—¿ME oye, signor Canavan? Por favor, indíquemelo con la cabeza.
La voz sonaba amortiguada y lejana, pero hablaba en inglés. ¿Por qué hablaba en inglés?
—Signor Canavan, intente contestar, por favor.
Trató de abrir los ojos, pero era como si se los hubiesen pegado con cola. Y no podía mover los labios.
—Muy bien, signor Canavan, indíqueme si puede oírme.
Asintió con la cabeza e inmediatamente le sobrevino una profunda náusea. A continuación perdió el conocimiento y, luego, de la oscuridad, surgió la cara del criado con bautta acercándose. Se abrió la boca como si fuese a hablar, pero él no oía nada. Después, la oscuridad se tragó el rostro enmascarado.
—¿Me oye ahora, signor Canavan?
Esta vez pudo abrir los ojos y vio un rostro inclinado sobre él; era una cara de hombre con gesto preocupado. Hablaba en inglés, pero con acento italiano.
—Sí. ¿Quién…?
—Soy el doctor Luciani. Está usted en el Ospedale Civile. Capisce? ¿Lo entiende?
Patrick asintió débilmente con la cabeza.
—Le trajeron anoche. Una signora… Le trajo una señora que le encontró inconsciente en la calle. ¿Recuerda algo? ¿Sufrió un accidente?
Patrick movió la cabeza. Se sentía como si la niebla de la noche anterior se hubiese concentrado en su cerebro, y tenía el estómago revuelto. Era como una jaqueca, pero peor.
—¿Quiere decir… que no tuvo ningún accidente… o que no recuerda?
—Mi riccordo…, la nebbia… Recuerdo… niebla… Correr… Una góndola.
Había contestado, curiosamente, en italiano; lo encontraba más fácil, como si el inglés fuese un idioma extraño para él.
—Ah, parla italiano. Benissimo —dijo el médico, haciendo una pausa—. Signor Canavan, voy a hacerle unas pruebas. Simplemente para verificar si ha sufrido alguna lesión cerebral. Puede haberse caído o recibido un golpe, ¿comprende?
—Sí.
—Después le haré una radiografía y, posiblemente, un electroencefalograma para mayor seguridad. De momento me limitaré a comprobar sus reacciones a los estímulos. No tiene por qué preocuparse.
Iba recuperando la vista, pero la cabeza seguía doliéndole, aunque sus ideas eran ya menos confusas. Los recuerdos de la noche anterior comenzaban a llegarle en tropel: Contarini y su reino de ratas y fantasmas, un perro tullido gimoteando en la oscuridad, el fresco que había visto en el palazzo.
Se acercó una enfermera al médico, y Patrick no se sintió con fuerzas para protestar cuando Luciani comenzó a pincharle en diversas partes de su anatomía. Le enfocaron luces a los ojos, le tomaron la temperatura y la presión sanguínea, le examinaron los oídos en busca de restos de sangre y observaron sus reflejos.
Recordaba haberse perdido en medio de la niebla y, después, el acoso de su perseguidor. ¿Y luego? ¿Le había atacado alguien? De pronto, la imagen de un puente se formó en su mente: un puente y una silueta borrosa, medio velada por la niebla.
—¡Doctor…!
—Relájese, por favor, signor Canavan. Ya falta poco.
—No, por favor… Dijo usted que… me trajo una señora. Una signora… ¿Cómo era? ¿Qué aspecto tenía? Per placeré… é importante…, moho importante.
El médico se encogió de hombros.
—Lo siento, pero no me fijé bien. Quien me preocupaba era usted, y cuando volví a recepción ya se había marchado.
—¿Qué edad tendría? ¿Era joven, mayor?
—¿La conocía usted? ¿Lo dice por eso? Ella me indicó que usted era extranjero, que ella había salido tarde y le encontró desvanecido.
—¿Qué edad tendría?
