Capítulo 31

PATRICK abandonó aturdido el palazzo. La cólera de Contarini había culminado en un acceso de tos y María se había apresurado a atenderle, despidiéndole a él, que se había marchado sin dilación, perseguido por las sombras y acosado por los fantasmas de aquella noche horrenda.

El perro tullido seguía tumbado en su cobijo temblando de frío. Patrick sentía su ser escindido entre la repugnancia y la compasión; deseaba tirarle piedras o matarlo porque su miseria le espantaba y frustraba. Recogerlo o acabar con él eran las únicas alternativas que se planteaba. Pero no hizo nada por falta de valor y convicción.

Dio la espalda al animal y al palacio de los Contarini y se encaminó a buen paso por la calle. Una niebla fría procedente del Adriático había ido invadiendo la ciudad durante su conversación con el conde, llenando despacio las calles, y ahora se adhería a la superficie de los canales, oscureciendo puentes y reptando por todas partes en calles, fondamenta y rugetta. Como briznas de humo blanco, sus zarcillos invadían las vías desiertas, enroscándose en las escasas farolas y oscureciendo y amortiguando la tenue luz. En arcadas y sottoporticos se acumulaban masas brumosas, cual depredadores al acecho.

Se subió el cuello del abrigo. En aquel estado de turbación, había doblado una esquina que no debía al salir del palazzo, y ahora la niebla le tenía desorientado, jugando con él y engañándole cada vez más. Sus pasos resonaban entre las apretadas casas con un sonido desolado que acentuaba aún más su desvalimiento en aquella ciudad medio desierta.

Aceleró el paso, pero cuanto más avanzaba menos reconocía los lugares por los que pasaba. La razón le impulsaba a llamar a la primera puerta para preguntar el camino, pero era ya más de medianoche y las puertas y ventanas cerradas que veía no tenían aspecto hospitalario.

Al cabo de un rato se encontró en una plaza desierta. Leyó el rótulo azul y blanco del muro —«Campo dei Carmini»—, pero no le decía nada. En un lado de la plaza la sombría fachada de una iglesia barroca le miraba amenazadora entre la niebla. Sus columnas retorcidas y siniestras ventanas le recordaban los sepulcros de San Michele, cual si la iglesia hubiese sido construida para los muertos en vez de para los vivos.

Al salir de la plaza se detuvo a leer el rótulo de la calle que había tomado y al hacerlo oyó ruido a sus espaldas. Le había parecido un roce de pisadas sobre el enlosado; no era ningún eco.

Se aplastó contra el muro de la iglesia y prestó atento oído por si se repetía. No estaba seguro, pero le parecía que el ruido procedía de la plaza. Contarini le había dicho que había estado alguien preguntando por él. ¿Estarían siguiéndole?

Continuó su camino, andando más despacio, esforzándose por distinguir el ruido de sus propios pasos del que pudieran producir los de un supuesto seguidor. Lo ideal habría sido fingir seguir avanzando para girar de improviso, retroceder y ponerse detrás, pero la niebla y la desorientación se lo impedían.

Un estrecho callejón desembocaba en un puente. Vio luz en una ventana de la acera opuesta. Cruzó el puente y se detuvo, aguardando. El silencio era total y agobiante; deseaba gritar para desgarrarlo sin paliativos. Y en ese momento volvió a oírlo: un leve roce en el callejón. A través de un arco divisó otro canal; la acera proseguía hasta el borde del agua y, por lo que veía, moría allí. Si lograba engañar al que lo seguía para que tomara por aquella dirección, podía atraparle.

Avanzó despacio bajo el pórtico.

—¡Que no me pierda, por Dios! —musitó.

La niebla se disipaba lentamente, pero tenía que ir mirando dónde ponía el pie para no resbalar y caer al agua. Su suposición era acertada: la acera acababa en el agua y no había continuación ni a derecha ni a izquierda.

La lógica apuntaba a que alguien hubiese dejado allí una barca amarrada, porque, si no, no tenía sentido el reducido embarcadero que había al final. A través de la niebla columbró la forma difusa de un pequeño sandolo cubierto con una lona. Tiró de la amarra, acercó la barca y se metió en ella, casi resbalando en la húmeda lona.

Se agazapó en el interior, agradeciendo aquella niebla que le permitía otear el arranque de la acera. Oyó por fin unos pasos inconfundibles y sintió que se le encogía el estómago y los músculos se le tensaban.

Vio moverse una sombra y se dispuso a saltar. Todo dependía de lo que se aproximara su perseguidor al borde del agua; si se arrimaba mucho, podría agarrarle y tirar de él. Al menos contaba con el factor sorpresa. La niebla se abrió y la sombra se transformó en una silueta oscura. Patrick contuvo la respiración. «¡Acércate más, maldito! Hasta el borde. ¡Vamos!» La figura se mostraba indecisa, temerosa quizá de perder pie en la niebla y caer. Patrick notaba el balanceo del sandolo bajo su peso; no era una buena plataforma para abalanzarse sobre su perseguidor.

La figura se detuvo y, a continuación, dio bruscamente media vuelta y echó a caminar bajo los soportales. Patrick flexionó las piernas y saltó a tierra, cayendo de rodillas, momento en que vio al desconocido volverse a mirarle. Se puso en pie a tiempo de ver a su perseguidor hundirse en la niebla.

—¡Alto! ¡Quiero hablarle! —gritó.

Oyó correr de pasos y emprendió una carrera, llegando a la calle a tiempo de ver una sombra envuelta en niebla. Los pasos resonaban como balas en la oscuridad. Siguió corriendo en dirección al ruido.

