Capítulo 37

SALIERON aquella noche a buscar un lugar para cenar. Fueron en taxi al centro de Mestre y dedicaron casi una hora a deambular por las calles lluviosas tratando de encontrar algo distinto a una hamburguesería o a un tenderete de patatas fritas. Todo eran bloques grises de apartamentos que los miraban ceñudos tras aquella llovizna ruin y pertinaz. Patrick jamás se había sentido tan deprimido.

Finalmente tomaron asiento en una atestada trattoria, encajada entre una tienda de muebles baratos y un salón de máquinas recreativas. A través de la fina pared, no dejaron de oír durante toda la cena los pitidos, mugidos y el tableteo de los disparos. El queso de la pizza de Patrick era de goma y de lata el antipasti de Assefa.

En pleno siglo XX, acosados por una barahúnda de ruidos y olores rancios, se hallaban acodados sobre aquel mantel de cuadros, tratando de desentrañar un misterio con no menos de siete siglos de antigüedad. Patrick estaba seguro de que Francesca vivía, de que la había visto la noche anterior y de que incluso en aquel mismo momento andaba por ahí, espiando en las sombras. Había creído que eran las sombras de la muerte, pero ahora sabía que no era así. Los muertos no vuelven. Lo que pudiera regresar de esas otras tinieblas no era Francesca.

Comieron despacio, hablando de cosas sin importancia, como amantes que han llegado a una intimidad de hastío. La tragedia los había unido y la sensación de peligro mutuo complicaba lo que habría debido ser una simple amistad. Sin embargo, en realidad, ninguno de los dos entendía el mundo del otro. La erudición de Patrick constituía en cierto modo un vínculo, pero su catolicismo, con sus frecuentes errores y drásticos rechazos, era, más que un vínculo, una barrera entre ambos.

—¿Qué interpretación da usted a esos versículos en latín? —inquirió Patrick.

Assefa sacudió la cabeza desilusionado.

—Poca cosa —contestó. No quería hablar de ellos ni pensar en ellos—. Supongo que encierran algún tipo de juego de palabras del siglo dieciocho —añadió.

Patrick asintió con la cabeza. Igual pensaba él.

—¿Puede traducirlos?

—Por supuesto. Los dos primeros son del libro de Job: «Porque encubierta está a los ojos de todo viviente», «Y en paz descienden al sepulcro». El siguiente es del Deuteronomio: «Y con el abismo que está abajo». Luego viene el del Éxodo: «Por lo que tomaron una piedra y la pusieron debajo de él». El siguiente es de Josué: «He aquí que esta piedra nos servirá de testigo», y el siguiente de san Marcos, es el único del Nuevo Testamento: «¿Quién nos removerá la piedra de entrada al sepulcro?» El último es de Zacarías: «Sobre esta única piedra hay siete ojos».

Patrick se llevó una arrugada aceituna a la boca y la mordisqueó despacio.

—Lleva usted razón; no tienen ningún sentido.

Assefa dio un sorbo de vino.

—Yo creía que este tipo de acertijos era su especialidad. Patrick movió la cabeza.

—Yo desempeñaba un trabajo activo; recogía datos secretos que otros descifraban. De criptografía no sé casi nada.

—Quizá sea algún tipo de acróstico con las primeras letras de los versículos. Veamos, nos daría AAASEQS. No creo que nos sirva.

—¿Y las primeras letras de las palabras de un solo versículo?

—En el primero de Job, nos daría AEAOOV. No sirve. El segundo, sería AID, que, al menos en inglés, quiere decir algo. Luego tendríamos AAS, que corresponde a las tres letras que hemos obtenido del primer grupo. El del Éxodo nos da SILPSE, que no significa nada. Luego, ELIEVIT, que parece latín, pero no es nada. El de san Marcos daría QRNLAOM, y el de Zacarías, SLUSOS. Francamente, un galimatías.

Del local contiguo les llegó una sarta de horrendos pitidos de una máquina electrónica. Patrick lanzó un suspiro.

—Creo que tiene razón, pero cuando volvamos a la pensión echaremos un vistazo más detenido. Al menos sabemos que no está hecho con ordenador, por lo que, en teoría, no lo necesitaremos para desentrañar el misterio.

—Hay una cosa, Patrick.

—¿Cuál?

—¿No ha advertido que si tomamos las primeras letras de los versículos nos dan siete, y que el último versículo menciona «siete ojos»? Patrick movió la cabeza.

—No, si incluimos la primera del de Ezequiel —replicó, dejando el tenedor y dando un sorbo de Pinot—. Eso que dice es traído por los pelos.