—Unos cuarenta años. Bastante delgada; sí, más bien delgada. Y pequeña; no era alta. Siento no recordar más. Quizá alguna enfermera…
Patrick volvió a recostarse, desamparado. Las imágenes del sueño que había sucedido al desvanecimiento comenzaban a agolparse en su cerebro: aguas oscuras abriéndose contra la aguda proa de la góndola, escalones de piedra llenos de musgo, un enorme cerdo sangrante acosado, unas pupilas punteadas de oro tras una máscara carnavalesca… Le asustaba que el sueño fuese a devolverle a la inconsciencia y desesperadamente hizo esfuerzos por mantener los ojos abiertos.
—Miei vestiti… ¿Dónde ha puesto mi ropa?
—Pierda cuidado —dijo la enfermera—. Están en este armario. Lo tiene todo ahí; tranquilícese.
—La mia giacca…, mi chaqueta, por favor; mire en el bolsillo. Una fotografía… que hay…
El médico interrumpió inquieto su examen y se dirigió a la enfermera:
—Mírelo usted mientras yo acabo. A lo mejor le sirve para recordar.
La enfermera abrió el armarito y buscó en los bolsillos de la chaqueta. Estaba todo: cartera, pasaporte, llaves y dinero. Todo menos la fotografía.
A media tarde se le había despejado del todo la cabeza. El doctor Luciani le autorizó a tomar una ligera colación y la enfermera le ayudó a sentarse en la cama. Le habían puesto en una habitación con la sola compañía de un viejo televisor con un programa infantil. Les pidió que llamasen a Makonnen al hotel y una hora después entraba el sacerdote con gesto angustiado.
Patrick sonrió y le dio la mano.
—Lo menos que puede decirse es que parece usted algo pálido —dijo riendo.
—Ya lo creo que debo estarlo —replicó el etiope—. Anoche, al ver que no volvía, no sabía qué hacer. Me había usted dicho que regresaría antes de medianoche y pensé en llamar a la policía, pero… ¿qué iba a decir?
—Lo siento. Las cosas se pusieron algo… difíciles. Vi… al padre de Francesca. —Hizo una pausa—. Assefa, creo que nos han descubierto. Alguien preguntó por mí en casa de los Contarini.
—¿Cómo pueden habernos descubierto tan pronto?
—No lo sé. En cualquier caso, tenemos que cambiar de hotel. O mejor, encontrar alojamiento por medio de su amigo Claudio. Por cierto, ¿qué tenía que decirle ese periodista anoche?
Assefa se encogió de hombros.
—Migliau sigue sin aparecer, pero no se ha recibido ninguna nota pidiendo rescate. Es como si se lo hubiera tragado la tierra. Los carabinieri están desconcertados. La tesis oficial es que le han raptado y que se ha producido lo peor, y lo único que esperan es que aparezca su cadáver flotando en algún canal. Sin embargo…
¿Qué?
—Ya le digo, ésa es la teoría oficial, pero el amigo de Claudio piensa otras cosas. Se llama Aldo Siniscalchi y he concertado una entrevista para usted. Le gustará; es un hombre que reflexiona, hace preguntas y se impacienta. Hace ya años que trabaja en un expediente sobre Migliau. Bueno, no sólo Migliau, sino la Iglesia veneciana en general.
Hizo una pausa, una enfermera asomó la cabeza, miró con curiosidad al enfermo y al visitante y desapareció.
—Patrick, ¿sabía usted que tres de los ocho papas elegidos en este siglo fueron patriarcas de Venecia? Como le he dicho, hay quien piensa que Migliau puede ser el cuarto. Ha llegado a su actual posición gracias fundamentalmente a sus relaciones familiares, pero Siniscalchi opina que hay algo más que títulos de nobleza.
—É1 comenzó a interesarse por el cardenal debido a sus tendencias a la extrema derecha, pues es un hombre que nunca ha ocultado sus convicciones y ha manifestado repetidas veces en círculos sociales su oposición a la reforma posconciliar: nada de control de natalidad, aborto ni divorcio, curas casados o mujeres consagradas al sacerdocio: el clásico repertorio del eclesiástico reaccionario.
—No parece estar usted muy de acuerdo —dijo Patrick sonriendo.
Makonnen sacudió la cabeza.
