NO había tierra ni cielos, infierno ni gloria. Sólo oscuridad y el rumor de las olas; y, a veces, a lo lejos, la sirena de un barco surcando la noche.
Era curioso, pensó Patrick, lo fácil que al final había sido vencerlos. No había habido necesidad de armas, ya que sin barca o medios para reparar el sandolo estaban atrapados. Atrapados y condenados a una muerte segura. Agua podrían encontrar, pero era muy improbable que en la isla hubiese de qué alimentarse para subsistir.
La tierra firme estaba tan sólo a unos kilómetros, pero para el caso es como si hubiese estado a cincuenta. Los barcos navegaban por los canales más profundos distantes de allí y una o dos veces al día pasaba un avión, pero nadie podía verlos ni oírlos. Echarse a nadar quedaba descartado porque las aguas de la laguna eran muy peligrosas y los canales seguros de aquella zona sólo los conocían algunos pescadores; un nadador no avezado no tardaría en perderse en aquella maraña de fango y juncos.
El fuego se consumía bajo el negro velo de la noche, pero ninguno de los dos tenía energías ni fuerza de voluntad para levantarse a buscar más leña. Estaban física y emocionalmente exhaustos, y sin embargo no podían dormir. Patrick temía sufrir nuevas pesadillas, y más en aquel lugar, unas ruinas que no eran ruinas, sino el epicentro de la horrenda pesadilla. Cerró los ojos y vio siniestras sombras por el margen de la visión. ¿Otro ataque epiléptico? ¿O serían espectros propios de la isla, los espíritus de los niños a quienes habían arrancado el corazón?
Assefa, acurrucado y tiritando, contemplaba las últimas llamas brillar en la noche y pugnaba con sus propios espectros. Espectros que acosan a todos los sacerdotes en un momento determinado: pensamientos de lo que podía haber sido, certezas que se han venido abajo convirtiéndose en dudas, plegarias no escuchadas, rostros de niños hambrientos muriendo sin Dios. Aquella noche se arremolinaban como proxenetas, señalándole lo que estaba en venta, no en la iglesia o en su cripta pintada, sino en un lugar aún más profundo: su propio corazón, más sangrante y desolado que ningún martirio o sacrificio.
Los rescoldos fueron convirtiéndose en cenizas y la oscuridad se acentuó, envolviéndolos, pero ellos seguían sentados, absortos en sus propios pensamientos, aguardando a que concluyera aquella noche interminable. Hacia medianoche, Assefa se puso en pie. Estaba aterido.
—Patrick —musitó—, ¿está despierto?
—Sí. ¿Qué sucede?
—Yo creo que si seguimos aquí fuera moriremos. Si no es hoy, será mañana. Vamos a guarecernos en la cripta, hacemos fuego y procuramos calentarnos. A lo mejor viene alguien.
Por algún motivo, Assefa sentía el impulso de bajar a la cripta. Notaba la necesidad como si fuese una tentación carnal, pero menos tangible y más difícil de resistir. Era de sentido común, al fin y al cabo. Su supervivencia dependía de ello y no hay tentación más irresistible que el sentido común.
—No —contestó Patrick—. Yo prefiero quedarme aquí. Vaya usted si quiere.
El etíope no acababa de decidirse.
—Bueno, iré por leña. Fuera de la iglesia ha de haber.
Cogió una linterna y se alejó en la oscuridad. Patrick se quedó en su sitio, luchando con una irresistible somnolencia, que él sabía podía ser fatal. Tal vez, como había dicho Assefa, el día les trajese alguna esperanza. Habría luz, podrían explorar la isla y quizá, sí, llegara alguien. En Burano había gente que sabía dónde estaban. Si el barquero no había regresado, seguramente vendría alguien a buscarlos. Patrick estaba seguro de que habían eliminado al viejo, al margen de quién hubiese destrozado el sandolo. Ahora recordaba el barco que había atisbado el día anterior. ¿Los habría seguido en todo momento? ¿O sería una costumbre cuando alguien preguntaba por San Vítale?
Toda aquella historia comenzaba a cobrar una especie de sentido delirante, aunque aún no ataba todos los disparatados cabos. Lo primero y más importante era el concepto de sacrificio. No era una cosa tan extraña: para muchos cristianos, la muerte de Cristo en la cruz representaba un ejemplo sublimado y más perfecto del sacrificio judaico en el Templo. Él era la suprema ofrenda, cuya muerte hacía superfluo todo sacrificio anterior. «No por la sangre de cabras y terneras, sino por su propia sangre». Era evidente que aquella cofradía, aquellos guardianes del sepulcro de Cristo, creían en algo parecido, pero al sacrificio de Cristo sumaban el de niños inocentes.
