Capítulo 30

—LO pintó Tiépolo. No Giambattista, sino su hijo mayor, Domenico. Es de un estilo más ligero, menos alegórico. Lo realizó en mil setecientos cincuenta y ocho, justo al terminar la decoración de villa Valmarana, unos años después del regreso de su padre de Alemania, por supuesto. Mi abuelo decía que Giambattista le echó una mano en alguna de las figuras principales.

Era la voz del que había hablado a Patrick desde la ventana. Estaba sentado al fondo del salón en un sillón de respaldo alto. La luz eléctrica le daba un aspecto seco y parecía más pequeño de lo que Patrick recordaba. Sobre los brazos del sillón destacaban sus manos pálidas.

—¿Qué fue del tapiz? —inquirió Patrick.

Alessandro Contarini sonrió.

—Lo vendieron. Creo que les dieron mucho dinero. Más de lo que pueda imaginar y mucho más del que yo podría haber conseguido. Ahora creo que adorna las paredes de un banco de Texas, ¿o es de California?

Volvió a sonreír y miró directamente a Patrick, como si el paradero del tapiz fuese una confidencia entre amigos.

—Dígame —prosiguió—, ¿no cree que es imposible que las paredes de un banco de Texas resulten más airosas por la sencilla razón de colgar en ellas un tapiz antiguo? —Hizo una pausa, recogiendo despacio las manos en el regazo—. Quizá no, quizá no.

Alzó una mano como rechazando la idea de elegancia en aquella localidad extranjera e inculta y, luego, con gesto nervioso más asiático que italiano, hizo un delicado y deliberado ademán hacia Patrick.

—Por favor, signor Canavan, acérquese que le vea mejor. María, déjanos solos —añadió con un leve gesto en dirección a la mujer.

Patrick oyó cerrarse la puerta a sus espaldas con un clic sordo. Avanzó unos pasos hacia el conde y se quedó a cierta distancia.

—¡Basta! Ya está bien, signor Canavan. Ya le veo bien. Tiene usted una silla a su lado. Haga el favor de sentarse.

Era una silla mugrienta, pero bastante seca. Patrick pasó la mano con cautela antes de sentarse en el borde.

Alessandro Contarini había envejecido de forma palmaria en aquellos veintiún años. Patrick recordaba un apuesto caballero cincuentón con pelo gris peinado hacia atrás, ropas exquisitas y un cutis todavía casi sin arrugas. Ahora parecía una réplica disecada del de antaño: su piel era gris y manchada, sus mejillas demacradas, sus ojos hundidos y atormentados. El pelo blanco y escaso le caía desarreglado hasta el cuello. Las elegantes ropas estaban sucias y arrugadas y aquellos dientes blancos que otrora sonreían bondadosos se habían vuelto amarillos o eran negruzcos raigones.

—Lamento que no encuentre usted el palazzo como estaba la última vez que lo vio —dijo. Su voz sonaba forzada y vacilante, con un levé freno asmático, pero Patrick notaba latente su antigua altanería.

No dijo nada. La escena del fresco se había grabado en su mente: un grupo de encapirotados rodeando a su víctima indefensa, arrastrándola hacia un sarcófago de piedra en un oscuro sepulcro rodeado de parras.

—Me ha causado impresión antes al verle en la puerta —continuó el anciano—. ¿Sabe que esta mañana vino una persona preguntando por usted? No, ya veo que no lo sabía. Es muy curioso, ¿no le parece? ¿Cuánto tiempo hace? ¿Veinte años?

—¿Quién era? —inquirió Patrick—. ¿Qué quería saber?

Aquello le atemorizaba. ¿Quién diablos se habría enterado tan rápido de que estaba en Venecia?

El conde hizo caso omiso de la pregunta.