—No, pero qué remedio me queda. Dios no me concedió la gracia de nacer en Europa o América, y en el Tercer Mundo las cosas se ven muy distintas. No me mal interprete: en realidad soy bastante conservador en muchas cosas, y no estoy de acuerdo con Claudio ni con sus amigos comunistas; su actitud no es la solución, pero ellos tienen razón en algunas cosas. No se puede predicar el Evangelio a gente con el estómago vacío ni se puede infundir entusiasmo por el reino de Dios a quien vive a diario con el temor de ser secuestrado por un comando de extrema derecha. Y tampoco creo que se pueda promover la consolidación de la democracia apoyando a las dictaduras. —¿Y Migliau opina que sí?
—Él no le da importancia. Para él la misión de la Iglesia es salvar almas, no vidas. Rebelarse contra el Estado, aunque éste se halle hundido en la injusticia y manchado de sangre, es pecado mortal. Practicar el control de natalidad, aunque las familias se mueran de hambre, es contravenir la ley de Dios.
—Pero eso es prácticamente lo que el papa viene diciendo hace años.
Makonnen asintió con la cabeza.
—No necesita recordármelo. ¿Cómo cree que Migliau llegó a ser patriarca de Venecia? Pero él quiere llegar más alto. Si de él dependiera, retrasaría el reloj de la historia como no puede usted ni imaginarse. Ni yo mismo me daba cuenta hasta anoche.
»Migliau anularía todas las resoluciones del Concilio Vaticano II, eliminaría el principio de colegiatura y restablecería la misa de Trento; clausuraría el diálogo con otras Iglesias, prohibiría las relaciones con las religiones no cristianas, restablecería el dogma de la culpabilidad judía en la muerte de Cristo. Con Migliau de papa, la Iglesia daría un gran retroceso. Habría otra vez un índice de libros prohibidos, juicios por herejía y muchas excomuniones.
Patrick movió la cabeza sin acabar de creérselo.
—No hablará en serio…
—¿Que no? —replicó Makonnen enarcando las cejas—. ¿Por qué lo dice? Comparado con treinta o cuarenta años atrás, la Iglesia católica se halla en este momento aturdida por las ideas modernas. Y sin embargo hay gente como usted, gente incluso como yo, que piensa que las cosas están tranquilas, pero las personas como Migliau están sobrecogidas de pavor, porque consideran a dónde nos han llevado las reformas y los efectos que siguen produciendo y ven el futuro con treinta o cuarenta años de anticipación y su imaginación vislumbra el fin de la Iglesia tal como ellos la conciben: nada de misa, sacerdocio, jerarquía o papado…, ni Dios siquiera. Yo creo que es una exageración; vamos, lo sé taxativamente, pero vaya usted a decírselo a un irreductible como el cardenal Migliau… Patrick se encogió de hombros.
—Así que Migliau es un fundamentalista católico reacio al cambio. ¿Y eso es una novedad? El conservadurismo va muy ligado a la jerarquía católica.
—Puede. Pero Migliau va más lejos. Uno de sus principales temores es que el fundamentalismo protestante entable negociaciones para conseguir influencia política en Europa, igual que ha hecho en Estados Unidos. Si eso sucediera, se atraerían a buena parte de la derecha temerosa de Dios, cuyo apoyo les sería esencial para una revolución moral y religiosa. Y Migliau sabe que tiene que anticiparse a esa posibilidad.
«Siniscalchi tiene pruebas de que el cardenal se reúne con políticos de extrema derecha no sólo en Italia, sino igualmente en Francia, España, Alemania y Austria, y posiblemente de otros países. No hay pruebas documentadas, naturalmente, nada que L'Unitá u otros periódicos puedan publicar, pero por un informe se sabe que Migliau se ha comprometido a un pacto. Si le nombran papa, dará instrucciones a los obispos de todos esos países para que los feligreses voten a esos candidatos. Una vez conseguido el poder, solicitarán apoyo político y legislativo para una campaña contra el modernismo en todas sus facetas. Migliau sería el papa desde hace muchos siglos con algo más que simples encíclicas como arma. Tendría una policía estatal a su servicio.