—Como quiera. Pero con Claudio y Siniscalchi muertos, ¿por dónde empezamos, Patrick? Dice que nos busca la policía, ¿y si nos entregásemos? A lo mejor hacían caso de nuestra historia y emprendían una investigación. Esta clase de asunto habría parecido horripilante hasta hace pocos años, pero con el escándalo de la P2, en Italia la gente no se extraña de nada.

—De casi nada, Assefa; pero esto no. Y menos porque lo digamos nosotros sin aportar pruebas convincentes. Y que la policía nos busque significa que hay alguien entre los mandos al servicio de esa gente.

—Entonces, ¿qué sugiere usted?

—¿Y qué voy a sugerir? ¿A qué sugerir nada? Los acontecimientos se producirán queramos o no, y el resultado será el mismo: muerte. Igual que les ha sucedido a ellos o le sucederá a quien investigue más de la cuenta.

—No sé, no sé —musitó el sacerdote.

Patrick pidió otra botella de vino. Quería beber lo más posible para borrar las espeluznantes imágenes que le atormentaban. El vino era barato y ácido, pero eficaz. Assefa le observaba mientras se emborrachaba; él prefería permanecer sobrio por temor a perder el control del yo, por transitorio que fuese, en ese vértigo del espíritu que acarrea la ebriedad. No le había resultado fácil abandonar su identidad de eclesiástico y en todo lo que estaba sucediendo encontraba una mayor disyunción entre la realidad y aquella especie de sensación de delirio. Se limitó a beber agua mineral y a escuchar las fantasías electrónicas de las máquinas del local de al lado.

Más tarde no había manera de encontrar taxi. Seguía aquella llovizna floja y fría, insulsa, sobre las farolas. Patrick caminaba con paso vacilante, ayudado por Assefa. Se orientaron por medio de los rótulos en dirección a Porto Marghera, pero se perdieron. Ahora sí que estaban en la auténtica Venecia: el futuro en vidrio de molde y hormigón, una Venecia chata, yerma, desagradable y carente de gracia espiritual o terrena. Más allá de las farolas, las aguas tristes del Adriático aguardaban el último asalto.

—Assefa —farfulló Patrick cuando daban la vuelta a otra serie de monótonos edificios de apartamentos—, ¿cuál es el elemento común a todos esos versículos?

—Olvídese de los versículos, Patrick. No significan nada.

Patrick tropezó y se agarró del brazo del sacerdote.

—Se equivoca. Tienen que significar algo. ¿Cuál es el factor común en casi todos?

—Qué sé yo, Patrick. ¿Cuál?

—La piedra, por Dios. «Por lo que tomaron una piedra y la pusieron debajo de él», «He aquí que esta piedra nos servirá de testigo», «¿Quién nos removerá la piedra de entrada al sepulcro?», «Sobre esta única piedra hay siete ojos». ¿No comprende que tiene que haber alguna relación?

—Patrick, está bebido. No significan nada. Y si significan algo, ahora ya es tarde para averiguarlo. Corradini dispuso siete años de esos versículos y no sacó nada en limpio. A ver si encontramos un taxi en una calle principal antes de que sea demasiado tarde.

—¿Cómo se dice piedra en italiano?

—Pietra.

—¿Y qué más?

Assefa se encogió de hombros. —Roccia.

—No, roccia no. El nombre «Pietro» es Pedro y Pedro en la Biblia es la «roca» o la «piedra».

—No sé de qué nos sirve eso, Patrick.

Patrick se detuvo y agarró con fuerza a Assefa por el hombro.

—Sí que nos sirve. Nos sirve, pero que mucho.

Guardó silencio. Habían llegado a una calle ancha y aguardaron callados a que apareciese un taxi. Al cabo de un cuarto de hora pasó uno que los dejó en la pensión. La vuelta les costó el doble que la ida.

Una vez en la habitación, Patrick cogió el libro de Corradini y se lo dio a Assefa.

—Tenga: mire en el capítulo sobre los Contarini a ver si hay algún dato sobre Pietro Contarini, que murió hacia el ochocientos setenta…

—Patrick, yo…

—¡Búsquelo, por Dios!

Cinco minutos después Assefa encontraba el dato.

«Pietro Contarini. Este hombre de noble espíritu fue el artífice de la fortuna de la familia y el origen de su prosperidad. Nacido de padres nobles, desde su más tierna infancia fue educado para ocupar el lugar que le correspondía entre los nobili de su generación. Se cuenta que a la edad de catorce años…»

—Busque lo que dice de su muerte —le apremió Patrick. Assefa fue leyendo líneas en silencio, saltándolas.