—Debe de hacer más de veinte —dijo—. Y ahora surge usted dos veces en el mismo día. Y eso que no es usted famoso, ¿verdad, signor Canavan? No ha ganado ningún premio de la lotería ni matado a ningún presidente…, ¿verdad que no? Y sin embargo viene gente importante a hacer preguntas, para saber cosas del pasado, de su amistad con mi hija. Y ese pasado llama a mi puerta en plena noche gritando exigencias: «¡Me debe una respuesta!» —El anciano hizo otra pausa—. ¿Es eso todo lo que considera que le debo? Creo recordar que la última vez que nos vimos le ofrecí dinero. Fue una inmodestia por mi parte… Perdóneme. Quizá ahora nos entendamos mejor. Entonces era usted un niño, apenas mayor que mi hijo Guido. Y, no obstante, su dolor era genuino, no era pena infantil. Siento haberle ofendido y lamento que le hicieran sufrir. Por favor, perdóneme. —Lanzó un suspiro y se pasó por las mejillas su larga mano pálida—. A mi edad sólo resta el perdón y muchas cosas que no se han dicho, que no se han hecho. Y muchas cosas dichas y hechas de que arrepentirse. Con el tiempo sabrá usted lo que es, Patrick Canavan.

—¿Dónde está Francesca? —inquirió Patrick con voz tranquila.

—Francesca duerme, Francesca ha muerto. Patrick negó con la cabeza.

—No me mienta —replicó; se preguntaba por qué se mostraría tan impasible, hablando casi en un susurro—. Ya no es preciso seguir mintiendo. Dígame dónde está; es lo único que quiero saber.

—Habla usted como si estuviera viva.

—He estado en el mausoleo de San Michele y allí no está. Y tengo una fotografía.

Sacó la arrugada foto del bolsillo y se la dio al conde. Contarini la examinó largo rato.

—¿De dónde ha sacado esto? —inquirió finalmente.

—Qué más da…

El anciano se encogió de hombros.

—Quizá no. Bien…, ¿qué es lo que quiere?

—Una explicación.

—No hay explicaciones que para usted tengan sentido.

—¿Por qué no deja que yo mismo juzgue? —replicó Patrick, inclinándose indeciso hacia el anciano y bajando la voz—. Signor Contarini, creo que no lo entiende. Yo amaba a su hija y creo que ella me amaba. Hace veintiún años me la arrebataron. Alguien, por razones que no atino a imaginar, me hizo creer que había muerto. Usted me hizo venir para que asistiera a una farsa de entierro. En aquel entonces no vi motivo alguno para hacer preguntas y me marché cuando usted me lo pidió; pero esta noche no me iré sin que me dé una explicación.

Contarini le devolvió la foto con mano temblorosa, y Patrick atisbo lágrimas en sus ojos.

—Signor Canavan, le ruego que me crea: Francesca le amaba como usted dice y quizá más —dijo alzando la vista. Su rostro revelaba una infinita tristeza—. Creo… —prosiguió vacilante—, creo que aún le ama. O al menos su recuerdo. —El conde se irguió y le miró fijamente—. Pero no intente encontrarla, signor Canavan. No puede volver a usted, ni al mundo en que usted vive. Para usted y su mundo es como si hubiese muerto. No intente nada. Deje las cosas como están.

Patrick respiró profundamente. Las palabras de Contarini eran como un dedo que arranca una costra y abre una vieja herida. Había pensado que el dolor de la pérdida de Francesca era algo ya dormido, pero en aquel instante revivía con increíble vigor, como si le practicaran un corte con un cuchillo muy afilado.

—¿Por qué? —musitó—. ¿Por qué?

El conde no respondió de inmediato. Permaneció impasible en su sillón, como un príncipe renacentista marchito a quien han abandonado sus cortesanos.

—Signor Canavan —comenzó diciendo—, los Contarini existen casi desde la fundación de Venecia. Ocho dogos de la república llevaban nuestro apellido, teníamos palacios y naves, almacenes y casas de comercio por todo el Mediterráneo. Desde siempre formábamos parte del Gran Consejo, del Senado y del Consejo de los Diez. Ahora sólo quedo yo, un viejo que ya no espera más que la muerte en una casa en ruinas. Nada de lo que diga o haga usted puede perjudicarme o beneficiarme.

»Pero lo que usted desea es la verdad, y la verdad es precisamente lo que no puedo darle. Me imagino que le resultaría tan absurda… Quizá no lo sea para mí, pero sí para otros. Y en su furor, harían lo que las turbas siempre han hecho: destruir lo que no entienden.

El anciano volvió a hacer una pausa. Sus ojos consumidos miraron la habitación en penumbra como si la viera por primera vez.

