EL libro resultó ser un raro ejemplar de la obra de Corradini Famiglie Antiche e Nobili di Venezia, un respetable y grueso volumen encuadernado en gastada piel borgoña con cantos dorados y publicado en 1791 en Venecia. Su autor, Marco Corradini, aristócrata de cuna y con aspiraciones políticas, como tantos nobles venecianos de la época, se había encontrado en difícil situación económica, pero, a diferencia de casi todos sus homólogos, era un hombre inteligente con estilo personal y una formación clásica.
Patrick y Assefa no conocían la obra sino por lo que habían podido espigar de un florido prólogo de un tal profesor Enrico Battistella. Habían tomado una lanchataxi en Piazzale Roma para dirigirse a tierra firme, donde el conductor los dejó en una miserable pensione cerca de los muelles de Porto Marghera.
Estar allí era como si el encanto de Venecia hubiese desaparecido por un golpe de varita mágica. Las oscuras calles industriales de Mestre y las adustas y altas grúas del puerto eran objetos de otro embrujo distinto, sus cansados habitantes súcubos de otra pesadilla más monótona. Un olor a petróleo refinado flotaba en las calles atestadas y congestionadas: no había allí especias, aceites exóticos o ungüentos; en las calles de Mestre reinaba la necesidad, no el vicio ni el lujo.
En la pensión no les pidieron pasaporte ni les exigieron firmar en el registro, aunque, de habérselo planteado, lo habrían solucionado con una propina. Surian les había recomendado aquel lugar la tarde anterior, cuando Assefa le explicó el riesgo que corrían en el hotel. Les había dicho que en aquella pensión se hospedaban a veces miembros de Prima Linea y otros grupos clandestinos de extrema izquierda, pero por lo que pudieron ver, la clientela estaba más bien compuesta por prostitutas que trabajaban en el puerto, por sus clientes —casi todos marinos mercantes— y por unos cuantos obreros sicilianos emigrados.
Siniscalchi les había señalado con un papelito dos capítulos del libro; el primero dedicado a las diversas ramas de los Contarini y el segundo, más breve, a la casa de Migliau. Al margen había marcado a lápiz varios párrafos que le habían parecido interesantes.
El primero era una cita de un documento descubierto por Corradini en el monasterio benedictino de San Giorgio Maggiore. El texto se refería a una crónica conservada en páginas sueltas de un manuscrito del comentario de Macrobius sobre el Somnium Scipionis. La crónica la había recogido un tal hermano Ubertino de Florencia entre 1223 y 1268; el párrafo señalado por Siniscalchi databa de 1264, con ocasión de la recién instituida fiesta del Corpus Christi.
Assefa leyó el párrafo despacio para que Patrick pudiera comprenderlo, explicándole las palabras y expresiones difíciles. Estaba escrito en el dialecto florentino de la época, que posteriormente se implantaría como italiano oficial, y Corradino y Battistella habían refinado y modernizado un tanto el lenguaje del hermano Ubertino, por lo que no resultaba tan abstruso.
«Esta última semana los flagellanti se han vuelto a ver de nuevo en las calles. Y eso a pesar del decreto publicado el mes pasado por el dogo y el Consiglio, para que nadie de las órdenes sagradas, laicas o religiosas se atribuya a sabiendas el término de hermandades de disciplina ni siquiera en los consejos por los que se rigen. Se los vio por primera vez aquí el año de la peste, ya hace cinco años, y llegaron en grupo desde Perugia, y se dice que son muchos miles y que no temen a nadie.
«Ahora se los ve en días de fiesta y señalados desfilando por las calles o la plaza ante la basílica, y a veces delante de otras iglesias de la ciudad, vestidos, como es su costumbre, con túnicas negras muy largas que llegan hasta el suelo y azotándose las espaldas con látigos de cuero, acompañándose constantemente de chillidos y gritos parecidos a los de animales salvajes o demonios salidos del infierno».
Assefa hizo una pausa y le preguntó a Patrick si seguía el texto.
—Creo que capto la idea general. ¿Sabe quiénes eran exactamente los flagellanti? Assefa asintió con la cabeza.
—El movimiento de los flagelantes surge en el norte de Italia hacia mil doscientos cincuenta y nueve y en seguida se extiende por Alemania y los demás países. Millares de personas seguían las procesiones religiosas azotándose con látigos y llorando para implorar la salvación.
—Ya. Pero no entiendo qué tiene eso que ver con Migliau y los Contarini.
—Sigamos leyendo —respondió Assefa encogiéndose de hombros y volviendo al texto.
«Ayer, poco después de Laudes, recibí la visita de Umberto Trevisan, un joven erudito que viene muchas veces a nuestra biblioteca, y me dijo que entre los flagellanti hay muchos pobres, tullidos, mendigos, débiles mentales y mujeres, como suele ser común en estas manifestaciones heréticas. Pero hay también entre ellos ciertos caballeros de buena familia y mercaderes ricos con mala conciencia o poco caletre y que temen al diablo más que aman a Dios.
»Y me dijo confidencialmente que ha oído que algunos Contarini, Participazio, Dándolo y Ziani han prestado secreta lealtad a una siniestra cofradía a la que no pertenece ningún pobre ni villano».
Assefa levantó la vista del libro. La pregunta de Patrick quedaba contestada.
«Esto es asunto muy secreto para ellos y nada tiene que ver con la flagelación pública ni ningún espectáculo. Que se reúnen en secreto y celebran cábalas a escondidas es lo único que sabe maese Trevisan, ya que de sus ritos y reglas heréticas no sabe, o dice no saber nada».
Assefa levantó la vista.
—Hay una señal un par de líneas más adelante, en la que Corradini cita de nuevo al hermano Ubertino. Es un extracto de lo anotado al miércoles siguiente del Corpus Christi, aproximadamente una semana después de lo que acabamos de leer.
«Recibí ayer nuevas a través del padre Domenico, que vino a confesarme que mi amigo Umberto Trevisan fue ayer condenado en secreto por los tres Avvogadori, tras lo cual fue llevado al Canale Orfano, donde le ataron las manos a la espalda y le pusieron pesas de plomo en los miembros para que se ahogara antes. Que nuestro Señor se apiade de su alma y alcance la paz. Consideré prudente no confesar al padre Domenico lo que últimamente me había confiado mi amigo, aunque esta mentira me oprime el alma. He pasado toda la noche en oración para que salga del purgatorio y, no obstante, no estoy tranquilo ni creo que vuelva a estarlo».