Moloch no era nada. ¿Cuántos inocentes habrían muerto a manos de Herodes para salvar al niño Dios? ¿Cuántos habrían muerto en Egipto para que el pueblo elegido de Jehová pudiese partir hacia la tierra de leche y miel?
¿Qué significaba lo de «Pascua judía»? ¿Una restauración del sacrificio de Egipto para que otra raza elegida alcanzase la libertad? Patrick temblaba con sólo pensarlo. No quedaban más que unos días.
Vio la luz acercándose desde el fondo de la nave. Su primera idea fue que Assefa regresaba, pero en seguida advirtió que era distinta a la de la linterna que llevaba su amigo; ésta era más grande y más potente. Cogió su propia linterna y la encendió. Su haz era débil y amarillento y no hendía las tinieblas. La luz que se aproximaba se detuvo y cambió levemente de dirección, yendo directo hacia él.
Apagó la linterna y se puso en pie.
—¿Quién anda ahí? —gritó, sin obtener respuesta.
Dio unos pasos hacia los muros del ábside y comenzó a rodearlo para llegarse a la nave principal. La luz seguía aproximándose; comenzaba a distinguir la figura borrosa de quien la sostenía. La figura tropezó y la luz osciló enloquecida hasta estabilizarse.
—¿Quién es? ¿Qué quiere?
¿Sería ya alguien de Burano, que se aventuraba en los supuestos horrores de San Vitale por un amigo borracho y dos extranjeros temerarios?
—¿Patrick? Sei tu, Patrick?
Era una voz dulce, conocida y desconocida, apenas un susurro, pero algo más fuerte que un gemido. El corazón estuvo a punto de parársele y sintió como un vahído. Alargó la mano y se apoyó en el muro, áspero y húmedo.
—¿Dónde estás, Patrick? No te veo.
Era un sueño, una pesadilla, el último paso en los umbrales de la locura. Sus sentidos estaban bien y nada le aislaba del entorno, pero sabía que soñaba. ¿Qué otra persona podía ser?
Ella levantó la linterna y por fin vio su rostro, el rostro espectral que se esperaba, aquellos ojos negros en una máscara blanca. Recordó un juego de su infancia, cuando se ponían una linterna bajo la barbilla para verse la cara con aspecto cadavérico. Pero aquello no era un juego, sino alguien que había estado enterrado y volvía.
—No soy un espíritu, Patrick. Ahora ya lo sabes. Me esperabas. Hace dos noches, cuando me seguiste, ya lo sabías. No temas, no he venido a hacerte daño.
Se negaba a creer que aquello no fuese un sueño. Se había quedado dormido y la lesión cerebral le hacía ver fantasmas.
Como si leyera su pensamiento, ella meneó la cabeza.
—No, Patrick, no soy un sueño. No me pidas explicaciones todavía. Quizá, nunca. No he venido para hablar de mí, sino para sacarte de San Vitale.
Ahora veía su rostro mejor. Había cambiado. No tanto por la edad como por efecto de una alteración más sutil, menos superficial, de quien ha alcanzado una edad mediana. Sus ojos no eran los que él había mirado hacía más de veinte años. Quizá fuese real, sí. No conservaba un recuerdo semejante de ella que su cerebro enfermo pudiese recobrar.
Dudó aún un instante y luego se acercó a la luz. —¿Qué has hecho de Assefa?— inquirió.
—Está bien; le he dejado en la cala. —Hizo una pausa mirándole a los ojos—. Has cambiado, Patrick —dijo finalmente—. Más de lo que yo pensaba.
Patrick notó la emoción en la voz. ¿Sienten emoción los fantasmas?
—¿Adonde me llevas?
Estaba seguro de que era ella quien mandaba. La muerte confiere privilegios.
—A tierra firme. Tenemos que llegar esta misma noche, porque habrá espías de Migliau. Patrick, por favor, sé que te resulta difícil, pero también lo es para mí. Tienes que venir conmigo; si te quedas aquí perecerás.
Aturdido, siguió unos pasos detrás de ella, tras el haz de la linterna, tropezando en la oscuridad. Ella debía de conocer el camino, pues al cabo de cinco minutos estaban en la cala. Poco antes de alcanzar la orilla, Francesca apagó la linterna.
—A partir de aquí el sendero baja directamente a la playa —musitó—. Agárrate a mi mano, que yo te guío.
A regañadientes, alargó el brazo para asirse y, estremecido, aferró su mano. Era como el hielo y, por un angustioso instante, pensó que sí que era una pesadilla, que estaba muerta. Pero era sólo el frío de la noche, aquel aire glacial que también a él le había dejado las manos ateridas. Le condujo hasta la playa igual que muchos años atrás le había conducido a otra playa, desnuda y temblorosa, cuando cambiaba la marea.