Capítulo 29

YA había anochecido cuando salieron. Había dejado de llover, pero aún flotaba en el aire una humedad sofocante por la que se filtraba un frío molesto que atacaba los huesos como una neuralgia. Patrick fue con Makonnen y Surian hasta el Rio Terrá San Leonardo, donde se separaron. El sacerdote y su amigo siguieron por la calle hasta Lista di Spagna, donde Surian había quedado citado en un café con el periodista de L'Unitá.

Patrick se encaminó a Santa Marcuola, donde cogió el vapor que le dejó en San Stae, en la otra orilla. A partir de allí tomó por un laberinto de callejas y callejones cuya complejidad le desorientó, aunque no se perdió del todo, ya que, siempre que se equivocaba de dirección, al final conseguía corregir su itinerario guiado por un instinto adquirido durante los dos veranos y un invierno que había pasado en Venecia con Francesca.

Poco había cambiado desde entonces. Las tiendas tenían otros dueños, había farolas que antes no existían y algunos edificios lucían nuevo revestimiento, pero la estructura de pasajes y puentes era la misma.

Cada vez fue internándose más en la tortuosa trama de calles y canales, aunque siempre orientándose en dirección a los Frari. No era tarde, pero las calles estaban casi desiertas. Pasó ante una pequeña pasticcería en la que unos hombres tomaban café y charlaban en voz baja acodados al mostrador. Un gato escuálido cruzó como una flecha entre sus pies, pasando de un portal a otro. Se detuvo en el primer puente que encontró para orientarse.

Le había desconcertado lo que había contado Surian, aunque había podido convencer al artesano de que él nada tenía que ver con la desaparición de Migliau, pero no podía desechar la molesta impresión de que existía una relación entre aquella desaparición y los recientes acontecimientos en que se veía envuelto. ¿Habrían raptado al cardenal? Desde luego, eso parecía más viable que pensar en que había huido por el simple hecho de que él hubiese descubierto ciertas fotografías en Dublín.

Sin embargo existía otra posibilidad: que la desaparición de Migliau estuviese en cierto modo relacionada con la Pascua judía. Si así era, podría significar que el miedo a verse descubiertos hubiese sembrado el temor en la Cofradía y hubiesen adelantado la fecha de actuación. Por lo que a él le constaba, la Pascua podía comenzar en cualquier momento.

Siguió caminando, mojándose de vez en cuando los pies en charcos imprevistos. La gente estaba recogida en sus casas viendo la televisión y cenando. Sentía hambre, pero quería acabar aquello antes de que se hiciera más tarde. Ya no faltaba mucho, pero cuanto más se aproximaba más despacio andaba. Miró a su alrededor inquieto, como temiéndose que Francesca le siguiera. Aquél era su barrio; si su espíritu andaba errante, debía de estar por aquellos parajes.

La fachada de la casa daba al Rio delle Meneghette, pero la entrada estaba al final de la calle Molin. Los Contarini habían adquirido el palazzo en 1740, fecha en que había muerto sin descendencia el último GrimaniCalerghi. No era ni mucho menos el mayor ni el mejor de los diversos palacios en que las distintas ramas de la familia habían vivido a lo largo de siglos, pero era el último y, en ciertos aspectos, el más querido para ellos; el más querido, incluso, dado el secreto que guardaban generación tras generación.

Visto de frente o de lado, como todas las mansiones venecianas, carecía de atractivo. Una vieja farola arrojaba un siniestro fulgor sobre una tapia baja con el yeso desconchado. Tras el muro, Patrick sabía que había un patio y luego la parte posterior del palazzo, invisible en la oscuridad. Se encontraba ante una puerta desvencijada y despintada pegada a la acera. Una aldaba oxidada en forma de cabeza de moro colgaba en el centro.

Patrick cogió la aldaba y llamó varias veces con fuerza. El eco dispersó el ruido por la calle, al tiempo que oía pasos lejanos y una puerta que se cerraba de un fuerte golpe. Pero en el palacio Contarini todo era silencio y oscuridad. Alzó la aldaba y volvió a llamar tres veces. A lo lejos sonó una campana de iglesia como en son de burla.

