YA cerca, vieron que la iglesia estaba más destrozada de lo que parecía desde el mar. Tenía parte del tejado hundido, muchas ventanas estaban rotas y la puerta principal fuera de los goznes y abierta. Se habían desprendido trozos de mampostería de los muros y los escombros se mezclaban a yerbajos y juncos. A cierta altura del suelo se advertían las marcas de diversas inundaciones y entre las grietas del ladrillo crecía el musgo. Sin embargo, pese a su antigüedad y al tiempo que llevaba abandonada, su estado no era tan desastroso. Se habría dicho que de vez en cuando alguien se hubiera dedicado a limpiarla para que aguantase mejor la acción de los elementos.
La puerta principal daba a un oscuro y maloliente pórtico, un montón de yeso derruido y de telarañas, en el que un arco daba paso a la nave principal. Cruzado el arco, la luz del sol invernal se filtraba por miles de agujeros, creando en la piedra un efecto etéreo, como si se tratara de otra sustancia. Ladrillos, fragmentos de mármol, piedras desgastadas y rotas temblaban en su propio matiz, cantando su propia antífona lumínica. El techo, roto y hundido, colgaba como dosel de vidrio alquímico sobre la nave vacía.
Cruzaron el arco como niños que por fin descubren un lugar largo tiempo vedado por los mayores. El silencio los envolvía como un cántico religioso que ascendiera por columnas de mármol rosa; como solemne letanía, luz y piedra entonaban su canto. A la derecha, un ventanal de alabastro calado arrojaba innumerables haces de luz nacarada sobre aquellos espacios vacíos y silenciosos. Crecían matas entre adornos derruidos, la yerba coronaba la cabeza de las imágenes y una garza había hecho su nido en la pila bautismal.
Pero lo que atrajo sus miradas fue el fondo: muros y techo del ábside eran los que menos habían sufrido, y, aunque el altar había sido arrancado y no quedaba sagrario ni lamparilla, era como si se hubiese producido un milagro. Por encima de los sitiales de piedra, sobre la vidriera y el revestimiento de mármol, una imagen de la Virgen con el niño se erguía gloriosa hacia el techo abovedado. Faltaban trozos de mosaico, pero eso no mermaba su belleza. La imagen parecía flotar sobre un cielo de oro. Era estilizada, triste y luminosa, y en el campo azul de su túnica unas florecillas rojas semejaban gotas de sangre infantil.
Assefa sacó de la chaqueta una velita blanca, la encendió con un fósforo y la puso en una piedra. Estuvo un rato contemplando la Madonna y a continuación se arrodilló a rezar. Cuando acabó se volvió hacia el norteamericano.
—Patrick, hagamos ya lo que tengamos que hacer.
A lo largo de los muros había varias tumbas, todas deterioradas. No tardaron en encontrar la de Pietro Contarini: estaba a la izquierda de lo que había sido el altar mayor y consistía en un elaborado sepulcro gótico de mármol y terracota. No quedaban policromía ni dorados, los relieves de santos de las hornacinas estaban destrozados y el recubrimiento presentaba grietas, pero el sarcófago estaba intacto. En su parte superior, bajo un dosel sostenido por ángeles, presidía la serena efigie de Pietro Contarini. Junto a la cabeza, un jarrón de mármol conservaba los tallos de unas flores marchitas, que no debían de llevar allí más de un año.
Patrick no tenía una idea muy definida de lo que buscaba, pero estaba seguro de que el sepulcro encerraba la solución a sus interrogantes. Comenzó por examinar minuciosamente los relieves de la parte delantera y no tardó en detectar una secuencia, estremeciéndose al reconocer la primera escena que representaba a Abraham preparando el sacrificio de su hijo Isaac: el niño estaba atado y amordazado, tumbado de espaldas sobre una gran piedra, y el padre inclinado sobre él con un cuchillo en la mano.
La siguiente escena era más críptica, y Patrick no se dio cuenta en seguida de lo que representaba. Un hombre sacrificaba una cabra junto a una gruesa columna de piedra, mientras otros le contemplaban. Y en aquel momento recordó la historia de Jacob y del sacrificio de un animal en Jegarsahadutha, donde había levantado una columna de piedra y un mojón.