—Aquí hay fantasmas —prosiguió—. Este salón está lleno. A algunos los veo, a otros sólo los oigo. Quizá no sean literalmente fantasmas que puedan hacernos mal, al menos en sentido físico, pero no por ello dejan de ser reales. Mire, signor Canavan, voy a hablarle de ellos.

»Hace siglos, cuando Venecia aún rendía vasallaje a Bizancio, unos mercaderes transgredieron la prohibición del emperador de comerciar con Egipto y zarparon hacia Alejandría. Cargaron diez naves de especias, sedas y alfombras y regresaron ricos. Uno de ellos era mi antepasado Pietro Contarini. Dos años más tarde, él y otro volvieron a Alejandría; pero esta vez no iban con especias ni telas, sino a robar el cadáver momificado de san Marcos, que trajeron a Venecia. La momia fue enterrada en el altar mayor de la basílica… y Venecia se convirtió en un gran centro de peregrinación.

El conde volvió a guardar silencio. Afuera en el canal se oyó ruido de una lancha avanzando lenta en la noche. El ruido del motor penetraba en el salón a través de las gruesas contraventanas, acrecentándose y luego disminuyendo poco a poco conforme se perdía en la distancia.

—Pietro Contarini —prosiguió con voz reducida casi a un susurro— trajo algo más a Venecia con el cuerpo del santo. Había descubierto algo que para él era mucho más valioso que los restos del santo. El hallazgo de Pietro no era una reliquia, una mercancía o un tesoro…, era la verdad. Una verdad tan devastadora, que guardó el secreto para él solo durante cuarenta años.

Patrick no apartaba la vista de aquellos pálidos labios que desgranaban el relato. Imaginaba, en las sombras del cuarto, a otros, agazapados, escuchando.

—Pero en su lecho de muerte, Pietro se lo reveló a uno de sus hijos, Andrea, ya por entonces un hombre de más de cuarenta años. En aquellos tiempos, los mercaderes seguían comerciando regularmente con el norte de África, a pesar de las objeciones del papa y de Bizancio. Andrea fue a Alejandría y a continuación emprendió viaje por tierra a Palestina para ir a Jerusalén a ver el Santo Sepulcro.

Todo era quietud en el salón. Hasta las sombras parecían detenidas. Afuera, también silencio. Patrick oía su respiración en aquella calma.

—Pasaron más de cinco años antes de que Andrea regresara. Había visto con sus propios ojos aquello de lo que Pietro únicamente había oído hablar. Y había estado con los que guardaban el secreto de su padre. En los pocos años que le quedaban (pues murió seis años después) se lo confió a miembros de su familia y a algunos amigos escogidos.

»Eso, signor Canavan, fue el principio de nuestro auge. El secreto de Pietro era, efectivamente, más valioso que las sedas y las especias. —Contarini hizo otra pausa—. Pero el poder tiene un precio —continuó—. Ningún hombre puede tener poder y riquezas y ser dueño de su alma. Y menos una familia. Los Contarini, los Bárbaro, los Grimanim, los Sagredo…, todas las casas nobles que compartieron nuestro secreto pagaron su precio. En nuestras familias, en nuestros afectos personales, en nuestra fe, incluso en nuestra alma…, todo por una verdad que la plebe jamás podría entender ni tolerar.

Guardó silencio, juntando las manos descarnadas como alas rotas de una mariposa gigante. Un temblor las agitó y luego volvieron a quedarse quietas. Afuera sólo se oía el quedo lamer del agua contra la piedra.

—¿Y eso cómo explica —inquirió Patrick— lo de Francesca? ¿Lo de su muerte y que esté viva?

Contarini lanzó un suspiro profundo como un gemido.

—¿No lo comprende? Francesca fue mi precio. Su felicidad fue el sacrificio que tuve que pagar. Y su sacrificio fue usted…, todo lo que tenía, lo único que quería.

—¿De esto? —replicó Patrick poniéndose en pie encolerizado, señalando con gestos desabridos aquellas paredes desconchadas y los muebles deteriorados.

El conde movió la cabeza. El pelo blanco le caía sobre la cara como un velo.

—No —dijo. Su voz había cambiado de timbre y denotaba un vigor inusitado. Alzó una mano y señaló repetidamente el fresco—. ¡De eso, imbécil! ¡De eso!