—Aquí está —dijo finalmente—. Dice algo de su última enfermedad. ¿Lo leo?

—No; quiero que busque lo del entierro. —Bueno; aquí está:

«Murió por fin el trece de setiembre del año 869 y fue recibido en el seno del Señor magnánimo y misericordioso, requiescat in pace. Y al día siguiente sus restos mortales fueron llevados en barco, acompañados por cientos de personas, al monasterio iglesia de San Giacomo, que en aquellos días florecía en la isla de San Vitale en Paluda, esto es la Paluda Maggiore, y que actualmente está en ruinas. Cuando se reconstruyó la iglesia en el siglo xn, el sepulcro de Pietro fue fastuosamente ampliado por sus descendientes, que lo revistieron de mármol y dorados. Yo lo he visto y lo considero obra de gran belleza, aunque muy deteriorada».

Aquella noche Patrick tuvo el último de sus sueños, una visión larga y angustiosa que no parecía tener principio ni fin. Estaba otra vez solo en un cuarto cuadrado todo rodeado de cortinajes negros y de grandes cirios en gruesos candelabros de plata. Estaba seguro de encontrarse en la casa a la que le habían llevado en góndola. Olía a humedad, como si el cuarto fuese bajo, casi al nivel del canal. Y había otro olor más sutil y desconocido, pero inquietante.

Cerró con fuerza los ojos para no ver el cuarto, diciéndose que era una simple alucinación causada por la epilepsia focal: bastaría con no hacer caso para que desapareciera. Y si volvía, se sometería a una exploración TC y le darían medicamentos para curarle. Pero, aunque se sentó y pensó en otras cosas, diciéndose que dormía en una pensión llena de pulgas en Mestre, el olor del canal y aquel sutil aroma que ocultaba se le pegaban a las fosas nasales.

Finalmente abrió los ojos y vio los negros cortinajes y los cirios apenas consumidos.

De pronto oyó pasos. Se abrió una puerta, descorrieron un poco la cortina y entró un personaje ataviado al estilo dieciochesco. Le seguía un segundo, un tercero y otros muchos que llenaron el cuarto. Todos los que entraban le dirigían una leve reverencia y se iban colocando de espaldas a la pared. Al final entraron cuatro mujeres con velos negros de encaje y se situaron junto a los hombres.

Uno empezó a hablar en voz baja y los demás se le fueron uniendo hasta que todos los congregados lo hacían al mismo tiempo. Con creciente horror, Patrick advirtió que él también hablaba y que su voz se mezclaba a la de los demás, elevándose y descendiendo en suave melopea. Al principio, no reconoció el idioma, pero luego, sin sorpresa, se dio cuenta de que era arameo.

—7 tsbqnn' 'lh' bhswk'

—7 tlsbqnn' bhswk' bry' wbsryqwth

—7 t'lnn' mr'n' b'tr' dy V bh nwhr'

—7 thsyk ynyn'

—No nos dejes, ¡oh Dios!, en tinieblas.

—No nos abandones a las tinieblas y al vacío.

—No nos conduzcas, ¡oh Señor!, al seno oscuro.

—No cierres nuestros ojos con su negrura.

La cantinela continuó unos cinco minutos en iguales términos, implorando a Dios la salvación de los terrores de ultratumba. Luego, el ritmo comenzó a cambiar y Patrick advirtió descorazonado que era él quien dirigía el sortilegio, recitando breves versículos a los que los demás contestaban. Se daba perfecta cuenta de lo que estaba sucediendo, pero era incapaz de detenerse y era como si hablara otro con su propia voz.

De pronto se abrió la puerta y entró un hombre llevando de la mano a un niño de diez u once años. El niño iba vestido con un camisón blanco, tenía el pelo largo y atado atrás con una cinta roja, y parecía aturdido. Se adelantó otro hombre que cogió al niño de la otra mano, y los tres se volvieron de cara a Patrick. El niño temblaba; Patrick le miró a los ojos y notó que iba drogado o hipnotizado.

Los hombres despojaron al niño del camisón y lo pusieron a un lado, dejándole desnudo y tembloroso. Patrick quiso protestar, pero estaba privado de voz y movimiento. Era como si se hallara presente, pero en el cuerpo de otro, sin capacidad para moverlo.

Uno de los hombres sacó una cuerda, le puso bruscamente al niño los brazos a la espalda y se los ató por las muñecas. El otro hombre sacó un largo cuchillo de plata de una bolsa de cuero y se lo entregó a Patrick, quien vio sus propias manos recogiéndolo. Por primera vez miró hacia abajo y vio que tenía delante una alta losa de mármol, una especie de altar.