En seguida oyó ruido de cerrojos que se descorrían, una puerta que se abría y pasos lentos por el patio enlosado. Pensó en aquellos baldosines azules, negros y rojos gastados por los años, en el viejo pretil del pozo con bajorrelieves de leones y un unicornio encabritado. Los pasos llegaron hasta la puerta exterior y cesaron.

—Chi é? Che diavolo volete a quest'ora?

Era voz de mujer mayor, chillona y malhumorada, con el lúgubre deje del Véneto.

—Me llamo Canavan y deseo ver a Alessandro Contarini; quiero hablar con él.

—Alessandro Contarini é morto. ¡Muerto! ¡Haga el favor de marcharse!

—Dígale que quiero hablarle. Recordará mi apellido. Canavan. Dígale que es Patrick Canavan. Él sabe quién soy y se imaginará de qué he venido a hablarle.

—¡Le he dicho que el conde ha muerto y no hay nadie! Nadie. ¡Váyase!

De pronto se hizo luz en una ventana alta y Patrick vio un rostro en sombra contra el cristal; a continuación una mano abrió la ventana.

—Chi e, María? Che cosa vogliono? ¿Qué quieren?

Era voz de hombre, vieja y cansada pero aristocrática.

—Dice que se llama Canavan y quiere ver al conde.

Se hizo una pausa tras la cual volvió a hablar el de la ventana.

—Dile que el conde ha muerto. Que aquí nadie le ha llamado.

Patrick hizo bocina con las manos:

—¡He venido para hablar de Francesca! Es una deuda. ¡La familia me debe una respuesta!

Siguió una pausa aún más prolongada. Junto a Patrick pasó un perro cojo. Sentía aquella decadencia y torpor rodeándole, cayendo sobre la ciudad. Muerte y descomposición y una terrible detención de la voluntad que desembocaba en abulia.

—Que suba —contestó por fin el hombre—. Hablaré con él.

La ventana se cerró de golpe y Patrick siguió aguardando en la puerta. El perro se había arrastrado hasta un espacio entre dos casas para tumbarse gimoteando. ¿Sería de dolor? A Patrick no le quedaban energías para la compasión; en su ser no quedaban espacios vacíos. Oyó la enorme llave girar en la cerradura.

La anciana abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarle pasar. Llevaba un farolillo en la mano, pero su cabeza torcida hacia un lado quedaba envuelta en una red de sombras. Se mantuvo apartada mientras Patrick entraba y luego cerró otra vez la puerta con llave.

Un haz de luz amarillenta procedente de la ventana del segundo piso iluminaba el patio. Patrick dirigió la vista a la ventana, pero no vio más que la figura borrosa de alguien que tras los cristales observaba el patio.

La anciana se guardó la llave en el bolsillo y tomó la delantera. En aquel momento, la luz del farol le dio en la cara y Patrick pudo ver sus facciones. En su mente se alumbró un recuerdo.

—¿María? ¿Es usted María? Yo soy Patrick Canavan. ¿No recuerda mi nombre? Hace muchos años… yo solía venir con Francesca. ¿Se acuerda?

—Non mi ricordo de lei. No le recuerdo. Aquí no venía nadie con la señorita Francesca. La señorita Francesca ha muerto.

Pero sí que le recordaba; lo notaba en su voz, en el modo en que se mostraba esquiva, como si tuviese miedo. ¿De qué estaría asustada? ¿Del pasado?