Corría sin aliento por una maraña de pasadizos, cruzando puentes, por estrechas orillas, obsesionado por el ruido de pisadas que se perdían en la niebla cada vez más espesa. A veces creía haber perdido la pista, doblaba una esquina y ya no oía las pisadas, pero, al volver a salir por otra calleja, volvía a oírlas delante de él. Dos veces vio borrosamente al que corría delante perdiéndose en la niebla.

Sin resuello, se detuvo en un puentecillo a descansar. Apoyado en la barandilla metálica, lanzó la vista y vio a alguien en un segundo puente a escasos metros. Tuvo como un vahído y notó que la sangre le golpeaba en las sienes y el corazón le daba un vuelco. ¿Sería una alucinación? Volvió a mirar, pero la niebla se espesaba otra vez y no había nadie en el puente.

—¡Francesca! —gritó—. Fermati, Francesca!

Se oyó un correr de pasos en la otra orilla del puente en que había visto la silueta. Sintió nuevas energías y cruzó el puente a toda velocidad, a punto de caerse en la breve escalinata que había al final.

Ahora oía los pasos a su derecha. Giró y tomó por un callejón cubierto de niebla que desembocaba en una calle más ancha, justo en el momento en que la figura volvía a desaparecer. Con la respiración entrecortada, se lanzó en su persecución, sintiendo en el costado un dolor agudo que le obligaba a avanzar casi doblado. Apretando los dientes, siguió corriendo. Sentía sus piernas pesadas y la cabeza le daba vueltas.

—Fran… cesca… Per grazia di Dio!…, fermati!

Sus pulmones se llenaban de aire húmedo y a duras penas recuperaba la respiración. Tropezó con un adoquín partido y cayó de bruces. Permaneció en el suelo medio minuto, atontado y respirando angustiosamente.

Cerró los ojos, luchando contra el dolor, se puso en pie y dio un paso. Pero sintió un dolor atroz en el estómago y vio las estrellas; se le doblaron las piernas y notó que se desplomaba sin poder evitarlo. Y luego ya no sintió nada, sólo la sensación de caer sin peso en un horrendo vacío.

Abrió los ojos y vio que era de noche, pero la niebla se había disipado. Le dolían terriblemente la cabeza y los ojos. Parpadeando, creyó distinguir las estrellas en el cielo negro. Estaba echado sobre algo duro. Con un esfuerzo, se incorporó y se sentó.

Veía discurrir a ambos lados los edificios como en sueños. No había luces, pero, conforme sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, distinguió los contornos del Gran Canal. Iba en una misteriosa góndola otra vez; la remaba un gondolero desconocido al que no veía la cara. En esta ocasión se hallaban ya casi al final del canal, rumbo a San Marcos. Las antorchas y velas del sueño anterior estaban apagadas y no se veía ninguna otra embarcación. Todo volvía a estar en silencio.

Le trastornaba la idea de ser capaz de recordar todo lo del sueño anterior, que él sabía había sido un sueño, y estar seguro, como la otra vez, de que en aquel momento no soñaba. Y sin embargo no podía ni oír ni hablar.

La góndola comenzó a aproximarse a la orilla. Conforme se acercaban, creyó reconocer las ventanas de doble ojiva y la ornamentación del último piso del palazzo Corner Spinelli. La embarcación entró en un canal lateral estrecho y continuó por un laberinto de canales. Algunos con la anchura justa para el paso de una sola embarcación. Sigilosamente siguieron avanzando, dejando atrás fachadas y traseras de altas casas. De vez en cuando veía un velón en una ventana en lo alto, y en cierta ocasión alcanzó a ver a una mujer que los observaba desde un balcón bajo, una mujer de pelo rubio peinado en largas trenzas, lánguida y senos en sus manos desvalidas, a guisa de ofrenda.

Discurrieron bajo puentecillos que obligaban al gondolero a agacharse. En otra ocasión, vio a lo lejos, por un hueco entre altas casas, una gran plaza. En el centro habían encendido una hoguera, y un grupo de ciegos esgrimiendo largos cuchillos acosaban cada vez más a un cerdo enloquecido. Luego la escena quedó tapada por un muro alto cubierto de yedra. La góndola seguía internándose en el laberinto.

Pasaron junto a un embarcadero en el que un perro tullido se arrastraba penosamente. Estaba seguro de que el perro le recordaba algo, pero no sabía qué. Comprendió que, aunque no podía oír hablar, no estaba completamente aislado del entorno, porque notaba el aire frío en su piel y si hundía la mano en el agua la sacaba mojada y fría. Sin embargo notaba una especie de barrera entre él y el mundo externo. Estaba allí como mero espectador, sin participar. Pero ¿qué es lo que le habían llevado a ver?

La embarcación aminoró la marcha de pronto y Patrick notó que bogaban hacia la orilla. De la oscuridad surgía la puerta de un gran palazzo. Dos hachones de hierro flanqueaban la entrada y un criado con bautta sostenía una antorcha ya en el interior. Sobre la puerta había un bajorrelieve de un cordero con una cruz.

Atracaron contra una escalinata de piedra y el gondolero amarró la embarcación con destreza al pilote más próximo. La góndola giró sobre sí misma y la borda rozó el pie de la escalinata.

En aquel momento algo se produjo en los oídos de Patrick, como si le hubiesen quitado un tapón invisible, y comenzó a oír el ruido del agua lamiendo la piedra y el casco de madera de la góndola rozando el embarcadero. Igual que el perro que había visto antes, el sonido de roce le recordaba algo. Desembarcó y puso el pie en el primer escalón. El criado hizo una profunda reverencia y se quedó firme. Patrick vio que sus ojos le miraban fijamente desde detrás de la máscara: tenía espesas pestañas y pupilas frías moteadas de oro.

—Abbiate la grazia di seguirmi. I signori vi attendono (Haga el favor de acompañarme. Los señores le esperan).