en él quemaron a Giordano Bruno en mil seiscientos por decir que la Tierra no era el centro del universo y que nada era finito. —Hizo una pausa y volvió a mirar a Patrick y a las agujas usadas—. ¿Tú crees que morir quemado es doloroso? ¿Poco a poco, sin estrangulación? ¿O las ideas ayudan, como una droga?

—¿Las ideas?

—Las creencias, las convicciones, alguna certidumbre —insistió ella mirándole a la cara. Patrick creyó ver lágrimas en sus ojos—. ¿A ti te parece que paliará el dolor creer que el universo es finito? ¿Sienten menos dolor en la hoguera los santos o los científicos?

—No sé qué decirte —respondió él—. Eso nadie puede saberlo.

Assefa caminaba junto a ellos en silencio.

Francesca no añadió nada más. Miró en aquel oscuro pasaje una mancha de sol que indicaba la situación de la plaza.

—Es cierto —añadió finalmente—. Nadie ha sabido aclarármelo.

Se dio la vuelta y siguió andando a paso rápido.