Entraron en el palazzo. Aquella parte de la planta baja había sido otrora el sitio en que la familia guardaba las mercancías y las góndolas durante los largos meses de invierno. No hacía muchos años, la última vez que Patrick había estado allí, quedaban aún barcas y remos y objetos curiosos del pasado de los Contarini: los bustos de mármol de los dogos, tres ángeles de escayola rotos y atados con cordel, grandes sellos del Estado con la leyenda «Pax Tibí Marco», varios candelabros con innumerables velas de cera amarilla, los restos de un retablo del siglo XV en oro y lapislázuli, una mesa de juego del casino Ridotto, muñecos ataviad s con descoloridas ropas de la Commedia dell'arte y un guiñol. Había estado allí muchas veces con Francesca, haciendo bailar y cantar a las marionetas, sentado en una poltrona que había pertenecido al último dogo…, haciendo el amor calladamente lejos de la mirada fiscalizadora de la familia.

Ahora, aquella enorme sala estaba vacía y fría. Mientras seguía a María hacia la escalera, una forma gris diminuta se alejó corriendo de la luz, haciendo un ruido al escabullirse. Luego se restableció el silencio.

Las escaleras conducían al mezzanino, el piso principal en el que en sus buenos tiempos los Contarini habían administrado sus negocios, como todos los mercaderes ricos de la Serenísima. Incluso en vida de Francesca había despachos en aquella planta. Pero ahora, igual que la de abajo, albergaba un vacío retumbante y olía a una terrible incuria. Patrick pensó en el panteón de San Michele, cubierto de yerbas, sin comprender lo que sucedía. ¿Qué les había pasado a los Contarini en tan breve espacio de tiempo? ¿Se habrían arruinado de la noche a la mañana? ¿O es que los afectaba una desgracia de distinto cariz?

Finalmente, llegaron al piano nobile, el que había sido el corazón del palacio, en el que la familia dormía, comía y recibía a sus invitados. María abrió de par en par la curiosa puerta tallada que daba paso al salón central que se extendía de un lado a otro de la fachada contigua al canal.

El salón tenía tres débiles bombillas colgadas de un techo lleno de telarañas. En el centro, la antigua lámpara eléctrica pendía gris y apagada, llena también de telarañas y polvo. Se veían por todos lados signos del abandono: sillas y sofás, divanes y taburetes tenían el tapizado húmedo y deslucido; mesas y aparadores estaban deslustrados y llenos de cucarachas muertas brillantes; sobre el suelo sin alfombrar se amontonaban adornos rotos.

Pero había una cosa que llamó la atención de Patrick. La última vez que había estado allí, en la pared del fondo colgaba un gran tapiz de Gobelinos. Ya no estaba; ahora lo sustituía un mural. No alcanzaba a verlo con detalle, pero la temática era evidente. Estaba dividido en secciones correspondientes a escenas de la vida y ministerio de Jesús, y algo en su estilo le recordaba a Tiépolo; desde luego, a lo sumo era un fresco del siglo XVIII. Las figuras eran de fino trazo y los colores rendían hábilmente la luz y la acción.

Vestidos con ropajes de damasquinado y turbantes enjoyados de turcos y otomanos, los Reyes Magos hacían su ofrenda a los pies del Niño Jesús. En la siguiente sección, María y José huían a Egipto, mientras al fondo los soldados de Herodes estrellaban a los recién nacidos contra marmóreos pavimentos y columnas de bronce.

En el centro del mural el pintor había dispuesto las fases de la Crucifixión en secuencia cronológica: la flagelación, los primeros pasos vacilantes en la Vía Dolorosa, la primera caída, el enclavamiento en la cruz, el descendimiento y, finalmente, la escena del sepulcro, cuando los discípulos llegan con el cuerpo mutilado para darle sepultura.

Patrick sintió un estremecimiento al reconocer en aquella última escena el original de la reproducida en la puerta del mausoleo de los Contarini. Y en esta ocasión sí que captó lo que había escapado a su atención en San Michele. Era evidente y simple, y se le cortó la respiración. En casi todas las versiones del entierro hay cuatro personajes en torno al Crucificado: José de Arimatea, Nicodemo y las dos Marías. Pero en el mural estaban representados los doce discípulos y ninguna mujer. Pero fue el cuerpo de Cristo lo que llenó a Patrick de espanto porque estaba vivo y atado y se debatía conforme le conducían al sepulcro.