El tercer relieve representaba a los hijos de Israel sacrificando corderos y untando con su sangre los dinteles de piedra de sus casas: la institución de la fiesta de la Pascua. Patrick sintió latir aceleradamente su corazón. Las cosas comenzaban a coincidir.
Seguían otros relieves, casi todos con escenas sacrificiales del Antiguo Testamento. Encima de la primera serie había otra secuencia de relieves con escenas de la vida de Cristo, que cerraba la Crucifixión: Cristo, el supremo sacrificio; Cristo, símbolo de vida eterna. Patrick sintió una extraña inquietud.
Pero por muy clara que fuese la iconografía, no parecía servir de mucho. Él esperaba algo más de una ejemplificación del modo en que el Antiguo Testamento prefiguraba el Nuevo, y de pronto se sintió anonadado, como si alguien hubiese incumplido una solemne promesa.
—¡Maldita sea! —exclamó—. No tiene sentido. ¿A qué tanto misterio con versículos crípticos? La mitad de ellos ni siquiera coinciden con estas escenas, y los que sí, apenas tienen relevancia. Tiene que haber otra cosa.
—No necesariamente, Patrick. La mentalidad religiosa ve significaciones hasta en lo trivial. Quizá el que transmitió los versículos a Corradini no pretendía más que hacerle entender algún tipo de interpretación esotérica del sacrificio del Señor. No es nada original ni apasionante, pero tiene su propia enjundia.
Patrick movió la cabeza.
—No, no es eso. Tiene que haber algo más. El tema del sacrificio se refiere a otra cosa. Estoy seguro.
Volvieron a repasar los relieves, como tratando de desentrañar un mensaje sólo susceptible de lectura con ojos predispuestos a ello. Figura por figura, fueron examinando las escenas, tratando de relacionarlas de algún modo con los versículos citados en la obra de Corradini. Al cabo de media hora se daban por vencidos.
Habían traído comida en una caja, que Assefa abrió y puso sobre una losa. Comieron en silencio, decepcionados, vencidos y tiritando por la humedad. Sabían que cuando acabasen su parca colación de pan, salami y queso, tendrían que volver a la barca y regresar a Venecia. Bebieron por turno de una botella grande de agua mineral. A Patrick, las vituallas no le sabían a nada y comía con desgana. Al concluir el último bocado, se llevó la botella a los labios y, al hacerlo, advirtió las palabras de la etiqueta: «Sorgente Recoara» (Manantial Recoara). Y una luz se hizo en su mente.
Lo había tenido a la vista todo el tiempo, a modo de clave de un criptograma, que escapa a la mente consciente y de pronto aviva el inconsciente. Se puso en pie y se dirigió de nuevo al sepulcro. Assefa le miraba sin salir de su asombro.
Era lo que él había pensado: después de la escena de la Pascua venía la de Moisés golpeando la roca en el desierto para dar de beber al pueblo de Israel. Pero, en lugar de haber doce chorros —uno para cada tribu, símbolo a su vez de los doce apóstoles—, sólo había siete. Quizá fuese un descuido del escultor o hubiese preferido el simbolismo del siete. Pero Patrick sabía que no.
Pietro Contarini había traído algo de Egipto y, transcurridos unos años, había vuelto allí, igual que su hijo Andrea. La escena mostraba a Moisés en el desierto tras el éxodo de Egipto. Cuando Pietro Contarini había viajado a Alejandría, ya nadie hablaba egipcio, sino árabe. Y el juego de palabras —ahora lo veía claro— no era en italiano, latín o griego: era en árabe.
La palabra árabe ayn tiene dos significados principales: «ojo» y «fuente». Naturalmente que significa más cosas, pero ésos son los dos sentidos más importantes. En la roca había no siete ojos, sino siete chorros.
Patrick puso la mano en la roca junto a la figura de Moisés, notó que cedía y empujó con más fuerza. La escena se deslizó hacia un lado. Dentro había una palanca y un gran anillo de hierro en la piedra. Y en el interior del anillo, esculpido en la piedra, un círculo. Y dentro del círculo, un menorá con la cruz.
Tiró de la anilla y el frontal del sepulcro se movió dos centímetros. Siguió tirando con más fuerza y la piedra basculó como sobre un pivote. Patrick tiró por tercera vez con todas sus fuerzas y el lateral del sepulcro de Pietro Contarini se abrió, dejando al descubierto una abertura en el muro.