Los hombres subieron al niño al altar y en el cuarto volvieron a sonar los cánticos. Los hombres volvieron a situarse en la pared junto a los demás y Patrick se vio ante el altar con el niño.

—Os ofrendamos este sacrificio —recitó.

—Aceptad lo que os ofrecemos en nombre de Cristo —contestaron todos a coro.

—Tomad la vida que habéis concedido a este niño y danos a nosotros la vida eterna.

—Concédenos la vida eterna en Jesús, el sacrificio perpetuo.

Contempló horrorizado cómo sus manos levantaban el cuchillo. En el ara, el aterrado niño se debatía. ¿Por qué no lloraba? ¿Por qué parecía tan ligero el cuchillo, tan insustancial en su mano?

Algo le sucedió al niño, que empezó a llorar a gritos como un animal en el matadero que ve como van degollando a sus compañeros. Patrick quiso cerrar los ojos, pero no le obedecían. Trató de tirar el cuchillo, pero era como si lo tuviese pegado a la mano. Sintió como ésta descendía y que el filo rozaba la carne del niño y, de pronto, un estremecimiento erótico y el agobiante silencio al cesar los gritos y escurrirle la sangre por los dedos.

Se despertó sobresaltado buscando la presencia de Assefa, pero seguía en el mismo cuarto de los negros cortinajes, con los cirios ya casi consumidos. Sentía náuseas y mareo; tenía las manos agarrotadas. Vio que tenía delante el altar vacío y limpio de sangre. Podía de nuevo abrir y cerrar los ojos y dominar sus movimientos, como si hubiese vuelto a su propio cuerpo.

Vacilante, como si aún estuviera borracho, dio varios pasos hacia la puerta. ¿Acaso no iba a acabar aquella alucinación? Apartó la cortina y vio las puerta baja de madera por la que habían entrado los demás. Notó el frío pomo de hierro y lo hizo girar, sudoroso.

Un estrecho pasillo conducía a otra puerta. Lo cruzó despacio, como temiendo despertar a alguien; el suelo era de mosaico, con espirales de ángeles dorados. Vio en la cara de un ángel una gota brillante de sangre aún fresca.

Abrió la puerta y entró. Era una pieza bien iluminada por bombillas. En la pared de enfrente, un foco iluminaba un cuadro de Moreau, junto al cual había una librería con los estantes repletos de libros en rústica y un televisor en un rincón con un programa de concursos; no tenía sonido, pero llegaba un tenue sonido de música de otro sitio. Reconoció el Concierto número 2 en do menor para oboe de Albinoni, una composición preferida de sus tiempos de estudiante en Dublín, cuando Francesca le había iniciado a los esplendores del barroco veneciano: Vivaldi, Tartini, Marcello y Galuppi. Aquélla había sido una de las composiciones que más les gustaba a los dos y que con más frecuencia ponían en el tocadiscos en una versión de I Solisti Veneti. Miró en derredor como si esperase verla entrar.

Al volverse, advirtió de nuevo el televisor. Ya no se veía el concurso, sino una especie de noticiario. Había una multitud moviéndose inquieta y un equipo de socorrismo limpiando el fondo, mientras la policía trataba de contener a la multitud enfurecida. Se veía el destello de luces rojas y azules. Sin sonido, acompañada únicamente de las notas etéreas de la música, la escena parecía una pesadilla surgida del inconsciente y proyectada en una pequeña pantalla.

De pronto, la cámara cambió de enfoque y se vieron en el suelo filas de los cadáveres recuperados por el equipo de salvamento. La cámara recorrió las filas de muertos, recreándose cada vez más, y Patrick contempló caras manchadas de sangre, rostros de niños, cuerpos destrozados y mutilados. La cámara continuaba refocilándose en el macabro espectáculo; la música subió de tono y él contempló aquellos dientes crispados bajo labios exangües, aquellos ojos fijos de muerte, cabellos llenos de sangre y yeso. Cerró los ojos, pero las sangrientas imágenes seguían surcando su mente, oía los gritos del niño, veía el cuchillo, la carne desgarrada, sus manos hurgando en el pecho abierto, cogiendo el corazón caliente… Abrió los ojos y volvió a ver los rostros de la televisión; el cuarto daba vueltas, oyó la música subir de volumen, bajar; subir y bajar; veía aquellas paredes creciendo y cerrándose. Al caer, oyó el gemido del oboe en un último y desesperado lamento en la oscuridad.